lunes, septiembre 24, 2012

ESA SED QUE IGNORA PARA QUIÉN CAE LA LLUVIA...


*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.



LA MUERTE DEL POETA*


Todos andan especulando sobre la muerte del Poeta, pero sólo yo sé el verdadero motivo. El Poeta era un soñador, un romántico incurable que tuvo la mala suerte de enamorarse de Yara, que llegó a nosotros brillando como si de golpe se hubieran abierto todas las ventanas, con sus cabellos larguísimos y sus ojos gatunos. Si de veras existe Cupido, no sé a quién iba destinada la flecha, pero dio en el Poeta, que no pudo más que amarla sin condiciones.
Ella, al principio, protestó con tantas miradas insistentes, tantas rimas coladas por su ventana, por debajo de su puerta, tantas flores, pero terminó resignándose al acoso callado, acostumbrándose de tal manera a la presencia de su estructura descalabrada detrás de los postes, de los árboles, de los muros, que lo consideraba una suerte de sombra adicional.
Pensé que aquello terminaría cuando decidió casarse con el futbolista, pero en la puerta de la iglesia comprendió que no podía amar a otro que a su tímido perseguidor y corrió a decírselo. Cuando ella terminó de hablar, él suspiró y dando la espalda huyó hasta perderse de vista.
Luego, llegó la muerte, cuando menos la esperábamos. “Murió de amor... murió de mala suerte... lo mató la borrachera”, vienen murmurando... Sólo yo sé que sintió tanto, tanto, que me dejó escapar en aquel suspiro.
Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer.
Lo vi entrar al bar más cercano, allí trató de beber hasta llenar el vacío que se le había formado por dentro. Esperé a que la embriaguez avanzara y aproveché para decirle quién era; al principio dudó, pero terminó por creerme. Lo intentamos, doy fe de ello, mas no pudimos lograr que volviera a ocupar el sitio que me correspondía.
- ¿Qué va a ser de mí? - me interrogó.
No respondí, no siempre se hayan respuestas a nuestras interrogantes. Decidió preguntarle a Yara, que venía en su busca; apenas tenía que cruzar la calle para llegar a su encuentro… pero su corazón se detuvo al primer paso.
Después vino la funeraria, Yara viuda sin haber sido novia, yo adorándola en silencio, lo único que he aprendido a hacer en los años en que fuimos uno.
Todos están equivocados: No lo mató la borrachera, ni la falta de suerte, ni siquiera el exceso de ella, el Poeta no murió de amor... Murió de desamor, porque con la escisión escaparon de su interior los sentimientos que hasta ese instante compartimos, emociones que ahora me abarrotan sin saber qué hacer, pues fue sólo por él que les di cabida.
Partió vacío para siempre de Yara, como cáscara hueca, y me ha dejado a mí, su alma, en esta eternidad de desconsuelo.


*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.

  



ESA SED QUE IGNORA PARA QUIÉN CAE LA LLUVIA...






LOS TIOS*

          

