miércoles, abril 11, 2012

UN EXTRAÑO EN LA COCINA



*Dibujo: Ray Respall Rojas.




UN EXTRAÑO EN LA COCINA
- RAY RESPALL ROJAS


Cuentos escritos entre los 10 y los 15 años
Selección y edición, Marié Rojas
Prólogo de Julio Pino
Ilustración del autor



ÍNDICE:

PRÓLOGO

UN EXTRAÑO EN LA COCINA

EL HUÉSPED

UN VERDADERO DOLOR DE CABEZA

ESTELER

ELLOS

EL POTRO INDOMABLE

LA PRUEBA DEL VALOR

EL JOVEN SABIO

EL POBRE Y EL RICO

CAMINANDO Y PENSANDO

EL PERRO Y LA TORTUGA

EL LOBO Y EL HOMBRE

EL REGALO

BACÍN, EL HÉROE

MUÑECOS

EL ÚNICO

CUENTA

EL SALVADOR DE LOS SUEÑOS

CAJA DE MÚSICA

ESTATUAS DE SILADIA

DATOS DEL AUTOR





PRÓLOGO


Ray, el Lugar y el Tiempo*


*Por Julio Pino Miyar[1]


Como esas serpientes que abundan en los cuentos de Ray el tiempo se dobla y me mira con ojos muy aviesos. Ya han pasado 14 años desde que me fui de mi país, y mi amigo Ray tiene justamente la edad de mi ausencia, los acaba de cumplir alegre en su apartamento de La Habana y en el mismo barrio de mi juventud y de mi lejana adolescencia, Miramar.
Y mi amigo Ray a veces me recuerda a mí mismo, otras no; no se parece a mí porque Ray vive en un lugar ya muy lejano y se reconoce en sus propios amigos, y en su escuela; pero se parece, por el afán de querer encontrar un cuento detrás de cada cosa, de la vida que pasa ante su mirada siempre tan
despierta, y en los mismos sueños pescados a orilla de los mares de todas las fábulas, para contarnos entonces una historia que es siempre la misma: la del prístino nacimiento de las palabras en la vida de un niño, palabras que se vuelven hacia nosotros como preguntándonos traviesas, ¿de verdad creen que no tengo nada nuevo que decir?
Y Ray me recuerda mucho también a mi otro amigo Bastián Baltasar Bux, el héroe de La Historia Interminable. Y como Bastián, Ray cabalga en el Dragón Blanco, lucha con el León del Desierto - y siempre lo vence -, ama a la Emperatriz Infantil, y cada vez que se introduce en el Mundo de Fantasia es para salvar el mundo de los hombres. Porque Ray me salva de la Serpiente que me mira con sus ojos aviesos como queriendo apresarme entre sus grandes anillos... Y es que creo que quien sabe caminar todas las noches por el sendero oscuro que conduce al Castillo Mágico, trepar sin miedo por las
altas enredaderas que cubren la piedra amurallada y llegar a la Alta Torre donde yace el Secreto de los Sueños Perdidos, es sólo quien al otro día, siempre muy serio y atildado, puede ponerse a escribir los testimonios que le dejó en suerte la pasada jornada, solamente interrumpido por los requiebros de su hermanita, o un beso de su madre.
¿Pero qué puedo decir, qué de nuevo añadir en torno a ese misterio de la escritura que nace precoz en la imaginación de un muchacho?. Galaxias y antiguas heráldicas, moralejas y bromas componen en él una cosmovisión que en cierto sentido es ya ancilar, pertenecen a un pasado literario que las historietas, el cine y los juegos de video han sabido recoger. Pero las historias para niños no son tan antiguas como se imagina, quienes las compusieron no esperaban tener a los niños como lectores, eso no hicieron
Walter Scott, ni los Hermanos Grimm, ni tampoco el anónimo autor de Las Mil y una Noches. Mas, los niños supieron tomarlas para sí, decidieron que eran suyas desde que el primer travieso "robó" a su padre el libro escondido en el viejo baúl. Pues en aquel entonces sólo las abuelas comprendían a los
niños, o la vieja esclava que servía en casa de sus señores, en la isla esclavista del siglo XIX. Cuentos de Duendes y Aparecidos, de Ifá y Patakines, y del Caballero que va en busca de su Dama. Y de algún modo secreto Ray supo de todas estas historias, digo secreto, porque siempre es un misterio el modo en que un niño se apropia de su pasado para desde él comenzar a contarnos un día su propia historia.
Ese día ya comenzó para Ray, pues aquí estamos ante el caso de un niño que escribe, que ya no le bastaba con seguir usurpando los antiguos textos sino que ahora su escritura también le pertenece, es de él y de quienes como yo atentamente lo leen. ¿Continuará Ray escribiendo durante toda su vida?¿quedará su escritura como testimonio de una edad irrepetible e intransferible? No lo sé, como tampoco sé de veras qué poder decir como feliz y unánime saludo al acto naciente de las palabras en Ray. Por ello es que digo simplemente lo más obvio y lo más grato, para terminar esta introducción general:
"Había una vez un niño que contaba historias. ese niño era mi amigo".

(Escrito en la Florida, 2001)

[1] Julio Pino Miyar (Santa Clara, 1959), es un escritor y poeta cubano residente en Miami. Colabora con revistas y periódicos, desde 1995 dirige y edita la revista Los Conjurados. Ha publicado, entre otros, los libros "Oración por el tiempo de las amigas" y "Habaneros".







UN EXTRAÑO EN LA COCINA



Fernandópulus era el joven cocinero del rey de una comarca lejana, pero como era tan bajito, nadie lo consideraba digno de un nombre tan largo y le llamaban Fer. En cambio el anciano rey, que era alto, flaco y cascarrabias, pero con una enorme barriga, sí podía llevar su nombre, Alaguano. Este nombre le fue dado porque cuando nació se cayó en un balde de agua; desde entonces odiaba todo lo relacionado con este líquido y cuando lo llevaban a bañarse gritaba "¡Al agua no!".
Alaguano adoraba los placeres de la buena mesa, y devoraba con gusto los platos suculentos que le preparaba, con mucho esmero y limpieza, el pequeño Fer. Hacía a veces encargos un poco extravagantes, pero el cocinero se las ingeniaba para complacer­lo, viendo con gusto como la barriga de su monarca
se hinchaba hasta reventar los botones de la camisa. Cuando un plato nuevo resultaba del agrado del rey, este premiaba al joven con una moneda de plata.
Pero sucedió que de tanto pedir el rey platillos raros, se empezó a agotar la imaginación de Fer. Recurrió a los libros de cocina de su abuelita, a los de las amigas de su abuelita, y hasta a los de las abuelitas de los soldados que cuidaban el castillo; pero el caprichoso Alaguano pedía cada día algo distin­to... El cocinerito se estaba quedando sin recetas.

SORPRESA

Un atardecer, Fer se dispuso a preparar para la cena una sopa de alas de garza, cuya receta le había mandado la esposa del guardabosque; aunque no la había probado antes, se le antojaba una verdadera delicia. Tomó los ingredientes: acelgas, tomates, espinacas, cebollas, ajíes, ajos, papas
cortadas en cuadraditos, rebanadas de zanahoria y, por último, las alas de garza, sin percatarse de que alguien había colocado en su lugar alas de buitre, y muy confiado los echó en el agua hirviendo.
El rey, al probar la sopa, dijo que odiaba ese caldo más que al agua. El cocinerito regresó cabizbajo a la cocina, sin poder creer lo que le había sucedido... Esperándolo en un banco se encontraba un dragón.
- Bajito, pero no cobarde- masculló Fer y se acercó al dragón, dispuesto a echarlo de sus dominios.
Pero este, con cara compun­gida, le dijo en cuanto lo vio:
- Fer, discúlpame, fui yo el que puso las alas de buitre en la sopa... como a los dragones nos gustan los buitres pensé que...- ante el silencio y la expresión de furia de Fer continuó - Bueno, no es para tanto, soy un dragón, pero sé algo de cocina y me encanta inventar platillos; así que para lavar mi falta, mañana prepararé algo especial para el rey y tú lo servirás como si fuera una de tus creaciones... ¿Quedamos como amigos?- y extendió la pata.
¿Qué se puede hacer ante un dragón tan simpático y con el que se comparte la pasión por la cocina? Fer sonrió y estrechó la pata llena de escamas verdes como el perejil:
-¡Amigos!


LA MAGIA DE LOS PLATOS

Al despertar muy temprano, como de costumbre, Fer pensó que lo ocurrido la noche anterior había sido un sueño. Se colocó su sombrero y su delantal muy blanquitos y corrió a la cocina... Tuvo que pestañear varias veces para cerciorarse de lo que veía: allí estaba el dragón, vestido de cocinero con un elegante traje, verde oscuro como la cáscara del pepino.
-¡Buenos días, Fer!- lo saludó amablemente- Mira lo que acabo de recolectar del huerto, pienso preparar mi crema verde para los dulces sueños.
Y le mostró una cesta llena de vegetales.
Fer sonrió complacido y se sentó en un banco a mirar cómo se preparaba el plato; pero poco faltó para que se cayera del susto cuando el dragón empezó a cocinar. Y es que lo hacía cantando arias de ópera. No obstante la sopa le quedó tan exquisita que el rey se tomó siete platos, reventó todos los botones de la camisa y premió a Fer con una moneda de oro. Luego se retiró a dormir la siesta, con su séquito bostezando detrás. Fer también durmió, pues había probado la sopa antes de servirla, y soñó que volaba por los aires.
El dragón cocinero era un tenor, pero su voz era tan alta y clara que llegaba a los más remotos rincones del reino, despertando a todo el mundo.
Fer lo mandó a callar en varias ocasiones, pero él puso como excusa que el canto lo inspiraba a cocinar, así que el muchacho lo dejó hacer, cerrando las puertas de la cocina para que pensaran que era él quien cantaba. Como no era adicto a las óperas, se conformó con ponerse unos algodoncitos en los oídos mientras durara el concierto; por lo demás, el dragón era un conversador muy agradable.
Al finalizar la ópera de turno, el dragón terminaba de coci­nar ¡Vaya comidas las que hacía! ¡Cómo las adornaba con flores, llenas de gotas de rocío! El rey no engordaba, pero su enorme estómago se hinchaba cada día más, mientras que las monedas de oro caían como lluvia en las manos de Fer, que después iba a celebrar con su amigo. Tenían que salir muy tarde, cuando habían terminado de fregar los platos, el dragón debía cubrirse con una capa y ponerse un sombrero para no ser descubierto porque, ¡qué diría el malgenioso Alaguano si supiera que su verdadero cocinero era un dragón!
Los habitantes del reino se habituaron a despertar con las óperas que cantaba el dragón con su voz potente de campana, y al sentir los olores que salían de las coci­nas del palacio, se les abría el apetito y empezaban a hornear panes dorados, pasteles, bizcochos, a hacer caldos y asados suculentos. Pronto se habituaron a cantar mientras cocinaban, pues descubrieron que lo hacían mejor cuando seguían las óperas... primero muy bajito, luego casi tan alto como el dragón. Hasta el propio Alaguano, pese a
su perenne mal humor, cantaba mientras iba camino de la mesa.
Esto casi llevó el reino a la ruina, porque ningún forastero se quiso hospedar en sus posadas, ¿quién quiere ir a un lugar donde no se puede dormir la mañana! No obstante, los dulces que se hacían fueron haciéndose famosos y comenzaron a salir cada día enormes carretones llenos de ellos para ser vendi­dos en las comarcas vecinas. Gracias a esto, regresó la prosperi­dad.



