lunes, abril 09, 2012

ESE CORAJE PARA ESCRIBIR DESDE RECUERDOS...



-Foto: Celso H. Agretti.

Textos de Celso H.Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda. Santa Fe.






EL PUENTE DE LA VIA


Si no tuviéramos recuerdos,
no tendríamos conocimientos.



I

El puente estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños, pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba con su sabor de aventura.-
Teníamos necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron hace ya varias y largas décadas.-
Estoy justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en el Colegio.-
Ellos no eran ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo. Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona; un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería, cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador, el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje, donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano, levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del remolino no quedaba ni rastros...




II

O sea: contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al menos.
Aquí el polvo del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la memoria que por la evidencia.-
Antes, ese brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos, especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos, con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén allí, porqué no se ven ni rastros, al menos a simple vista.



III

Hacia el este del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel; pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores, ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas, especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos que menos a esos niños...




IV

A una calle de la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga nos llenaba de gloria.
Recuerdo las emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría madrugado.




V

Justo enfrente, cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen, inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos, chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas, con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los "bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas sobre la línea del agua.
Nunca la he visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la orilla.
Llegar al montecito, entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso, algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela , despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha, pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha, y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porqué no probé bocado en la mesa, ese día al menos.-




VI


El puente de la vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino, y así sucesivamente.
Una vez, estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.




VII


Ir por la vía hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para nosotros era un juego.
A la izquierda había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del agua no era fácil porqué era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas, en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no poder...
Nos vestíamos mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano, temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba vestirse...
Quedé con él, y él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno, vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos, y ahí ya estaríamos adentro...
Pero, sí, media docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a buscarlo.
No hicieron gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había portado como un pequeño y valiente quijote.



VIII


Más adelante había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo. Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados había chacras sembradas.
Una siesta de domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros, llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños peligros.
Se le ocurrió venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más, haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del inestable tendido…
El tronco, que era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre todos lo ayudamos a salir.
Era el precio que a veces le tocaba pagar.



IX

A veces cuando no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte viento norte.
Un silbido me pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos merme el permiso para volver otro día.




X

De todo esto me voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella, mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos atropella.
Me siento un rato y sueño.
Cuando me incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no! ¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin más...
Pero no sé, me quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y llego al puente.
Sigue estando, incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de dos o más décadas de abandono.-
No es más que una ruina, nada que ver con aquello.-

19 /12 /02





“Escribir es acariciar el alma de los otros a través de las palabras”


El narrador santafesino explica que la literatura es una forma de expresión, de transmisión de un conocimiento que le permite acercarse a los demás.



*Por CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ. parodizlaunion@gmail.com


El suizo Jaccottet ejemplificó: “Cuanto más envejezco más crezco en la ignorancia, cuanto más he vivido, menos poseo y menos reino. Todo lo que tengo es un espacio a veces nevado o brillante, pero jamás habitado” y rehaciendo la memoria, en la literatura, anda este constructor de recuerdos, plasmados en una obra que ha ganado respetos y admiración.
En Avellaneda, Santa Fe, tiene una referencia insoslayable que rescata. Dice Agretti: “En respuesta a tu invitación, he escrito estas respuestas; son mis principios, como dijo Groucho Marx, ‘si no le gustan tengo otros…’”


–¿Podrías hablar de tus orígenes incluyendo el literario, lugar de nacimiento y sede actual de tu vida?



–Nací en este Norte santafesino, de costumbres pueblerinas, a menos de una cuadra de donde hoy estoy viviendo; pero como mi vida laboral fue la carrera bancaria he vivido en distintos lugares de la Mesopotamia.
De niño, me gustó leer, y dibujar; siempre tomando nota de temas que un día pensaba desarrollar. Internet me ayudó, especialmente portales como Mizares, y el vínculo con Inventiva Social.



–¿Cuál es tu género literario favorito, preferido o conveniente?


–Prefiero la narrativa, las historias costumbristas, y los ensayos; donde puedo expresarme y siento que tengo mucho para decir. Leo todo género, incluso novelas, donde me he nutrido desde niño.



–En este mundo virtual, ¿la lectura peligra?


–Parecería que sí, que toda evolución se fagocita lo anterior, que el mundo digital es vertiginoso y está al alcance de todo el mundo y ofrece el universo del saber escrito; pero el papel escrito puede convivir por mucho y quizás para siempre, porque el libro es un objeto querible, un tesoro personal que se posee, que envejece con uno.
Se le cobra cariño, y sus páginas forman parte de su encanto. Y si uno mira a los países centrales donde la tecnología es aún mayor; los tirajes y ediciones de libros nuevos son de millones de ejemplares, como la saga de “Harry Potter”.



–¿Tuviste mentores o guías y por qué?


–Seguramente, la lectura temprana de novelistas como Gustavo Martínez Zuviría, Joseph Conrad, Truman Capote, crearon un modo de ver la literatura, y más recientemente Osvaldo Soriano, Antonio Dal Masseto, Gabriel García Márquez; esa narrativa sencilla, atractiva y atrapante.



–¿Cuál es el perfil de lectores que sobrevive al virtualismo?



–Veo un entusiasmo en los niños actuales, lo veo en la biblioteca a la que pertenezco, que se enganchan y se entusiasman si se los acerca, si se les facilita el material.
Debemos abaratar los libros, hacerlos más accesibles; eso hoy día es una causa de desapego. Regalar un libro es como sembrar un jardín. Debemos hacerlo y promoverlo.



–¿Qué significa para vos la literatura?



–Una forma de expresión, de comunicación, de transmisión de conocimiento, de darme, de acercarme y acariciar el alma de mis semejantes…



Tres preguntas al margen


–¿Por qué huye la luna del sol?



–Para poder ser ella. Para, aunque pálida, darnos su mensaje; pero tampoco se aleja del todo, sabe que de algo hay que vivir…



–¿Quién oscureció la noche?


–No sé quién; pero nos muestra que ya hace tiempo hubo crisis energéticas.