*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


Con mis tíos era distinto porque habitaban los espacios abiertos y su predisposición conmigo era amable. Siempre estábamos vinculados por una complicidad y una camarería que nunca tuve con la severidad de mi padre, de suyo austero y autoritario.
Lo bueno de todos modos era que él confiaba en sus hermanos y me permitía acompañarlos en esas travesías de campos abiertos, hasta donde se tocaba con la punta más lejana del cielo, allí donde parecía imposible de alcanzar porque nos separaba de esa línea un fervor alto de gaviotas que ayudaban a simular un mar de tierra arada.
Pero antes de esa línea había mojones de agua que las lluvias estancaban en los bajos y que formaban lagunas con su flora y su fauna proclives a convivir en ese microclima que a mí no sé por qué siempre vinculaba mi deseo con el mar y con los libros de aventuras que leía de prestado entre los escasos compañeros de primaria que podían acceder a ese tintinear de monedas esquivas.
Es probable que ya Emilio Salgari habría entrado en nuestras vidas con su saga de piratas que accionaban sus aventuras en mares remotos, en lugares que se llamaban Malasia o Mompracem, cuya pronunciación nos era familiar porque todos pasábamos nuestros ojos por esas letras que antes no habíamos visto juntas, pero que a fuerza de repetir ya nos eran familiares como la Cañada de Company o el Noventa o el Bajo de La Portada o la escuela rural de Colonia Terrasón.  Todos estos lugares eran visitados por mis tíos en sus usuales incursiones de caza donde era  más que frecuente  mi acompañamiento que no ocultaba mi anhelo de que alguno me permitiera usar una de esas armas mortíferas que mi padre me tenía prohibido siquiera tener en las manos. Todo esto se hacía más interesante desde que con seguridad yo contaba con la discreción de todos y cada uno de ellos. De todos ellos, seguramente el viajero era el Kelo, que luego de sus rigurosos dos años de conscripción en la Marina de Guerra, se enganchó en la Mercante y recorrió los mares del mundo durante años, encendiendo a más no poder la imaginación del sobrino que se quedaba esperándolo viaje tras viaje mientras usaba ese tiempo vacío cazando alborotadores gorriones y leyendo numerosas revistas de historietas, tratando de cumplir con las tareas escolares para no sufrir el castigo paterno, ya que se proyectaba sobre mi breve humanidad la frustración de no haber podido hacer sino un año de primaria por el autor de mis días. Como era el mayor de ocho hermanos mi abuelo lo ponía a trabajar en el campo y sólo muy de vez en cuando, es decir cuando las tareas rurales tan duras de entonces le dieran un hueco para asistir a la escuelita rural o en su defecto a una chacra donde algún padre también con muchos hijos, pero con otra disponibilidad económica traía  un maestro a su casa para que alfabetizara a su prole.
Los otros hermanos estaban sujetos a los ciclos de las cosechas. Juan, ya casado, buscaba horizontes por otro lado acompañado por Pancho. A veces iban a las cosechas y a lugares lejanos y como los dos eran muy afectos a los naipes, no era raro que antes de llegar a sus casas se jugaran todo el jornal habido con grandes sacrificios.
Había que salir de nuevo, de inmediato, previo pedir algún préstamo para pagarse el viaje, esta vez quizás más lejos y con menos posibilidades de conseguir un buen pago porque irían adonde las cosechas no rendirían lo deseable.
Quedaban los menores aún en la chacra paterna, quienes fueron de algún modo más amable mis compinches porque no eran demasiado mayores que yo. Y las incursiones también podían reducirse a ese gran canal que atravesaba el campo de don Luis Burki, que el abuelo en ese tiempo arrendaba.
En los tiempos de lluvia abundaba la pesca y nos podíamos pasar tardes enteras allí, siempre cuando el trabajo no apremiara, ya que mi abuelo siempre  encontraba algo para hacer, porque él, según repetía no quería vagos en su casa.
De todos modos mis tíos se las ingeniaban para conseguir una tarde de pesca o de caza de patos a un bañado cercano.
Y allí habitaba  una fauna muy vistosa de patos silvestres y de garzas moras o blancas, o esas nubes misteriosas de flamencos rosados que manchaba ese cielo tan intensamente celeste, que solo están hoy en mis pupilas infantiles cuando el mundo recién empezaba y yo atravesaba ese espacio de alfalfares  verdosos con mi cañita al hombro, protegido por mis dos tíos menores y que daría para contar mil anécdotas cuando nos reuniéramos en esa Cortada querida, que como tantas cosas ya se tragó el gran olvido  irremediable y seguro.






