domingo, noviembre 11, 2012

A LA VERA DEL MUNDO, EL PEREGRINO...

*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.





EL PEREGRINO*



“Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo, grave.”
CESAR VALLEJOS



Herida rosa madre de los vientos
El árbol patriarcal, deglute. Trinca. Traga.
Esta noche he sentido más que nunca su furia.
Crujen los huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la gruta escondida, crece el odio paralelo al vástago.
He odiado salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado al hombre.
Restos calcinados de incesto, llanto recién nacido,
Despojos de cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales bocas, prostitutas del alba
Cambian de lecho.
Cicatrices amargas del olvido.
Nostalgias enredadas entre las medusas del sexo.
Refugio.
Axilas apretadas, flacidez de los pechos sin leche.
Huida, fragor de pájaros.
Mierda tristeza de algas.
Esqueletos buques fantasmales.
Juegos fatuos.
Descendí hasta el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he encontrado
El exilio de hoy.
No es de hoy, ni siquiera de ayer.
En mi está el animal que me habita y me devora.
Me posee en secretísimos claustros.
Despojos de lo que fue morada de los Dioses.
Persecución.
Precarios espacios nauseabundos.
Se metamorfosea, me confunde.
Huyo, pero siempre vuelvo.
Lejos ha quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo, voy y vengo, él espera, siempre espera.
Al encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean en do mayor los huesos.
Piedra pan hecha de miel y greda.
La brecha se fragmenta.
Casa vidrio cerrada.
Puerta piedra sacra silenciosa.
Llave umbral de las mareas.
Faro apagado.
A la vera del mundo, el peregrino.
Por fuera el Ruido.
Conchas marinas, cráneos petrificados
Adentro, silenciosa la soledad aguarda.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar





           

 
A LA VERA DEL MUNDO, EL PEREGRINO...






