jueves, noviembre 29, 2012

INCLINACIÓN AL VUELO....

 
 
*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
 
 
 
 
 
          
 
Atardecer de otoño en las ventanas*
 
 
Atardecer de otoño en las ventanas.
Desconsoladas ráfagas de viento
como caricias somnolientas de la tarde.
Siempre en este minuto me hiere tu memoria
como ávida cuchilla de negro terciopelo.
Una música triste llena el ámbito
pero, ¿qué música no es monotonía
cuando añoro tus manos, tan lejanas ahora?
Atardecer de otoño en los cristales
y en el alma la flor de una nostalgia
desbocándose hacia todos los rincones.
Un trueno, unas gotas de agua,
luego la calma de la lluvia que no cae.
Sólo el otoño atardeciendo en los cristales,
coloreando en gris el horizonte
y grabando en mi pecho las huellas de tu ausencia.
 
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
 
 
 
 
 
INCLINACIÓN AL VUELO…
 
 
 
 
 
ANTONIO*
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Desde Buenos Aires me escribe mi amigo Antonio Cofré y con la ironía de la frase percibo su sentir:
-¿Y los que están por la ciudad pulpo que son, eh?
Y la referencia es clara, en mi texto Amigos  nombro a un misionero adoptivo y a un quirquinchense; es decir: al Negro Cárdenas y a Miguel Freddi.
De algún modo su reclamo amistosamente me pone en un lugar donde nunca estuve; y rápidamente le contesto que allí, en la Capital de la mismísima República tengo muchos amigos, empezando por él que es un rosarino que emigró  hacia allí hace cuarenta años.
Soy un cultor de la amistad y percibo que cuando los hilos verdaderos del afecto que ella conlleva, pone de inmediato una inmensa e invisible malla en movimiento. Como por ejemplo, a Antonio y al mismísimo Negro Cárdenas los conocí en mis veinte años en la mítica librería Aries, de Reynaldo Pappalardo y del  poeta Rubén Sevlever. Allí también conocí a otro entrañable; Jorge Jäger, y a tantos otros.
Esa librería, donde trabajé dos años, fue la base de lo que luego vendría. Es decir, casi como el principio de mi vida rosarina.
Y hay algo más, por si faltara para que Antonio no me reproche nada, él vivió en mi pueblo, cuando niño. Su padre trabajaba en el Ferrocarril creo que de telegrafista en los tiempos de don Pedro Caro, es decir cuando fue Jefe de Estación y luego Juez de Paz del pueblo y de él se  cuentan diversas anécdotas  aún, como por ejemplo cuando luego de cenar se llegaba hasta el club a hacerse una o varias partidas de naipes y no era raro que doña Remedios, su esposa, lo fuera a buscar unos minutos antes para hacerse cargo de su trabajo. Por suerte la Estación estaba a menos de cien metros del club. Cuado ya la tienda Blanco y Negro estaría por abrir sus puertas, en la esquina y quizás saludaría a alguno de sus socios, o don Cavallo o el padre de Carlito Calani, quienes de riguroso traje oscuro le harían alguna broma.
Don Pedro jugaría con varios amigos y lo habrá hecho seguramente con don Guallis Cavallín, idóneo de farmacia, ya que su esposa doña Eglantina era quien tenía el diploma y era titular de la Farmacia del pueblo, como  rezaba el letrero pintado arriba de la puerta y la vidriera.
Otro hombre, lleno de anécdotas, don Guallis, quien acuñó una frase célebre     luego:
-En mi casa mando yo, pero se hace lo que dice mi señora.
En esas épocas muy recatadas, donde los preservativos se vendían sólo en las farmacias, una vez entró un cliente  y en el negocio había algunas señoras. El hombre tenía un tíc y apenas lo vio don Guallis, se  internó en una puerta por un pasillo oscuro y volvió con un paquetito y con un guiño de ojos le dijo: servido señor.
El otro anonadado salió luego de pagar.
Cuando don Guallis contó la anécdota en el Club, entre risas decía:
-Cómo iba a saber  yo que el hombre que entró haciendo una seña de truco tenía un tic y sólo buscaba un jarabe-.
Estas cosas sucedían mientras el tiempo se arrastraba como una víbora soñolienta por las anchas calles llenas de polvo de mi pueblo, donde los negocios abrían puntualmente sus puertas atendidas por sus dueños de riguroso traje, con sus varios empleados embutidos en esa misma ropa, hecha a medida por uno de los varios sastres que trabajaban muy bien.
De don Pedro Caro se cuenta también su alta pasión de radical y su amistad con la familia Giuliano, rabiosamente militante de ese partido en una época donde el peronismo había irrumpido por primera vez en la Historia.
La gente viajaba en tren y casi no salía del pueblo, salvo para hacer un trámite y volvía rápido, porque si tardaba un par de días, podía ser asociado al ocio, que no se permitían estos inmigrantes duros o sus descendientes que habían mamado esa  enseñanza y para ellos sólo existía una cultura: la del trabajo.
El pavimento estaba a veinticinco kilómetros, en Firmat.
Cuando llovía si no fuera por el tren quedábamos aislados en un lodazal que en los temporales de invierno se convertía en una pesadilla que cada uno se disponía a superar como podía.
Estos eran los tiempos en que Antonio Cofré, mi amigo, vivió en el pueblo, aunque nosotros no nos conocimos.
Y me resulta simpática su ironía donde me intima a casi a mirar a la porteñidad con simpatía, como si él no fuera rosarino y en cambio hubiera nacido en Talcahuano y Corrientes, o mejor, en Callao y Santa Fe.
Como se puede ver a simple vista, todo esto sucede porque cuando la amistad es verdadera, atraviesa todas las instancias en la vida de un hombre. Como en este caso entre Antonio Cofré y yo.
 