Húmeda comezón*


No es lo que moje el poema
sino su música la que estalla en la ventana
como una mosca prendida fuego

Ahora una pequeña muerte
se desliza boca abajo por el vidrio
dejando en su huella
la herida de un beso

Había subido yo a ver quien llamaba
y la escalera perdió su encanto
tras el último movimiento de mi pie

"No sé bajar"
le dije a mi madre,
alguien supo como torcerme los tobillos
mientras este mundo
se hacía añicos
debajo del espejo de los años

Edades, edades, edades,
todo es una colección de huesos
con una leyenda como nombre
para cada una de las décadas

Y yo no soy de tener
una batalla de femur sobre la cama
sino un jardín de huesos hechos de agua

Tal vez por eso
tuve que improvisar el último verso
y no romper el esqueleto
de mi insomnio acuático


*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar






Música de otro planeta*



*Por Juan Forn



Africanos que llegaban a Detroit a fines de los años ’30 no había muchos, y que vinieran de Mali y fueran musulmanes, menos. Pero la pujante Ciudad del Automóvil era uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde un africano de Mali podía conseguir trabajo. No sólo eso consiguió Alí Touré en Detroit, también se agenció una esposa blanca y auténticamente judeoamericana, que le dio un hijo, a quien el padre decidió bautizar Marvin Pontiac para hacerle la vida un poco más fácil que la suya. Dice la leyenda que Alí Touré supo enseguida que la mala suerte lo perseguía y abandonó a su esposa e hijo. Pero cuando la madre de Marvin fue internada en un psiquiátrico, el padre apareció de la nada y se llevó al pequeño a Bamako, capital de Mali, donde Marvin permaneció hasta los quince años. Poco se sabe de él durante esa década. Tampoco se sabe cómo volvió a Estados Unidos: las leyendas no son especialmente meticulosas en los detalles, prefieren el salto de mata, y la escena siguiente de esta leyenda nos muestra al adolescente Marvin tocando blues con su armónica en los bares de Maxwell Street en Chicago, donde una infausta noche es acusado de plagio por Little Walter y derrotado en una pelea a puñetazos, episodio tan humillante (Little Walter medía menos de un metro cincuenta) que le cerró las puertas de todos los bares de Maxwell Street. La leyenda dice que Pontiac llegó a Slidell, Luisiana, con una banda de ladrones de bancos, pero la adrenalina no era su combustible y terminó quedándose en aquel rincón de Luisiana trabajando como ayudante de un plomero.
En 1952 tuvo un fugaz suceso con su canción “I’m a doggy” (prohibida en la radio por la controvertida frase “Soy un perro, apesto cuando estoy mojado”) y la hermosa balada “Pankakes”, melodía en la que se basó poco después el himno nacional de Mali. Pontiac intentó sin éxito en los tribunales pelear por las regalías africanas de su canción; los gastos legales y los turbios manejos de la compañía discográfica para la cual había grabado (Acorn Records) lo dejaron sin un cobre y con una desconfianza de por vida hacia la industria del disco. Siguió tocando sus canciones en el descuidado jardín delante de su cabaña en Luisiana, adonde le llegó la noticia de que Jackson Pollock sólo era capaz de pintar cuando escuchaba su música, pero ni siquiera por esa razón aceptó volver a grabar.
Nada se sabe de la opinión de Pontiac sobre la obra de Pollock ni de la influencia que pudo tener su negativa a grabar en el suicidio del pintor, pero sí se sabe que, en 1969, Pontiac se presentó en la redacción del único diario de Slidell vestido con turbante y túnica blanca y declaró que había sido contactado por seres extraterrestres, los mismos que veinte años antes habían llevado a su madre a la insania, y que se proponía dedicar el resto de su vida a componer canciones para esos esquivos alienígenas, hasta que su madre recuperara la cordura o el resto del mundo reconociera la existencia de esa civilización superior. Acompañado de su guitarra acústica y de su único camarada, un vecino ciego llamado Roger Marris, que grabó a escondidas y conservó para la posteridad aquellas melodías, Pontiac tuvo una fiebre creativa durante la cual compuso sus mejores canciones (“Runnin’ Around”, “Bring Me Rocks”, “Arms & Legs” y “No Kids”, entre ellas) en un estilo que fusionaba entonaciones africanas con el lamento del blues, climas obsesivos con estallidos de alegría que podrían definirse como psico-funky y letras decididamente peculiares, por no decir insanas (el estribillo “Aluminum! Aluminum!” repetido hasta el infinito es muestra fiel).