 NAVIDADES*



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

          
 Los primos nos reíamos en esos tiempos porque cuando se acercaba la Navidad , la nona Elisa comenzaba dos meses antes a preparar una batería de exquisiteces.
Haciendo obviedad del clima, en esa industria donde ponía sus afanes se podía pasar uno tranquilamente la vida en los lejanos Apeninos, que seguramente extrañaba.
Con mi hermano tratamos de recordar esos nombres de  esas frituras dulces  tan familiares en aquel dialecto que entonces entendíamos, pero hoy se nos van alejando como esos sueños que aún persisten en el alba de todo devenir.
Y se pasaba horas metidas en ese galponcito donde reinaba un antiquísimo fogón y ella cocinaba esas inolvidables pizzellas con un molde sobre la llama. Hacía muchísimas y las hacía ¡una a una!
Esto pasaba cuando ya vivía en Rosario. En la calle Madre Cabrini Nº  2734, que antes se había llamado Palermo y antes aun: Caburé. Esto es en el Barrio Las Delicias, en el sur. Pero antes del año cincuenta, cuando vivía con mis tíos en el pueblo, seguramente lo haría en ese caserón que tuvo un piso de tierra, un  aljibe que recibía agua de lluvia desde su techo de chapa y estaba camino al matadero nuevo, a cien metros de la casa de Domingo Fusco y enfrente de los Spizzo. Esa casa tenía entrada para sulkys o autos por una calle y por la otra tenía una puertita de tejido romboide y una enredadera que acompañaba al patio, hasta donde el abrazo umbrío de los paraísos
esperaba al viandante cansado y le ofrecía un descanso propicio.
Volviendo a las Navidades, a mí siempre me resultaron un poco tristes, porque mi padre se tomaba íntegro el mes de diciembre y a veces hasta Reyes en sus tareas de obrero golondrina (jornalero, se los llamaba) y se subía a un tren que lo depositaba en González Chaves donde no perdían una hora de trabajo y trillaban el trigo hasta  el veinticinco de diciembre y aún el treinta y uno. No se podía perder tiempo porque el cereal tenía que ser cortado por si alguna lluvia traidora arruinaba la tarea.
Muchas Nochebuenas la pasamos solos con mi madre, cenábamos, y ella hacía con seguridad un pan dulce y con algunos turrones y una sidra festejábamos.
También recuerdo el pan dulce y la sidra que en tiempos del primer peronismo íbamos a buscar al correo, previo el retiro de uno o dos bonos los días previos. Eso era para los pobres, porque las familias ricas lo vivirían como una afrenta o una limosna indigna.
El día de Navidad venía el tío Roque Ciccarelli en sulky desde la chacrita que arrendaba cercano al canal, enfrente de la casa de don Luis Burki, con su campo que mi abuelo Isaías arrendó muchos años. Allí se reunía la gringada. Sus hijos Tito, Cholo, Ñata y Hugo, quien tenía algunos pocos años más que yo y me incitaba a tirar cohetes encendidos bajo la mesa donde todos estábamos reunidos. Venían también algunos parientes de tía Argía, esposa de Roque, quien era el hermano menor de mi abuela y un tipo jovial, muy hincha de Fangio y seguía sus carreras desde esa radio tipo catedral que sintonizaba a duras penas conectada a una batería que se recargaba con un molinillo a viento y nunca supe porqué. Es uno de los misterios que circundaban mi infancia.
Luego vendrían las Navidades tristes en las pensiones estudiantiles de mis primeros tiempos aquí, en Rosario. Recuerdo particularmente una, vecina del antiguo bar El Cairo y donde yo me dormía con la música del reloj del Palacio Fuentes, en años de hambrunas pero de sueños firmes, grandiosos, que nosotros creíamos sin fin.
Pero de todas las imágenes de las Navidades que pasan como en una película y que fueron pocas veces felices en mi infancia, rescato la pasión de mis tías y en especial de mi abuela por mantener aquellas sus tradiciones que habían traído de su pequeña aldea de Italia, aunque no coincidiera mucho con la realidad del país adoptivo y que a fuer de ser sincero también rescataré que no faltaba un buen lechón o cordero a las brasas como compete a este país amante de las carnes. Había en estas fiestas una mezcla de tradiciones, porque los más jóvenes ya habían nacido aquí, y no se iban a  amedrentar ante un lechón humeante o una ristra de chorizos de cerdo a las brasas. También comían todo lo que mi abuela con tanto amor hacía, en aquellos años que la ceniza del tiempo arreció contra  todo  lo  era calmo y bucólico.
Eran tiempos en que el arrullo amoroso de algún casal de torcacitas, ponía a tono el verano latiendo en cada gota de sangre que corría en nuestras venas.
           








BESA LAS LETRAS DE TU NOMBRE*


“..Mientras tanto
adentro mío tu mirada vive, muy intensa,
amorosa y cada vez mas pura, la beso y me despiertas...”
MARTA ZABALETA


Si sientes que el mundo te ha mareado.
Y si te sientes rara . O que no cabes en el mundo.
Y que el mundo gira en tus campos desiertos.
Y no cruzan calandrias, ni sauces, ni rebaños.
Y ha partido el jardín y el jardinero.
Si sientes, como Fausto, que viven dos almas en tu pecho.
Y una tira hacia el simio y otra al homo sapiens.
Si no puedes contar, y cuentas hasta dos, acaso tres.
Y la pena no es una, ni tres, ni mil, ni cien.
Son infinitas penas. Innumerables penas.
Cáscaras de cebolla. Compleja trama.
Ovillos de serpientes. Encarnaciones.
Mortal angustia. Vidrio molido. Crucifixión.
Entonces, lirio mío. Paloma, ojo de tigre.
Mareáte con polen fecundado. Bebe.
Respira en amarillo. Vuelve.
A la cigarra, a la hormiga, a la retama.
Sé fogata. Limonero en flor. Narciso.
Párate en el brillo del puñal del miedo.
Transforma en bermellón la ansiedad de cartas que no llegan.
Deja, que te acaricie el aura de tu madera noble.
Piratea la risa, los besos y los soles.
Besa tu nombre.
Besa. Una por una, las letras de tu nombre.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar









La empleada municipal y sus cuatro dragones*



*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com



Atesora.