UNA FATAL COINCIDENCIA

Una mañana como cualquier otra, mientras el reino se desper­taba cantando, alguien no lo hizo. La anciana reina yacía muerta en su lecho.
Pero algo más pasó, el carpintero también había muerto esa madrugada y como sólo había dejado un ataúd terminado, nadie sabía qué hacer, pues el mismo derecho tenía a él la reina, por su rango, que el carpintero, por haberlo construido. Finalmente se decidió enterrarlos a los dos en ese único ataúd.
Terminada la ceremonia, digna de los dos célebres difuntos, Alaguano fue presa de una crisis de mal humor y comenzó a pensar que su esposa, después de muerta, le estaba siendo infiel. Ator­mentado por la duda pidió a Fer para la cena una sopa especial, que en vez de dulces sueños, provocara visiones.
El dragón la preparó, cantando un aria melancólica y todos comieron enjugándose las lágrimas. Luego sintieron un gran peso en los párpados y se retiraron a sus habitaciones. Esa noche nadie en el palacio durmió bien, pues juraban haber visto a sus antepasados merodeando por los rincones. Por su parte, el rey habló con la reina y el carpintero y se despertó satisfecho, después de comprobar que los dos le eran leales más allá de la muerte.



EL SUEÑO MAS LARGO

A causa del ajetreo de la noche anterior, Fer, que también había estado conversando con sus ancestros, olvidó cerrar la puerta de la cocina antes de retirarse. Un criado vio al dragón preparando el desayuno y corrió, muerto de miedo, a contárselo al rey. Alagua­no, indignado, mandó a sus soldados a matar al intruso, ordenando que su cabeza fuera colocada en la plaza, para que nadie más profanara las cocinas reales.
Y así se hizo...
Al llegar Fer y escuchar el escándalo, corrió a la plaza y vio el triste espectáculo. Las gentes apedreaban el cuerpo e insultaban a la cabeza, que lucía como un trofeo. Poco a poco se fueron aburriendo y retirando, pues la cabeza no respondía a las ofensas y el cuerpo era tan duro que las piedras se pulverizaban al chocar contra él. Quedó solo el cocinerito, anegado en llanto.
En ese momento sintió un silbido y levantó los ojos.
Ante su atónita mirada, el cuerpo se incorporó, se sacudió el polvo y buscó la cabeza. Se la puso como quien se pone un sombre­ro y guiñó un ojo:
- Ya me ves, ¡como nuevo! Y no llores más, que me vas a conmover.
- ¡Increíble! ¿Cuándo vas a dejar de sorprenderme?- dijo Fer, corriendo a abrazarlo- Casi me muero de tristeza. Pero dime, y te prometo que de hoy en adelante voy a escuchar todas tus óperas sin protestar... ¿quién eres?
- Digamos que yo soy tú si hubieras nacido dragón, como tú eres yo si hubiera nacido de padres humanos... En fin, no hace falta que me entiendas para aceptar mi propuesta: ¿Qué te parece si volamos a otro sitio donde podamos abrir una posada con las monedas que hemos ahorrado, y tú recibes a los huéspedes mientras yo me encargo de la cocina? Por cierto, que esta vez sea sin capas, ni sombreros, ni puertas cerradas. ¿Aceptas?
Mientras hablaban, no se había percatado de que su conversación estaba siendo escuchada por un grupo de curiosos, que ya habían mandado un mensaje al rey. Alaguano marchaba al frente de su ejército, rumbo a la plaza.
-¡Acepto!- gritó Fer, y ante los ojos de soldados, aldeanos y del propio rey cascarrabias, montó en las espaldas de su amigo, que desplegó unas alas inmensas, verdes como hojas de lechuga y se elevó por los aires, perdiéndose en el horizonte.
Los que estaban en la plaza se retiraron a sus casas, inven­tando historias acerca del dragón y el cocinerito, tales como que habían intentado envenenar a Alaguano para usurparle su trono, que no eran tan buenos en la cocina como parecían, que las óperas molestaban... hasta convencieron al monarca de convocar un con­curso, al día siguiente, para elegir un nuevo cocinero real.

... Pero al salir el sol nadie despertó. Todos continuaron durmiendo, y aún continúan durmiendo, ya que les falta el canto del dragón.






EL HUÉSPED


Ese amanecer el anciano despertó con el espíritu alegre de quien espera grandes acontecimientos. Regó las flores de su jardín, dio de comer a sus animales de cría, acarició con gran ternura la cabeza de sus dos perros y se preparó un opíparo desayuno. Al mediodía tomó su guitarra y entonó bellas canciones escuchadas en los días de su infancia. Al caer la tarde preparó su casa para la llegada de El Huésped. Terminó cuando anochecía, estaba agotado, pero el resultado de su labor lo llenaba de satisfacción.
Entrada la noche, tomó su barca y se adentró río abajo, sumiéndose en un dulce sueño sin retorno, mientras los remos se iban de sus manos llenas de surcos.
Sonaban las doce campanadas cuando una barca se dejó ver en el horizonte - ¿sería el anciano que retornaba a la cabaña? - Tocó orilla y sólo había en ella un recién nacido, que fue amorosamente acogido y llevado a su nuevo hogar. Había arribado, una vez más, el Año Nuevo.






UN VERDADERO DOLOR DE CABEZA


UNA MADRUGADA ÚNICA


Eran las tres de la madrugada, cuando el rey de Omac sintió fuertes dolores en todo el cuerpo, acompañados de una súbita fiebre. La reina, que estaba en una etapa muy avanzada de su embarazo, al verse despertada por los alaridos, decidió llamar al médico real.
Al llegar el galeno, la reina comenzó con los dolores de parto. Entre la confusión de a quién atender, los chillidos del rey, las groserías que gritaba la reina, las oraciones del cura - que también fue llamado- y el ajetreo de los sirvientes, el médico se desmayó y, como un médico es más importante que un rey o una reina, todos los presentes fueron a cuidar de él.
La reina, al ver esta reacción, comenzó a decir frases peores y a lanza lo que veía a su alcance. Luego de muchos esfuerzos, el doctor volvió en sí y al disponerse a atender a la reina, ésta le lanzó su corona, dándole en la cabeza y obligándolo a volver a caer sin sentido, esta vez sobre el rey, el cual comenzó a delirar, imitando a un niño pequeño.
En medio de esto, la reina dio a luz a un hermo­so bebé; el cura al verle gritó:
-¡Es un varón!
Se hizo un gran silencio, hasta el rey paró de delirar y soltó al médico. Desde el suelo, la cama real, las puertas o las ventanas, decenas de ojos se posaron en el sacerdote, que exhibía feliz al niño, repitiendo:
-¡Varón, varón!
El recién nacido, al parecer, se dio cuenta de que era el centro de la atención y emitió un sonoro aullido. Los presentes comenzaron a aplaudir, a reír y a felicitar a la reina. El rey, volviendo a sus delirios, empezó a llorar a coro con su bebé. La reina, al percatarse de lo que hacía su esposo, decidió calmarlo golpeándole con el cetro. Increíblemente, la medida pareció surtir efecto.
Mientras, el bebé arreciaba con el llanto. La reina, que conti­nuaba afectada, pidió que le alcanzaran el niño para darle "un buen golpecito con el cetro". Por suerte, los sir­vientes la convencieron que eso sedaría demasiado al bebé.
Así estuvieron las gentes de palacio hasta el mediodía, dando carreras entre el delirio del rey, la locura temporal de la reina, el cura, el dolor de cabeza del médico. el niño fue entregado a la cocinera. Esta, tras vanos inten­tos de calmarlo, desesperada y sintiendo que se desmayaba, lo colocó un momento en el suelo, sin darse cuenta que a su lado estaba Cuca, una enorme perra. Cuca acababa de tener una camada de perritos, y confundiendo al bebé con uno de sus cachorros, lo tomó entre sus dientes y lo llevó a su cesta, donde el niño se puso a mamar hasta que se durmió, rendido y satisfecho.
Cuando la cocinera volvió en sí y vio que el niño no aparecía, empezó a gritar, atrayendo a criados y guardias. No tuvieron que buscar mucho, porque el muchacho que ayudaba en los establos vino a anunciar que lo había encontrado. Lo siguieron y constataron que, efectivamente, el bebé dormía feliz junto a Cuca. Como no se les ocurrió mejor idea, optaron por dejarlo en la cesta... Es una pena contar esto, pero sólo volvieron a pensar en él un mes después, cuando el rey y la reina se repusieron totalmente y
preguntaron por su hijo, así que de no ser por Cuca, no habría historia.



UN TRAUMA INDIVIDUAL

Al cumplir el príncipe los tres años, sus padres decidieron celebrar una gran fiesta, invitando a aquellos que habían estado presentes el día en que vino al mundo. La celebración parecía transcurrir muy bien, pese a que el cura y el médico habían tenido sus recelos. Pero al llegar la hora de apagar las velitas, el niño comenzó a saltar, halarse los pelos y a gritar:
-¡Causefog! ¡Causefog!
La reina, al verle hacer algo tan vergonzoso frente a los invitados, montó en cólera, tomó un arenque ahumado y comenzó a darle. El médico trató de detenerla y recibió como premio un golpetazo en la cabeza que lo desmayó.
Esto hizo que la mayoría de los invitados fueran a socorrerle.
El pequeño, tratando de salvarse de los mandobles de su madre, que con mucho arte esgrimía el pescado, empezó a correr por el castillo con la reina detrás. El médico, que logró recuperar el conocimiento gracias al cura, que le volcó sobre la cabeza una jarra de vino, se marchó gritando:
-¡Locos, todos están locos!
El rey logró agarrar a su esposa y decirle, mientras trataba de esquivar los golpes, que si su hijo tenía algo, tal vez fuera un desajuste debido a los grandes traumas que sufrió al nacer; por ello lo mejor era enviarlo con el médico a una casa de campo en las afueras del reino. Les costó trabajo que el galeno volviera a pisar el castillo, pero al fin partió junto con el niño por dos años. De más está decir, llevaron con ellos a Cuca.


