lunes, enero 30, 2012

¿Y EL INFINITO QUÉ ES?



-Foto: Jorge Isaías.


XXVIII*



Hace poco
cabía
un vendaval
en un vaso
un agosto
en un árbol
un caballo
en un techo.
Hace poco yo
volaba
en un barrilete
desbordaba
corpiños de nubes
simulaba un océano
extraño
mientras mi padre
solitario
por el campo
cazaba.


*De Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar








LAS CALANDRIAS DE JUANELE*



*Por Jorge Isaías.


Pasé varios días este verano observando con morosa atención el vuelo nervioso de las calandrias, en mi pueblo.
Descubrí con alegría que no excluía el asombro, cómo una calandria madre enseñaba a volar a sus pichones, cómo los incitaba con su aletear, los instaba a alcanzar unas ramas bajas de ibyrá-pitá, les daba de comer en sus piquitos ávidos, inexpertos, pequeños gusanillos que extraía de la gramilla
recién cortada.
Recordé casi sin quererlo, una mañana lejana, una bella, soleada mañana de abril, en Paraná, frente a la casa de "Juanele" Ortiz, en el Parque Urquiza.
Allí el viejo poeta, el maestro de tantos, me comentó mientras mirábamos volar a las calandrias:
- ¿Usted sabe que estos animalitos reproducen con sus vuelos los ideogramas chinos?-
Yo lo ignoraba en ese entonces y aún hoy no estoy seguro que sea verdad, eso ya no tiene importancia. Pero en ese entonces le creí, como todo lo que me decía con su voz pausada que buscaba las palabras que mejor se adaptaran a la sensibilidad de su interlocutor, como no queriendo ofender, con su delicadeza de viejo criollo siempre atento a que el otro encontrara la profundidad que era muy clara para él.
De todos modos el hombre habría pasado muchos años observando el vuelo libre de los pájaros, mientras el Paraná lento y caudaloso corría encajonado en unas barrancas altas, a sus pies. Por lo tanto, tenía todo el derecho de opinar sobre las calandrias que le recordarían los poemas de sus amados Li Po o Lao Tse. Poetas que en ese tiempo estaba traduciendo ( ayudado por algunos amigos chinos, aclaraba).
Hoy, a casi cuarenta años de aquella opinión tal vez poética, tal vez libre como era todo en él, se me presenta aquella vieja y borrosa imagen en la mente mientras miro estas calandrias que son otras, en el humilde patio de mi casa, en mi pueblo. Y no interesa si aquello fuera cierto, lo que importa es el recuerdo del Maestro que hoy relaciono mientras miro estas calandrias mías, que tal vez no sepan chino.
Sobre todo las mañanas y las tardes que pasé escuchándolo, como en éxtasis, ya que las admiraciones juveniles son como los afectos, de una vez y para siempre.
Mientras miraba entonces estas calandrias vivas (no sé si más vivas que las calandrias aquellas de "Juanele") pensé un momento que en la naturaleza todo está previsto, menos la irrupción del hombre que nunca la respeta.
De todos modos uno puede debajo de estos fresnos admirar el vuelo de los pájaros. Pasarse horas viéndolos volar, espiar cómo esas calandrias persiguen a un par de palomas grandes - a las que aquí llaman "monteras"- pese a la desventaja del tamaño: chillidos, aleteos, plumerío, hasta ponerlas en fuga. Observo mejor y veo que las "monteras" se habían posado inadvertidamente donde las calandrias tienen su nido, en el coposo ceibo que plantó mi madre cuando era apenas un gajito de no más de 30 centímetros de altura y hoy explota en carnosas flores rojas bajo la mano de septiembre y sus ramas gruesas se extienden hacia el cielo.
Justamente en esas ramas robustas y abiertas merodean y se persiguen entre sí los pájaros: corbatitas, horneros, pirinchas. Pero sobre todo la irascible calandria enseñorea su prepotencia y su denuedo. De vez en cuando el carbón lustroso de un tordo cruza pesado bajo el cielo que se detiene a curiosear enero, que lo hace lento como un mar clarísimo de aceite. Entonces ese plumaje bello irrumpe en esa quietud beatífica que las cigarras parten como una fruta madura con su sierra persistente.
Si salgo hacia la calle entonces, y miro hacia el Sur, un cielo increíblemente bajo me espera. Casi parece que puede tocarse con la mano.
Pero es la sensación vacía de ese cielo que no se apoya en ningún árbol el que se deja estar así, lentísimo, mientras aquellos pinos, un poco más lejos -donde estuvo la casa de don Juan Ortali-, (un grupo de pinos
impasibles) dan una fe a medias que allí alguna vez hubo una casa.
Si yo camino hacia allí, siguiendo el "camino del Diablo", tal vez me encuentre un grupo de chicos que vuelven con sus cañas al hombro de una excursión de pesca al cañadón que llaman "El noventa".
En campo abierto vuelan otros pájaros: los chimangos que lo hacen muy alto, porque con su vista poderosa buscan alimento, cigüeñas, bandurrias, sisiríes o crestones en busca de cañadas, alguna lechuza distraída que se posa en un poste de alambrado y mira todo con sus ojos avizores, inmensos ojos donde se
reflejan las breves espigas del trigo.
Y volviendo a las calandrias -a las "mías", las de este verano-, digo que distrajeron mis ojos cansados, repitiendo ese rito materno tan antiguo, aunque tal vez no sean las calandrias que dibujaron los ideogramas chinos que sólo supieron leer el aire y los grises ojos sabios de "Juanele".