–¿El silencio es enojo de un dios?


–Ese silencio es una concesión más que generosa, nos permite jugar a las adivinanzas, a los descubrimientos; a soñar que podríamos parecernos a ese dios.



Así escribe

“…Mi hermano, en su impotencia, le lanzó una maldición. Con toda la bronca, como quien tuviera el poder para clamar venganza… Levantó su pequeño puño cargado de nefasta energía…
-¡Hijo de tu madre! ¡Ojalá se te reviente una cubierta!…
- y luego en voz más baja, fue agregando aún más condiciones… -¡y que no tengas rueda de auxilio, o esté pinchada!…-, y otras cosas por el estilo. El fuerte “¡Plooof” nos llegó seguido por el eco de los troncos de las plantas.
El auto zigzagueó un instante y se detuvo algo atravesado en el camino. La nube de polvo se fue desvaneciendo… Pudimos ver desde nuestra ubicación, que la rueda delantera izquierda estaba ahora en llanta…”



Títulos

"Los días felices" editado 2005. -Costumbrista-
"Compartiendo sueños" -Prosa y poesía-. 2010.
En edición: "La raíz del Bambú" -Compendio ilustrado, prosa y poesía-.
Trabajando en "Historias Bancarias". También en dar forma a "Crónicas de la guerra de Malvinas desde casa", (por el padre de un ex combatiente).


*Fuente: La Unión Espectáculos y Cultura 8/04/12
http://www.launion.com.ar/?p=89089






Tres monedas




Era el segundo o tercer día de clases de mi segundo año en la escuela primaria. El primer día habíamos tenido un acto. El segundo hicimos algunos ejercicios; pero yo no tenía útiles. En casa aún no me los habían comprado.
Cuando volví a casa mamá me prometió que iba a comprármelos en cuanto papá volviera del trabajo, en la fábrica, en turnos alternados en ese momento, de ocho a doce. Pero al llegar la noche aún no los tenía, y ya había agotado mis pedidos a mamá, y la pobre desviaba el tema, y finalmente la mirada. Yo no entendía. No comprendía eso de ir a la escuela sin un cuaderno, un lápiz y una goma; por lo menos, como cualquiera de los demás compañeritos.
Papá, en la cena, respondió muy molesto, más bien de mal modo: …Que ya me iban a comprar, que verían mañana u otro día…
-¿Pero qué haré yo mañana? La señorita me dijo que tenía que llevar esos útiles, ¿en qué y con qué voy a escribir?
Nunca supe porqué mi padre estaba tan molesto…
-Le pedirás a la maestra. ¡Ella te tiene que dar! ¡Decile que te dije yo!- Y dio una palmada fuerte en la mesa, poniéndole fin al asunto.
Esa noche no me podía dormir. Recuerdo que lloré, y en mi angustia, no una vez; sino que durante la noche soñaba con mi mañana, y volvía a llorar… No quería que llegara el día siguiente.
Pero llegó, y tuve que afrontar entre “pucheros”, tomar el desayuno e iniciar aquél cruento camino a la escuela… Me sentía tan mal que ni lágrimas me salían. Recuerdo que mamá siempre en silencio, me acarició los cabellos y sentí como que ella me acompañaría, con esa mirada que aún la siento, como si aún me acompañara; como si desde esa mañana saliendo a la escuela, nunca más me habría de dejar…
Y me uní con otros compañeritos, que pasaban a buscarnos, para ir juntos…
Todos reían. Todos iban jugando, contentos, como yo mismo hubiera querido ir…, pero no podía evadir lo que me esperaba: ¿Como iba a presentarme, qué iba a hacer sin esos útiles, que le iba a decir a la maestra…?
Ya caminaba como en el aire de tan avergonzado de ir con las manos vacías… ¿Y ante los demás chicos de la escuela? Todos lo sabrían, todos me mirarían, y yo me apartaría sólo, a un rincón del patio, en el recreo… Miraba casi sin levantar la vista a mis compañeros que iban jugando felices, todos con sus cuadernos y sus lápices… Incluso algunos llevaban mochilitas llenas de lápices de colores, gomas, sacapuntas… Ellos no tenían mi problema… ¡Ellos sí que eran felices! ¿Por qué teníamos que ser nosotros tan pobres, que mis padres no me pudieran dar ni siquiera lo mínimo para la escuela?
¡Ojalá no llegara nunca el momento de entrar a clase, ese día!
Iba con mis compañeros, pero yo estaba en otro mundo. Iba muy triste, con un nudo en la garganta, cavilando, con mi mirada en el suelo…
Y allí en ese suelo había tres moneda amarillas… ¡Me parecieron de oro!, Juntitas, casi apiladas, casi escondidas entre las pisadas de los caballos, que aquella vez transitaban nuestras calles de tierra, tirando sulkis, o las volantas, de los colonos que venían al pueblo…
Una de veinte, una de diez, y una de cinco centavos…¡Eso me salvaba!...
En 1946, todavía la plata tenía todo el valor, no había envilecido. Nuestro país era muy rico, y no conocíamos la inflación, que tras la segunda guerra estaba azotando a Europa.
Me agaché casi reverente y tomé las monedas. Sentí como si un ángel se hubiera arrodillado conmigo. Me levanté de un salto y fui corriendo a la librería de la otra esquina. Compré un cuaderno, lápiz, goma, y hasta un sacapuntas, y aún me sobró para comprar, enfrente, unas roscas azucaradas con las que convidé a mis amiguitos, que quedaron en la esquina esperándome.
Ese día fui seguramente, el chico más feliz de toda la escuela…
¡Y está entre uno de los mas felices de mi vida! ¡Por qué me hizo ver que los milagros existen!
Descubrí que hasta las cosas que pueden parecer pequeñas tienen su importancia, y dar tanta angustia, tanta felicidad, en ciertos momentos… ¡y tener su significado para siempre!
Después papá nunca más me negó como esa vez, los útiles necesarios.-

24/07/05






ARROYO EL REY
(el día que papa me llevo a pescar)



