lunes, agosto 06, 2012

AL NÁUFRAGO LE CABÍA PINTAR Y AMAR...


*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




LOS PAJAROS DE LA VILLA*



Los pájaros de la villa, no saben
       que son
pájaros de la villa, mientras
       revolotean y cantan
y por sus charcos toman agua.
       Están siempre
por encima de los techos de
       zinc
y por lo saludables que lucen
       no sufren
de complejos ni de hambre.
       En ese sentido
son como los pájaros altivos
       de Puerto
Madero, Belgrano R, Olivos
        y Recoleta,
que están por encima de las
        razones
humanas, que enrarecen y
        sacrifican
todo, todo, y no saben volar.
       

                        
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar





AL NÁUFRAGO LE CABÍA PINTAR Y AMAR...





¿CUÁNTO VALE ESE LIBRO DE  KIPLING?*



En Kipling Book hasta las vendedoras parecen obscenas
Peter Hanke obsceno
Pamela Anderson también

Los cantores del imperio están de moda
vuelven  las ruletas rusas
los dísticos de la guerra

En medio de una gran nostalgia
las señoritas de Wilko
pasean su monótona existencia entre los anaqueles

Estoy levemente existencialista
reviso  mis denarios de viajero ocasional
frívolo comprador en decadencia

¿ Cuánto vale ese libro de Kipling?
y la vendedora me sonríe con malicia
Pamela Anderson también.


*De Reynaldo García Blanco  centrosoler@cultstgo.cult.cu







Senos de tahitianas*


Se diría que los recuerdo
y que hasta estuve allí


Me exhibía entonces al natural
con ellos todo es más simple


Al ciudadano le di
el olivo que es el olvido


Mis construcciones insistían
en situarme al fresco


Descalzo, mis valores de siempre
tendían a disiparse


Al náufrago le cabía
pintar y amar


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Pictórica. 4º Edición. La Luna Que. Buenos Aires 2011







CALLES*


*Por Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com


Cuando mis viejos se separaron en 1983, la casa en donde me crié y donde viví hasta los 21, pasó a llamarse Julián Alvarez, como la calle. El nombre de varón sonaba protector, como un reemplazo imaginario. Desde que se fue, mi papá le empezó a decir así, y nosotras también. Con el tiempo, cada lugar que habitamos juntos o separados empezó a llevar el nombre de la calle. Así, sobre el mapa de la ciudad se fue dibujando el mapa de mi familia. Nueva esposa, ex esposa, hijas, abuelos, tíos, todos entrábamos en ese mapa.
Juncal, Independencia, Córdoba, Bulnes, Charcas, Gascón, Lavalle, Corrientes, Uriburu, Ramos Mejía, Laprida. Como los apellidos de un cuadro de fútbol, nuestras viviendas también formaban un equipo, un conjunto de individualidades reunidas. Con un frágil equilibrio, por supuesto.







El grado oscuro de la escritura*



*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com



A favor de los ahorcados es un libro que data más o menos de un tiempo a esta parte. Ha nacido, de eso estoy segura, como estoy segura de la invisibilidad de los átomos y de los vendavales. Existe, de eso estoy segura, como existen los maniquíes inconclusos. Y crece, de eso estoy segura como crecen las barbas del diablo. Pero también se sale de las casillas (o de los catálogos) de eso estoy segura, porque es un perro callejero antes que un gato amaestrado.
A lo largo de estos años, A favor de los ahorcados se ha ido haciendo a sí mismo sin escritura. Durante mucho tiempo fue sólo un rumor, hasta que por fin adquirió todas las propiedades de un libro fantasma: sale de las cavernas de la noche, golpea con sus manos invisibles las puertas del viento, atraviesa las paredes, atraviesa las páginas, se atraviesa a sí mismo. Y, como buen fantasma, jamás puede ser reflejado en las palabras por esa vieja cuestión que tiene con los espejos.
Cualquier crítico podría caer en el lugar común de decir que este libro corresponde a un género inasible, pero por mi parte creo que pertenece a un género anarquista porque se escapa de esa horrible manía o herencia que nos inclina a creer que todo se compra, desde un diario hasta una banca de diputados. A su modo rehúye de la arcaica creencia que lleva, a cada vez más gente, al capricho de sacar boletos para viajar, de comprar vino para embriagarse, de implantarse labios para besar.
Este libro viene a romper con la peste adquisitiva. Viene a romper también con la ilusión de que un libro sólo es libro si tiene formato de libro, circulación de libro, páginas de libro, premios de libro, abandono de libro, recomendación de libro. Las cosas no son siempre así. Los libros no son siempre así. A favor de los ahorcados viene de una larga travesía. Viene, como quien no quiere la cosa, a instalar la realidad de su quimera. Viene con su escándalo. Con su espíritu de grulla, con su edición de origami. Con su ausencia.
Pero, como cualquier libro, este libro consta de un comienzo y de una continuidad. No es el libro de arena de Borges, ni el libro invisible de Silvina. Es apenas un libro fantasma, un libro que no se ha materializado.
Una sobrenaturaleza literaria. Una surrealidad física. Una cosa rara.
Las pruebas de su existencia inexistente son tan irrefutables como imposibles, porque obviamente se trata de un libro sin lomo, sin ficha, sin tapas, pero de cita obligada para echar luz en algunos de mis textos que, por sí solos, podrían resultar herméticos, incomprensibles o fantasmagóricos.
Este libro no sólo habla de los ahorcados sobre el cadalso de la oficina, sobre el cadalso del matrimonio, o sobre el cadalso de los trenes. Habla de los ahorcados con su propia baba, con su propia saliva. Habla de los ahorcados como experimento, como arte combinatoria, como escenario en el cual las palabras tienden sus valencias hacia arriba, hacia abajo, hacia adentro y hacia los costados. Habla de los ahorcados como ese sol que no nace. Como un fardo cósmico que se va envolviendo con hilos de rubí. Como una claridad amarilla que cae sobre las flores que mueren por sí solas.
A favor de los ahorcados no es un libro que no existe sino un libro que crea su propia inexistencia. Por ello, y por cosas que no quiero ni pensar, es un libro que no le está dado a todo el mundo, aunque no por mezquindad sino porque no todo el mundo todavía ha pasado por la experiencia del patíbulo.
Demás está decir, que no he considerado pertinente comprobarlo a ciencia cierta, pero se cae de maduro que al frotar las hojas de este libro inexistente, lo sutil de las sílabas de tiempo sin espacio y de espacio sin tiempo, se derrite en la boca del lector hasta disolver la historia atormentada del mundo.
Demás está decir, también, que al llegar al punto azul de los anillos, del libro no sale ningún esplendor sino más bien una brea invisible. Pero es tan fortísima la emanación que no habrá memoria capaz de recordarlo. Y el lector estará en todo su derecho de afirmar que A favor de los ahorcados es un
extraño libro que jamás ha sido escrito.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-34960-2012-08-04.html