*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-7727-2007-03-15.html







"Literatura es entender la maravilla de la existencia"*


Habla el escritor santafesino cuya obra se estudia en las escuelas de su provincia.





*Por CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ. parodizlaunion@gmail.com




La literatura encontró en Jorge Isaias un expositor lúcido, que sale al encuentro del testimonio y funda respuestas que merecen conocerse.
Nacido en Los Quirquinchos (Santa Fe) en el otoño del año 46 de la centuria anterior, en los sesenta se instaló en Rosario para trabajar y estudiar. Se recibió de Licenciado y Profesor de Letras y realizó tareas docentes en Institutos terciarios.
Durante treinta años fue librero y editor. Co-fundó la revista literaria y editorial "La Cachimba" que tiene casi cien libros y diez números editados.
Y, dato clave, es hincha de Rosario Central desde los cuatro años.



- ¿Como llegás a la literatura?


- Como fui un voraz lector desde niño, empecé como todos en mi época: con las revistas de historietas. Luego pasé a los libros de historia, de narrativa y finalmente a la poesía.
Tenía dieciséis años y me había leído todos los libros de las bibliotecas de mi pueblo. En mi casa no había para libros y además si lo hubiera habido, tampoco teníamos librería en mis pagos.


- Tus libros se leen en las escuelas.

- Publiqué 34 libros. Algunos, con varias ediciones, han sido y son texto en las escuelas de mi provincia. El único sitio virtual donde publico es en "Inventiva Social" del amigo Eduardo Coiro.


- ¿Quienes son tus mentores?


- José Pedroni, inspirador de muchas páginas, y Juan Laurentino Ortíz, a quien conocí y traté muchos años y que actuó con mi generación como un hombre generoso que nos dejó una enseñanza y una ética.


- ¿Cómo es tu presente?


-Tengo varios libros para editar este año. Uno de poesía y uno de relatos futbolísticos, y además debo seguir con los tomos de mi poesía completa del que ya salió en 2010 el primero. Parcialmente han ido saliendo trabajos míos en otros idiomas: inglés, francés, italiano, alemán y coreano.


- ¿Qué es y qué significa en tu vida la literatura?


- Creo que la literatura es mucho más que una forma de expresión, es la manera de pararse frente al mundo y a la realidad, es comprender -tratar de comprender- qué es esto del absurdo y la maravilla de la existencia humana."La vida, es lo mejor que conozco", escribió Paco Urondo. La literatura, que duda cabe, me ayuda a vivir y me salva a veces de la angustia.


- ¿Cuál es tu género preferido?


- La poesía por que creo que es el género más difícil, el que compromete más al autor con la verdad o lo que él cree aquello que es la verdad de la vida. (La suya, claro).


*Fuente: La Unión Espectáculos y Cultura 30/01/12
http://www.launion.com.ar/?p=79402









¿Y el infinito qué es?



*Por Jorge Isaías.