Recordemos mientras vive, que nuestro padre,
No estará siempre con nosotros…

***


Quizás fuera un sábado a la tarde, aquella vez qué papá me llevó a pescar al arroyo “El Rey”...-
No fue la única.- Otras veces y a menudo tenía que hacerlo porqué tanto a él como a mí nos gustaba mucho ir de pesca.- Una pesca que no ofrecía grandes promesas, pero como aventura para mis diez años era un premio anhelado durante semanas.-
El arroyo no quedaba lejos del pueblo, pero requería caminar un buen rato.- Papá llevaba el paso suficientemente acomodado a mi andar más lento y juguetón.- Llevábamos las cañas, carnada y una pequeña canasta con un refrigerio, que mamá nos preparaba cariñosamente, donde no faltaba el mate cocido con leche, caliente.-
En el último tramo, donde la calle se terminaba, y entraba en un lento declive, comenzaba el territorio lindante, donde incluso se sentía en el aire el sabor salobre y el aroma vegetal de los pastizales de las cercanías.-
Se llegaba por un callejón que tenía un sendero entre el pajonal bordeado de ceibos y aromos, florecidos entonces en racimos carmín y pomponcitos amarillos.-
El sendero, que serpenteaba, se abría y se bifurcaba, entrelazándose en un verdadero laberinto calado en un mar de matas, que casi nos cubría por completo, y nos llevaba por un caminito u otro, hasta la orilla del arroyo; en una espesura mas bien enmarañada.–
Allí donde terminaba, aparecía la barranca, de golpe, la franja poco ancha de agua quieta del arroyo, y mas allá los bancos de arena que dejaba el desplayado…
Recuerdo la barranca recortada y profunda, que formaba la curva...-
-“Un buen remanso”...- decía papá, -

Y nos acomodamos bajando al borde por un desliz del terreno barrancoso, como un caminito escalonado y sinuoso, con algunas matitas breves de paja, hasta casi el nivel del agua, y allí sí, desplegamos en el suelo a nuestro alrededor, todo el arsenal de elementos, dispuestos a pasar la tarde.-
Los de pesca, y las vituallas; porqué a esa altura, tras la caminata, ya mi estómago requería la primera parte de la fiesta, que era abrir los víveres, y al lado del agua, con el alma plena de aire libre, eso era primordial, casi como ir de “pic-nic”…
Y mientras saciaba mi hambre y mi sed, con un buen bocado y el mate caliente, papá encendió un cigarrillo de los negros que siempre fumaba, y se sentó con las líneas ya tiradas…, esperando el primer pique…-
Lo imité encarnando y arrojando mi “boguero”, una caña casera, sin “reel” ni artilugio alguno; sólo con una línea corta atada en el extremo, y como boya un corcho de botella, y por supuesto el anzuelito con la lombriz… que se resistía a colaborar, retorciéndose en el extremo, obstinadamente…-
Yo tuve más suerte, picó enseguida…
-“Un dientudo”, -dijo papá.- (por la forma de hundir el corchito, seguro).-
Yo loco de contento, viendo el corcho dar vueltas al mismo tiempo que iba hundiéndose en las aguas tranquilas…, generando onditas circulares a cada tironcito del anzuelo.-
Esa era la emoción que buscaba, esa era la alegría simple y vivificante; y como electrizado salté parándome dispuesto y alerta…
Recuerdo que pensé que debía serenarme, pero arrebatadamente, puse todo mi entusiasmo en un violento tirón, que sacó al pescado del agua como un rayo. –
Tanta fue la fuerza que el "dientudo", -que al fin lo era-, al salir del agua, tironeado de esa manera, describió un amplio vuelo, regando una estela profusa en el aire y terminó dándole al pobre papá con la boca abierta en el arco de la ceja derecha, abriéndole una profunda herida que le se la partió al medio, y comenzó a sangrar copiosamente..
No sé que pasó con el dientudo, ni con los anzuelos, ni con la canasta, ni la comida, ni nada; sólo recuerdo a papá tratando de parar la sangre con el pañuelo.-
Yo estaba aterrado, sé que volvimos a casa, no sé cómo, ni recuerdo mucho más después de eso …, y me sentí siempre culpable de la torpeza de aquella tarde, que le dejó al pobre papá, tan particular cicatriz, que lo acompañó desde entonces en sus últimos años.-

HOY, en la placa del cementerio que lo cobija, se puede ver claramente en la foto la ingrata huella de esa frustrada pesca…-

Para más, en la imagen del papá vivo que conservo, la del papá de todos los días..; .La veo mucho más pronunciada, agigantada; porqué sin querer yo fui el protagonista y yo fui la causa.-

28/12/97






LA RISTRA DE CHORIZOS
Y EL PAN CASERO.