UN TRAUMA COLECTIVO

Al cumplirse el plazo, el pequeño regresó tan sano y fuerte como cualquiera de los campesinitos con los que había jugado. En ese momento, llegó el cura, que se había pasado todo este tiempo encerrado en la biblioteca del castillo, para decirles que había descubierto el origen de la palabra que el príncipe había grita­do: Causefog, también conocido por "el endemoniado", había sido un enemigo del abuelo del rey, a quien éste había mandado a cortarle la cabeza. Por tanto, el sacerdote había llegado a la
conclusión de que el fantasma del decapitado andaba rondando el castillo, sediento de venganza.
Como es de esperar, la reina llamó al médico, el cual llegó cubriendo su cabeza con un yelmo, aclarando que era por si había terremotos o tornados.
El rey, la reina, el galeno y el cura celebraron una reunión secreta que duró seis horas. Cuando salieron habían tomado grandes decisiones.
Antes que nada, había que ocultarse por tres semanas, tiempo que con­sideraban suficiente para que el espíritu se aburriera y se marchara.
Nobles de la corte, soldados y sirvientes, los sobera­nos, el príncipe, Cuca, el sacerdote y el médico debían dirigirse inmediatamente al sótano.
Los seguiría la cocinera con las provisiones necesarias. Las reglas a seguir eran:
1: No decir groserías mientras estuvieran en el sótano - esto iba sobre todo referido a la reina... creemos que la medida la dictó su esposo, pero bien pudo haber sido el médico, o el cura.
2: Rezar una oración por la mañana, una por la tarde, y otra por la noche - este fue el aporte del cura.
3: Lavarse las manos antes de comer - idea del médico.
4: No salir de allí, para nada, ni siquiera asomar la cabeza, hasta haberse cumplido las tres semanas exactas.



¡AH!, QUÉ ALIVIO...

La primera semana transcurrió con bastante tranquilidad. Pero al término de la segunda fue haciendo falta un barbero, sobre todo para el médico, que no quería quitarse el casco ni para comer. Decidieron que el cura saldría a buscarlo. Al llegar tocaría tres veces en la puerta, para que el médico le administrara un sedante a la reina, por precaución.
Lleno de pánico, salió el pobre hombre en busca del barbero. Afuera todo parecía en calma y el pueblo estaba como siempre, así que decidió dejarse ver por la taberna, para refrescar un poco, y de paso invitó al barbero. A la mañana siguiente estaban dando los tres toques en la puerta del sótano y
hacían su entra­da, rodando escaleras abajo, borrachos como trompos.
Mientras la reina dormía, el barbero inició su labor con el médico, pero como estaba totalmente ebrio se tambaleaba peligro­samente, navaja en mano.
El galeno le gritó que, o se estaba quieto, o sucedería algo malo. El barbero lo interpretó como una ofensa y lo empujó, haciéndole caer sobre la reina, la cual despertó con tal furia que empezó a golpear al médico, dejándolo sin sentido.
En eso, el barbero vio al príncipe y le dijo que si recordaba cuando había ido a pelarlo antes de su tercer cumpleaños, y para refrescarle la memoria le recordó que había llorado al ver las tijeras, y él había tenido que entretenerlo contándole la leyenda de Causefog. Al oír esto, la reina se lanzó sobre el barbero. Su esposo fue a detenerla, diciendo que ya no había a quien temer, y recibió un golpetazo en la sien, con lo cual regresó a sus delirios.
El cura, sobrio gracias a las impresiones recibidas, se echó en hombros al galeno y se marchó gritando:
-¡Y nos escondíamos de El Endemoniado. más endiablados que estos es imposible encontrar en la faz de la Tierra!-
Se corren historias de que renunció al sacerdocio, lo mismo hizo el médico con la medicina, pues ambas profesiones les habían traído muchos problemas.
El príncipe, que había soportado el encierro y con­templado la escena con tal calma que había hecho volver a pensar a los presentes que algo andaba mal en su cabeza, aprovechó la puerta abierta y que de nuevo nadie le prestaba atención, llamó a su perra y se marchó al campo. Se cuenta que vivió muy feliz lejos de sus tormentosos padres, quienes se tuvieron que conformar con pelear entre ellos y con irlo a ver a su cabaña, cada vez que Cuca estaba de humor para dejarlos pasar.

... De la vida del barbero nada se sabe, se sospecha que escapar de esa locura fue para él un verdadero dolor de cabeza.





ESTELER


Existió un caprichoso rey llamado Reletek, el cual tenía un solo entretenimiento: coleccionar juguetes. Gastaba enormes fortunas en juguetes, que adquiría sin reparar en el precio. El país se arruinaba mientras el rey aumentaba su colección. Pero no coleccionaba juguetes comunes este rey, las piezas de su colección tenían que ser muy especiales, únicas en su clase.
Cierta noche soñó que sus juguetes cobraban vida, el sueño lo dejó tan impresionado que ya su colección se le antojó sin valor. A la mañana siguiente lanzó un bando ofreciendo una enorme suma de dinero a quien le trajese un juguete que pareciese vivo.
En los primeros días se presentaron muchos que disfrazaban a los hijos o esposas como muñecos. No faltaron los titiriteros que juraron que sus marionetas tenían vida mientras movían hábilmente los hilos que las sostenían, también hubo quien hizo alarde de ventriloquia para aparentar que su creación hablaba. Hastiado de ellos, el rey mandó a publicar un nuevo edicto donde decía que al próximo que tratara de engañarlo se le darían treinta azotes.
A la mañana siguiente llegó a su palacio un muchacho de unos dieciocho años, delgado, pero al parecer muy fuerte, pues portaba una gran caja.
Coronaba su cabeza un sombrero de tres picos del cual colgaban cascabeles.
Cuando estuvo frente al soberano le dijo:
- Su Majestad, me llamo Esteler II, he venido porque me gustaría...
- Sí, lo de todos... ¡al grano! Te advierto: no me hagas perder mi valioso tiempo.
- Excelencia - le respondió con una inclinación que hizo sonar su curioso tocado -, si tan solo me dejase explicarle quién soy y qué hago aquí...
- ¡Cuidado, mocito! Te advierto que a los que no satisfacen mis deseos les toca recibir treinta azotes.
- Por favor, tenga un poco de paciencia - y abrió su caja, de la cual extrajo un muñeco del tamaño de un hombre, vestido a la usanza de la época.
- ¿Esto qué es, un maniquí? - preguntó Reletek.
El muñeco comenzó a mover sus manos como si estuviera desperezándose.
- ¡Asombroso! ¡Increíble! - no se cansaba de exclamar el rey mientras el "maniquí" alisaba sus ropas - ¡Un juguete capaz de moverse como si tuviera vida! Pero dime, muchacho, ¿qué nombre le pusiste a tu creación?
- Me llamo Esteler - respondió el muñeco - y soy el verdadero fabricante de juguetes, este a quien usted recibió - señaló al joven del sombrero de picos - es solo una de mis creaciones.
Y diciendo esto accionó un interruptor oculto en Esteler II, que hizo una reverencia de despedida y entró en su caja.





ELLOS

Caminaban de un lado a otro sin verme, otros incluso me pisaron, maldiciendo el que me encontrara en medio de su camino. De repente, uno de ellos me cogió entre sus manos. Se fijó en algunos detalles de mi cuerpo, sonrió y me guardó en su maleta.
Luego de un rato, me mostró emocionado a otras personas diciendo: "Su rostro, miren los detalles, les aseguro que no me equivoco"... "Algunos arreglos en la vestimenta bastarán"... "Tiene una pierna rota, habrá que arreglársela, pero eso no es problema". Me mantuvieron durante horas desnudo, diciendo que me iban a hacer una nueva ropa. Cuando me arreglaron la pierna el dolor fue intenso, pero sobreviví.
Ahora estoy en una vidriera de exhibición, limpio y vestido con mi nuevo atuendo. Encima hay un cartel que dice:

"Ejemplar único de la raza humana, varón y en edad de apareamiento".

Es probable que mañana alguno de ellos me compre, es realmente muy difícil encontrar un humano en estos días.






EL POTRO INDOMABLE


Hace ya varios años, en un reino lejano, la yegua favorita del rey tuvo un hermoso potro alazán, un potro perfecto.
Al pasar unos meses, el rey le regaló a su hijo aquel mara­villoso ejemplar. El príncipe inmediatamente mandó a que lo entrenaran. Los caballerizos le explicaron que aún el potro era pequeño y no estaba
capacitado para soportar un entrenamiento. El empecinado muchacho obligó a los caballerizos a hacerlo.
Como lo previeron, el potro estuvo a punto de morir. Al escuchar esto, el príncipe ordenó al verdugo que azotara a los caballerizos por no haber cumplido su orden y con sus propias manos mató al pobre animal.
La yegua del rey dijo al viento, con lastimeros relinchos, que le entregaba el alma de su hijo y cayó inerte, con el corazón atravesado por el dolor.
Por eso, cuando sopla furioso un tornado, arrasando con lo que encuentra en su camino, en su interior cabalga un potro de fuego que mira con odio a los hombres.