Tal vez mi amigo, el poeta Felipe Oteriño, tenga razón y yo esté destinado a escribir "sobre lo que está llamado a perderse y pide, por eso, un lugar".
Lo cierto es que si miro hacia atrás no he hecho más que dar cuenta de un largo catálogo de intrascendencias que tuvieron su minuto fugaz en la tierra y ese minuto me sirvió -si la memoria es atenta- a iluminar un camino como si fuera por toda la eternidad.
Juana Bignozzi ha dicho recientemente que la poesía debe dar cuenta de las cosas que se pierden para siempre.
Yo creo que es así. Porque no hay nada más universal que mirar ese crepúsculo que gatea tras las altas casuarinas oscuras y no vuelve sino en la empinada memoria.
A veces viene a mi memoria aquella cortada que terminaba en la casa de don Juan Peralta y más atrás venía el campo y allí comenzaba a ensancharse el cielo que he perdido, creo, para siempre.
Mi padre me decía que algún día sería una calle y que detrás de la casa de don Juan Peralta abrirían otra calle transversal, esa casa en cuya pieza con piso de tierra nací, según siempre oí contar.
Yo, que en ese tiempo le creía todo, hasta cuando me contaba fábulas inventadas para mí, dudé. Es probable que él hubiera visto algún plano comunal y hablaba con fundamento, pero esa cortada era el Universo para mí.
Porque, lo recuerdo, no era cualquier cortada, era casi campo, donde no era raro ver un caballo con su pájaro en el lomo.
Esa calle truncada empezaba siendo muy ancha, con dos grandes zanjones donde confluían las aguas de varias cuadras a la redonda y en ese proceloso desorden se perdía en el canal de don José Vélez y se iba a morir a los cañadones del campo, en especial el de don Miguel Compañy, que era el más cercano y por lo tanto el más visitado por nosotros para baño, pesca y travesura.
Yendo como quien dice hacia el Sur, a la izquierda estaba la casa de don Angel Pichichello, un calabrés buenísimo y a la derecha la casa de don Clemente Gerlo que tenía tres atracciones especiales: un sótano por el cual se entraba desde el patio, un depósito de frutas y de higos secos y un frondoso frutal apetitoso.
Ambos tenían sus frutales, pero, nunca supe por qué jamás al primero le tocamos una sola naranja y a don Clemente le arrasábamos literalmente durante todo el año las plantas frutales ya que las tenía de todas las estaciones.
Lo hacíamos con crueldad e inocencia y con un poco de maldad también ya que sabíamos que vivían -él y doña Marianna, su esposa- de la magra venta de lo que la quinta -pequeña por otro lado- producía.
En ese espacio más ancho de la cortada donde no terminaba de crecer el pasto jugamos los "picados" más encarnizados "que vieron los tiempos y que quizás no verán los venideros". Con pelotas de trapo, de goma o excepcionalmente de cuero cuando la conseguíamos. Lo único importante era jugar allí, tratando
de remedar las jugadas de los integrantes de nuestro club favorito.
Llegando a 50 metros de la esquina estaba mi casa y, enfrente, la de don Francisco Spina, quien había alambrado diez metros de la cortada, por lo cual el trecho hasta don Juan Peralta y don Cayetano Gallardo que vivían enfrente, era considerablemente más estrecho y sólo una huella de sulky marcaba esa distancia en la gramilla que cubría como una alfombra ora amarilla ora verde, según el tiempo, esa franja donde entraba a saco el fulgor del crepúsculo.
El primer tramo, es decir el más ancho, de la cortada estaba flanqueado por añosos paraísos, salvo un plátano más añoso que don Pichichello había plantado justo frente a la puerta de entrada a su casa y enfrente don Clemente tenía un portón por donde salía con una chirriante y desvencijada
jardinera y su mansa y oscura yegua a quien llamaba Chicha.
A mi casa la describí muchas veces y no lo volveré a hacer aquí, sólo diré que en ese tiempo había un gran ceibo donde yo colgaba mi jaula con pájaros y mi padre una hamaca que había hecho para mi hermano, quien cuando llegó a este mundo yo ya había terminado la primaria.
Ese fue mi mundo durante los primeros doce años, tal vez el mejor de mi vida, como diría Pedroni. Si pienso en la libertad que nos daban el viento, el verano, la complicidad y la absoluta falta de ambiciones que no fueran sino los juegos elegidos al azar de las deliberaciones donde todo se discutía aunque el más grande casi siempre imponía su criterio o su capricho con un autoritarismo indigno para nuestra libertad, como sucede en general con todo autoritarismo.
Lo cierto es que en ese universo acotado que suponíamos eterno fuimos tan felices como lo pueden ser un grupo de niños viviendo en un pueblito colgado del mundo, perdido en una inmensa llanura rodeada de trigales orondamente flameando en el viento y con un espacio que también poblaban mariposas y
pájaros.


*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12 .com.ar/diario/ suplementos/ rosario/14- 6222-2006- 11-17.html









¿Sombras nada más?*



*Por Jorge Isaías.


A veces pienso en mi pueblo, o mejor, en la adolescencia que viví en mi pueblo.
La misma que arrebataba la noche sola, íntima, hacía que los sueños abarcaran, dieran cielo, dolores que expandían su llama sobre uno. Aún el puro resplandor reciente de la infancia brotaba en nosotros.
A veces el desdén -la tontera- de alguna muchacha rompía el encanto, nos ponía extremadamente tristes, derrotados. Casi indigentes, humillados siempre.
Un sábado -como hoy- era la alegría del baile. El abrazo tímido de las muchachas de muslos temblorosos y perfectos. El perfume mareaba, toda la incertidumbre del sexo alborotando la sangre. Haciéndonos saltar ilusos por el aire seco de la noche.
Los sueños eran, como el cielo que esperaba ahí afuera: inabarcable.
¿Y qué era por entonces mi pueblo?
Sesenta manzanas con grandes claros, con casas diseminadas, poca luz, calles de barro seco, largos zanjones donde los sapos y los grillos ofrecían su inocente cantata.
¿Quién rompía el dulzor del cielo enfervorizado de estrellas, quién nos esperaba en una puerta -cara lavada, trenza larga- o en el vano de esa puerta, con su cancel donde empezó a arreciar mi pena para siempre?
A veces pienso en mi pueblo. O en los más tristes recuerdos que tengo de él.
Los temporales lluviosos, el barro de los días ensañados de julio.
Nadie comparte estas cosas conmigo. Los amigos -aquellos amigos-, compinches de sueños, de esperanzas que tenían impregnado el olor de las muchachas, poco tienen que ver hoy conmigo o con ese hombre solitario que soy, con esta pasión por los otoños que se esconden atribulados en un rincón de las pupilas.
Hay un tren pitando entre trigales. Hay una valijita de cartón, un traje azul comprado a crédito, una corbata angosta y clara. Las obras completas de Neruda, primera edición, por Losada y además todos los sueños del mundo en mí.
La ciudad era demasiado grande para toda esta inocencia de uno. Y hay que aprender que nada se regala a los sueños y todo se hurta, que cada astilla que en la oscuridad clava su dolor nos paga con una esporádica chispa de esplendor, de goce pleno.
Como si fuera una virtud el ansia, la infamia que nos cerca, los duros dolores que irán arreciando en la carne, en el andar, en los rostros numerosos, los muchos amigos, otros que no lo eran tanto, afectos varios. Amores.
A veces me pregunto, qué queda de aquél adolescente, salvo esta obsesión por los versos que seguirá arreciando hasta el fin