UNA BUENA PERSONA*



*De Horacio Bascuñán. luneslunes@argentina.com


Don Manuel era una buena persona.
Y lo siguió siendo después de la noche en que le pegó la bofetada a doña Clarita, su mujer. Mientras ella dormía.
El ojo y una parte del pómulo amoratado fueron la vergonzosa evidencia que ella (ni por más que se esmeró), no pudo ocultar ante las vecinas durante varios días.

- Fue que yo - ¡mire que tonta! - me llevé la puerta por delante. Me está haciendo falta cambiar los lentes..., - dijo a quienes se interesaron.

La vergüenza de don Manuel no fue menor: Volvía de trabajar en la pequeña chacra herencia de sus padres que en ella también habían dejado su vida, y se encerraba. Se puso triste. No hablaba. Y quienes vemos siempre desde afuera la vida de un hombre que tiene adentro de él, - sólo de él - la que vive, diríamos que se  merecía el remordimiento. ¡Haberle pegado a su mujer!

No dio explicaciones de nada. Y nadie se las pidió, no sólo porque esas cosas no se preguntan, sino porque ¡venir don Manuel a pegarle a su mujer! (“mi compañera”, según siempre él la había tratado, otras veces simplemente “Clarita”) A esta edad, después de toda una vida...!

Don Manuel y doña Clarita se habían quedado solos después de criar los hijos, dos varones y una mujer. Como corresponde, cada uno había hecho nido propio. La niña y el menor vivían con sus familias cerca de allí, y del mayor casi no se tenían noticias. Andaría ya por los 35 años y estaría como siempre en algún lugar que nunca se sabía. De La Plata habían traído noticias que lo habían visto. Otra vez llegó una carta que noticiaba haberlo visto en Tucumán. Nunca de Neuquén que queda aquí tan cerca. Así...

- Nunca se sabe – decía don Manuel. Y no se quejaba. No decía, por ejemplo “debe estar bien” o un “ojalá que un día se acuerde de nosotros y nos venga a ver..”. No.

Nunca decía nada de su hijo. Manuel también, como él. El mayor, sano y fuerte desde chico. Que a los 18 había entrado en el Ejército (desde entonces era la única fotografía que por ahí estaría, en algún cajón de la cómoda).

Primero le habían llegado rumores que él no quería creer. Después él mismo empezó a sospechar. Y finalmente alguien le enrostró, directo y brutal:

-         No me diga que no sabe: ¿No sabe que su hijo anda torturando gente?

Ya lo habían dicho en el pueblo dos o tres que la patrulla se había llevado a la fuerza. Y que aseguraban haberlo encontrado tan diferente de cómo había sido. Ni el  mismo nombre tenía. Manolo los había golpeado (¡Ni siquiera nos saludó..! dijo uno...echándolo a la risa, mucho después) “Sin siquiera saludarlos” (porque sin duda que los conocía. ¡si habían jugado juntos tantas veces!). Los había picaneado sin piedad y después con sus puños ¡a demoler gente....! Preguntando, a gritos, por los otros – ¡nosotros! - que un día éramos niños. Por los nombres. ¡ Los nombres, mierda...!!  Daban ganas de decir: ¡Nosotros...somos nosotros, Manolo! Pero no era un lugar para decir nada...!

Por eso don Manuel le pegó semejante bofetada a la señora Clarita esa noche.

Porque Don Manuel tardaba en dormirse por las noches, a pesar del cansancio. Tenía el sueño inquieto y hablaba durmiendo. Sollozaba...! – diría alguna vez doña Clarita. Se despertaba y no decía nada: se iba a la cocina a tomar un vaso de agua. Y sin decir nada volvía a acostarse. A pesar que a poco amanecería.

Esa noche que estoy contando, don Manuel por primera vez golpeó a su mujer, su compañera.

Esa noche, otra vez don Manuel dormía viviendo su atormentado adentro:
- ¡Déjalo ...déjalo! - ¡Por dios, suéltalo...! gritó en sueños.
Más fuerte, todavía, como si estuviera despierto:
- ¡Déjenlos, mierdas...!, aulló sin poder despertarse.
- ¡Manolo! No!

Y ahí fue que su puño de pacífico labriego, se levantó en la oscuridad –en todo sentido- se apropió de la noche y la rabia, se agitó en el medio del oscuro sueño y fue a azotarlo contra la realidad que dormía a su lado: en plena cara de su compañera.

Despertó con un torbellino. Su propio grito y el quejido de ella. Se dio cuenta. Y se le vino todo el dolor: lúcido, desgarrado, de muerte.

Y la abrazó sintiendo dos llantos. La abrazó. Se oyó a sí mismo llorando con un aullido animal que no se conocía. Talvez no la abrazó: se abrazó de ella...! Como quien se abraza a la vida cuando se nos va escapando a veces. En el pómulo ya se formaba la tumefacción que a ambos les dolía. Y que siguió doliendo.    

Conociendo a don Manuel, (una buena persona), es justo pensar que del mismo modo habría abrazado a su hijo después del puñetazo si hubiera sido a su hijo a quien se lo hubiera dado. Solo que Manolo andaba a esa hora en quizás que puta mala parte.