LA PRUEBA DEL VALOR


En una época remota nació un chico. Decidieron llamarlo Lufan, que significa Luchador Fantástico. Cuando cumplió los trece años fue obligado por los mayores de su tribu a pasar "La Prueba del Valor", que consistía en luchar sin armas contra una araña gigante que vivía escondida en una caverna. El que ganara podía ser considerado adulto, mientras que los perdedores eran vistos como seres débiles. Nadie había contado nunca su experiencia.
Su madre, llena de emoción, fue a despedirlo a la entrada de la cueva.
No lo vería más hasta que hubiera pasado la ceremonia de convertirse en adulto, exclusiva para aquellos que habían resultado vencedores. Allí lo esperaría impaciente su padre, como era la costumbre desde el principio de los tiempos.
Cuando el joven estuvo frente al monstruo, se intimidó un poco, pero al ver que pese a su terrible aspecto, no parecía dispuesto a tomar la iniciativa, le dijo:
-¿Me vas a atacar o no?
- En verdad no quisiera - respondió la araña -, soy contraria a la violencia, pero debo hacerlo. Estoy aburrida de enfrentar jovencitos asustados, que harían cualquier cosa por hacerse hombres. Debo pretender que tengo un carácter fiero y hasta fingir que pierdo el conocimiento, para que crean que me derrota­ron y me dejen tranquila... hasta que llegue el próximo. Es inevitable.
- Si es así como piensas - preguntó Lufan muy sorprendido-, ¿por qué haces lo que haces?
- Alguien tiene que cumplir mi papel - dijo ella con resignación -. Es importante una vez en la vida derrotar a un monstruo, enfrentar los temores más profundos, que yacen en el fondo de tu mente como yo en mi cueva. Si me fuera tranquilamente a tejer mi tela, o a jugar con mis cartas ¿quién ayudaría a esos adolescentes confundidos?
-¿De veras te gustan las cartas, o lo dijiste sólo por decir algo?
Porque si así fuera, te propondría jugar un partido. Sería como un enfrentamiento... si gano o pierdo es igual, supongo que me haré adulto de todas formas, es inevitable.
-¿En serio? - masculló la araña- Trato hecho, pero con una condición: no se lo digas a nadie, deja que todo siga como hasta ahora, no sabes lo importante que es mantener la tradición.
Jugaron y Lufan ganó. La araña estaba fuera de entrenamiento, en cambio le contó al muchacho que era buena con los solitarios. Después de la victoria, el joven salió de la cueva transformado en adulto.
Los mayores de la tribu le hicieron una gran ceremonia. Uno a uno, iban estrechando su mano, felicitándolo por su valor. Lufan estaba un poco avergonzado, no había dado un golpe. Luego se puso a pensar que la araña no aparentaba tener ni un rasguño, y que nadie había emergido de la cueva con
la más pequeña rozadura... ¿Sería que la astuta araña se las agenciaba para convencer a todos los jóvenes que le enviaban? ¿Le había dejado ganar con intención? ¿Enfrentarían la misma duda aquellos adultos que ahora alababan su coraje? ¿Era por eso que la araña le había exigido guardar secreto?
Estas y más interrogantes atormentaron la mente de Lufan durante toda la noche y en los días siguientes. Luego se fueron amortiguando, y el joven decidió que era mejor callar... Pasaron los años, se unió a una bella mujer y tuvieron tres hijas y un hijo.
Cuando este creció, Lufan y su esposa lo mandaron, con lágrimas en los ojos, a pasar "La Prueba del Valor"... Era la tradición.





EL JOVEN SABIO


En cierta región corre la leyenda de un anciano que iba todos los años, siempre en la misma fecha y a la hora del alba, a lo alto de una colina. Una vez allí, dirigía su mirada al sur, donde se extendía una gran
explanada de tierra gris. Si el viento era propicio, se hacían audibles sus profundos suspiros. Cuando el sol había alcanzado su cenit, se marchaba sin articular palabra. Nadie supo jamás su nombre ni su procedencia, pero se habituaron a su melancolía. Una vez faltó a su cita y no volvió más; aún se
le recuerda...

Existió un país gobernado por un rey que era ciego y sordo ante la ciencia. Enseñó a sus súbditos a que fueran como él; pero un día, nació un niño que quería saber la causa de las tormentas y las sequías, del día y la noche. En aquel mundo de oscurantismo, era visto como un loco. Esto no le hacía desistir, por el contrario, le llevaba a investigar los misterios del mundo que lo rodeaba.
Una epidemia azotó el lugar y sus padres murieron. El niño continuó sus estudios, esperando encontrar el porqué de las cosas, para evitar desgracias como esta. Al llegar a la edad adulta podía haber sido considerado un sabio, el único del reino; pero seguían viendo en él sólo a un individuo
extravagante. No obstante, se habían habituado a sus rarezas y lo dejaban en paz.
Observando unas vacas que agonizaban, el joven comprendió que iban a ser víctimas de una epidemia de mayor alcance. Enfermarían primero los animales, luego morirían los hombres, sería la mayor catástrofe de su historia.
Corrió a contárselo al rey, le explicó cómo evitar que el mal se propagara. Pero éste lo expulsó del reino, diciéndole que era un farsante que quería apoderarse de su trono. Trató de hacerse escuchar por los pobladores, pero todos reían de sus advertencias. Intentó que algunos lo siguieran a otra ciudad, pero nadie le hizo caso. Se marchó cabizbajo, no por su suerte, sino por saber lo que les esperaba a estos infelices.
Arribó a otro país, donde sabían escuchar la voz de la sabiduría. Llegó a ser tan respetado que el propio rey lo hizo su consejero. En el castillo había una altísima torre, desde la que se podían contemplar los reinos vecinos como casitas de juguete. A veces, el joven subía, dirigía la vista hacia su pueblo y con tristeza observaba que de él se distinguían sólo grandes hogueras: eran las gentes quemando los animales muertos y las casas infectadas, para tratar de ahuyentar la epidemia, que ya se apoderaba de ellos.
Un amanecer, observó que de aquel reino quedaban solo cenizas humeantes.
El joven sabio lloró por tan triste suerte, pero no se sintió culpable, porque había hecho todo lo posible para evitar esos pesares.








EL POBRE Y EL RICO

FABULA

Cierto día en que un mendigo cubierto de harapos pasaba por una céntrica plaza, arrastrando una pierna y con la espalda doblada bajo el peso de la carga de leña que transportaba, se le arrimó un ricachón cubierto de joyas y vestido con todo lujo, que aprovechó la situación para burlarse de la apariencia del pobre, siguiéndolo e imitando su cojera. El pordiosero, por el contrario, se hacía el sordo para no tener que responderle. Así continuó la molesta situación hasta que el mendigo se internó en un
callejón.
Allí le salieron al paso unos asaltantes y apalearon al rico, dejándolo desnudo y maltrecho. Al pobre ni lo miraron, ¿cuál de sus pertenencias podía tentar a los ladrones?
Al marcharse los bandidos, el pobre se acercó al rico, que cerró los ojos lleno de miedo y vergüenza, pero el otro, lleno de nobleza, lo levantó suavemente del suelo y lo cubrió con algunos de sus andrajos para que no hiciera el ridículo en el camino de regreso.

MORALEJA: NUNCA JUZGUES A NADIE POR SU APARIENCIA EXTERNA.






CAMINANDO Y PENSANDO

Una hermosa mañana, un campesino iba a palacio acompañado de su vaca. Estaba pensativo y preocupado pues el rey le había hecho el ofrecimiento de cambiarle su vaca por una bolsa de monedas de oro; él no deseaba cerrar el trato, pero si se negaba sabía que el rey lo castigaría, pues esto era lo que siempre sucedía cuando alguien se oponía a sus designios.
El campesino no quería deshacerse de la vaca porque la había criado desde que era una ternerita, le suministraba leche a montones, al punto que su fama había llegado al palacio. De este modo iba caminando y pensando cómo librarse del compromiso. Al pasar por un mercado, se le ocurrió una idea:
compró un gran pedazo de cera, escondió a su preciado animal en un lugar seguro, y comenzó a moldear el trozo de cera, dándole forma.
Al llegar a palacio arrastraba de un cordel una figura que recordaba en algo a una vaca. Al verse en presencia del rey, dijo:
- Mi señor, lamento informarle que un hechicero me ha encantado la vaca, volviéndola un vulgar trozo de cera; pero al caer la noche, vuelve a su forma normal y es capaz de llenar más de cien cubos de leche. Es por eso que no puedo vendérsela a su majestad.
El monarca, que era muy supersticioso y de escasa inteligencia, le creyó el cuento e insistió en cerrar el trato. El campesino porfió un poco, hasta que al fin el rey le compró la figura de cera al triple del precio acordado.
De esta forma, con sus bolsas repletas de dinero y la satisfacción de haberse burlado del soberano, el campesino huyó del reino con su vaca.







EL PERRO Y LA TORTUGA

FABULA

Un leñador tenía dos mascotas: un fiero perro guardián y una tortuga de enorme caparazón. Una mañana en que el perro se quedó al cuidado de la casa, le dijo a la tortuga que fuera a la cocina y le trajera una lasca de carne.
La tortuga fue, pero como era tan lenta, se le olvidó en el camino lo que le debía llevar al perro y decidió volver para que éste le repitiera el pedido. Esto pasó tres veces seguidas. A la cuarta, el perro se lanzó sobre la tortuga.
El pobre animal se escondió dentro de su caparazón. El perro, furioso, decidió romperlo con sus dientes y uñas, y no descansó hasta verlo hecho trizas.
La tortuga, indefensa, corrió a ocultarse bajo un armario y comenzó a llorar, pero se consoló al ver que al perro se le habían gastado las uñas y roto los dientes en el intento de destruirla.

EL MAL QUE HACES A OTRO PUEDE VOLVERSE CONTRA TI.







EL LOBO Y EL HOMBRE


Cierto ladrón que huía de la justicia, se internó en un bosque.
Allí le sorprendió la noche. Iba a acomodarse entre las raíces de un árbol, cuando sintió el aullido de un lobo. Todas las fibras de su cuerpo se estremecieron, pero, al no oír nada más, pensó que tal vez ese sonido escalofriante había sido fruto de su imaginación, o del cansancio que lo rendía. De pronto, un enorme lobo apareció ante él, sus ojos brillaban como carbones encendidos a la luz de la luna. Afortunadamente, un guardabosque acertaba a pasar por allí, vio al gigantesco animal y le disparó varias veces hasta dejarlo tendido.
El prófugo estaba tan asustado que no pudo emitir palabra alguna. No obstante, el guardabosque lo llevó a su cabaña y le ofreció un sitio para pasar la noche, además de compartir con él su humilde cena. El hombre se sentó en una silla que estaba ante el fuego y comenzó a observar el lugar.
Entre los pocos objetos que allí había, llamó su atención un anillo de oro que colgaba de un clavo. El guardabosque, al verlo mirar con tanta atención la sortija, la descolgó y, con una sonrisa amistosa, se la entregó, aclarándole que se la daba porque se notaba que él no tenía nada.
A la mañana siguiente, el prófugo se despidió y se marchó de la casa, pero no estaba feliz por haber sido salvado de las garras del lobo, ni por el obsequio del guardabosque, sino decepcionado de sí mismo, pues en un momento había pensado matar al hombre con tal de apoderarse de aquella sortija.