La vecina de enfrente ha criado cuatro dragones azules. Ahora encontró trabajo pero no los ha abandonado. Los deja encerrados bajo cuatro llaves cuando se va a trabajar, sea de día, sea de noche.
En la oficina, tiene que hacer toda clase de memorias e informes, y tomar los reclamos de las ciudadanas y los ciudadanos comunes que no saben cómo criar dragones.


Trabaja.

La vecina trabaja, trabaja como una máquina hasta que se tilda. Los ciudadanos y las ciudadanas que van a la oficina de reclamos son incapaces de darse cuenta en lo que ella anda cuando no anda en sus reclamos.
Alejándose de presumir si volar alto o más alto, si aspirar la más transparente tensión de aire, no duda en meter en un dedal los desvaríos de las quejas, a la vez que distrae las mermas de confianza en su intendente recordando los abusos afectivos de sus dragones que no quieren dormir si no les pone un dedo en la boca.


Rememora.

La vecina tiene un vestido color lavanda, hecho con sus propias manos de criar dragones. Lo ha bordado con pequeños corazones vivientes y cristales blandos. Una emoción inmensa crece en todas las cosas que la rodean cuando se va al cine o a la costanera con su vestido bordado.
A veces regresa sola a su casa y a veces también. Entonces se pregunta si es cierto que está criando cuatro dragones azules. Trata de recordarlos porque sabe que si no lo logra le esperan largas noches de búsqueda entre las fotografías de un álbum prohibido.
Cuando no recuerda se pregunta por infinitésima vez cómo son de azules sus cuatro dragones. Hasta que unas briznas marinas comienzan a flotar por sus ojos. Así pueden ocurrir algunas cosas. A veces, no sabe qué hacer con esos dragones que no recuerda, ausentes por completo en su memoria. A veces, escucha el rumor azul en el interior de las paredes, a veces sólo recuerda
ocho ojos que la miran, luego un rugido ensordecedor y un golpe seco de pezuñas contra el piso le devuelve las cuatro crías dulcísimas y
espeluznantes.



Alboroza.

Su confusa idea sobre los días y las noches no la deja dormir, o duerme cuando los otros no, o duerme cuando nadie diría que eso es dormir. Antes miraba fotos de sus futuros dragones, ahora mira fotos de los dragones que no recuerda para alborozar el olvido. Ha escondido algunas entre los expedientes de la oficina, para distraerse mirándolas a la hora del almuerzo
Son reales, suele decirse a la hora del almuerzo, cuando todos los ciudadanos detrás del mostrador se quejan porque las empleadas vayan a comer
Siempre lo mismo dicen los ciudadanos. Pagamos los impuestos para que ellas se vayan a comer. Algunos ciudadanos pagan demasiados impuestos entonces empujan el mostrador y aparece el guardia de seguridad, con su uniforme azul oscuro, más oscuro que el átomo, y se pone él mismo a recibir quejas que no irán a ninguna parte. Los ciudadanos comunes no saben que mi vecina es una ciudadana común aunque críe dragones.



Concibe.

Lo cierto es que esos cuatro dragones le parecen caídos del cielo. Basta solamente que levante los ojos hacia el cielorraso para ver cuatro mosquitos grises que le hacen pensar en sus cuatro dragones azules caídos del cielo.
Cuatro dragones mordiendo los pétalos de su rosa. Basta que escuche las quejas del vecino que paga demasiados impuestos para recordar la pesadilla en la que un hombre cae al suelo con convulsiones y ella piensa que se va a morir en su propio sueño, pero, sin embargo, de la boca le sale un huevo blanco, primero, y luego otro y otro y otro. No puede contarle a nadie ese sueño porque para cualquiera sería un vómito lo que en verdad fue una límpida parición multípara de cuatro huevos blancos de color azul.



Alumbra.