*Fuente: Rosario/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-11111-2007-11-14.html







La balada de Haroldo Conti*


*Por Jorge Isaías


En los textos de Conti las estaciones predicen el destino de los personajes y lideran las futuras acciones y peripecias de los personajes, influyen en su ánimo, tiñen el valor y espesor de los recuerdos.
Los colores cambiantes van traduciéndose en percepciones para instalar leve y paulatinamente el tono con que el relato se desplaza en un cono de luces que cubren todos los sentidos.
Los diálogos son verosímiles y como en la saga hemingwaiana siempre exponen un mundo interior que subyace detrás de la historia, que va más allá de su laconismo y su economía de recursos expresivos.
La diferencia entre el autor norteamericano a quien admiró la generación de Conti y Conti mismo reside en que el discurso de aquél nunca o casi nunca expone los sentimientos mientras que el escritor argentino con similitud de recursos expone una afectividad nostalgiosa y nunca ríspida, apegada al gran valor otorgado a las cosas y a los seres que se pierden para siempre y que por algún motivo no preciso de la memoria a él se le presentan asociados.
La escritura de Haroldo Conti se nos aparece humilde, morosa y preocupada para retener aquello tan pequeño que a nadie interesa, solo a su letra que no se resigne a dejar morir lo que se va.
De eso, creo, se ocupa la poesía de todos los tiempos porque tal vez Barthes tenga razón y los escritores eternamente estarán tratando de responder a dos preguntas claves.
¿Por qué te amo?
¿Por qué le tengo miedo a la muerte?
No hay ningún tema fuera de esos porque el poder y la gloria no permanecen indiferentes sino implicados en esos enunciados barthesianos.
La morosidad y el amor con que Haroldo Conti trabaja el devenir de las vidas anónimas, marginales y muchas veces miserables de sus personajes, que como en el caso de El Boga, de Sudeste, ni nombre propio tienen.
La morosidad de sus narraciones que el propio Conti eligió para construir un mundo poético lleno de reflexiones donde duda permanentemente sobre el poder representativo de la palabra, conciente que dedica sus afanes a esos "antihéroes" que obviamente no son ni nunca serán ejemplares, presentados
los párrafos con la ironía con que reconoce su propia dificultad y su distancia, su desconfianza de ser tenido en cuenta en ese discurrir de sus historias que como dice el narrador de uno de sus cuentos está contando una historia que no es de él sino de otro, y que además le fue referida y "que no interesan verdaderamente a nadie", como si fuera conciente de la elusión que hace de los grandes temas que instalaron el prestigio de la literatura de todos los tiempos.
Haroldo Conti apostó a una poética, esa visión de lo que falta, de lo que siempre está detrás, este trazo que aparece donde nada existe.
La conjunciones disyuntivas, las frases indirectas, los reflexivos, la progresiva incorporación y la preponderancia de las frases pocas seguras, acentuaron la relación entre el narrador y su materia. Esas frases que ponen en duda la historia que cuenta el propio narrador como si constantemente
estuviera dudando en esas infinitas mediaciones que hacen entrever lo que quiere contar de una historia que conoce de oídas.
Cumple con el consejo borgeano que dice que uno tiene que contar las historias como si no las supiera del todo.
El río funciona en los textos de Conti como una metáfora del tiempo, que no es sino el río que El boga trasiega incansablemente con la excusa de la pesca o la del viejo del cuento "Todos los veranos", donde el narrador-personaje niño relata las vicisitudes de su padre, un pescador que navega las aguas enojosas o calmas del Delta en busca de pesca pero en el fondo lo que busca es el sentido para su vida vagabunda y errática.
El tiempo, gran personaje de la narrativa contiana, tal como aparece a lo largo de toda su obra, sirva como ejemplo esta cita de su cuento "Los novios" de su libro Todos los veranos.
"A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que lo que recordaba del viejo. Allí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano
o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas, y uno se volvía cosa y tiempo también".
Quien recorra con atención (única manera de manera de leer literatura) la obra de Haroldo Conti se encontrará con las recurrentes núcleos de sentidos que va desplegando incesantemente, con frases que hacen de la elipsis una retórica y en el énfasis sobre la ambigüedad semántica su pilar donde funda