Monjas chinas*



*Por Leonardo Novak


A Miriam Centurión



La comida la sirven a eso de las doce o doce y media. La merienda siempre la traen como a las cuatro. Para cenar una ya se pone lista a eso de las siete, porque entre esa hora y las ocho, ya te dan lo que
tengan preparado. Ah, sí, el desayuno también. Temprano, y también entre las siete y las ocho, pero de la mañana. Eso está firme. Lo demás se mueve bastante. Es raro, porque es como si todo estuviera quieto y todo cambiara a la vez. No sé cómo explicarme, pero es así. Las paredes, las camas, los pacientes y hasta las moscas, diría, son siempre las mismas. Esa cruz de ahí arriba también, siempre está. No sé si es linda, pero está bien que esté. Es un Jesús un poco raro porque desde acá parece que tuviera el pelo corto, pero bueno, tampoco una se puede quejar. Bastante que lo clavaron ahí al pobre, no va a andar pidiendo que lo hagan más así o más de esta otra manera. Lo que yo veo es que todo eso se mantiene igual y a una le da la sensación de que no pasa nada. Ah, otra cosa que siempre viene son esas monjas, que son como chinas o coreanas o no sé bien qué, pero están siempre, como si fueran parte del lugar, como si en realidad ellas fueran la razón para que el hospital esté funcionando, para que puedan tener un lugar donde repartir la palabra de Dios. A mí no me molestan, la verdad. Pero la señora que estaba en la cama de enfrente, por ejemplo, no las aguantaba.
Yo me río cuando ellas vienen así, en silencio, como si no hicieran nada y una las ve que así, calladas, parece que tuvieran al diablo adentro en vez de a Dios, porque tienen mucha energía y hacen un montón
de cosas, y para mí la energía siempre tiene más que ver con el diablo que con Dios. La señora de enfrente se tapaba toda o giraba y les daba la espalda. No quería saber nada. Está bien, cada una con lo suyo, ¿no? Y sí, a esta altura, para qué estar metiéndose con las cosas de los demás si total. Por suerte, ya la dejaron ir.
Parece que yo no mejoro mucho. Lo que se dice mejorar, mejorar.
Digamos que no estoy segura, pero es por lo que veo en la cara de los doctores. La doctora Marina, por ejemplo, era a la que más se le podía leer la cara. Está bien que no era de expresar mucho, pero había que verle los gestos cuando levantaba la frazada, me miraba y preguntaba.
Siempre era como que chistaba, se iba toda caminando rápido y volvía como si hubiera retado a alguien. Sus razones tenía un poco. Pero bueno, a ella era a la que más se le notaba, antes de que se fuera. El
otro, el doctor Ariel, es todo buenito, todo así como lleno de granitos, y sonríe y muestra esos dientes grandes y esas entradas blancas que tiene en los rulos negros, y sonríe, pero cuando se va hasta la otra
cama ahí nomás ya le cambia la cara. Yo lo gastaba siempre con que se empezó a quedar pelado de joven porque ser médico no es para cualquiera. Le digo que vaya a tomar sol, que salga a buscar chicas
que después, cuando sea más grande, ya va a tener tiempo para estar serio y hacerse problema. Él se mata de la risa y ni caso me hace, pero bueno. Hay unas que vienen de a dos. Yo no sé si nacieron juntas o qué, pero la cuestión es que siempre vienen una pegada a la otra. Esas dos son enfermeras. Una es gordita y la otra no, la otra es petisa, pero flaca. Tienen el pelo medio naranja. Para mí que se lo tiñen juntas, no sé. Ellas están en la semana. Los sábados y los domingos no hay nadie.
Bah, no está ninguno de esos. Está el enfermero Germán, que es grandote y todos los trajes verdes que se pone le quedan chicos y entonces se le ven la panza y los tobillos. Están otras enfermeras, que siempre son distintas, y las monjas chinas. Yo les digo así, aunque no sé si son de un país o de otro, pero para mí es lo mismo.
Hoy es el día que los doctores vienen diciendo que es importante. De todo el tiempo que llevo acá, que será un mes y medio, ya casi dos, me lo dijeron varias veces, y por eso yo no le doy tanta bolilla. No es que no les quiera creer o que piense que me están mintiendo, no es eso.
Pero ellos insisten con que hoy es el día más importante. Creo que por eso vino tanta gente a verme. Tampoco fue tanta, en realidad. Vinieron los que vienen de a ratos los días de la semana, como si se turnaran, nada más que hoy vinieron todos juntos. Se ve que los doctores les dijeron lo mismo que a mí. A mí no me importaba casi ninguno, y no es que no los quiera, pero yo sólo quería ver a mi Eugenito. No
estuvo muy contento hoy, se ve que algo le pasaba. Nomás llegó se sentó al lado de la cama y se puso a jugar con el teléfono, sin mirarme, como si no quisiera, mientras los demás me preguntaban cosas. Yo les
veía flotar la cabeza arriba mío. Unos sonreían y hablaban despacio como si yo no los entendiera. Los que no se reían de vez en cuando me movían la frazada o me subían y bajaban el respaldo de la cama,
preguntándole a los otros si así estaba bien, pero nunca parecían estar de acuerdo. Después esos se iban y venían con una bolsa de algo, de galletitas o golosinas y se las repartían mientras me miraban. El único
que no me miraba era mi Eugenito, tan serio, tan enojado parecía con el teléfono que me hacía acordar a su papá. Yo me puse a pensar que él podría haber heredado algunas cosas suyas, aunque no lo hubiese
visto nunca y tenía ganas de decirle que sí, que se parecía y que me pregunte por ese hombre que se fue, que nos dejó cuando él todavía era una cosa rara adentro de mi panza. Pero él no me miraba y se pasó
el día, me dio un beso en la frente y se fue con los demás.
Ahora que es de noche y encendieron las luces puedo ver las migas de las galletitas en mi frazada y me acuerdo de que ellos estuvieron. Todo es muy blanco y muy luminoso acá. Una le puede ver hasta los
puntitos negros de la nariz a la gente. Para mí que es para que los doctores nos puedan revisar bien. O no sé. Creo que ya estoy inventando.
Pero lo de la luz es importante. En la cama de al lado hay una viejita que siempre está con la boca muy abierta, seca, como si alguna vez hubiera tenido en la espalda algo que le molestaba y hubiera tenido
que acomodarse, pero de repente hubiera pasado un aire y la dejó dura así, para todos los días. La tarde que llegó pensé que estaba muerta. Al rato me di cuenta de que no. Ya la primera noche empezó con unos
gritos horribles, unos gritos sin desesperación, todos iguales, igual de largos, igual de fuertes, igual de feos. Las primeras veces la enfermera de la noche trataba de hacer algo, de calmarla, y ella seguía igual. Era probable que no le gustara la oscuridad, porque a la mañana cuando yo me despertaba después de haber logrado dormir un poco, ella estaba otra vez con la boca abierta y dura, como si lo único que quisiera fuera beber la luz del día o de los tubos. Entonces yo me acostumbré a sus gritos, a ver como su cuerpo se movía muy despacito en la oscuridad, hecha un bulto negro de frazadas. La enfermera ya no vino las noches que siguieron. Me parece que sabía que su tarea no era necesaria ahí. De a poco, también empecé a quererla a la viejita porque era una especie de protección. Sus gritos les daban miedo a las otras internadas y cuando fue lo de la mujer esa que se decía que era ladrona, a mí me ayudó estar al lado de la viejita seca, porque la ladrona no se animaba a llegar hasta mi cama y sacarme algo de lo que me hubieran dejado mis visitas. Yo creo que los gritos de la viejita eran tan horribles de ser tan insistentes que ahuyentaban hasta a la más mala. Esa que decían que era ladrona no duró mucho, porque a cada rato tenía un policía o dos haciéndole preguntas o diciéndole que no se acercara a ninguna paciente, que se quedara en su cama. Y para mí que se cansaron y la dejaron ir tuviera lo que tuviera, sin importar todos los brazos morados y las vendas, porque ya no la aguantaban más ni las enfermeras, ni las pacientes, ni los policías. Entonces, a mí la viejita un poco me ayudó y desde ahí le empecé a tener más cariño, aunque sus gritos sean difíciles de aguantar.