Consulta su reloj que se abre y hace aparecer una hermosa niña con dientes de lobo y cola de sirena. La niña le muestra los quince dedos de los diez minutos que pasaron de su horario de almuerzo. Vuelve al trabajo. Vuelve a registrar una queja por minuto. Si fuera más veloz entrarían dos quejas por minuto y las estadísticas se irían al diablo.
Es un trabajo estremecedor. La señora de falda larga hecha de colas de cocodrilos hace un reclamo que va en la columna derecha. El hombre con sonrisa hecha de caparazones de cangrejos hace un reclamo que va en la columna del medio. La dama con un vestido de escamas de pescado hace la queja que va en la columna de la izquierda. Un polvillo de azúcar invisible sobre las frentes de los ciudadanos y las ciudadanas les da una blancura cándida a los gestos ariscos. Las cabezas de sus dragones son nubes, sus bramidos, música. Sus patas de plomo casi vuelan. Sus colas emplumadas alumbran en la oscuridad.



Flota.

Ella borra las huellas de los dragones azules cuando los saca a la vereda y los sienta a la orillita del cordón para que cuelguen las patas. La gente que pasa no dice nada porque los dragones no existen y si no existen creen que no los pueden ver. Pero, por si acaso, ella borra las huellas, para evitar posibles rumores.
Mi vecina, montada en sus cuatro dragones azules ha dado varias vueltas alrededor del sol y pasa sus vacaciones de enero, incluso cuando se las dan en noviembre o cuando no se las dan porque no le corresponden, en los mares de la luna, donde la arena no le entra en los ojos y puede flotar a toda hora, dentro o fuera del mar, dentro o fuera de la memoria. Mi vecina ha hecho lo que hiciera yo teniendo cuatro dragones.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36375-2012-11-10.html








SUDESTADA*


ES TAN MISTERIOSO EL PAIS DE LAS LÁGRIMAS….
-De “EL PRINCIPITO”



Dicen que está lloviendo en Buenos Aires.
“Viento de Este lluvia como peste”
Estoy mojada. Toda. Afuera brilla el sol.
La rotación del viento es rápida y el aire frío.
Mi corazón y mi cabeza. Mis pies, escarcha.
La circulación atmosférica incrementa la intensidad.
Intensa cuando duerme o en vigilia.
Intensas mareas terrestres.
Soles negros, pálidas lunas.
Sizigia: Los planetas del amor se han alineado.
Una mujer grita. Un niño llora.
Un hombre aprieta los dientes.
Un adolescente pálido consume poco a paco su vida.

Dicen que está lloviendo en Buenos Aires.
Yo, desde aquí lloro contigo, en vino.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
-Inédito para Inventiva Social








Los pocillos*



*De Mario Benedetti.


Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él
la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No.”
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.”
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa.
Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud.
Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue u temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en
las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de
inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la
ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario.
Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.”
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera
en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío.
La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.
Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un
instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo.
Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita.
Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”


(Montevideanos, 1959)

*Fuente: http://www.literatura.us/benedetti/pocillos.html







LA ESCUELA REALISTA*

Se esforzó toda su vida para conseguir que su pintura fuera realista. Estuvo en todas las academias que aportaban novedades en este estilo. Se esmeró, estudió y practicó.
Cuando se sintió totalmente preparado se encerró en el desván y no dejó entrar a nadie salvo a la señora que le traía la comida. Tenía allí todo lo que precisaba: una cama, un pequeño cuarto de baño, un infiernillo para hacer café y sus lienzos y pinturas.

...

La familia preguntaba a la única persona que tenía acceso al desván qué era lo que estaba haciendo. Ella les comentaba que llevaba cuatro meses pintando un león, retocándolo y retocándolo y que de vez en cuando le oía murmurar algo refiriéndose a que tenía que ser más real.

El día que no abrió a la llamada de la comida se sobresaltaron y después de llamar infinidad de veces decidieron echar la puerta abajo. Cuando entraron  en la habitación, encontraron unos pedazos de carne mordisqueada y mucha  sangre. En el cuadro únicamente se veía una cueva.



*De Joan Mateu I Marti. joan@cimat.es





***


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BLAS DURAÑONA.
-Por Ferrocarril Provincial-

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JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.

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ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


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