una estética. (aclaro que uso aquí la palabra estética en su sentido clásico y no como se usa ahora, para hablar de una moda).
En Sudeste, El Boga es el río, pero también el tiempo, también la conciencia de la indiferencia del hombre frente a los otros hombres donde ni el río que buscó como refugio lo salva.
En esa indolencia, en ese vagabundeo en que El Boga se desplaza buscándose inútilmente a sí mismo si saberlo o intentando intuitivamente un sentido a su propia existencia se involucra sin quererlo, con indolencia, como un héroe de la tragedia griega va a encontrarse con unos contrabandistas y al
final sucede lo predecible: la muerte oscura en un riacho bajo las balas policiales. Como se ve, un final nada épico como corresponde a un personaje contiano.
Tal vez podría decirse sin exagerar que empecinadamente el personaje no busca sino terminar con esa vida de eterno viajero sin sentido para encontrar "su sentido" que no era otro que su propia muerte.
Como tantas vidas oscuras de la vida real ,como tantos otro personajes de la saga contiana.
Que el escritor trató con ternura sin igual, esa ternura que tuvo para con todos los desclasados que pueblan la tierra.
En el cuento "Perfumada noche", del libro La balada del álamo carolina, el narrador pone al lector en situación, cito: "La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristeza que cabe en una cuántas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz".
Probablemente podríamos relacionar este párrafo con aquella reiterada aseveración borgeana donde asegura que hay un minuto de la vida de un hombre donde el sabe para siempre quién es.
Probablemente se necesita toda una vida para encontrarse con el propio coraje físico, pero en el cuento de Conti el personaje encuentra la felicidad en un amor platónico donde el platonismo es tan perfecto que el objeto de su amor nunca se entera.
El clímax de su felicidad se produce cuando al pasar por la calle Saavedra, donde vive la señorita Haydée Lombardi y ella lo saluda mientras él el se quita el sombrero panamá en señal de admiración, galantería y respeto.
Pero esa insinuada o imaginada sonrisa de la señorita Lombardi dio sentido y felicidad para siempre al señor Pelice, quien era el más reputado cohetero de la zona y a partir de allí perfeccionó su técnica en honor de la señorita. Desde entonces y durante los años en que la señorita vivió le escribió una carta cotidiana que nunca le hizo llegar, salvo el día en que ella murió, entonces le envió un ardiente y sentido pésame rogándole que lo espere para descansar por toda la eternidad juntos, como no habían estado en
la vida.
"Al señor Pelice le hizo un nudo el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron una palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía".
Eso sólo le bastó al señor Pelice para ser el más feliz de los mortales.
Los personajes siempre aparecen y actúan en ese centro de radiación que se constituye en el discurso enunciativo, no como presencia viva sino como sombras difusas y reminiscentes que presentan un aura de extraña y entrañable morosidad donde es imposible no sentir afecto por esos seres desvalidos que en el papel juegan una fantasmagoría de sombras, que a través de esa enunciación termina siendo de una carnalidad vivida y consecuente, inolvidables criaturas que uno como lector no puede dejar de amar y
recordar: El tío Hipólito y la señorita Adela en "Los novios", el señor Pelice y la señorita Lombardi en "Perfumada noche", El boga en "Sudeste", Silvestre y Milo en Alrededor de la jaula, el Oreste de En vida y el otro Oreste de Mascaró y el cazador americano, el chico sin nombre del cuento "Como un león" de Con otra gente, Basilio Argimón en"Ad astra", el inolvidable viejo sin nombre, el pescador del cuento "Todos los veranos" etc. etc.
La textualidad contiana ha participado con creces en la representación de su literatura de aquella premisa de Cesare Pavese: "Narrar es monótono. Y todo auténtico escritor es espléndidamente monótono".
Haroldo Conti, lo es con creces.
En su estudio había colgado un cartel que decía: "Este es mi puesto de combate y de aquí no me muevo. Los chacales que lo secuestraron el 4 de mayo de 1976 no lo leyeron. Estaba escrito en latín y como todos sabemos los chacales no saben latín. Hoy integra la lista de los treinta mil desaparecidos.