Ahora es de noche y es cuando todo parece más igual y más movido, no sé cómo explicarme bien. Una de las monjas chinas está tratando de darle de comer a la viejita y otra está con el hombre que está dos
camas para la izquierda. Pobre señor, hoy es el primer día que vino y que la señora que venía a ver ya no estaba. Él parece bondadoso. Nunca hizo ningún problema cada vez que le pedían que saliera o que le
decían que ya no era horario de visita o que necesitaban lavar a las pacientes. Él salía y esperaba en el pasillo, vaya una a saber haciendo qué, y no bien le daban la señal para que volviera a entrar él agradecía mucho y volvía a sentarse al lado de la cama de la señora. No hablaban mucho. Ella se ponía para un costado y en la cara parecía juntar todo lo que le dolía. Él ubicaba la silla del lado que la mujer dejaba las manos al aire, así las podía agarrar. Apoyaba la cabeza contra la baranda de la cama y se ponía a hablar en voz bajita como si le estuviera contando cosas que ella pudiera escuchar de una manera misteriosa que no le hacía modificar la cara. Muchas veces me preguntaba si él no tenía nada que hacer o si había decidido que lo único que quedaba para su vida era acompañar la de la señora. Algunas tardes él parecía más afectado que la mujer. Su cara era muy carnosa, tenía muchos pelos y unos anteojos de marco grueso en los que se veía la tristeza de una manera limpia y como para toda la vida. Cuando a la señora la llevaban a hacer un estudio, como él no se quería ir, se quedaba hablando con otras pacientes o con los familiares de esas pacientes.
Cuando fue el día que a mí no me pudieron llevar al otro hospital porque no había ambulancia para trasladarme adonde funcionara el aparato con el que me tenían que hacer el estudio, él vino y me dijo que yo no tenía que preocuparme, que en algún momento los problemas en el hospital se iban a solucionar. Desde ahí me empezó a resultar muy simpático y siempre me saludaba y a mí me ponía contenta que él
viniera, aunque él no estuviera contento, o sí, pero a su manera triste.
Ahora la monja le está hablando y él se pasa los dedos gruesos en la cara toda llena de anteojos y parece que está llorando.
Una vez la doctora Marina me contó que las monjas chinas trabajaban en la capilla del hospital y cuando yo podía hablar le pregunté que por qué eran chinas y ella me dijo que no eran chinas, sino coreanas, y me dijo que eran así porque habían nacido en Corea, pero que no sabía por qué todas las monjas de la capilla del hospital eran coreanas y también me dijo que no le importaba saberlo. La doctora Marina era
así, buena y bruta. Era firme y todo le parecía muy serio. Pero también sabía lo que a mí me gustaba y, una vez, se me puso a hablar del hijo porque yo le había contado de mi Eugenito y de su adolescencia. Ella me contó que se le hacía difícil ver al suyo también, porque tenía mucho trabajo y que estaba cansada. A mí me gusta que la gente me cuente cosas y no que me haga tantas preguntas y la doctora Marina hacía eso, y por ahí hasta se inventaba las anécdotas para darme charla.
También le daba conversación a la señora de la cama de enfrente, a la que no le gustaban las monjas. Parecían entenderse a la perfección.
Yo las veía mover la cabeza a la dos juntas o morderse el labio de abajo al mismo tiempo, como si estuvieran de acuerdo tanto en lo que les parecía bien como en lo que les parecía mal. Qué linda la doctora Marina. Me dio mucha pena cuando ella se fue y vino el doctor Ariel a reemplazarla, que no es que no sea bueno, pero yo quisiera que estén los dos juntos. Uno de los últimos días que yo podía hablar le pregunté al doctor Ariel qué había pasado con la doctora Marina y él me dijo que renunció, y yo le pregunté por qué, y él me dijo que porque tenía problemas, entonces yo le volví a preguntar si era porque tenía ganas de ver al hijo, y el doctor Ariel sonrió con esos dientes grandes que
tiene en esa cara de estar cansado o con susto, y me dijo que la doctora Marina no tenía hijos, que era soltera, y entonces le pregunté otra vez por qué se había ido y me dijo que por problemas en el hospital y cuando quise saber qué problemas el doctor Ariel me dijo que yo no tenía que preocuparme, que era mejor que descansara y que pensase en recuperarme, que no importaba quién me atendiera, que total la
medicina era una sola y los médicos no importaban o algo así.
En cualquier momento está por llegar el enfermero Germán para llevarme adonde los doctores dicen que está lo importante. Yo no sé bien cómo va a hacer para pasar con la camilla porque ahí están de nuevo,
justo abajo de donde está el Cristo de pelo corto, todos esos chicos estudiando. Siempre se ponen el escritorio ahí, entre las camas, a la altura de la puerta y todas las nochecitas pasa lo mismo, los enfermeros discutiendo con ellos, diciéndoles que cómo van a estorbar el paso, que no saben nada, que para qué estudian. Esta es la hora más ruidosa porque ellos se gritan, porque se ve a los familiares entrar y salir de la hora de visita, porque se escuchan las canillas de las enfermeras lavando cosas o las rueditas del carrito de comidas. Y los chicos esos ahí en el medio. El doctor Ariel, que es casi de la misma edad, dice que no hace mucho él estaba en el lugar de ellos, que hay que saber entenderlos, que son las cosas que tienen que hacer para aprobar lo que estudian. Yo me acordé de cuando estudiaba en la escuela y eso un poco me gustó y hablé con el doctor Ariel sobre aquellos años. A mí no me caen mal esos chicos y esta hora es una de las que más me gusta porque, a pesar del alboroto y de que siempre es igual, es cuando hay más movimiento. Lo que sí no me gustan son esas enfermeras y enfermeros que yo no sé de dónde salen, si estudian o qué, pero que vienen a querer hacerla reír a una, como si una estuviera acá de gusto.
No es que me queje, porque me atienden muy bien y los doctores son muy buenos, aunque se vayan y aunque en el hospital algunas cosas no salgan como tendrían que salir, pero esa gente viene disfrazada de
payaso. Para mí, que soy un poco chapada a la antigua, pero yo creo que no está bien. Algún día de la semana siempre aparecen. Vienen caminando despacito por el pasillo, con pasos largos, como si ya vinieran haciendo de payasos desde antes de llegar a la sala y van recorriendo cama por cama, se quedan un ratito con cada una, y están ahí, haciendo monerías con sus pelucas de colores y sus narices de payaso
y hablan todo con palabras así, chiquitas, como si le hablaran a chicos en vez de a mujeres grandes. Yo no sé qué pensar sobre ellos, pero un día, cuando estaban alrededor de mi cama, unos estaban tocando la