Audino tiró con fuerzas el freno de mano y el pequeño camión hizo sus dos o tres últimos pasos y quedó murmurando al costado derecho del recto camino de tierra, al borde de la cuneta.
-Vamos a esperar que se enfríe un poco…-; se refería al motor, que venía bufando como si estuviera enojado, amenazando romperse en alguna parte, mientras de la tapa del radiador empezaba a emanar blancuzcas nubes de vapor reverberante. Por un momento hubo un siseo sibilante, que fue mermando poco a poco, como si el motor se fuera calmando, acariciado por un soplo de brisa tibia que venía del norte.
Era una tarde calurosa de verano, cercana a la Navidad, y yo con mis ocho años vivía esos días anhelante como cualquier niño, pensando que muy pronto veríamos qué nos deparaba la mañana navideña, imaginando los juguetes que seguramente tendríamos entonces para jugar con mis hermanas y hermano menor. Con Audino no, porque él ya era “grande”, tendría trece o catorce. El ya manejaba el camión, era capaz de hacerlo como un adulto; además era desarrollado y alto como un hombre.
Hacía casi dos horas que viajábamos, y teníamos por delante un buen trecho. Mamá hubiera querido que saliéramos de casa más temprano, porque temía que se nos hiciera de noche para regresar; pero papá dijo que no, que hacía demasiado calor y que el camión podría recalentarse. Y tenía razón, si no fuera por la cautela de mi hermano, que sabía cuando el motor necesitaba descanso, quizás el noble artefacto se hubiera rebelado, y nos hubiera dejado de a pie en alguna parte.
A ese costado, pasando el alambrado, había un grupo de paraísos umbrosos y un molino de altísimo esqueleto metálico, coronado por una rueda alabeada que allá arriba, donde la brisa le daba de lleno, giraba rauda y mansamente; y abajo un caño donde vertía un grueso chorro de agua cristalina a un inmenso estanque “australiano”, un poco elevado del nivel del suelo, rodeado por el verdor del pasto, que algunas vacas y terneros comían indiferentes.
-Vamos a tomar agua fresca.- dijo mi hermano adelantándose, trepando al alambrado de púas, y saltando ágilmente del otro lado. Un momento después estábamos sintiendo la frescura del agua en el chorro que salía vigorosamente del caño, y al caer al agua que ya desbordaba el estanque, se zambullía mezclándose en un profundo borboteo, rumoroso y cautivante. Alrededor flotaba una pequeña lluvia que la brisa esparcía acrecentando la sensación de frescor y bienestar. Con las manos juntas en cuenco, tomamos y nos refrescamos una y otra vez la cara, el cabello, el cuello, los brazos… hasta que mi hermano se sacó la ropa y me invitó a hacer lo mismo:
-No es hondo, - me dijo,- ¡Vamos a bañarnos, que hace mucho calor! ¡Dale!...- Y alzando su larga pierna pasó dentro dando un grito estremecido por el frío del estanque y la alegría de la aventura. El agua le daba a la cintura y me convenció ayudándome a pasar sobre el borde acanalado, y sentí lo que me pareció por un momento que me atrapaba un mar helado. Al poco tiempo estábamos a nuestras anchas, chapaleando, salpicándonos, nadando de una orilla a la otra, zambulléndonos y jugando despreocupados; mientras el sol, lento, declinaba imperceptible pero sin pausas hacia el poniente.
Cuando advertimos el tiempo que habíamos estado distraídos en el refrescante recreo, reaccionamos tratando de remediarlo, pero el sol nos mostraba que por más que nos apuráramos el día estaba terminando. Volvimos presurosos queriendo recuperar lo perdido, subimos al camión y arrancamos bruscamente en silencio. Hasta el motor, ya frío desde hacía largo rato, parecía sentirse culpable y marchaba casi imperceptible y sin protestas, pese a que mi hermano pisaba el acelerador a fondo.
Llegamos con las últimas luces del atardecer, que moría envuelto en un manto granate, azulado primero, y ennegrecido luego, a medida que iba aproximándose la noche. No recuerdo si descargamos alguna carga que llevábamos o cargamos alguna que fuimos a buscar. Sé que terminamos cuando estaba bien oscuro, y nos disponíamos a volver prontamente, con un nudo en la garganta por la hora en que íbamos a llegar a casa. Imaginábamos la angustia de los demás, especialmente de mamá que era proclive a ver tragedias por doquier, si no estábamos a la vista, o como ahora; lejos, de noche y quizás expuestos a “algún peligro”, como ella decía.
La gente de la casa donde fuimos, nos trajo un envoltorio, con algunos productos como una atención, y además saludos y recuerdos cariñosos para toda nuestra familia. Mi hermano decía a todo que sí, apurado por iniciar el regreso. Apenas transpusimos la tranquera nos enfrentamos como dos pequeños titanes, en plena noche, y en pleno campo, a la soledad de aquellos caminos de entonces. La pobre luz del pequeño camión temblorosa y amarillenta, parecía la de una luciérnaga en aquella vastedad tan oscura y silenciosa. Sólo el estridente chillido de los grillos, el croar de las ranas y el bochinche del bicherío de las cunetas, se levantaban como un coro cacofónico a los costados del camino, haciéndonos una monótona y ruidosa compañía. Si teníamos miedo no lo decíamos.
De pronto Audino se acordó del paquete que traíamos.
-Debe haber chorizos allí en ese cartón, por el aroma que siento…- El “cartón” era una bolsa que en los almacenes de entonces ponían cinco o más kilos de azúcar, o harina, fideos, o arroz; que se expendían “sueltos”. En medidas menores se usaban bolsas y bolsitas de papel marrón.
Al abrirlo vimos y me apuré a levantar, una larga ristra; como de veinte chorizos secos, lozanos y rechonchos, de grueso picado y de factura casera; que emanaban un agradable aroma a especias, picante y apetitoso. Debajo; un gigantesco pan casero esponjoso y tibio, ligeramente tostado en su corteza superior, de forma redonda y abovedada, mezclaba sus aromas a los cárneos, llenando la cabina de una presencia irresistible, que hacía agua la boca. El ruidito de nuestras tripas nos recordaba que hacía horas que no comíamos nada. Pero como dijo mi hermano, eso era para llevar a casa…
Claro que el camino era largo, al menos para el tranco que llevábamos, lento y cansino, ya que de noche, en esos caminos, con aquella dirección agarrotada, y esos frenos tan poco efectivos, había que tener paciencia y prenderse bien al volante sin quitar los ojos de la huella, en partes zigzagueante.
-Podríamos probar uno- y señalé el primer chorizo de la larga ristra…-total no saben en casa cuántos nos dieron…-
Audino cayó en el lazo, pero no dijo nada, por un rato; luego sonrió y un poco más serio consideró sabiamente:
-Sí, pero tendríamos que cortar un trozo de pan; y allí sí que se va a notar.
-Bueno, vos tenés tu cortaplumas, ¿no? Si cortamos una tajada bien prolija, podría ser que nos dieron un pan cortado…
-¡Dale!- dijo él, y aminoró aún más la marcha, como para que yo pudiera cortar el pan con toda pulcritud. Corté como pude la tajada con la pequeña hoja, apurado más en la urgencia del apetito despertado de golpe, que cuidando la estética prometida, y le di la mitad a mi hermano, junto al medio chorizo, desgarrado más que cortado, que ahora emanaba más que nunca sus sabrosos olores.
Comimos en silencio, disfrutando aquellos bocados, que para nuestros estómagos hambrientos, eran migajas, sólo un aperitivo; y ahora las ganas se sumaban en tropel al apetito insatisfecho. Nadie dijo nada por un buen rato. Los dos teníamos miedo de mostrar la debilidad y la tentación de comer otro poco. Aún faltaba un buen trecho para la mitad del camino. Otro medio chorizo y una tajada de pan, tal vez un poquito más grande esta vez, ya que si el pan estaba empezado, daban lo mismo un trozo más chico o más grande.
Así que volvimos a comer. Y con el mismo razonamiento al rato, a medida que avanzábamos, volvíamos a cortar un nuevo chorizo y otra buena tajada, y así una y otra vez, hasta que estuvimos más que satisfechos; sin medir en ningún momento la magnitud de nuestro voraz apetito.
Sólo cuando apaciguados miramos el pan y la ristra de chorizos sobrantes, caímos en ver nuestro descontrol, rendidos ante la gula; uno de los pecados capitales, según mamá que siempre nos explicaba el catecismo. Los gestos que intercambiábamos en silencio y en la semi oscuridad de la traqueteante cabina, no eran precisamente de orgullo; y no acabábamos de entender porque no conseguíamos restarle importancia, al fin y al cabo eran sólo unos chorizos y unas rodajas de pan.
Tampoco entendíamos por qué al bajar del camión en casa, ya muy tarde, con la menguada bolsa de cartón, con poco más de medio pan, y con la mitad de los chorizos; sentíamos los dos la cara ardiente, colorados como pimientos…