*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-5088-2006-08-31.html Cantos de








Pedroni*



*Por Jorge Isaías


El caballero del camino
El de Junín, ha muerto.
Vino a morir en mi provincia.
Atravesó mi pueblo.
Iba tan rápido a su fin,
Que nadie pudo verlo.
La voz de mi saludo? ¡Libertad! ?
Me la quitó con viento. (1)


Esta estrofa para mi desconocida como su autor cuando la leí por primera vez en las páginas de El Gráfico, en mi niñez y en mi pueblo me siguieron durante toda la vida.
Con el tiempo supe que el autor se llamaba José Pedroni y que vivía en Esperanza, en mi provincia. Justamente allí fue a morir aquel corredor de Junín en l956 y yo di por primer vez con un poema sin saber qué era la poesía, como no lo sé hasta hoy.
¿Quién era Eusebio Marcilla? Un corredor a quien los periódicos de la época motejaban "Caballero del camino" porque al parecer cuando algún adversario abandonaba la carrera por un desperfecto mecánico, él se para a ayudarlo, sin importarle ya la competencia. Es bueno recordarlo ahora, cuando el individualismo es un flagelo que parece no querer abandonarnos. Es probable que hoy no se entienda, es probable que se me tome por mentiroso.
Tal vez este no sea de los poemas más conocidos de Pedroni, justamente quiero empezar por él, porque me parece emblemático de lo que nos pasó como sociedad. Ahora que a las modas se las llama "estéticas", livianamente, quiero decir que Pedroni tuvo una estética, pero que enlazó con una ética de la solidaridad y la justicia durante su vida y a través de todos sus libros. En otra parte demostré esa coherencia (2).
Quise empezar con esta estrofa y esta anécdota y con una tragedia, porque la tragedia del olvidado Eusebio Marcilla es la tragedia nuestra.
Uno puede imaginarse al corredor con las "muertas mariposas en el pecho", uno puede imaginárselo con ese bigotito fino que se usaba entonces, con su mameluco ensangrentado, con su cabeza rota, porque en aquellos años en las llamadas "turismo de carretera" no se usaban cascos ni en ninguna otra competencia automovilística.
Quise empezar por aquí, aunque pude empezar por "Nacimiento de Esperanza", con "Nguyen Van Troi" (el fusilado de Vietnam), o con "Los muebles de viejo Stura" (el chacarero a quien los patrones arrojan sus pertenencias al camino y la gente del pueblo se los restituye), o "Las malvinas", o "La bicicleta con alas".
En fin, que pude empezar con otros de los tantos de los numerosos poemas de Pedroni muy celebrados.
Pero elegí este poema porque es un homenaje a mi generación, que al menos creyó en una justicia más justa, valga la redundancia pero es lo que como sociedad nos debemos.
Una de las razones para quedar firme en la memoria de los demás una de las virtudes inexplicables de aquello que llamamos "clásico", es el no proponérselo. Es decir, escribir con un cierto "abandono necesario", una "vigilia lúcida" como quería el entrerriano universal que se llamó Juan Laurentino Ortiz.
La obra de Pedroni participa "de la peripecia del pueblo", como él gustaba referirse, porque de lo que sí era consciente es que la gente toma lo que le sirve y que escribir para sí sólo es el pero de los negocios y que escribir deliberadamente para la Humanidad es inútil, ya que nosotros no escribimos en una lengua neutra, sino con aquella que lleva implícita la modulación de nuestros paisanos.
Una vez leí unos consejos que el gran Juan Rulfo ensayó con nuestro Héctor Tizón: "El único que habla todos los idiomas y en todos lo hace mal es el Papa. Tú tienes que escuchar la voz de tus paisanos y escribir para ellos". Eso hizo José Pedroni. Y sus paisanos fueron primero los descendientes de los inmigrantes que en 1955 fue a buscar a Suiza, Aarón Castellanos, luego fueron también los hombres que hicieron de la actividad productiva y de la libertad una forma de vida orgullosa. Si bien, alguna vez se sintió culpable por no haber dedicado más páginas al indio y al gaucho, habitantes primitivos de estas tierras que los hombres de ojos claros ayudaron a olvidar. Pero para ello le faltó tiempo, porque en plena madurez creativa nos dejó y dejó también librada a la orfandad de su poesía ya cerrada para siempre todas nuestras expectativas frente a ella.
Una de las preguntas que no dejó de formularme es qué sería de su poesía en las tribulaciones del tercer milenio si él siguiera escribiendo. Ya que toda su poética participa de una utopía que sigue a la espera, es decir que no se cumplió. Como aquel verso que dice: "Es el año dos mil. Ya la tierra es de todos". Tal vez su mayor virtud haya sido esa inclaudicable ética que formuló como ejemplaridad de justicia y paz. El delicado equilibrio entrevisto en los trasegados volúmenes editados por Jackson de cinco tomos que era su lectura predilecta y que vi en el Museo de Gálvez. Esa antigua Biblia encuadernada en colore muy claros, seguramente favorita de sus emociones nunca exaltadas.
Otra de las cuestiones a tener en cuenta al releer su obra, tratando de evitar la emoción, de ser en lo posible reflexivos, vemos con estupor renovado que sus libros lejos de envejecer se renuevan con las lecturas sucesivas. Como si el humilde entramado en la que fueron concebidos tuviera la rara facilidad del misterio, eso que hace que un poeta se torna indispensable, en necesario antes que pensarlo en una grandeza que no le cabe. Cuando escribo "grandeza" no lo hago desde la valorización hacia los renovadores formales de la poesía, algo que evidentemente Pedroni no fue, pero cierta crítica hace pasar el canon por las vanguardias, cosa que no comparto para nada, por supuesto. Porque se queda lo más rico de nuestra literatura afuera. Esa "crítica" que elude muchas veces la verdadera carnadura de los versos y ciegamente ignora el estremecimiento, el color, la música de su palabra sino que apenas ve su arquitectura formal sin sorpresas. Ese vanguardismo que no tolera al permanencia en la memoria "de mis paisanos", como quería el gran José Hernández.
La poesía de Pedroni nos provee siempre un lugar de afecto, de la calidez del hogar donde podremos poner sus libros sobre la humilde mesa de la cocina, no sin secar antes un poco "del vino derramado" sobre el mantel trasegado de manos infantiles, de pringosidades domésticas, del calor que aún permanece luego de retirar la sopera que dio de yantar a toda la familia.
Leer a Pedroni a mí siempre me hace prefigurar un imaginario: el hule ordinario que mi madre retiraba para amasar sus pastas italianas los jueves y domingos. Mantel de hule con la luz que se filtra por la ventana mientras los pájaros vuelan bajo allá afuera oteando alguna miguita en el patio de tierra.
Así me veo a mí mismo leyendo los poemas de Pedroni cuando leo a Pedroni.
En la certeza de estar ante una obra que está adicionada a nuestra cultura, sostenida por los tratos menos espurios posibles con el uso de nuestra lengua materna, con la curiosidad de un niño que cada vez que abre un libro suyo lo hace con la convicción que hallará una vez más el matiz en una línea que se nos había pasado en la lectura anterior y en todas las lecturas anteriores durante los últimos treinta años. Ese matiz que nos llama con su lucesita curiosa para que no lo dejemos pasar, para que lo incorporemos a nuestra sangre como un chasquido de pasión diminuta, como una bocanada de aire fresco, "como una horquillada de alfalfa fresca con sus mariposas", como alguna vez le dijo el propio Pedroni en una carta al poeta Carlos Carlino, también cantor de la inmigración y de las albricias de mi querida provincia de Santa Fe (3).