manguerita que me entraba a la nariz, porque yo estaba un poquito débil para comer, haciendo como que había hormigas o animales que caminaban por el tubito y justo apareció la doctora Marina. Ay, qué
risa. Los sacó carpiendo a todos y ellos se fueron haciendo sus payasadas. Esa doctora Marina, qué más buena que era, aunque tan dura.
Yo le pregunté que quiénes eran y ella fue tan directa que me hizo reír. Unos imbéciles, me dijo y yo casi escupo, porque no me podía imaginar que alguien así, como la doctora Marina, tan seria y tan de
guardapolvo pudiera decir una palabrota, pero la dijo y yo casi, ay, esa doctora. Entonces, le pregunté que por qué venían, si los mandaba alguien del hospital, y se ve que la doctora ese día estaba enojada,
porque me dijo que esas ratas no iban a mandar nada nunca, porque no les importaba, y yo no sabía bien de qué estaba hablando, pero me di cuenta de que no quería seguir el tema, entonces, ella se fue a hablar
con la mujer que estaba en la cama de enfrente que, de a poco, se iba sintiendo mejor y hasta ya se sentaba y todo. Yo las veía a las dos charlar, a las dos mirando por la ventana, como si esperaran alguna
misma cosa que compartían. Se las veía lindas a las dos juntas. Pero bueno, ya no están.
Cómo se tarda el enfermero Germán, debe estar hasta el cuello de trabajo. Pobre, siempre lo dejan a cargo los domingos que son los días que hay menos doctores y menos enfermeras, y él con ese cuerpo gigante puede hacerse cargo de todo solito, aunque yo me doy cuenta de que a él le gustaría un poco más de ayuda. Una mañana de un domingo él se sentó, ni bien llegado a trabajar, entre la cama de la viejita
seca y la mía. Yo justo ese día andaba medio triste o dormida, no me acuerdo bien, porque la noche anterior me habían querido hacer un estudio y finalmente no se pudo. Yo ya estaba bien flaca, entonces los doctores me movían con cuidado, me habían puesto una tabla de madera en uno de los brazos y la habían atado a la camilla y me dijeron que era para que el cuerpo no se moviera o algo así, pero bien que
dolía, eh, y la camilla era de metal y estaba más fría que no sé qué y desde ahí que no me acuerdo de nada hasta que me desperté ese domingo en que el enfermero Germán se sentó al lado mío y por primera
vez le conocí esa voz finita que no se parece en nada al cuerpo que tiene, pero sí se parece al flequillo que tiene porque las dos cosas son como de chico. Fue él el que me contó que no me habían podido hacer
los análisis porque las enfermeras que me tenían que haber dado algo para que yo tomara y para que descargara todo lo que tenía adentro del cuerpo, esas dos que me parecían iguales, no me habían dado nada, o porque se habían olvidado o porque habían renunciado, él no sabía bien, pero algo de eso había pasado, y me iba a informar cuando hablara con el encargado de la sala, con quien todavía no tenía una
buena relación porque era nuevo desde hacía unas semanas. Yo lo miraba al enfermero Germán y me acuerdo de que ese día él tenía un traje naranja que le quedaba mejor en la parte de arriba del cuerpo,
aunque todavía le dejaba afuera los tobillos. Él me hablaba aunque supiera que yo no iba a responderle, no porque no quisiera, sino porque estaba muy cansada. Ahí me contó que a él no le gustaba el fútbol,
pero que le gustaba el karate, y no sólo le gustaba, sino que además practicaba, aunque dijo que no le gustaba la violencia para nada. Me contó que en el karate una de las principales cosas que se aprende es a controlar la violencia, y que a él ese tema y el fútbol no le gustaban para nada, porque una vez en una cancha de fútbol, a la salida de un partido que fue a ver, a un amigo lo mataron a trompadas. Me dio una
lástima cuando me dijo eso. Pero para él todas las cosas que se iban terminaban volviendo de alguna manera, porque fue así como él había decidido tratar de ser enfermero y que por eso había hecho un curso, en el que si bien le parecía que no había aprendido mucho, sí sentía que podía conseguir un trabajo y ayudar a la gente. Él no me lo dijo así, pero yo entendí que él, desde que se había muerto el amigo, quería ayudar a la gente que se estaba por morir, como si con eso pudiera impedir que el amigo se fuera del todo. De los enfermeros, el que mejor me caía era el enfermero Germán.
Esa mañana había un sol tan lindo que parecía que entraba por la ventana como pidiendo permiso, como si supiera que yo estaba triste, y quisiera darme algo de calor. Creo que al enfermero Germán también
le parecía lindo y por eso se había quedado conversando conmigo mientras las demás se despertaban. Justo ese día había más monjas chinas que nunca. Yo estaba mirando para otro lado, pero me di cuenta
de que empezaron a llegar cuando la señora que estaba enfrente se dio vuelta. Entonces miré y había casi una monja por cama. Yo no sabía que eran tantas, había pensado que eran sólo dos, y ahora que las
veía a todas juntas me daba cuenta de que, en realidad, todas se parecían bastante. Eran carnosas, muchas tenían unos anteojitos casi invisibles y muchos dientes blancos que los mostraban cuando una les
decía algo y ellas no sabían bien qué responder. Nunca hablaban más que cuando se iban juntas e iban diciendo algo que una ni entendía.
Yo pensé que alguna se iba a poner a tocar la guitarra como hacían casi todos los domingos, pero supe que algo raro iba a pasar cuando el enfermero Germán se puso derecho en la silla. El hombre que estaba
con la mujer de dos camas para la izquierda, que parecía estar desde temprano, también se levantó para prestar atención. Entonces empecé a escuchar unos tacos que venían por el pasillo, mientras las monjas
terminaban de despertar a las pacientes y les acomodaban las sábanas y las frazadas y les mostraban todos los dientes que tenían. Y de pronto los tacos no hicieron más ruido y en la sala apareció un hombre,
con guardapolvo blanco y pantalón negro, que en cuanto se dio vuelta para ver cuanta gente había le vi el alzacuello y me di cuenta de que era el cura de la parroquia. El enfermero Germán se acordó y me dijo
que ese domingo la misa la hacían en la sala, así que yo me alegré un poco, porque además era una mañana tan linda, que las palabras del cura me iban a levantar el ánimo por completo.
En la pared del pabellón que se veía por la ventana el sol daba de una manera tan colorida que a mí me parecía ver manchones de un amarillo fosforescente. Me gustaba mirar hacia la pared y meter los ojos en la sala todos confundidos por la luz. Vi que el cura tenía un librito en la mano y se había parado justo hasta donde uno de los brazos del sol podía llegar, que era el medio de la sala. Él se puso a hablar, leyendo del librito y el enfermero Germán se acercó hasta mi oreja y me dijo que se trataba de la oración de la última ultreya, lléname hasta el borde de ti, pero yo no tenía la más pálida idea de lo que me hablaba y me alegré porque iba a aprender algo nuevo y porque, de alguna manera, esas palabras, sin saber por qué, me habían hecho pensar en mi Eugenito.
Yo lo escuchaba al cura, atenta, con ganas de que hablara un poco más fuerte, porque a veces giraba y parecía que la voz se iba por el pasillo y no regresaba. Mientras lo miraba, me puse a pensar que,