01 nov. 2007





COMBATIENDO EN CUBA
(La Hazaña del Pequeño Capitán)



El Comandante Fidel Castro bajó de Sierra Maestra, y ya no encontró casi resistencia. El mismo Ejército Regular se iba pasando a su bando y se sumaba a sus huestes. Entró triunfalmente en La Habana y proclamó el triunfo de la Revolución del Pueblo. Y ese pueblo jubiloso se mezcló a sus bravos soldados aclamándolos victoriosos.
Era enero de 1959, en plena Guerra Fría, y esto permitió a la entonces poderosa Unión Soviética, posar la zarpa del temible Oso Ruso, en el umbral mismo de Occidente, recalentándola a tal grado que parecía a punto de estallar el mundo entero. Fidel y su roja estrella, se convirtieron en el centro del mundo de aquel tiempo.
Los progresistas del tercer mundo lo vieron como una esperanza, mientras que la amenaza comunista, estremecía el orden establecido de toda la sociedad; y nuestras Fuerzas Armadas, designándose como la reserva moral y custodios de ese orden, estaban lógicamente en guardia y sumamente alertas.
Así las cosas, en enero de 1960, nos incorporamos al Servicio Militar Obligatorio, con veinte años cumplidos; yo en Santa Fe, en el Liceo, como soldado conscripto, donde sólo había una compañía, con unos sesenta integrantes; mitad Rosarinos, y los demás norteños. Los cadetes estaban de vacaciones y no regresarían hasta el mes de marzo.
Como estuve unos días en el Distrito de San Justo, me incorporé una semana después. Pero todavía no estábamos completos. Pasó otra semana, en plena instrucción, y llegó un nuevo integrante a sumarse a nuestra Compañía de Servicios.
Era un joven de cuerpo menudo, muy flaco, casi esmirriado, de hablar algo inseguro y una voz ronca y algo rústica, que amenazaba tartamudear. Retraído, como esquivo, algo huraño; de mirada baja, huidiza, cara huesuda, mentón hundido, y una nuez de Adán prominente. Ni fuerte ni viril, no se lo veía ni como héroe, ni como valiente.
Ejemplar hecho a medida, para ser objeto de bromas y burlas, especialmente de los rosarinos que no eran de lo mejor; sumamente “vivos”, “piolas”, y engreídos; además dijo venir de Buenos Aires, y haber combatido en Cuba, al lado de Fidel Castro. No le creyó nadie y se le reían a carcajadas. Era el hazme reír. Cayó simplemente en ridículo, Le pusieron mil sobrenombres, y al fin le decían Noé, no porque ese fuera su nombre, sino una deformación de “nuez”. Su apellido era Perazza.
Al principio luchó muchísimo por hacerse creer, y más insistía más se le reían. Intentaba demostrarlo contando alguna de sus supuestas experiencias y anécdotas, pero era burlado y rechazado por todos. Lo único que recibía eran burlas y risotadas.
Terminó apartándose de todos. Siempre que podía estaba alejado y taciturno. Me daba pena. Terminó acercándose a mí, porqué vio que lo trataba distinto. Yo no lo importunaba, ni le preguntaba nada que pudiera molestarlo, y se empezó a sentir bien conmigo. Poco a poco se fue abriendo, contándome de su vida.
Era huérfano, y fue criado por una tía. De chico tuvo fiebre del heno, una grave dificultad respiratoria. Me mostró una gran cicatriz en la garganta, donde una operación le salvó la vida. Deduje que eso habría incidido en su desarrollo deficiente, y seguramente en su carácter entre tímido y resentido. Quizás tratando siempre de superarlo, se apartaba de todo, inseguro; quiso irse lo más lejos posible. Eso lo hizo soñar en ser alguien, realizar alguna proeza; o perderse para siempre…
Soñó con Cuba. Quizás si llegaba allá y se unía a las fuerzas revolucionarias, lo recibirían sin fijarse tanto en su físico, y tal vez tendría oportunidad de demostrar, de lo que sería capaz. La vida misma no le importaba mucho, así como lo trataba. Eso le daba valor para enfrentar al peligro, o intentar cualquier empresa, que le diera confianza y valor. Su sueño era sentirse grande, fuerte; y desafiar, a todo el mundo si fuera necesario…
Un día se embarcó en un tren carguero y viajó entre bolsas de harina hasta Salta, de allí pasó a Bolivia, e ingeniándose, con muy diversos medios, sin casi dinero, y con muchos sacrificios, fue subiendo al norte por el mapa de América del Sur, trepando la cordillera de los Andes, de país en país… hasta el Caribe, y finalmente a Cuba. Siempre como polizón, clandestinamente. Me contó cien anécdotas y detalles. Me apasionaba escucharlo, Podía no ser cierto, pero merecía serlo…
Las vivencias que me relataba, de su permanencia con el ejército revolucionario de Fidel Castro, me fue contando por las noches, cuando tras la cena, teníamos un par de horas de descanso, y nos desperdigábamos en el gran patio de la compañía. Muchas de estas cosas ya las había contado, cuando trataba de hacerse escuchar, al principio, entre los demás.
Decía haberse destacado en las misiones de reconocimiento o de avanzada, cuando a veces debían conseguir provisiones, y llegar a los poblados, o pequeñas ciudades protegidas por el ejército de Batista. La estrategia y la táctica debían ejecutarla en el momento, y según las circunstancias. Generalmente eran misiones nocturnas, y solían tener encuentros y escaramuzas con partidas militares, en las que; o lograban esquivarlas o debían combatir. Según él se destacó enseguida por su capacidad de reacción, y de preeminencia de manejo en situaciones de apremio, y de peligro. Los jefes cada vez le daban más protagonismo, y terminó detentando el grado de Capitán.
Eso de Capitán a tan sólo diecinueve años, era muy difícil de creer. Pero él me aclaraba que no, que eran tiempos apremiantes, de combates, y escaseaban quienes se destacaran y a esos les daban el mando, más allá de la edad o la presencia. Era el coraje y la capacidad de lograr objetivos, y conducir grupos, y decidir en el momento las estrategias, de cómo lograr el éxito en la misión. Sea como fuere, yo lo escuchaba. Sentía como que algo había. No podía ser todo fantasía.