 
 
 
JUEGOS*
 
 
El sol se consume a sí mismo mientras deja caer sus hilos de luz a través de las ramas alborozadas.
Es rebelde a dejarse asir, juega a las escondidas esquivando palomas. Acaricie y se diluye, muestra
su magia en el contacto etéreo.
 
 
 
DILEMA*
 
Cuestiono el fin de la noche y el principio de los amaneceres.
El círculo interminable fija el determinismo de la piedra que recibe el castigo del viento y la erosión de la
lluvia.
Comprender sería un bálsamo. Aceptar permitiría el vuelo.
Pero principio y fin caminan juntos y siempre es la oscuridad la que se instala en el trono.
 
 
 
DEVOLUCIÓN*
 
 
Fabrico risas donde corrían lágrimas, abro puertas para que los demás entren, despejo horizontes para que
se encuentre y se goce.
Anoche dormí sobre risas, horizontes libares y despejados y un "muchas gracias" repetido indefinidamente.
 
 
*De Emilse Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
 
 
 
 
 
Inapresable*
 
 
El territorio cuerpo busca un velo o un puente para el dialecto de la infancia.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
Hasta Luego*
 
 
 
La abuela se moría. Había entrado al sanatorio y sabíamos que de allí su única salida sería hacia la sala de velatorios. Estábamos tristes pero era muy anciana, el cuerpito abultaba ya lo que una niña pequeña debajo de las sábanas, la vida se le había dado con generosidad y la partida era dolorosa pero no trágica. Cosas que deben suceder, aceptábamos su pronto fallecimiento con esa facilidad que da la vejez, cuando esa vejez que justifica la resignación es de otro.
De las sábanas blancas asomaba la cara arrugada, unas manos pura vena azul y huesos frágiles. Cuando la ayudaba a incorporarse en el lecho, era tan leve. Molestaba el olor a comida hervida y el cloro de los pasillos, pero no parecía mal lugar para dejarse resbalar en la muerte. Estábamos todos, turnándonos para acompañarla, secretamente aliviados cada vez que finalizaban las horas estipuladas y no nos había tocado el momento aciago.
Yo, cada vez que sorteaba la puerta, sentía que había tenido la gracia de no ser quien recibiera el dudoso don de anotar la última imagen de vida y la primera de muerte.
Sabíamos que a lo sumo serían dos o tres días. No había retorno, y ella también lo sabía pero lo callaba para no apenarnos. Le comentábamos el cumpleaños del Juanchi, matizábamos la espera de lo inevitable narrando nimiedades y evitando alusiones al futuro.
Parece que si uno está enfermo de cáncer es algo superfluo enfermarse de otra cosa, resfrío por ejemplo. Nos han enseñado en la literatura que si una mujer sufre por su amado no puede justo en ese momento apretarse el dedo con la puerta. No es elegante, enturbia el relato.
Sin embargo la vida esquiva las sutilezas narrativas, y estábamos de duelo prefigurado por la abuela cuando ocurrió la muerte súbita de mi padre.
Víctima de un ataque cardíaco, mi papá, único hijo, debió ser velado antes que su madre. Eso no debía ser, no casa en la línea histórica que la madre sobreviva a su hijo, y que las muertes contiguas no guarden la lógica acostumbrada.
La familia se dividió entre el sanatorio y el cementerio, la abuela seguía con su tranquila agonía en la sala siete, maquillamos las lágrimas para que no tuviese que llorar al hijo. No le dijimos nada.
Con ingenuas poses actorales continuamos la farsa de lo cotidiano, esperando el final para poder entregarnos a los duelos. No fue fácil.
La ancianita se consumía, se apagaba modestamente. Le habíamos evitado sufrimiento, y eso nos tranquilizaba.
La mañana del último día mi madre entró a la habitación. Llevaba un camisón recién planchado, una botella de gaseosa, pilas para la radio que acompañaba el tiempo sobre la mesa de luz, una sonrisa impostada cubriendo su recién estrenada y todavía no asumida viudez. Esa noche había llovido, lo
recuerdo, y sus zapatos hacían un ruido que sobre las baldosas imitaba el de las zapatillas de básquet en el piso de madera de una cancha.
Yo había velado el sueño de la abuela en una silla incómoda, había dormido mal, estaba un poco somnolienta y levanté la cabeza precisamente por el sonido deportivo de mamá. Me acuerdo. La abuela también abrió los ojos y habló con su vocecita temblorosa.
"¿Por qué no me dijiste que se murió el Cacho?" -preguntó.
Mamá se suspendió allí en el vano y me miró como retándome con los ojos; yo hice el gesto de que no, que yo no le había dicho nada.
"¿Por qué no me dijiste que se murió el Cacho?" -había preguntado.
Como no hubo respuesta agregó "esta noche vino el Cachito y me dijo viejita, la espero arriba".
Qué lástima haber estado dormida, me hubiese gustado despedirme de papá.
 