así vestido, era un cura, un maestro y un doctor, que él era como una mezcla de todo, de las monjas chinas, de los chicos que estudiaban y hasta de los médicos. Y yo pensé que ni una cosa ni la otra eran muy diferentes, aunque no sé. Con los brazos abiertos giraba despacito, como si fuera un trompo en el medio del pasillo de luz que entraba por la ventana y con la blancura de su guardapolvo y su alzacuello nos hiciera llegar a todas la fuerza del sol y el amparo de Dios. La viejita de al lado, boquiabierta y dura, sin ningún tipo de expresión, parecía más seca que nunca y por eso más feliz. El hombre triste que acompañaba a la otra mujer se había parado delante de la cama de la señora, como si se hubiera puesto entre el cura y la mujer para que las palabras le dieran de lleno a él y lo reconfortaran o para no dejar que tocaran a su querida, tal vez por miedo o alguna otra cosa, no sé. La mujer de enfrente se había tapado toda, no quería ni luz ni cura ni nada. Y las monjas, cada una sentada derechita al lado de una cama, llenas de carne, anteojitos y dientes entre las telas celestes y blancas que tenían en la cabeza, escuchaban muy divertidas, aunque yo no sabía bien si entendían siquiera una palabra. Pensé en Eugenito, en la doctora Marina, en el doctor Ariel y en algunos que me habían venido a ver unos días y me hubiera gustado que estuvieran sentados al lado del enfermero Germán para que disfrutaran tanto de esa mañana como yo, que me había levantado tan triste o dolorida. No duró mucho. El cura se fue rápido quizá porque tenía que dar misa en alguna otra sala, aunque yo no sabía bien si un cura podía dar más de una misa por domingo.
Las monjas chinas se quedaron dándole el desayuno a las que no se podían mover y el enfermero Germán se fue corriendo detrás del cura sin decirme para qué.
Una de las monjas nos repartió a todas la oración que el cura había leído. A la señora de enfrente le dejaron el papelito sobre una silla porque seguía tapada y sabían que si le hablaban les iba a ladrar. No
es que fuera mala. Para mí que había tenido algún problema de chiquita con alguna monja. Cuando se empezó a sentir bien, cada vez que las monjas se iban, ella hacía el mismo recorrido, cama por cama, pero al revés, tratando de que todas desconfiáramos de la caridad de las monjas chinas. Quizá también por eso todo siempre parece más o menos igual. Hay unos que quieren una cosa y otros, otra. La sala es un lugar adonde se encuentran esas dos cosas, que no sé bien qué son, pero que chocan; entonces parece que el mundo se quedara siempre en el mismo lugar, aunque cambiando, como los doctores, y esos cambios son tan pequeños, tan casi nada, que a una le da la sensación de que todo es igual, como el desayuno o la cena o las monjas. Yo no sé. A mí me gustaría que todos se lleven bien. Pero no pasa. Después de esa mañana tan linda, casi al mediodía, cuando las monjas se fueron, la señora de la cama de enfrente vino y se sentó al lado, donde había estado el enfermero Germán. Nosotras no habíamos hecho una gran relación, pero yo creo que a ella yo le agradaba por cómo me llevaba con la doctora Marina, con quien ella parecía tener una muy buena amistad.
Me empezó a hablar bajito, revoleando los ojos grandes como platos para todos lados, como si creyera que la estaban escuchando, y me decía, mirá vos cómo son estos tipos. ¿Te parece a vos?, me decía, ¿te
parece a vos? Y como yo no le podía responder ella se respondía a sí misma y seguía la conversación: unos caraduras, unos caraduras, repetía y agarraba el papel que habían dejado y decía, a ver qué mierda nos están dando, y entonces levantaba la cabeza y miraba al señor de dos camas a la izquierda, quien también la miraba desde atrás de los anteojos que de tan gruesos parecían empañados y no se le veían los ojos, y la mujer casi que le gritaba ¿le parece a usted? Y el hombre no decía nada y volvía a hablarle a la mujer que acompañaba. Entonces, se puso a leer el papelito y decía señor, vacíame de mí y lléname de ti, vacíame de mis ideas y lléname de tus proyectos, vacíame de mi saber y lléname de tu ciencia, señor, vacíame de mis ambiciones y lléname de tu humildad, vacíame de mis apegos y lléname de tu amor, vacíame de mis deseos y haz que cumpla tu voluntad, señor, cuando me haya vaciado totalmente de mí, estaré, al fin, lleno hasta el borde de ti. Me acuerdo tan bien porque los días siguientes leí el papelito unas cuantas veces, porque me parecía tan lindo lo que decía. Pero qué hijo de puta, decía ella, con esas palabrotas, que no es que me asombraran, pero bueno, no sé si teníamos tanta confianza, aunque para ella sí. ¿Te parece a vos?, repetía y negaba y decía mirá, nada describe mejor lo que están haciendo, vaciamiento, decía. Yo no sé qué le parecía tan mal y ella decía que teníamos que pensar que éramos soldados, que había un bando y otro. Todo me sonaba muy ridículo y le quería decir que, para mí, las cosas no eran ni muy de esta manera, ni muy de la otra, y ella, como si hubiera escuchado lo que no podía decir, decía que yo no lo podía ver con claridad ahora, pero que no me preocupara, que en cuanto me recuperase yo iba a poder tomar conciencia de las cosas y ahí le daría la razón. No sé si le entendí bien lo que me quería decir, pero yo creía en sus palabras bajitas que me daban una sensación de buena persona, un poco peleona, pero buena al fin. En un momento se enojó tanto que se fue y se puso a hablar con otra de una cama allá lejos y yo imaginaba que seguiría insultando y eso me hizo acordar un
poco a la doctora Marina, entonces me alegré.
El enfermero Germán debe estar por venir en cualquier momento, yo no creo que él se haya ido, así como se fueron algunos un poco cansados de que no se funcionara de la mejor manera posible. Y creo que
no se fue porque él, según dijo, es de las personas que tiene valores, que sabe esperar, que no cree que haya que estar quejándose todo el tiempo para conseguir cosas. Esto me lo dijo el día después de esa
mañana con el cura, al mediodía siguiente, un día que ya no tenía nada de lindo, ni el sol, ni la luz en la pared de enfrente, nada. Había una lluvia finita, finita, que se dejaba mover para todos lados por el viento que estaba más loco que de costumbre y, a cada rato, se escuchaba cómo todo un grupito de gotas chocaba contra el vidrio como si alguien hubiera hecho un movimiento rápido con un cepillo mojado.
Tan feo estaba el día que hasta tuvieron que prender las luces y el mediodía era como la noche, aunque una podía darse cuenta de que no, porque no estaban los estudiantes y porque todavía no habían llegado
los parientes de las demás mujeres. Y tan feo estaba que no venía nadie y por eso le habían pedido al enfermero Germán si podía trabajar hasta que consiguieran a alguien. Él, chocho, porque según me
contaba a veces mientras me acomodaba las sábanas, en la casa, solo, se pegaba unos sustos de aquellos. Decía que la soledad lo volvía loco, que se ponía a pensar en lo peor y eso a él, que la violencia le parecía
algo horrible, le hacía mal, porque se enojaba mucho consigo mismo.
Como a la hora del almuerzo, también vino un hombre, justo el día después del cura, y a mí se me había ocurrido pensar que al hospital se le había hecho costumbre mandar a alguien a que hablara. Pero este