EL REGALO


Estorum 3 era un hermoso planeta de cielo color de rosa. Sus habitantes estaban divididos en dos bandos. Unos eran científicos dedicados a explorar el espacio en busca de nuevas formas de vida, que observaban y trataban de ayudar. La otra parte tenía un enorme instinto belicoso; utili­zaban los grandes avances de su tecnología para escoger planetas donde probar sus proyectiles. No les importaba que el planeta fuese destruido, ni si en él había vida.
Cierta vez los estorumianos se disponían a lanzar un nuevo proyectil al planeta Sardar, pero un terremoto que ocurrió en el momento del lanzamiento desvió la trayectoria del arma. El nuevo destino del cohete portador de la muerte era la Tierra. Los científicos convocaron una reunión para decidir
qué hacer. Comenzaron por explicar el panorama de la Tierra y el desarrollo alcanzado por los seres que en ella vivían. La mayoría optó por dejar que el cohete destruyera el planeta, ya que los humanos tarde o temprano, lo harían con sus armas, la contaminación de su ambiente y su falta de consciencia.
Pero los científicos lanzaron esta interrogante: "¿Por qué destruir una raza tan semejante y casi tan inteligente como la nuestra?".
Al final triunfó la mayoría, pero los científicos no se quedaron cruzados de brazos y crearon un planeta con las mismas condiciones que la Tierra, al que llamaron Tierra 1; en él deja­ron la información genética de los seres que poblaron al antiguo mundo. Tierra 1 estaba en el mismo sistema que Estorum 3, los científicos iban y venían a su antojo, caminando por su superfi­cie, observando la evolución de las especies. En los primeros años de vida del hombre, las bacterias y virus que este incubaba invadieron el
cuerpo de los científicos, que sin saberlo regresa­ron a su planeta. Como estos seres no tenían anticuerpos, murieron. Estorum 3 se convirtió en un planeta desolado, los vestigios de su civilización fueron desaparecien­do, quedando sólo sus anchas carreteras como venas abiertas.
Los habitantes de Tierra 1 continúan su destino. Con el tiempo encontraron absurdas ciertas costumbres de sus progeni­tores y llamaron a su planeta simplemente Tierra. A Estorum 3 le llamaron Marte. No recuerdan la catástrofe que los trajo a la vida, pero en la información genética que les
grabaron quedan vestigios de la memoria de los hombres de la primera Tierra.
Estos surgen cuando van a algún lugar donde nunca antes han estado. y algo les dice que ya estuvieron allí.
Los científicos del planeta de cielo rosa no fueron del todo olvidados, quedan en el alma de los pueblos, en la historia de sus primeros días, con sus nombres originales: Zeus, Orula, Jehová, Osiris, Quetzalcóatl.






BACÍN EL HÉROE


Los pacíficos habitantes de Numloria no sabían que su vida iba a dar un vuelco. Convivían en armonía, felices, eran vegetarianos, y aunque en algún momento las cosas fueron diferentes, hacía muchas generaciones que no conocían la guerra, que ni siquiera aparecía en sus libros de historia. Pero aquel amanecer, un monstruo llegó a la ciudad y comenzó a saquear los hogares de los indefensos Numlos, a quienes solo se les ocurría quedarse inmóviles, con los ojos cerrados, cuando el gigantesco ladrón entraba en sus casas. Y esto no fue lo peor: antes de marcharse, el intruso se paró en el centro de la plaza y vociferó que volvería cada vez que se le antojara.
Al instante, el rey pidió un paladín que pelease contra el monstruo, pero nadie apareció. Comenzó a proponer enormes recompensas por la cabeza del enemigo: nadie acudió a su llamado. Por último, mandó a sus sirvientes a que buscaran a cualquier joven que encontraran. Cuando en el pueblo se enteraron de esta última noticia, corrieron a ocultarse en sus casas trabando las cerraduras, llenando de candados las entradas y derrumbando los portales para que los escombros impidieran el paso de los emisarios.
Todos se escondieron, menos uno, Bacín, un joven al cual se le torció el pie y no pudo correr a ocultarse. Era muy conocido en la ciudad por su mala suerte; su nombre lo debía a que al nacer se había resbalado de las manos de la comadrona y había caído... ya se imaginan dónde. Lo llevaron ante el rey
y éste al verle, enfurecido, se dirigió a sus guardias:
- ¿Esto fue lo mejor que pudieron encontrar, para eso les pago un salario? - mirando al prisionero - ¿Y eres tú el que nos va a salvar del monstruo?
- La verdad, no sé qué hago aquí; vi a todos correr gritando, corrí tras ellos para ver qué pasaba, tropecé... Un momento, ¿usted dijo monstruo?
- ¡Sí! Tú eres el elegido para vencer al enemigo y salvar el reino. aunque parezca una mala jugada del destino- dijo el rey, sonriendo irónicamente.
- ¡Vencerlo! ¿Yo?- balbuceó Bacín, palideciendo, mientras caía inconsciente.
Cuando despertó se encontró metido dentro de una suerte de caldera con agujeros para los brazos y la cabeza, a la cual un herrero que charlaba con el rey, llamaba "armadura".
- ¡Ah! Nuestro salvador despierta. ¡Bienvenido al mundo de los vivos!- dijo el rey - Es un honor para ti ser el primero de una nueva estirpe de guerreros. Espero que estés cómodo en tu armadura.
- ¡Armadura! Más bien me parece una cazuela - protestó el muchacho.
- Hemos seguido antiguos grabados en piedra, lo que llevas es una copia de las armaduras de nuestros antepasados. o lo mejor que pudo hacer el herrero, pues con el derrumbe de los portales se perdió información muy valiosa. Tal vez se mezclaron los relieves de famosos guerreros con los de cocineros
célebres, pero es honorable que seas el defensor del reino, ¿o no? - trató de consolarlo mientras el herrero miraba disimuladamente para el piso.
- ¡De esos antepasados no quedan ni los biznietos para dar un consejo. hace años que ni siquiera discutimos entre nosotros! Nos han enseñado la no violencia y ahora me han colocado, sin mi permiso, una armadura que sirve mejor para hacer sopa. Pero ese no es el punto: ¡No pelearé!
- Pero si peleas serás aclamado por todos - dijo en tono convincente el rey - además de las riquezas que he prometido, las chicas te aclamarán como su héroe, la fama te envolverá, aparecerás grabado en piedra en los nuevos portales - y mirando al herrero, que trataba de armar una especie de rompecabezas con trozos de columnas -. además, el herrero aún no ha encontrado la forma de quitarte la armadura, tienes que darnos tiempo.
- ¿Tiempo? ¡Esto se llama asesinato autorizado! De acuerdo, pelearé, total no perderé nada si lo hago, mejor morir como héroe que cocinarse lentamente en este caldero - respondió el muchacho mientras se incorporaba ayudado por el rey y el herrero, se ponía el casco, muy parecido a una cazuela más pequeña y tomaba la sartén que le serviría como arma.
El rey mandó a sus emisarios para que anunciaran por la ciudad que el héroe muy pronto saldría a la batalla, así que debían aclamarlo y aplaudirlo cuando estuviera en la plaza. Bacín, al oír eso, trató de acomodarse un poco más el casco, se arregló como pudo la armadura y, a la señal del monarca, salió con paso victorioso y sonrisa triunfal. Pero en cuanto estuvo fuera del castillo, su sonrisa se tornó en lamento, ya que las gentes, como habían clausurado las entradas de sus casas, no pudieron salir a despedirlo, además de que temían que esto fuera una treta del rey para recaudar soldados.
- Voy a morir dentro de una estúpida cacerola, peleando con un monstruo al que dejé entrar en mi casa con los ojos cerrados. y ni siquiera mi madre viene a despedirme!
Un ruido infernal interrumpió sus protestas, se volvió y vio al rey agitando la corona, gritando hurras y al herrero dando golpes desaforados en el gong del castillo. Al ver su cara de disgusto, el rey mandó al herrero a detener el estruendo, lo que este hizo con evidente alivio.
- Bueno - se disculpó -, se me ocurrió que pudiera ser una buena idea formar un de comité de despedida. pero mis sirvientes y soldados se han escondido por miedo a que te retractes y los envíe a ellos al combate, en fin. No te preocupes, al regreso te sacaremos de esa. armadura.
El herrero se le acercó, con rostro culpable y le tendió una bolsita con manchas de grasa: - Mi esposa te manda estos emparedados de aceite y ajo, dice que te darán fuerza y resistencia.
El muchacho le agradeció con un gesto ligero - si movía mucho la cabeza se le caía el casco -, se colgó los emparedados bajo el brazo y colocándole la mano en el hombro, le dijo:
- Al menos valoro que no te hayas escondido como los demás, ¿te puedo llamar amigo?
- Llámame más bien afortunado, si voy a la guerra contigo y me matan, no hay quien te saque de ahí, por tanto estoy libre de todo riesgo. ¡Ji, ji, ji!
Y así, solo, con paso lento, asado bajo el calor del sol y sartén en ristre, partió Bacín, el héroe. Al cabo de unos días, encontró las huellas del monstruo. Estas marcas de pisadas lo intimidaron mucho, ya que eran exactamente de su tamaño, pero después de haberse llenado de valor comenzó a seguirlas.
Tras caminar unas horas se percató de algo: las pisadas desaparecían en una cueva tenebrosa, cuya entrada ocultaba casi totalmente un árbol. Se aseguró de que su armadura fuera resistente - cualquiera que haya visto una buena caldera de hierro sabe que lo son - y se decidió a entrar, pero cuando se disponía a hacerlo, el monstruo salió con un hacha en la mano.
Aterrado, Bacín trató de esgrimir su sartén, dispuesto, al menos, a vender cara su cabeza, pero con el apuro y la torpeza de movimientos, se le derramaron por el suelo los emparedados, convertidos en una pasta verdosa.
Fue tanta su vergüenza que cerró los ojos y levantó la sartén, lanzando un alarido. El monstruo interpretó esto como un desafío, avanzó hacia él, pisó la grasa que rodeaba al muchacho y resbaló, precipitándose al suelo cuan largo era. El temblor que provocó su caída hizo que el tronco del árbol se
quebrara y cayera sobre su cabeza, que quedó más pastosa que los emparedados.
Esa escena aflojó las piernas del joven, dejándolo desmayado. No cayó al suelo gracias a su cacerola, que se había quedado trabada en las ramas del árbol y lo mantuvo derecho. Cuando se recuperó, descubrió que la sartén podía llegar a ser muy buena para cortar las ramas que lo aprisionaban, por
tanto decidió que era el momento de tomar el camino de regreso.
Al llegar a la ciudad, todo el pueblo, que ya había logrado destrabar las cerraduras y barrer los escombros de las puertas, comenzó a aclamarlo.
Lo llevaron en brazos ante el rey; el cual anunció que ya se había encontrado la forma de romperle la armadura y que lo nombraba su sucesor.
Con lágrimas en el rostro, dijo que esa ciudad merecía a Bacín como rey, por ser valiente y dispuesto a vencer hasta a un dragón.
Al escuchar esta última palabra, el rostro del héroe palideció y cayó desmayado.