En 1972, Marvin Pontiac fue internado en un hospicio por circular desnudo montado en su bicicleta por las calles de Slidell. Varios estudiosos del blues fueron a entrevistarlo en la institución psiquiátrica, pero él sólo aceptaba hablar de su madre y los extraterrestres, y entraba en pánico cuando intentaban tomarle una fotografía (las únicas que se conocen son borrosas y fueron tomadas en el hospicio por uno de los guardas, sobornado por un estudioso del blues fanatizado con Marvin). Liberado o escapado del hospicio en 1977, con la colaboración de su fiel escudero Marris, Pontiac llegó hasta Detroit, que para entonces había dejado de ser la pujante Ciudad del Automóvil para convertirse en un gigantesco cementerio de coches y fantasmas, entorno ideal para hacer contacto con seres de otros planetas. Pero a la primera distracción del fiel Marris, nuestro héroe salió desnudo a la calle, desapareció detrás de un bus que pasaba y nunca más se supo de él.
A fines de los años ’90, el nombre de Marvin Pontiac parecía haberse perdido para siempre en el anonimato hasta que el escritor de policiales Elmore Leonard lo mencionó en su novela Blues del Mississippi. Allí, un narcotraficante fanático del blues obliga a sus secuaces a escuchar día y noche sus discos de Muddy Waters, Willie Dixon, Sonny Boy Williamson y el que más le gusta de todos, nuestro Marvin Pontiac. El mundo del rock adora las leyendas, y ésta venía con slang incorporado (lo mejor que tienen las novelas de Elmore Leonard es la voz de los personajes). El sello Strange & Beautiful Music creyó que el libro desataría una fiebre reivindicativa de las canciones de Pontiac y editó el disco The Legendary Marvin Pontiac’s Greatest Hits. El productor era John Lurie y, según la ficha técnica, en los catorce temas del disco tocaban John Medeski, Marc Ribot, Michael Blake, Art Baron y Jamie Scott. Las liner notes del disco contaban la historia de Pontiac, pero no decían una palabra sobre la grabación, salvo que el ciego Roger Marris había entregado las cintas originales antes de morir en una cama del hospital de Bellevue. En cambio, traía elogios consagratorios de los músicos más diversos: “En mis años de formación, no hubo influencia mayor que la que produjeron en mí las canciones de Marvin”, declaraba Flea de los Chilli Peppers; “Pontiac es tan inconteniblemente adelantado a su época que sus canciones parecen compuestas hace medio minuto”, decía David Bowie; “Todas las innovaciones posibles en la música están ahí”, decía Beck; “¡Guaaah!”, decía Iggy Pop; “Una Revelación, con mayúscula Revelación, por favor”, decía Leonard Cohen; “Mi guardaespaldas no escucha otra cosa”, decía Michael Stipe de REM.
La crítica fue obedientemente unánime hasta que alguien comentó que Pontiac sonaba tan africano como los discos africanos de Paul Simon, y otro señaló que la voz de Marvin sonaba sospechosamente parecida a la legendaria voz grave y rasposa de Lurie. Cinco minutos después empezaron los llamados de la prensa a casa de Lurie exigiendo aclaración. El se limitó a decir que no había ninguna evidencia de que Marvin Pontiac estuviese muerto, y que ellos se habían limitado a tocar y tocar los temas en el estudio que la Strange & Beautiful les había puesto en Nueva York, hasta que la voz de Marvin se hizo presente. El disco pasó a saldos al día, pero si llegan a pescarlo por ahí van a ver que es música de otro planeta.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-203880-2012-09-21.html





*


Podría morir en este instante
la flor o la fragancia
y nuestra mano ignoraría
el color de ese perfume
dispersado por el aire.
...