 
*Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Solos*
 
 
 
*Por Miguel Angel Gavilán.
 
 
Sale de la casa y se encuentra sola. Con su vestido de flores apretadas y su bolso gris. Pero sola. Se ve buscando a un hombre en mitad de su vida. Muy pintada, los cabellos ya entrecanos camuflados bajo el color rojo chillón de la tintura y las uñas mordidas en el fragor de la ansiedad. En la puerta, el barrio es el de siempre: una larga calle arbolada y los chalecitos con maceteros y malvones que vuelven cálida la soledad de las tardes. Cierra el portillo y corre el pasador, después baja el escalón de granito y mira la vereda que el sol dejó hace rato de sonrosar. Acostó a su madre, las mesas de noche cargadas con frascos de remedios y perfumes, como un ídolo obeso, de oro y pedrería en el centro de la cama. Habitualmente, antes de salir, la maquillaba y le anudaba un pañuelo de encajes en la cabeza. Le ponía sus collares y sus anillos grandes, de fantasía, que en la mano regordeta parecían luces de navidad. Procuraba disimularle las ojeras negras con esmero, sabiendo imposible acallar esas manchas profundas y viejas con cremas y polvos. La vejez estaba ahí, había hecho nido y ya no se movería de esos párpados. Por más que frotara, sin consuelo, la vejez también estaba en ella, en su rostro de cuarentona fea y solterona lo mismo que un gusano que taladraba la piel hasta la llaga.
Camina haciendo sonar los tacos en las baldosas. Los autos doblan y algunos conductores la miran de reojo. Las flores de su vestido brillando ante el fogonazo de las luces. Quiere mostrarse decidida aunque la forma de aferrar la cartera delate su debilidad. Toda la noche en los hombros, piensa. Siempre le había fascinado la noche, esa espesura de silencio en el borde del aire, ese miedo que le daban las estrellas como ojos o como perforaciones sucias de blanco. En la esquina había una parada de taxis. Ahí esperaría al gordo de los miércoles, ese que conoció bailando tangos en un boliche del bajo, que le mentía deseo en la pieza de un hotel haciéndola sentir cobarde.
Aquel hombre siente la soledad como nunca. Como una goma que se le pega en el cuerpo hasta sofocarlo. Siente que se le acumula en la carne formando un callo entre los pliegues, donde se juntan los gestos, los guiños, las miradas. Lo envuelve, lo acosa, lo mantiene lejos de la cordura. No le permite reponerse del desorden del miedo. Está atrapado. Se siente idiota al reconocerse indudablemente solo en medio de todos los que dicen quererlo. Toma pastillas, bebe. Se consuela viendo viejas películas, se habla de lo canalla que fue cuando tuvo la posibilidad de ser querido y se hizo a un lado, sin empaque, entregado en el desangre. Lee periódicos, manda mails, se deja caer en la web, hundiéndose en el estallido del chat donde otros hombres buscan señales que se parezcan al cariño, hiriéndose para sentirse vivos, regodeándose en la masacre de los nombres para hacer del nick elegido una salida terca de la monotonía. Su soledad es un bloque de cemento que se le clava en los costados, que tiene puntas y lo invita a caer. Pero se levanta. Quiere morir, pero algo lo aleja de esa idea. Un impulso, un improperio, una rebeldía única, nunca sentida, colándosele dentro de las costillas como un viento envenenado pero salvador. Las escenas de la película pasan ligeras, perversas. Isabel Sarli de guardapolvo blanco, la luz salvaje, la actuación impúdicamente mala, la mujer bella pero grotesca al fingir una calentura fatal. "Que pretende usted de mí" borrando todo argumento. Sin entusiasmo, el hombre bosteza. Es lo único que le pueden provocar esas contorsiones, esas lumbalgias de senos puestos de pie ante la cámara. Al terminar de ver, recorre con los ojos la breve habitación, encoge los hombros como si sintiera frío, aunque el calor es