MUÑECOS

En una estantería estaba colocado un pequeño payaso de madera junto a otros objetos más o menos curiosos. Por las noches, cuando todos dormían, el payaso despertaba. Al terminar de desperezarse escudriñaba todo el estante buscando otro juguete con quien compartir la noche, pero siempre se volvía a dormir solo. Su sección era solo de artículos de circo y el dueño del mueble, que era un coleccionista, no había podido encontrar otros juguetes de ese tipo.
Un día, el coleccionista llegó a su casa con una caja llena de juguetes.
Los ojos del payaso seguían expectantes sus movimientos: el hombre se sentó en su mesa de trabajo, comenzó a extraer todo tipo de objetos y a clasificarlos; cogió luego unos cuantos y los colocó en el mismo estante en que estaba el payaso, que reconcilió feliz el sueño.
Al anochecer, el payaso despertó muy contento y comenzó a buscar a los que pronto iban a ser sus amigos. De repente, sus ojos se quedaron fijos en una muñeca de trapo y su corazón saltó de emoción... ¡Qué bella era! Se le acercó y comenzó a brincar a su alrededor para llamar su atención. Al notar lo que le pareció demasiado desinterés, hizo una reverencia y un alegre ademán de saludo, pero ella siguió sin moverse. Consternado ante su inmovilidad, recorrió la mirada por la estantería y se percató de que los
otros juguetes también permanecían rígidos, insensibles, duros como la roca.
Comprendió que él era el único que poseía el don de la vida y tomó a la bailarina entre sus brazos. Besó la frente de tela de su primer amor y cerró sus ojos para no volver a abrirlos.






EL ÚNICO

El cielo amaneció poblado de nubes en el reino de Valantri. La reina estaba a punto de dar a luz al heredero tanto tiempo anhelado. La comarca entera se impacientaba. Un mensajero corría de la iglesia al palacio, esperando la noticia... ¿Tendría el reino, al fin, un príncipe para garantizar el futuro de la casa real?
Larga, muy larga fue la espera. Cuando el astro dorado comenzaba a teñir de rojo el horizonte, el silencio se rompió con el grito del recién llegado... El rey corrió a ver a su hijo; pero una terrible sorpresa lo esperaba: ante sus ojos tenía un ser deforme, con el cuerpo cubierto de escamas como los peces, los dedos de pies y manos unidos por membranas.
Desesperado, miraba la cuna sin saber qué hacer. La reina repetía una y otra vez que le mostrasen a su bebé. El soberano pensó en el bochorno que este nacimiento causaría y decidió que nadie vería a su heredero.
Cargó al recién nacido, lo envolvió en pañales y lo entregó al verdugo para que lo matase. Este pensó que en vez de ejecutar la sentencia, era mejor colocar la culpa en manos de otro. Decidió dejarlo frente a la cueva donde vivía Gunchau, enorme serpiente temida por todos. La caverna se comunicaba con el mar y con una montaña, donde tenía el monstruo sus aposentos. Una vez al año emergía su cabeza por la abertura, para recibir las ofrendas que los hombres dejaban en la entrada. El heredero había nacido
en esta fecha.
Gunchau era la última sobreviviente de una raza de serpientes aladas que tenían la facultad de vislumbrar destellos del futuro. De sus costados salían dos potentes brazos, terminados en seis dedos armados de filosas garras y unidos por membranas, que le permitían moverse en el agua con la misma grácil desenvoltura que en el cielo. Sus antepasados habían sido exterminados por los humanos al término de La Primera Edad, época en que murieron también los grifos, los centauros, los unicornios y las esfinges.
Se creía que el ansia de poder había trastornado las mentes de los humanos, llevándolos a exterminar a todas las criaturas que consideraran superiores.
El día que Gunchau acababa de romper su cascarón - la roca en que su madre había colocado el nido la protegió -, pudo ver cómo su familia era aniquilada y en su corazón creció un odio profundo hacia esos seres. Durante siglos arruinó sus cosechas con su aliento de fuego, devorando su ganado, hasta que un osado grupo se arriesgó a hablarle, prometiéndole un tributo anual, consistente en lo mejor de los frutos de la tierra y las crías de ganado, a cambio de que les permitiera sobrevivir. Desde entonces habían
cumplido con el pacto.
Al llegar a la caverna, el verdugo depositó al pequeño junto a una ternerita de pocas semanas y, sintiendo un ruido en el inte­rior de la cueva, huyó despavorido. La serpiente asomó la cabeza y fue pasando los ojos por sobre canastas de vegetales, cestas de frutas, gallinas y ocas atadas por las patas, la ternerita... hasta que un grito llamó su atención. Se acercó al bulto que se movía y descubrió al extraño ser, que recordaba en cierta forma a un humano. Lo cargó y con sorpresa vio que el pequeño se
dormía en sus brazos. En ese instante, decidió criarlo. Comprendió que era un ser único, como ella. Lo nombró Saumulkar, que en la lengua de los anti­guos significa El Amo de la Sabiduría.
Mientras esto ocurría, el rey anunciaba que su hijo había nacido muerto por causa de los remedios dados a su esposa por la partera para calmar sus dolores. Concluyó diciendo que la partera sería ejecutada al amanecer. En realidad sólo quería eliminar al único testigo del nacimiento. La reina, a
pesar de estar débil y abatida por el difícil parto y la noticia, suplicó tanto su perdón al soberano, alegando que la partera lo había visto nacer a él mismo y que era tan anciana que tarde o temprano moriría de muerte natural, que el rey no supo negarse; pero ordenó al verdugo que le cortara la lengua. Como había sido acusada de tan injusta manera y no podía defenderse, el pueblo la echó del reino apedreándola, hasta que la infeliz consiguió refugiarse en el bosque. Después de esto nunca más se le volvió a ver.
Saumulkar creció feliz y fuerte, rodeado de los cariños de su madre adoptiva, teniendo por única amiga a la ternera con la que estaba el día que Gunchau lo recogió. Cuando cumplió diez años, dijo a su madre que ansiaba poder hablar con las aves para que le contaran cómo era el mundo, pues debía
haber alguien semejante a él en algún lugar. Gunchau comprendió que había llegado el momento de prepararlo para su regreso con los hombres.
- Saumulkar, mi especie fue dotada del poder de la Visión, por esa razón he de enseñarte a usar, además de la fuerza que ya posees, dos poderosas armas: la justicia y la sabiduría.
Largo y duro fue el entrenamiento. Cada día que pasaba, la serpiente se preocupaba por fortalecer el cuerpo y la mente del muchacho. Siete años después, Gunchau dio el aprendizaje por concluido. Decidió entonces que era hora de llevarlo ante Flaikar.
Flaikar era una hechicera que había sentado sus dominios en el bosque, hasta que el hombre quiso conquistarlo. Al ver el desprecio de los humanos por los demás seres vivos, decidió azotarlos con plagas y enfermedades. Para vengarse, éstos le tendieron una trampa, la ataron a un árbol y le arrojaron antorchas encendidas. Flaikar sobrevivió, el árbol apagó el incendio con sus ramas y la lluvia le lavó las llagas, aunque quedó casi ciega. Decidió ocultarse donde no fuese vista por tan innobles criaturas; pero antes, los maldijo, prediciendo una era de guerras y calamidades, La Edad de la Noche, que sólo vería su fin con la llegada de un ser completamente puro, El Único.
La serpiente y su hijo caminaron dos días para cubrir la distancia que separaba el mar del inmenso árbol en cuyo interior tenía su casa la hechicera. Al llegar, Gunchau dijo a Saumulkar que entrase sin llamar; ella lo esperaría afuera. El joven obedeció y vio "algo" que se cubría con un manto negro.
- Mis saludos - le dijo -, ¿qué puedo hacer para servirla?
- Sólo tómame la mano - del manto salió una mano como una rama llena de nudos. Saumulkar la estrechó suavemente.
- Hace tiempo esperaba tocar una mano donde cupiera tanta nobleza. Ve y dile a quien te espera: El momento ha llegado.
Por esos días, un mensajero llegó al reino portando arco y flecha.
Cuando estuvo frente al castillo, lanzó la flecha contra su puerta y se marchó. La flecha, señal de ofensa, llevaba escrito el nombre de Moltar, un reino vecino. No podía ser interpretado de otro modo que como un reto, así que el rey, ofendido, preparó su ejército y marchó hacia la frontera. Tres años duró la guerra. Al culminar habían vencido, pero el rey murió a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla final. Al enterarse la reina, sintió que su corazón comenzaba a marchitarse. Momentos antes de morir dijo que, a falta de un heredero, aquel que trajera el cuerpo de Gunchau sería proclamado rey.
La noticia se regó como pólvora y llegó a oídos de la propia Gunchau.
Supo que muchos irían a ir en su busca, hace años que lo sabía y aguardaba este instante. Dijo entonces a Saumulkar que le entregaría una de sus uñas para que la mostrara como prueba de que él la había matado. Con la garra oculta en el manto con que se cubría, a lomos de su vaquita, Saumulkar emprendió el camino de regreso al mundo de los hombres.
Cuando llegó, su aspecto causó una gran impresión, unos huían de él, otros se burlaron, algunos se acercaron curiosos, intrigados por su origen.
Tuvo que decir que venía del mar. Preguntó dónde quedaba la mansión real y así volvió al lugar donde vio la luz por vez primera, sin tener consciencia de que regresaba a su pasado. En el patio estaban reunidos jueces y aspirantes al trono. Se mezcló entre los concursantes y escuchó sus historias. Los menos imaginativos sacaban de sus morrales trozos de cuero, afirmando que eran tiras de la piel de Gunchau; otros enseñaban escamas hechas de los más diversos materiales. Los jueces, que conocían las características del monstruo, los manda­ban a azotar. Cuando fue el turno de Saumulkar, sacó de su capa la garra, sin pronunciar palabra. Los jueces, atónitos, no paraban de mirar al propio joven, cuyo aspecto les causaba repugnancia. El pueblo se agrupó en las puertas, pidiendo que el vencedor fuera proclamado rey, pero los nobles se oponían a ser gobernados por un ser deforme de origen desconocido. Se decidió, por tanto, aplazar la ceremonia hasta llegar a un acuerdo.
Esa noche hicieron una fiesta para celebrar la muerte de Gunchau, pero la alegría fue rota por los ejércitos de Moltar, que llegaron por sorpresa, como llamas sedientas de ramas secas. Los hombres y mujeres corrían aterrados de un lado a otro. Saumul­kar empuñó la espada del difunto rey, les pidió unión, valor, calma y, montado en su vaca, partió al frente del ejército. No obstante, a pesar de que ponía en práctica lo que había aprendido junto a su madre, la lucha parecía no terminar nunca, pues la
suerte lo mismo favorecía a un ejército que al otro. Cuando el sol rompía el horizonte, vieron a Gunchau surcar los cielos y lanzarse como un rayo sobre los Moltars, haciendo estragos entre sus filas. Esto provocó el miedo de estos, que terminaron por rendirse y huir en desbandada. Quedaron los habitantes de Valantri, que no sabían cómo explicar lo sucedido. Gunchau habló:
- He venido y los he ayudado por una razón: este joven - señaló a Saumul­kar -, a quien he criado como mi hijo, es su verdadero rey por derecho, que le fue usurpado por su propio padre. A pesar de que lo puedo demostrar, quiero que lo haga por mí... ¡la partera real! - y sin hacer caso al rumor de sorpresa que se esparcía entre la multitud, continuó -. Vive en lo más tupido del bosque, donde fue acogida por la hechicera Flaikar cuando el rey la echó del reino, luego de mandar a cortar su lengua para que no
contara la verdad. Vayan por ella.
Dos soldados a caballo fueron a buscar a la partera, que ya tenía cien años. Al verla llegar, temerosa y débil, Gunchau le dijo:
- No temas, pobre mujer, tus sufrimientos han llegado a su fin. Este joven que ves, inconfundible a pesar del tiempo transcurrido, ¿no es el que la reina dio a luz y luego el rey mandó a matar, mientras te hacía enmudecer para que nadie, ni su propia esposa, supiera de la verdad?
La anciana se soltó de los brazos de los soldados que la sostenían y con pasos vacilantes se acercó al joven. Con los ojos llenos de lágrimas cayó de rodillas frente a él. Saumulkar la ayudó a incorporarse y la abrazó.
Conmovidos ante el espectáculo, los soldados cargaron a Saumulkar en hombros, clamando:
- ¡Este es nuestro legítimo rey! ¡Nada ni nadie nos hará dudarlo!
- ¡Larga vida al rey! - coreaba el pueblo emocionado, mientras conducían al joven al trono donde comenzaría su reinado, dando término así a la maldición que una vez sufrieron por quebrantar las leyes de la armonía.
Los hombres perdonaron a Gunchau los daños que había causado en los años de enemistad y esta a su vez prometió mantener la paz, pactaron con Flaikar para proteger entre todos el bosque y sus criaturas... y nunca, nunca les importó cuán feo o bonito fuese su amado rey, que con sabiduría y justicia como únicas armas, dio inicio a La Nueva Edad, en que hombre y naturaleza se volvieron a abrazar como hermanos largo tiempo separados.