hombre o no era del hospital o, si era, bastante mal lo parecía. Primero porque andaba con el guardapolvo abierto. Segundo porque era un
hombre peludo, de barba gris, y para mí que no sabía mucho porque un médico, más bien, tiene que andar sin pelos para no andar llevando cosas que afecten a los pacientes, aunque el doctor Ariel me diría que
todos los médicos son iguales. Ay, ese Ariel, así no va a dejar de trabajar nunca. Y eso que yo le digo, pero allá él. Este hombre que había entrado también se había puesto en el medio del pasillo, pero no tenía ningún camino de sol que le llegara hasta los pies, ni siquiera una monja al lado de cada una de nosotras que nos hiciera prestar atención.
Como nadie se había dado cuenta de que estaba, salvo la señora de enfrente que pareció sentarse para escucharlo, el hombre se puso a aplaudir para que lo miráramos y algunas se movieron, no todas. El
hombre empezó a hablar con voz fuerte y clara, como si tuviera un micrófono en la barba. Arrancó diciéndonos compañeras, y a cada rato decía esa palabra, compañeros, tanto para nosotras, que estábamos internadas, como para los que no estaban o estaban en otro lado. Me llamaba la atención que hablara tan fuerte. Yo creo que al no tener ninguna monja eso hacía que tuviera que hacerse notar más. Seguía con lo de los compañeros, que unos y otros debían apoyarse, porque había algo en juego: todo. Repetía eso muchas veces, lo de compañeros y lo de que todo estaba en juego, y decía algo así como histórico, que ese era un momento histórico, y a mí esa palabra sólo me hacía acordar a la historia que estudiaba en los años de escuela y también me hacía acordar a los chicos que venían a sentarse al escritorio que ponían en la sala todas las tardes. En un momento ya estaba casi gritando, pero bajó el tono cuando empezó a tomar como ejemplo a la compañera, y señalaba a la mujer de la cama de enfrente, que al parecer, cuando no estaba internada, hacía algo que merecía mucho orgullo.
Yo ni enterada estaba de lo que ella hacía, pero me dio una alegría muy grande que la felicitaran, me parecía que estaban felicitando a la doctora Marina, a quien yo quería tanto. Yo me perdí en lo que decía pensando en la mujer de enfrente y cuando traté de volver a escuchar, el hombre estaba diciendo que en el hospital no había ni enfermeros, ni médicos, ni personal de limpieza, sino que sólo había trabajadores de la salud y que por eso debían estar todos juntos. No me quedaba muy claro, porque yo había entendido que todos se habían ido como la doctora Marina y habían traído a estos otros, los trabajadores de la salud, pero después el enfermero Germán me dijo otra cosa, dijo que éste no entiende nada, si somos todos iguales, por qué a mí no me pagan lo que a él. Yo tenía un gran matete, y más porque no podía preguntar nada. El hombre volvió a levantar la voz y dijo que nosotras también éramos parte de los trabajadores de la salud porque también podíamos apoyarlos, pero para mí una cosa iba para un lado y otra cosa, iba para otro. Porque yo a la doctora Marina la quería por lo que me contaba, al enfermero Germán porque se queda conmigo los domingos y a las enfermeras porque me limpiaban y me parecía que ese amor no era igual. Pero el hombre parecía tener un gran espíritu de comunión, aunque pareció no irse muy contento. Terminó de hablar, fue, le dio un beso a la mujer de enfrente y se largó con cara de enojado, como si fuera a buscar otro lugar donde hablar porque acá no lo habíamos entendido.
Ahí viene el enfermero Germán. Yo sabía que iba a venir. No, si acá todo siempre es igual, pero un poco distinto. Se ve que debe haber estado solo en la casa porque trae una cara de susto que pareciera que
una ni lo conoce. Y hasta se corrió el flequillo de la frente, ese flequillo que no pega nada con su cuerpo, y que se parece más al cuerpo de mi Eugenito, en realidad, que lo extraño tanto y que anda con ese teléfono de un lado para otro, sin levantar la cara. Yo creo que al enfermero Germán un día le va a llegar la hora en que lo recompensen, en que ya no tenga que estar pensando en cómo ayudar a los demás, en cómo estar moviendo a una mujer toda maltrecha, pero digna, eh, eso sí, de una camilla a otra como está haciendo. Para mí que él se merece otra cosa, se merece que a él también lo cuiden, y hasta me animo a decir que se merece todo, como decía ese hombre de barba que vino a hablar el otro día que caía agua como si fuera el principio del fin del mundo. Allá está ese pobre hombre dele pasarse las manos por la cara y por los anteojos. Ojalá que se recupere pronto. Yo lo consideraba una de nosotras ya, y me da tanta pena no saber qué va a hacer ahora, sin la señora a la que venía a ver y con la que parecían descansar juntos, aunque no durmieran. Cómo debían quererse. No me puedo ni imaginar qué le estará diciendo la monja, pero puedo ver que le muestra todos los dientes redondos y blancos. Ahora que las rueditas empiezan a chillar por la sala siento que puedo devolverle algo a la viejita seca. Me gustaría poder girar la cabeza para verla. Igual, imagino que debe estar en la misma posición de siempre y que en unas horas ya se pondrá a quejarse por la falta de luz. Es lindo ver cómo pasamos por abajo del Cristo de pelo corto. Desde abajo se ve que es un muñequito medio raro, pero bueno, yo soy de las que creen que la gente hace lo que puede. Eso me gustaría transmitirle al enfermero Germán, que haga lo que pueda, que no se preocupe más de la cuenta, y también quisiera decírselo al doctor Ariel, tan joven y tan cansado, que yo ni sé. Siempre me gustó la virgen de Nuestra Señora de Luján que está en la cajita de vidrio del pasillo. Qué pena que alguien se llevara el rosario que tenía colgando la virgencita en una de las manos, pero el enfermero Germán me dijo que seguramente lo iban a reponer, aunque no sabía bien cuándo. La camilla tiene una parte rota y se le escapa un poco de goma espuma y un alambre, que se ve que rompió la sábana que le pusieron para que yo me acueste y no tenga frío. Lo malo es que se me engancha en la cinta que me pega el tubito al brazo y me gustaría decirle al enfermero Germán, pero bueno, menos mal que ya no puedo sumarle más problemas al pobre. Las rueditas giran y parece que hay unos ratones o unas liebres en el suelo que van cuchicheando en el piso. Hay personas que nunca vi en mi vida apoyadas contra las paredes del pasillo. El enfermero Germán me agarra la mano y dice algo encima de mi cabeza, algo de un viaje y que, si a mí me toca ir, ojalá que me lo encuentre al amigo. Nada me gustaría más que encontrarme al amigo del enfermero Germán y felicitarlo por el compañero que se había conseguido. Al fondo suena como si viniesen los primeros ruidos de una guitarra. Para mí que son las monjas. Los párpados se me ponen un poquito calientes y me pesan, entonces se me cierran
despacio y los abro, y el enfermero Germán mueve la mandíbula y yo no entiendo lo que dice porque se me cierran los párpados, pero no se lo ve contento. Yo quisiera decirle que no se preocupe, que no piense
más en lo que queda atrás, que lo que dejamos no es mucho más que eso, unas monjas chinas cantando en algo que a veces es un hospital, una iglesia o una escuela, para mí es lo mismo.