1) José Pedroni. Cantos del hombre, Castellví, Santa Fe, 1960.
2) José Pedroni. Papeles inéditos. Cartas. Discursos. Entrevistas, Ediciones culturales santafesinas.(l996) Selección, prólogo y notas de Jorge Isaías.
3) Op cit.



*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-4492-2006-07-20.html









RUTINA*


*Por Jorge Isaías


Es como una trama lejana, casi evanescente contra la memoria que se vuelve, empecinada como una gelatina que no se puede uno, por más que quiera, despegar.
Primero es un cielo: alto, casi límpido, solo habitado por un grupo no muy grande de nubes grisáceas, que a esa hora prima de la mañana tienen como una cresta rosada por la acción de los rayos del sol que sobre ellos asoma.
Después están los árboles. Coposos, como emergiendo de un sueño profundo, con sus hojas verdísimas, con una luminosidad sobre ella que no es otra cosa que fruto del rocío nocturno. Esas minúsculas gotitas, que al conjuro de la leve claridad solar irán desapareciendo de forma imperceptible, y que dentro de muy breves minutos habrán de desaparecer sin dejar rastros, como si nunca hubieran existido.
Y por último, los pájaros. Mejor dicho su impreciso y multitudinario gorjeo en principio, y luego, sí, el vuelo espontáneo desde las copas donde han dormido toda la noche, arrebujados entre sí, dándose el calor unos a otros, con sus cuerpecitos pequeños y temblorosos.
Es la señal para que el mundo comience de una vez a andar.
Durante la noche, un largo y lento tren carguero cruzó, hondo, interminables las casas aletargadas del pueblo y las golpeó con un angustioso pitar ronco que dejó flotando unos minutos, al principio, una zozobra desconocida y que al ser luego familiar a los pocos oídos que la oyeron entre sueños, multiplicó el placer entre sábanas oliendo a azahares, naftalina y a misterio.
Al alba casi, cuando una luz indeterminada no se decide despegarse de las sombras de la noche, el grito agudo de una gallo cruza como un látigo el silencio y prontamente es respondido por un canto aislado primero y luego por un concierto díscolo que asordina todo el aire y al que responden pronto y parsimoniosamente una jauría dispersa de perros, no se sabe bien si vagabundos.
En las casas se comienzan a encender las luces primeras, se oyen algunos motores y en las ventanas con sus primeras luces tímidas, tintinean las pavas de acero inoxidable donde se calienta el agua para el primer mate de la mañana.
Algunas chatas, con las luces bajas, enfilarán por las últimas calles buscando los caminos rurales, algún callejón que tiene plantas de retamas orillando los zanjones hondos y se irán metiendo lentamente en ese mundo de trabajo donde el cereal espera porque es tiempo de cosecha.
Los gallos, los perros, las camionetas y las chatas irán haciendo punta para que el pueblo entero -como una malla que estuvo mucho tiempo quieta- se ponga en movimiento. Pronto los negocios irán abriendo sus puertas, lentamente de uno en uno sus persianas y, sus dueños, con los ojos aún maltratados por el sueño desde donde emergen, se irán preparando para la jornada que ya se inicia, o mejor, que está por iniciarse, cuando ingrese el primer cliente de la mañana, algún madrugador que seguro será un chacarero listo hacia el trabajo o alguna vieja jubilada harta del insomnio y del mate que tuvo que abandonar porque se le lavó la yerba. Ésta será la razón cuando salga y no la magra compra casi innecesaria que hará hasta por un motivo de trueque social, de charla, de chimento mañanero que dará sentido a su vida por un día más sobre la Tierra.
El pequeño pueblo se ha ido poniendo paulatinamente en movimiento, con sus pequeñas historias casi intrascendentes, con sus vidas siempre iguales donde su rutinario accionar cabe exactamente en los límites de sus calles como si ellas formaran un pañuelo y sus preocupaciones y sus sueños, que tal vez no
quepan en el mundo.
Todo este modesto movimiento que pronto insumirá todos los avatares de la pequeña comunidad no tendrían sentido, tal vez, si no se viera por sus calles el andar despreocupado del loco del pueblo, que irá bordando todo el entramado deshilado con su megáfono infaltable, promocionando la actividad
artística del fin de semana en alguno de los tres clubes donde se definen las parcialidades locales en lo futbolístico, pero en lo social se rotan para no quitarse público.
A esa actividad social irán a recrearse las almitas soñadoras de las niñas que leen novelones tras las persianas bajas o miran las telenovelas brumosas y absurdas con que la televisión las bombardea sin cesar. Ellas, recluidas entre los sueños y las tortas de naranjas que amasarán amorosamente para
comer entre amigas mientras ronda el mate dulce, o, entretenidas con las frituras de una parva de pastelitos dulces para la kermese de la escuela o la rifa mensual de la parroquia, ya que como todos saben, el señor cura siempre necesita comprar velas porque las almas de tantos penitentes están
bajo su entera responsabilidad y es por eso que, furiosamente toca la campana llamando a misa, justo en este momento en que yo termino de atar estas palabras y miro hacia el cielo donde un blando casal de tacuaritas busca posarse en las ramas del orondo ibyrá pitá que se mece bajo la brisa terca del Otoño, este Otoño que ya se llevó todas las hojas de los otros árboles que le hacen compañía.