CUENTA

En una remota aldea vivía un hombre muy anciano al cual todos llamaban Cuenta. Tenía una cabaña cerca de un lago, en cuya orilla se sentaba a esperar la caída de la tarde, hora en que iban los pescadores a recoger sus redes. Mientras ellos trabajaban, él los entretenía con sus historias, que siempre comenzaban con la frase "Cuenta una leyenda...".
Había contado tantas que nadie recordaba su verdadero nombre.
Sus cuentos siempre estaban protagonizados por un grifo, un dragón y un águila. Los que escuchaban quedaban fascinados, parecía que las enormes piedras de la orilla estuvieran magnetizadas, mientras los pescadores permanecían con la mirada fija en el narrador, sentados en ellas como estatuas de hierro. Todos simpatizaban con el cuentero y anhelaban escuchar sus relatos, hasta el momento en que él comenzaba a decir que estaban basados en hechos reales, cosa que invariablemente sucedía al final de cada uno de ellos. Esto, por supuesto, molestaba a los oyentes.
Un atardecer, les habló de un hombre, valiente como un guerrero y sabio como un profeta, aunque nunca reconocido como tal entre los suyos debido a la sencillez que lo envolvía, y que a su muerte habría de ser recogido por sus acostumbrados personajes, como prueba irrefutable de su grandeza.
A la tarde siguiente, el viejo cuentista no acudió a la acostumbrada cita. Los pescadores, preocupados, fueron a buscarlo a su cabaña. ¿Y si por una vez lo narrado la noche anterior hubiera sido cierto y el pobre hombre les había anunciado su propia muerte? Nunca valoraron tanto como ahora,
mientras apretaban el paso, sus historias vespertinas. Solo ahora comprendían cuán necesarias les resultaban... Al llegar, se encontraron que Cuenta abría la puerta: simplemente se le había hecho tarde.
Cuando ya caía la noche y los pescadores se disponían a recoger sus redes para regresar a sus casas, el más anciano de ellos comenzó a tener fuertes dolores en el pecho y murió sin dar tiempo a llevarlo al pueblo. Al instante acudieron volando un águila, un dragón y un grifo y se llevaron el cadáver.






EL SALVADOR DE LOS SUEÑOS


Desde que el hombre aprendió a soñar, existió un mundo pa­ralelo al nuestro, la Tierra de los Sueños, poblado por sueños agradables y por pesadillas. Estas últimas eran entes malvados. Se les conocía como Los Indestructibles, estaban capitaneados por Lupus, el peor de todos, capaz de crear los más pavorosos sueños imaginables.
La mayoría de los sueños eran buenos. Los mejores, cono­cidos como Los Invencibles, estaban dirigidos por el Capitán Fénix. Eran los que daban a los hombres sus mejores sueños, los que inspiraban a poetas y pintores; los que ayudaban a los científicos a hacer grandes descubrimientos.
Había un tercer grupo, Los Sueños Menores, que son esos que duran poco, o que después no se recuerdan. Les daba lo mismo todo, hasta su forma, por eso cambiaban de apa­riencia como las nubes en el cielo.
Un día, Lupus decidió absorber las energías de Los Invenci­bles.
Construyó una máquina que las aspirara cada vez que un hombre tuviera un sueño agradable. La mayor parte de la energía iría a alimentarlo a él, el resto lo repartiría entre su grupo. Después esclavizaría a los sueños menores; así realizaría su aspiración: apoderarse de la Tierra de los Sueños.
Su mecanismo tenía forma de serpiente, con una enorme boca abierta frente a una pantalla. En esta saldría reflejado el que estaba soñando y su sueño, que sería absorbido por la boca de su invento. Al pasar una semana, los Invencibles se dieron cuenta de que sus miembros estaban desapareciendo
misteriosamente. El capitán Fénix reunió a su grupo y acordaron enviar un emisario al mundo real para averiguar qué estaba sucediendo. El propio capitán había decidido ir solo, cuando para su sorpresa se presentó uno de los sueños menores, ofreciéndose para servirle de escudero.
El sueño se llamaba Momic, pertenecía a un niño llamado Román, al que no dejaban tener fantasía, pues sus padres pensaban que con eso perdía el tiempo; vivía leyendo libros de historia o resolviendo ecuaciones matemáticas; por eso no sabía soñar y estaba triste. El sueño no se había debilitado del todo porque en el fondo del pequeño se escondía un gran soñador.
Esa noche, cuando Román se quedó dormido, lo visitaron los emisarios y le explicaron su misión. El niño les contó que todos sus amigos estaban teniendo pesadillas. A él no le sucedía, porque soñaba cosas sin
importancia, pero había oído que veían una enorme serpiente con la boca abierta, se quedaban en blanco y a la noche siguiente los atormentaban terribles pesadillas.
Lupus, gracias a sus espías, se enteró de que un niño estaba siendo visitado por el capitán de Los Invencibles y lo monitoreó en su pantalla.
¡Allí estaba su antiguo enemigo! Al momento le entró la codicia de aspirar sus poderes.
En el sueño de Román apareció de pronto una serpiente de expresión terrible, que trataba de tragarse a Momic y al capitán Fénix. Estos estaban a merced de la máquina porque eran sueños, pero tenían un nuevo aliado:
-¡Todo depende de ti Román! ¡Usa tu fantasía y sálvanos! - gritó Fénix mientras esquivaba las mordeduras de la serpiente.
Román se desesperaba, pero le habían enseñado a no tener imaginación. Le dolía ver a sus amigos en peligro, pero se sentía inútil para ayudarlos:
- No puedo. No puedo...- repetía.
-¡Sí puedes, Román! - le gritó Momic- ¡Busca al soñador que hay dentro de ti, pero hazlo pronto, que la bestia nos está absorbiendo!
De pronto, el niño recordó algo que había leído en un libro de historia: se imaginó un ejército de caballeros medievales. Al momento aparecieron. Al frente estaba él, con una armadura relu­ciente; en sus manos sostenía una fulgurante espada.
-¡Al ataque mi ejército! ¡A derrotar a la Serpiente! - gritó mientras se lanzaban contra el monstruo.
Lupus sintió un sonido raro y alcanzó a ver una lucha fantástica en la pantalla, pero en ese instante su invento estalló en pedazos. Vio frente a él a Fénix, a Momic y a un guerrero con su espada en alto.
- Ya es hora de que seas castigado Lupus, de que le devuelvas a las gentes sus aspiraciones y su fantasía - dijo el caballero de radiante armadura y dirigió a él su espada, que emitió un rayo de luz cegador.
El malvado se retorció y pareció arder ante el calor y la luz, pero luego que esta se apagó, comenzó a empequeñecerse entre volutas de humo, haciéndose cada vez más insignificante; mientras esto sucedía, de la humareda iban resurgiendo los Invencibles. Al final, Lupus y su corte quedaron convertidos en ratones y cucara­chas - por eso hay gente que siente temor en presencia de estos animalitos, sin saber por qué -.
El capitán Fénix habló:
- Nunca un sueño tuvo mejores aliados; por eso mi decisión es que tú, Momic, seas declarado uno de Los Invencibles y tú, Román, serás feliz de ahora en adelante pues te visitará, inspirándote con nuestras aventuras. Los cuen­tos que escribas ayudarán a despertar a los soñadores que están ocultos en los
niños sin fantasía... Serás siempre recordado como "El Salvador de los Sueños".
Y así se cumplió... Los libros, las canciones, los cuadros, los descubrimientos que se han hecho a través de la historia, sirven para recordar que el hombre, para vivir feliz, necesita tener despierto al soñador que lleva adentro.