  -Leonardo Novak (1983) estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Abocado al periodismo, coordinó la oficina de Prensa de la Secretaría de Agricultura de la Nación y se ha desempeñado en agencias de consultoría en comunicación. Ha colaborado en Clarín, La Nación,
Viva y Rumbos. Ha realizado producción de contenidos para el canal Encuentro.

*Fuente: Abánico - Biblioteca Nacional de la República Argentina
http://www.bn.gov.ar/abanico/A90312/novak-monjas.html







NUEVO GÉNESIS*


Y la humanidad nació a medianoche,
entremedio de truenos e intensa lluvia helada.
no sabe de luz y tropieza de piedra en piedra hasta un abismo.
unos se quedan largos instantes postrados pensando en las heridas,
otros, despiertan sobresaltados agarrándose del muro
que tiene algún relieve
y que solo algunos han distinguido.
otro mas avezado se agarra de la pierna del último
y le grita: ¿ y por qué no nos ayudas a todos?
sin distinguir nada mas que esa temperatura de los dedos apretados,
se sacude y se va.
no encuentra otro calor igual al que lo tocó hace mas de 5000 años.


*De Daniela Wallffiguer. danielawallffiguer@gmail.com








Para leer en Aurora Boreal.

-Selección de poemas de Lauren Mendinueta.
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1288:lauren-mendinueta-&catid=82:poesia&Itemid=199



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