Todos lo miraban con ironía, con sorna…
Hasta los oficiales y los suboficiales lo burlaban. Una noche de esas se dejó llevar por el desaliento, se sentía tan mal tratado que se plantó desafiante:
-A Ud, sargento primero, le juego a que le tomo la guardia, y refuércela cuanto quiera…-
Primero el Sargento se le reía, pero el desafío seguía, y finalmente terminó entrando en el juego, acicateado e involucrado, por como fue presionándolo:
-A ver, pongamos que estaría en esa situación…- burlonamente, el jefe de día le planteó un esquema de guardia, y le exigió que demostrara una estrategia, - Si es que pudiera tener un conocimiento militar de algún tipo… ¿Qué haría Ud., paso por paso? ¡A ver!….
Fue tal la desenvoltura con qué desplegó un plan de ataque sorpresivo, impecable e indiscutible, que se le terminaron los argumentos al suboficial, que quedó mirándolo perplejo. En realidad nadie pudo reírse, como esperaban. El sargento primero optó por alejarse, sin agregar más nada, y todos quedamos en silencio, sin saber qué decir.
En esa época yo tenía problemas de salud. En el Liceo sólo había una enfermería, por lo que me derivaron al Hospital Militar de Paraná. Me iba solo. Cobraba un viático y volvía en el día. Fui varias veces. Noé tenía serios problemas respiratorios, y también lo derivaron. Pero a él no pensaban mandarlo sólo, así que me lo asignaron. Viajamos juntos varias veces, yendo a la mañana en lancha, y volvíamos por la tarde.
Nos sentíamos bien estando juntos. Nos hicimos muy compañeros. Generalmente nos atendían por la mañana, y volvíamos caminando al centro, íbamos al parque Urquiza, comprábamos algo liviano para almorzar, preferentemente frutas, más tarde algún helado, caminábamos, hablábamos, nos hacíamos confidencias, nos tratábamos como hermanos. A media tarde, en una lancha de pasajeros, cruzábamos de vuelta el río, disfrutando del paseo, de una libertad prestada.
Al menos ese día nos sentíamos libres.
Finalmente a mi me internaron y estuve en el hospital cerca de dos meses. Cuando me dieron de alta médico, también me dieron la baja del Servicio Militar. Hasta que se hiciera efectiva, estaría unos días en el Liceo, antes de salir definitivamente para volver a casa
De golpe sentí como que todos me estaban esperando. Ahora todos eran grandes amigos míos. Fue lindo, pero había algo más.
-¿Y Noé? ¿Dónde está el soldado Perazza?
Se amontonaban todos alrededor. Todos me rodeaban y al mismo tiempo querían contarme algo…
-¿Sabés qué? A Noé… ¡Al soldado Perazza lo arrestaron, lo pusieron preso en la guardia!...
-¡Era cierto lo de Cuba!!!.. Lo de Fidel Castro… ¡Era cierto que era Capitán!!!...
-¡Sí! ¡Síiii! – coreaban… - le pusieron guardias reforzadas…¡Pero al segundo día se escapó! …
-¡Nadie sabe cómo…! ¡Pero escapó!!! – Todos estaban admirados, todos me contaban cosas pero en el alboroto no podía entender… Luego, disipado el tumulto, ya mas serenos todos, comprendí mejor lo que me estaban contando…
Casualmente encontraron sus efectos personales, escondidos en una gran pila de ladrillos, que estaba junto a una pared exterior de nuestra compañía, donde comenzaba un gran patio externo, en el que generalmente íbamos a descansar en los ratos libres. Allí a veces recostados en los ladrillos apilados, algunos conversábamos, otros fumaban pasando de uno en uno el faso y compartían la pitada. Esa era la camaradería de la colimba… Allí hizo un pequeño nicho retirando unos ladrillos, guardó una cartera pequeña con varios documentos cubanos, jinetas, cédula del ejército revolucionario con el grado de Capitán, mapas, apuntes, datos sueltos, volantes, cartuchos de fusil servidos, quizás de recuerdo… Volvió a poner los ladrillos en su lugar y allí estuvieron, hasta que un día decidieron mudar de lugar, esa bendita pila de ladrillos.
Hoy nos preguntaríamos que cual finalmente sería el delito; pero no nos cabía aquella vez ese planteo. Las Instituciones de la Patria no eran cuestionables. Ni yo mismo sentía, que pudiera haber un lugar para defenderlo, aunque sólo fuera en mi interior. Nos parecía tan lógico aquello.
La ironía es que el pobre Noé, había vuelto de Cuba para cumplir con el Servicio Militar.
Vino voluntariamente. Sentía que se lo debía a su Patria.
Vino sin querer a la boca del lobo, pensando quizás, que no tenía porque temer…
Un par de días después ya saliendo para casa, aunque provisoriamente, sin la Libreta de Enrolamiento firmada; hubo un revuelo y nos enteramos que habían arrestado al soldado revolucionario, en Tucumán, o Salta, las noticias no precisaban, pero lo traían al Liceo nuevamente detenido. Esta vez con el extremo cuidado. El pobre Noé no era de fiar, según sus custodios.
Más o menos un mes pasó antes que yo volviera al Liceo, a recuperar mi documento, firmado y sellado con la baja y constancia de haber cumplido con el servicio militar…
¿Y cual no sería mi sorpresa?, al enterarme que el Capitán de Castro, el alfeñique, el enclenque Noé…:¡Se le había vuelto a escapar! Esta vez con las guardias súper reforzadas, poniendo indudablemente en incómoda situación, a toda la oficialidad del Liceo…
Nunca consiguieron capturarlo. Ya entonces los militares estimaban, que había salido del país…
¿Habrá conseguido llegar nuevamente a Cuba? ¿No habrá acompañado al Che en Bolivia?
¿No estará quizás, ahora, al lado de Fidel?
En los noticiosos que televisan actos del líder cubano, busco con una sonrisa su desgarbada figura, imaginándolo a su lado… ¿Por qué no???