CAJA DE MÚSICA

Algo, no sabía qué, la forzaba a salir del camino que le habían marcado. un sonido, un sonido indescriptible que nunca sus pequeñas antenas habían degustado.
Dejó caer la pesada carga y se alejó de sus hermanas para responder al llamado. Las otras hormigas insistieron en intentar hacerla regresar a la fila, pero ella no las oía, no podía... Estaba atrapada por el encanto de la melodía de una caja de música.
No entendía lo que era la música, sólo sabía que este nuevo sentimiento que generaba en ella era algo bello, extremadamente grato a sus sentidos.
Dejó caer sus patas y se sentó, por vez primera, a admirar la gran mancha oscura que se erguía frente a ella, desde donde se desprendía aquel maravilloso sonido. Durante lo que para ella fue una eternidad, disfrutó de la música.
Sus hermanas la miraron al pasar, pero no se atrevieron a detenerse ni a dejar el camino trazado por la rutina de toda una vida acarreando provisiones para el hormiguero. A la hormiga no le importaba, sólo quería escuchar. La caja dejó de tocar, pero ella no se dio cuenta: la melodía seguía en sus oídos...
Decidió al fin olvidar todo y comenzar a trabajar, como una hormiga más en la fila eterna e incansable. Mientras iba por el camino con la carga a cuestas, le vino como un aliento el recuerdo de la música y empezó a tararearla.
Sus hermanas no entendían qué pasaba, pero por alguna razón, el sonido que venía de la hormiga les agradaba de una forma increíble, despertando en ellas sentimientos desconocidos. Una hormiga detuvo su andar y prestó atención a la melodía.
Llegado un momento, todas dejaron su marcha y se sentaron a oír.






ESTATUAS DE SILADIA


Cuando mis padres decidieron que debíamos mudarnos a un pequeño pueblo llamado Siladia no imaginé lo que allí me tocaría vivir. Llegamos a eso de las doce del día, no conocía a nadie... Aburrido, pensé en echar un vistazo. Todo eran casas pequeñas y algunas tiendas, ubicadas alrededor de un parque central, que fue lo único que llamó mi atención pues estaba lleno de imponentes estatuas. Me acerqué para verlas mejor: aunque parecían bastante antiguas eran de una hechura admirable, representaban guerreros y
monarcas de tiempos pasados, acompañadas de una inscripción donde se describía quién había sido cada uno de ellos en vida. La estatua central tenía grabada una leyenda en la base que decía: "Carod Devon, soberano de Siladia".
Estaba absorto en mis pensamientos cuando, de una caseta al fondo del parque, salió un anciano. Apoyaba su peso sobre un largo bastón, casi de su altura, cubría su cabeza y su espalda con una larga capa negra. Miró al cielo como si buscara algo y, con la gracia de un mago, sacó un pañuelo, se secó el sudor de la frente y se dirigió a la efigie del centro. Al verle aparecer, yo había corrido a esconderme detrás de una de las imágenes. Desde allí observé que cuando llegó junto a la del rey comenzó a hablarle en voz baja.
Corrí a donde mis padres para contarles de mi extraño encuentro, pero ellos estaban muy atareados ordenando los muebles, por lo que decidí armarme de valor y volver junto al encapuchado, para dar respuesta a las interrogantes que no cesaban de formarse en mi mente. Me paré detrás de él, tratando de no emitir ningún sonido. Su voz me sacó de mi contemplación.
- ¿Quién eres y qué buscas? - preguntó sin volver la espalda.
Tomado por sorpresa, me presenté y le dije que buscaba solo saber su nombre. Girándose suavemente hacia mí, descubrió su rostro:
- Soy el cuidador del parque. Puedes llamarme por mi nombre, Golei.
A partir de ese encuentro nos hicimos amigos. Mientras me acostumbraba a mi nueva vida, esperaba con impaciencia haber terminado mis tareas para ir a su encuentro, aunque decidí ocultar todo lo referente a estas visitas a mis padres. Él me contaba la historia de cada uno de los inmortalizados en el
parque, epopeyas llenas de magia, feroces batallas, poderosos hechiceros, sagas a veces increíbles que hicieron de cada uno de ellos grandes héroes que habían salvado al antiguo reino de Siladia.
No se trataba de creerlo, sino de admirar la fluidez con que las palabras salían de sus labios, soñar con aquellos grandes paladines, entender su amor por el parque.
Una tarde, Golei no estaba en el sitio de costumbre. Fui a su caseta a buscarlo, llamé varias veces y nadie respondió, empujé entonces la puerta, que se abrió con facilidad. En el interior de la habitación había un camastro de hierro, una silla y una mesa. Sobre esta encontré un papel doblado con mi nombre, junto a unas llaves. Era una carta de mi amigo, en ella me decía que había llegado la hora de regresar al lugar donde pertenecía. Me dejaba las llaves de la caseta y me pedía que cuidara de las esculturas, enfatizando en que no olvidara nada de lo escuchado en las tardes que pasamos juntos.
Me quedó la duda acerca de qué había querido decir, pero ya había hecho un hábito de mis caminatas diarias, nunca falté a la cita con aquel lugar lleno de historias de héroes, monarcas y guerreros de leyenda... ¿Se habrían llevado al pobre hombre para un asilo o un sanatorio? ¿Habría muerto ya?
¿Cuál habría sido su último pensamiento antes de partir? ¿Qué le había hecho escogerme a mí, un recién llegado, para hacerme entrega de su legado?
Un día, no más llegar, advertí una estatua nueva. Sorprendido, corrí junto a ella, representaba un guerrero de brillante armadura, su rostro y espalda se cubrían con una manta, en la mano sostenía una alabarda. En la inscripción de bronce, que brillaba destacándose del mármol, se leía: "Golei Lodmo, guardián de Siladia".
No pude callar más mi secreto. Corrí al encuentro de mis padres y les conté lo sucedido, detallando mis encuentros con el extraño personaje... la nueva estatua era la prueba de que no mentía. Mi madre me miró sorprendida:
- ¿Estatuas? Pero si el parque de este pueblo lo que tiene son tres bancos despintados y una fuente que no echa agua... Si llego a saber que te ibas a encontrar todos los días con aquel viejito harapiento y medio loco que vivía en la caseta y que nadie sabe dónde se metió, te lo hubiera prohibido; hay
mejores cosas que hacer a tu edad.
Regresé al parque... mientras el sol dejaba mi cuerpo sin sombras, comprendí las palabras de la carta.





DATOS DEL AUTOR:

Ray Respall Rojas.


Ciudad Habana, Cuba (17 de abril de 1987).
Pintor y grabador, graduado de la Academia de Bellas Artes San Alejandro, especialidad de Grabado. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz. Miembro del Registro del Creador.


Publicaciones como escritor:
"Amigo de las doce de la noche", relatos, ed. Yoescribo.com, Mallorca.
"Un verdadero dolor de cabeza", cuentos infantiles, ed. Extramuros. (Texto e ilustraciones)
"El Potro Indomable", cuentos breves, ed. el Salvaje Refinado.


Trabajos de Ilustración:
"Calidoscopio", Emilse Zorzut. ed. Cumacú, Argentina, 2003.
"Tonos de verde", Marié Rojas, ed. Yoescribo, 2004.
"Imágenes", Santiago Eximeno, ed. Parnaso, España, 2004.
"Antología Poética Arbitraria", jóvenes poetas chiapanecos, México, 2005.
"Adoptando a Mini", Marié Rojas, ed. Drac, España. 2005.
"Los Maravilladores", Marcela Sabio, Editorial Ciudad Gótica, Argentina, 2005.
"Café Guadix", Luis Asenjo, Publicaciones Comala, España, 2005.
"Antología Ron y Miel", Publicaciones Comala, España, 2005.
"Libro Arte Andersen", Taller de Gráfica de la Habana y Edimed, España, 2006.
"Monográfico dedicado a Lovecraft", Revista Minatura, España, 2008.
"Habaneros", Julio Pino Machado, E. U, 2009
"Morada del primer encuentro", Emilse Zorzut, Argentina, 2010
"Morada de los sueños", Emilse Zorzut, Argentina, 2010
"Viaje a los astros", Marié Rojas, Inventiva Social, Argentina, 2010.
"Locuras temporales", Marié Rojas, Inventiva Social, 2010.
"Algoritmos y Ciudades", Marié Rojas, Inventiva Social, 2010.
"Otras condenas inventadas", Yordán Rey, Inventiva Social, 2011.
"Incerteza Cuántica", Marié Rojas, Inventiva Social; Mundoculturalhispano y Revista Aurora Boreal, Dinamarca, 2011.
"El vuelo del pez", Marié Rojas, Inventiva Social, Argentina, 2012.


Exposiciones personales:

"Dos caras de la moneda", Unión Francesa, 2011. (Con Ricardo Labarca).
"Quimera", Unión Francesa de Cuba, 2008.
"Convergencia", Galería 23 y 12, Ciudad Habana, 2007.
"Alegantropía de un mundo al revés", Fundación Drac, Mallorca, 2004
(acompañada de poemas de Marié Rojas Tamayo).

Ha participado en exposiciones colectivas de pintura y grabado en Cuba y el extranjero, entre ellas: "Muestra del encuentro nacional de grabado", "Libro Arte Andersen", Taller de Gráfica de la Habana, "Arte de paz para la comunidad", La casa del Pastor, "Génesis", galería del Hotel Raquel,
"Exposición de profesores de San Alejandro 2007", "Arte+", La Madriguera, Cuba, concurso en el cual obtuvo mención. "IV Salón Waldo Luis Rodríguez", Cine Yara, 2005. "Arte gráfico cubano contemporáneo", Northwest Missouri State University, 2005

Ha obtenido más de 50 reconocimientos nacionales e internacionales en concursos literarios y de artes plásticas. Sus textos aparecen publicados en 15 antologías literarias. Colabora activamente, como escritor y como pintor, con revistas, periódicos, antologías y páginas webs.






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