No pasar ese muro jamás
Quedarnos sin saber como sería.

Podríamos morir a cada rato
y en ese último segundo atroz
desnudos en medio de lo oscuro
mirarnos sin piedad,
y partir
o quedarnos
y que se quede en la piel
esa sed
que ignora para quién cae la lluvia


*De Alejandra Morales.






EL VIEJO CAPITÁN*



Día tras día a la misma hora.
Cuando el sol pasaba por su ventana del living de su departamento en el cuarto piso.
El hombre se sentaba a fumar su pipa mirando al este. La vista fija. Una estatua que apenas cobraba vida por debajo del movimiento del humo.
Para nosotros que lo veíamos cada tanto desde nuestra ventana del 8º piso era un viejo capitán de mar. Quizá por la pipa y la barba enrulada y blanca.
En invierno se colocaba una gorra gris de abrigo igual a la que usaba mi padre y que un día de 1996 decidió regalarme.
Un loro grande del color de los loros que cada tanto se paraba sobre el hombro derecho a tomar sol con su dueño. A su izquierda se veía una gran jaula con un canario amarillo que saltaba de un palillo al otro, de este a oeste.
El loro y el canario parecían ser sus únicas compañias.
No podíamos ver la figura completa de ese hombre al que sólo veíamos y conocíamos sentado de cabeza a la cintura, pero imaginábamos que tenia una pata de palo y como en las películas de los piratas podíamos oír un lejano eco del golpeteo de su pata de palo cuando se alejaba del timón por la cubierta de su fragata.
Era sólo eso. La imagen de un hombre viejo viendo por la ventana hacia donde unos kilómetros más allá el río de la plata inunda las costas del balneario de Quilmes en las sudestadas. Durante la hora u
hora y media en que el sol bañaba de luz y calor su ventana. Luego, en su camino al oeste el sol quedaba oculto por la altura del edificio -15 pisos- dejaba luz pero ya no rayitos en invierno ni latigazos en verano.

Una semana completa de invierno llovió y llovió y no tuvimos sol.
Cuando volvimos a buscarlo con la mirada atenta al ventanal del 4 piso, la persiana estaba baja.
Así uno y otro día y meses también, hasta que ya no esperamos encontrarlo en su puesto de lucha.
Se habrá muerto, -dijo mi hijo.
No se. Quizás volvió a navegar. Y está en su nave persiguiendo al horizonte.
Hasta descubrir con sus propios ojos el nacimiento del sol emergiendo desde el fondo del mar -dije yo, con mi habitual negación a la muerte.

Lo cierto, es que también desapareció aquel enorme bote colgado de gruesas cadenas que el hombre tenía a la altura de su ventana del living.


*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com






La primavera empuja*


Empuja los colores, las esencias, las telas botánicas, las substancias, con el ardor de lo que se transformará en verano, con el oro lejano del otoño, con músicas que tejen en el cuerpo esplendores de selva, con jardines a tientas, jardines emplumados, jardines de corales en el mar. Explosión, universo, paraíso pequeño. La primavera cuando está por llegar, cuando asoma, es más, anticipa un juego de tardes y de pieles, es un incendio prometido, una revolución que no se estableció, en desequilibrio, con las calles regadas de cantos.
La primavera como la revolución necesita de muchos, de voces, caminatas, flores, sueños, deseos que el invierno adormeció y el sol y el árbol.

La primavera es lo íntimo que se desborda.

Es el adentro y el afuera en la frontera de la piel. La primavera es un comienzo, la pasión incesante de la vida que se entromete, se enseñorea y trama sedosas sensaciones para los paseos de la sangre. Son poros como ventanas, galas, gotas, sonidos.
Lo múltiple, ternura desnuda que busca. La primavera cuando empuja, es un Tsunami, la gran ola de la vida y un pequeño ramito de albahaca.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com





***


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