insoportable. Afuera la gente también finge ser feliz. Inventa razones para la dicha, planea encuentros, se ama, se busca, resbala en esa inercia de la amistad que va quedando como una costumbre similar al afecto. La gente tiene más armas que él para creerse feliz. Porque con la soledad se pierden las dimensiones de la dicha ajena, es necesario convertirse en espectador de ella, ver mejillas iluminadas de alegría, risas, el otro con el otro, para poder decir: "Eso es lo que no tengo", eso es lo que otros tienen y yo lo dejé escapar, una simpleza, manos que se juntan, calor en las bocas, la alegría, nada más, un bar, una conversación, vestirse para otro, para que otro distinto complete el cuadro que queda trunco si nadie mira, si nadie dice, estás hermosa o hermoso, sos mi amor, sos mi vida, sos, simplemente. Se pone la camisa y sale. No sabe que se encontrará con esa mujer, en el banco de cemento. Tan lastimosamente él en otro sexo.
Se convence de que el gordo de los miércoles no vendrá recién cuando ve al hombre acercarse, pálido, como si el tiempo le hubiera lavado la sangre dejándolo así, muerto y apagado en esa prontitud de sueño. Tiene los ojos chicos de espiar la vida desde un lugar cerrado. Ella sabe de esas cosas. El gordo es casado, mentiroso y da lástima arriesgarse a tenerle cariño. Ella pensaba todo en función de su madre, hasta se sorprendió una noche midiendo si su amante entraría en la cama de la vieja una vez que esta muriera. Se ríe de verse tan pobre intentando atrapar las migajas que alimentan el resentimiento. Quiere que ese hombre la vea, aunque sea ese, para no volver tan sin levante, tan despiadadamente no elegida otra vez. Por eso cruza las piernas con lastimada premura.
Sin expresión, el hombre se sienta al lado. Y se le presenta una casa gris, él llegando de la oficina, la habitación a oscuras, una mujer en bata, un hombre desnudo, un asombro, o dos, una pregunta que no se contesta, que no es necesario responder, el adiós. Piensa ¿cómo matar lo que nunca tuvo vida?, ¿cómo hacerse cargo de un sueño, cuando todos se han terminado? Y piensa también en el reposo de la mujer del banco, esa entrega, los ojos esquivos, la duda y un tajo de labios rojos a modo de sonrisa que quiere ser agradable.
El hombre huele a alcohol, a ropa transpirada y vuelta a transpirar. Recuerda a la madre que le echaba los candidatos y ella que la dejaba hacer por comodidad, por culpa. Y ahora ese, que no era lo que ella buscaba pero que está ahí, que debía verla como una puta para facilitarle las cosas, para que el amor no naciera, como no nació aquel único hijo que le hicieron y que tuvo que abortar porque los hombres las quieren vírgenes, los hombres no las quieren rotas, la madre llorando las faltas de una hija díscola, perdida.
- ¿Vamos a algún lado? - propone.
Cuando se reclina en el banco, sabe que esa mujer no le va a servir. Porque nadie entiende que para odiar, para el rencor se necesita un asco, como comer bichos, algo más deshonroso que encontrar a la propia esposa en brazos de otro o pensar que aún alguien podía amar al burócrata disfrazado de marido que traía flores a la casa y hablaba de las vacaciones. Es necesario sentir que la carne se desgarra en cólera, no soñada sino viva, un asco destructivo, como estrellar un puño contra la cara de alguien alguna vez deseado. Esa mujer es honesta. Tiene una pena sentida y cierta, por más que proclame ser una cualquiera, por más que vaya casa por casa diciendo su deseo, pidiendo mitigar sus calores de loca, la inocencia se le desborda tras cada caricia. No le servirá, no. Ni esa noche ni ninguna. Ni en el recuerdo, ni en la anemia de esas horas pasadas frente a la computadora buscando otras hembras odiables y felices, otras putas a las que dejar sin amor. Defraudado prepara la respuesta.
- Vivo cerca. Vamos a mi casa.
 