18/08/2005







MALDICIÓN DE NIÑO



El pequeño camión verde con capota de lona blanca, comenzó a fallar y marchaba de cuando en cuando, a los tirones, tosiendo, protestando, y mermaba su ya escasa velocidad; aunque por momentos se recuperaba, y por un largo trecho volvía a andar raudamente. En lo mejor, el ronroneo rumoroso se interrumpía, y volvía la angustia amenazante de quedarnos en el camino, faltándonos todavía la mitad del regreso a casa.
Aquella mañana fleteamos una carga de muebles, enseres y demás pertenencias de una humilde mudanza, hasta la localidad de Romang, no más distante de cincuenta kilómetros, pero que el modesto transporte requería bastante más de una hora de buena marcha.
Era debido a que en aquel tiempo, estábamos en 1948, ya tenía sus buenos veinte años en sus espaldas, pero sobre todo por lo precaria de su ingeniería. Parecía haber sido montado con partes adaptadas, aunque en los orígenes, esos vehículos aún no habían evolucionado lo suficiente; eran pequeños, el motor de cuatro cilindros era el mismo de los autos de calle, y su capacidad de carga era más bien moderada.
Aparte de la capota de lona, tenía amplios guardabarros negros, salientes y acucharados, típicos de las primeras décadas del siglo veinte. Creo que sólo las ruedas eran más reforzadas y rollizas que los autos, y tampoco tenía duales, como ya eran comunes en los camiones más nuevos. Eso lo convertía, en un módico transporte de corta distancia, especial para acarreos y fletes locales, donde tampoco la velocidad era importante.
Era frecuente que lo manejara mi hermano mayor, que ya tenía trece años, y lo acompañara yo, que ya andaba por los ocho; siempre claro, que no fuera en los días ni horarios de clase. A veces en los tramos firmes y llanos, (todos los caminos de entonces en la región, eran de tierra), mi hermano se tentaba, y lo iba acelerando más y más, hasta “pisarlo a fondo”, y eso hacía que el velocímetro; temblando, avanzara lenta y penosamente hasta los setenta, e incluso setenta y dos kilómetros por hora. Nadie en su sano juicio, ni él, se hubiera animado a mantener por mucho rato esa velocidad, ya que todo amenazaba desintegrarse, empezando por el tren delantero y la dirección, que requería toda la fuerza del conductor para mantenerlo en el camino, así como el trepidante motor que parecía zumbar y bufar al borde del colapso.
Pero tenía fama de guapo, ya que a ese modelo precisamente, lo conocían como “Chevrolet 4, El Campeón”. También tenía sus particularidades, como el sistema de alimentación de combustible, conocido domo “Steward”, que aspiraba del tanque por vacío de los cilindros, y luego llegaba al carburador por gravedad. Requería un blindaje seguro en todas sus conexiones, para que no hubiera filtraciones de aire. Si esto pasaba, el combustible no llegaba al alimentador y el flujo se interrumpía. El motor podía, como decía papá: “hacernos renegar”, e incluso dejarnos en el camino, como amenazaba en esta ocasión.
Tras normalizarse un momento, volvió a fallar, hasta que finalmente, al llegar al principio de la gran arboleda, que bordeaba y cubría el camino, con añosas y gigantescas “tipas,” por varios kilómetros a la altura del paraje de “La Lola”, el camión dijo; ¡basta! Y tras dos o tres tironeos y sacudidas del motor, se detuvo apagándose, mientras por impulso, y poca eficacia en los frenos, el camión continuó unos cuantos metros antes de detenerse.
Después, todo quedó en el profundo silencio, y la quietud de la siesta del aquel incipiente verano, nos hizo sentir en la mayor soledad e impotencia. Sólo podía percibirse el arrullo del flamear de la brisa entre las hojas, el aislado arrumaco de alguna paloma en la altísima fronda del boulevard, el apagado roce y el crujido de una rama podrida, que caía y rebotaba sordamente contra el suelo.
Mi hermano y yo descendimos teniendo adelante el frondoso e infinito túnel sombreado, y a nuestras espaldas el camino ya recorrido, ancho y polvoriento, donde el sol daba de lleno, haciendo reverberar el horizonte y formando algo más cercano, la ilusión de un lago somero de aguas plateadas y temblorosas, como un espejismo. Sobre el campo cercano que se mostraba verdoso y parduzco, por la madurez del girasol temprano, una pareja de ”teros” cacareaba amenazante, volando en extensos círculos, ora bajo, ora algo más alto, temerosos y alertas, ante los extraños recién llegados.
Levantamos el “capó”, la cubierta del motor, sabiendo que era el bendito tanque de vacío, que estaba chupando aire en el sistema. Probamos a tocar y mover los caños de cobre, ajustando las tuercas y sobre todo rezando para que vuelva arrancar, y aunque tironeando, nos llevara lentamente a casa. Aún no habíamos almorzado, y esto se sumaba a nuestra angustia. Probamos a darle arranque, una y otra vez. Nada. Teníamos un par de herramientas para estas emergencias; una pinza, un destornillador, una llave “pico loro”, alguna de boca, un martillo y casi nada más.
Podía ser el flotante, o la junta de la tapa del tanque; pero era poco conveniente tocar eso, porque podía deteriorarse la junta y empeorar las cosas. Nos quedaba lo que sería lo más probable, revisar las conexiones. Mucho no podía hacerse. Lo que casi siempre resultaba era hacer un engaste con hilo de algodón, como una junta entre los terminales y las tuercas que los ajustan. Era una tarea difícil, nunca conseguíamos sellarlos totalmente. Cuando el vehículo era nuevo, seguramente funcionaba de maravillas; pero desgastado, aflojadas las conexiones por las fuertes vibraciones propias, sin el mantenimiento correcto, esto se convertía en un martirio. A veces se solucionaba, y más adelante fallaba todo de nuevo.
En ese trance, había que reconocer que éramos insuficientes, ¡Qué falta nos haría la ayuda de una persona mayor! En aquellos tiempos, quienes transitaban las rutas, necesariamente eran capaces de solucionar casi todos los inconvenientes, los mecánicos, y los de otra índole. Pero todo era soledad, en aquella aciaga siesta veraniega.
En eso en el horizonte se dibujó un pequeño bulto, que poco a poco fue agrandándose. Mi hermano respiró con alivio. Todo el mundo se paraba a auxiliar a quién sufriera un percance, y estuviera a la vera del camino, detenido y requiriendo ayuda. Era un código sagrado.
Del bulto lejano fue surgiendo un auto, que venía a buen ritmo, trayendo detrás una remolineante nube de polvo, pero no daba señales de detenerse. Mi hermano se corrió más al centro del camino, y ambos hacíamos señas para que se detenga. El auto tuvo que abrirse un poco para esquivar a mi hermano, pero no mermó siquiera la marcha, y pasó sin mirarnos; pensamos que estaría verdaderamente apurado, para no brindarnos la más mínima atención.
Pensar que un momento antes nos creíamos salvados. Ahora mirábamos en silencio como el auto; una rural último modelo, con costados lujosos de cedro lustrado, seguía alejándose, insensible, indiferente…
Mi hermano en su impotencia le lanzó una maldición. Con toda la bronca, como quién tuviera el poder para clamar venganza… Levantó su pequeño puño cargado de nefasta energía…
-¡Hijo de tu madre!¡Ojalá se te reviente una cubierta!...- y luego en voz más baja, fue agregando aún más condiciones…-¡y que no tengas rueda de auxilio, o esté pinchada!…-, y otras cosas por el estilo.
El fuerte “¡Plooof” nos llegó seguido por el eco de los troncos de las plantas. El auto zigzagueó un instante y se detuvo algo atravesado en el camino. La nube de polvo se fue desvaneciendo… Pudimos ver desde nuestra ubicación, que la rueda delantera izquierda estaba ahora en llanta…
El conductor trabajó arduamente, pero tenía dificultades con el piso algo blando del boulevard, y al parecer no conseguía afirmar el “gato”para levantar el auto.-
Mi hermano saltaba de contento, no entendía cómo había sucedido, pero se sentía ampliamente “resarcido”, y pateaba el suelo riéndose mefistofélicamente, quizás en el fondo, tenía “poderes ocultos”…
Un buen rato después conseguimos que nuestro “Steward” funcionara, y el motor arrancó lo suficientemente bien como para proseguir viaje.
Cuando pasamos al lado del lujoso automóvil último modelo, ambos contuvimos apenas las ganas de soltar, una estruendosa carcajada…