*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-2637-2006-03-16.htm








La lluvia como una pluma leve*




*Por Jorge Isaías



La lluvia era tan tenue que recién tuve noticia de ella cuando pasé a la cocina que tiene techo de chapa y entonces pude percibir sus piecesitos húmedos garabateando alegremente sobre el lomo antiguo del óxido.
Espié primero, como lo hago siempre desde ese ventiluz cercano a la llama de la cocina donde la pava se va poniendo a tono para merecer luego ser volcada sobre la yerba del mate y la bombilla solitaria.
El espectáculo ?pese a la mezquindad del ángulo desde donde observaba? era impagable.
Estaba el césped que recibía las gotitas, ávido, luego de meses sin lluvia y más allá el magnífico pino de don Luis Carriedo era bendecido por las gotas no tan generosas, pero al fin de cuentas, bienvenidas. El pino recibía orondo esas gotas, luego de noches y noches de amagues de tormenta y de ver pasar los nubarrones trágicos sin ninguna consecuencia.
Por lo tanto esa presencia nada austera del pino recibía el agua como un rey al que se unge con los aceites más divinos, con la naturalidad y la lejanía que sólo tienen los seres inmarcesibles que descienden de los dioses.
La visión no era plena porque estaba cercenada en parte por ese gran galpón donde el hijo de don Luis guarda sus cajones de colmenares vacíos.
Ese espectáculo al que pocas veces puedo aspirar por simples razones estadísticas: vengo pocas veces al año por el pueblo y encima tengo necesariamente que acertar con una lluvia, pero cuando se da la casualidad la disfruto. Me pone pleno, muy contento, me viene como una euforia atávica, mezclada tal vez con recuerdos de la remota infancia cuando la veo a la lluvia saltar sobre la gramilla extendida, perderse en esos tallitos ávidos y silenciosos.
De todos modos, esta lluvia tan humilde no viene nada mal al campo, me dicen. Las pasturas se extinguen peligrosamente, las vacas no producen leche, las cosechas están con riesgo de perderse.
Las razones de mi interés por la lluvia son mucho más modestas y menos crematísticas.
Simplemente me encanta verla caer, así, blandamente como hoy. Sin otra consecuencia que por el simple placer de verla y sentir el olor a tierra mojada, a todo verde que renace con sus gotas.
Mientras voy sorbiendo el agua de la bombilla caliente, me aproximo a la ventana y desde allí tengo a mi disposición un ángulo mucho más amplio? está, en principio, la calle. Sola a esa hora del amanecer, ya que la lluvia no es trasgredida ni por los pocos perros vagabundos que a esa hora merodean en busca de algún hueso que le tira algún humanitario que nunca falta.
Miro entonces hacia los árboles de la vereda que reciben gozosos esa lluvia tantos meses esperada y hasta me parece ver en esas hojitas el mismo regocijo que yo percibo en mí, algo como de alegría contenida y un poco recóndita, que seguro tiene como todo ser vivo.
Me quedé mirando un rato largo el caer un poco lánguido aunque parejo de la lluvia. Una chata pasó, lenta, con sus faros encendidos, en el claroscuro del alba y atravesó la calle desierta.
Después caminé hasta el comedor y levanté la persiana del amplio ventanal desde donde se puede ver dónde termina la calle y cómo ésta se hunde en el campo transformándose con sólo cruzar la ruta, en camino rural.
En realidad la vista es parcial, porque un populoso arbusto que crece inmanejable se cae casi sobre el ventanal, pero no obstante ello, queda un espacio más que suficiente para mirar con ganas hacia el sur donde la ruta peligrosa y veloz arrulla el sueño o lo interrumpe con sus bocinazos que parten el silencio con sus estridencias histéricas.
Todavía no he abierto una puerta ni ninguna ventana, pero es seguro que la fauna acuática de las cañadas cercanas estará inconmovible. Sólo se pone eufórica cuando los chaparrones son generosos y el agua desborda los márgenes que los juncos en forma irregular delinean.
Tal vez en su particular evaluación de la lluvia que se nos escapa a los humanos, no se sienta motivada para tentar una gran alharaca, cuando la lluvia es tan fina que apenas moja como una pluma leve a su paso como una delicadeza femenina de hada que nos quiere acariciar.


*Fuente: Rosario-12. http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/13-1193-2005-12-01.html




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