 
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36617-2012-11-27.html
 
 
 
 
 
Inclinación al vuelo*
 
 
Escucha a Glen Gould, y las cadencias del piano se cuelan por las hendiduras de su regocijo. La música estremece su piel; le roza el alma y se precipita en arpegios inquietando su sangre desamparada.
Siente un impulso irracional al llanto y pugna por brotar desde sus entrañas la melancolía de los ángeles. Sus sentidos están exaltados: ella puede ver el color de los acordes, tocar el espesor de los sonidos, oler la fragancia de las notas...
Improvisa alas en los pies y levita al compás de las emociones proyectadas en melodías.
¿Quién le recordará que debe bajar y hacer su felicidad con ingredientes de cocina y pompas de jabón para lavar la ropa?
 
 
*de Lucia Díaz. ludiaz1@yahoo.com
 
 
 
 
 
 
LA FE DE LOS INCRÉDULOS*
 
 
 
Cuando arrecian los malos tiempos y no alcanza el placard del dormitorio para esconderse, cuando pasan esas cosas que nos desgarran la tela y despintan las paredes. En esos decisivos tiempos difíciles de expectación y desánimo, de sueño revuelto y de dolor, cuando la vida es una mesa que nos ponen con la base en el suelo y los apoyos al aire. Entonces.
Justo entonces. Justo en lo más alto o lo más bajo, en el punto justo del vértigo. Entonces hay quien enciende velas a los santos, reza a San Expedito, acude a su Pastor o simplemente ora en lo recóndito. Y encomienda su alma a su Dios, y cree en lo justo y lo destinado a cumplirse desde lo desde siempre decidido desde siempre escrito, desde lo eterno.
Y es la paz del espíritu, el aplacarse de las pasiones. Es la resignación y lo horizontal. La oración, el pedido, el agradecimiento por la prueba que encaja como una pieza necesaria en el rompecabezas de lo Eterno.
El alma puede descansar, las manos se aquietan en el regazo, un ser paternal o maternal extiende su velo sobre la criatura frágil.
Pero y qué hay de los incrédulos. Qué de aquellos que no tienen la dirección a dónde enviar sus reclamos, sus lágrimas certificadas, su carta documento de protesta e intimación.
Qué pasa con quienes en lo alto del trapecio, con las manos resbalosas, saben que en el otro trapecio no hay ninguna figura alada para recibirlos. A quién le piden clemencia. A nadie.
Es propio de la condición humana sin embargo esa cosa oscura de torcer la lógica. Y se ven arrojados los incrédulos a una maraña sospechosa de cábalas, supersticiones, costumbres propiciatorias. No encenderá una vela a un santo, pero se alegrará de que yendo al sanatorio un perro defecaba de
frente; es buena señal. No rezará a San Expedito el hombre de ciencia que no cree en fantasmas ni Espíritus Santos, pero no usará la remera roja en este día, que le resulta agorera y atracción de catástrofes indecibles. No acudirá a ningún Pastor la señora racional que mantiene que el cosmos es caótico y casual, pero le dará una moneda a un mendigo para prevenir maldiciones soterradas.
Será que somos tan pequeños, tan efímeros, tan frágiles, que alguna magia nos hace falta para enfrentar un mundo tan adverso.
No me burlo entonces ni de los mantras ni de los rosarios, ni de los sermones ni de las procesiones. Son recordatorios de que le tenemos miedo a nuestra propia muerte y pánico a la desaparición de quienes amamos.
Si alguna fe tienen los incrédulos, no se la quiten. Que eludan las escaleras, que no se den a la traición de los gatos negros, que no pisen las juntas de las baldosas o que usen la pulserita roja en el bracito gordo del bebé. Es una oración en lo recóndito. Aunque no hubiese quien la reciba. No
burlarse, digo nuevamente, de una oración en lo recóndito.
 
 
*De Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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