UNAS PALABRAS PARA CELSO*


*Por Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com


¿Que se hace con los recuerdos?

Que se hace con su presencia inquietante. ¿Cómo hacer de la imagen actual de ruinas un relato sobre la casa de los tíos en la infancia?

Celso tiene el coraje para escribir desde los recuerdos; Y esa magia de pintor para que sean visibles; para que quien lea pueda representarse "ese" lugar, "esos" personajes a los que el paso del tiempo no ha desgastado. Están allí, tan vivos y presentes, tan iguales antes del tiempo.

Siempre tuve la creencia -surgida de mi propia experiencia- que es mucho más difícil escribir desde los recuerdos personales que escribir ficción. Hay algo, quizás la fuerza terrible de "lo pasado pisado" como supo decirme alguna vez mi padre.

Porque lo pasado sigue hasta en los poros. Memoria narrable e inconsciente a la vez, el cuerpo tiene una lucha permanente con los recuerdos, bellos, atroces, nunca indiferentes a lo que otorgamos la creencia de ser "el presente".

Y allí, en ese espacio donde las palabras hacen retroceder la devastación de lo perdido, anda Celso con su escritura que logra imágenes fotográficas. Con la curiosidad perenne de la mirada de niño.

Pinta su aldea; sigue escribiendo de sus días irreversiblemente felices.







Para leer en AURORA BOREAL:

Las memorias sobre Susan Sontag
-Entrevista con Sigrid Núñez. -Por Luis Pulido Ritter.
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1196:las-memorias-sobre-susan-sontag&catid=91:entrevistas&Itemid=275




*

Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID


(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)


-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar

http://inventren.blogspot.com/






InventivaSocial
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Inventiva social recopila y edita para su difusión virtual textos literarias que cada colaborador desea compartir.
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Respuesta a preguntas frecuentes

Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.

Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.

Es gratuito publicar ?
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Cómo se sostiene la actividad de Inventiva Social ?
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