*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
Atardecer de otoño en las ventanas*
Atardecer de otoño en las ventanas.
Desconsoladas ráfagas de viento
como caricias somnolientas de la tarde.
Siempre en este minuto me hiere tu memoria
como ávida cuchilla de negro terciopelo.
Una música triste llena el ámbito
pero, ¿qué música no es monotonía
cuando añoro tus manos, tan lejanas ahora?
Atardecer de otoño en los cristales
y en el alma la flor de una nostalgia
desbocándose hacia todos los rincones.
Un trueno, unas gotas de agua,
luego la calma de la lluvia que no cae.
Sólo el otoño atardeciendo en los cristales,
coloreando en gris el horizonte
y grabando en mi pecho las huellas de tu ausencia.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
INCLINACIÓN AL VUELO…
ANTONIO*
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
Desde Buenos Aires me escribe mi amigo Antonio Cofré y con la
ironía de la frase percibo su sentir:
-¿Y los que están por la ciudad pulpo que son, eh?
Y la referencia es clara, en mi texto Amigos nombro a un
misionero adoptivo y a un quirquinchense; es decir: al Negro Cárdenas y a
Miguel Freddi.
De algún modo su reclamo amistosamente me pone en un lugar donde
nunca estuve; y rápidamente le contesto que allí, en la Capital de la mismísima
República tengo muchos amigos, empezando por él que es un rosarino que
emigró hacia allí hace cuarenta años.
Soy un cultor de la amistad y percibo que cuando los hilos verdaderos
del afecto que ella conlleva, pone de inmediato una inmensa e invisible malla
en movimiento. Como por ejemplo, a Antonio y al mismísimo Negro Cárdenas los
conocí en mis veinte años en la mítica librería Aries, de Reynaldo Pappalardo y
del poeta Rubén Sevlever. Allí también conocí a otro entrañable; Jorge
Jäger, y a tantos otros.
Esa librería, donde trabajé dos años, fue la base de lo que luego
vendría. Es decir, casi como el principio de mi vida rosarina.
Y hay algo más, por si faltara para que Antonio no me reproche
nada, él vivió en mi pueblo, cuando niño. Su padre trabajaba en el Ferrocarril
creo que de telegrafista en los tiempos de don Pedro Caro, es decir cuando fue
Jefe de Estación y luego Juez de Paz del pueblo y de él se cuentan diversas
anécdotas aún, como por ejemplo cuando luego de cenar se llegaba hasta el
club a hacerse una o varias partidas de naipes y no era raro que doña Remedios,
su esposa, lo fuera a buscar unos minutos antes para hacerse cargo de su
trabajo. Por suerte la Estación estaba a menos de cien metros del club. Cuado
ya la tienda Blanco y Negro estaría por abrir sus puertas, en la esquina y
quizás saludaría a alguno de sus socios, o don Cavallo o el padre de Carlito
Calani, quienes de riguroso traje oscuro le harían alguna broma.
Don Pedro jugaría con varios amigos y lo habrá hecho seguramente
con don Guallis Cavallín, idóneo de farmacia, ya que su esposa doña Eglantina
era quien tenía el diploma y era titular de la Farmacia del pueblo, como
rezaba el letrero pintado arriba de la puerta y la vidriera.
Otro hombre, lleno de anécdotas, don Guallis, quien acuñó una frase
célebre luego:
-En mi casa mando yo, pero se hace lo que dice mi señora.
En esas épocas muy recatadas, donde los preservativos se vendían
sólo en las farmacias, una vez entró un cliente y en el negocio había
algunas señoras. El hombre tenía un tíc y apenas lo vio don Guallis, se
internó en una puerta por un pasillo oscuro y volvió con un paquetito y con un
guiño de ojos le dijo: servido señor.
El otro anonadado salió luego de pagar.
Cuando don Guallis contó la anécdota en el Club, entre risas decía:
-Cómo iba a saber yo que el hombre que entró haciendo una
seña de truco tenía un tic y sólo buscaba un jarabe-.
Estas cosas sucedían mientras el tiempo se arrastraba como una
víbora soñolienta por las anchas calles llenas de polvo de mi pueblo, donde los
negocios abrían puntualmente sus puertas atendidas por sus dueños de riguroso
traje, con sus varios empleados embutidos en esa misma ropa, hecha a medida por
uno de los varios sastres que trabajaban muy bien.
De don Pedro Caro se cuenta también su alta pasión de radical y su
amistad con la familia Giuliano, rabiosamente militante de ese partido en una
época donde el peronismo había irrumpido por primera vez en la Historia.
La gente viajaba en tren y casi no salía del pueblo, salvo para
hacer un trámite y volvía rápido, porque si tardaba un par de días, podía ser
asociado al ocio, que no se permitían estos inmigrantes duros o sus
descendientes que habían mamado esa enseñanza y para ellos sólo existía
una cultura: la del trabajo.
El pavimento estaba a veinticinco kilómetros, en Firmat.
Cuando llovía si no fuera por el tren quedábamos aislados en un
lodazal que en los temporales de invierno se convertía en una pesadilla que
cada uno se disponía a superar como podía.
Estos eran los tiempos en que Antonio Cofré, mi amigo, vivió en el
pueblo, aunque nosotros no nos conocimos.
Y me resulta simpática su ironía donde me intima a casi a mirar a
la porteñidad con simpatía, como si él no fuera rosarino y en cambio hubiera
nacido en Talcahuano y Corrientes, o mejor, en Callao y Santa Fe.
Como se puede ver a simple vista, todo esto sucede porque cuando la
amistad es verdadera, atraviesa todas las instancias en la vida de un hombre.
Como en este caso entre Antonio Cofré y yo.
JUEGOS*
El sol se consume a sí mismo mientras deja caer sus hilos de luz a
través de las ramas alborozadas.
Es rebelde a dejarse asir, juega a las escondidas esquivando
palomas. Acaricie y se diluye, muestra
su magia en el contacto etéreo.
DILEMA*
Cuestiono el fin de la noche y el principio de los amaneceres.
El círculo interminable fija el determinismo de la piedra que
recibe el castigo del viento y la erosión de la
lluvia.
Comprender sería un bálsamo. Aceptar permitiría el vuelo.
Pero principio y fin caminan juntos y siempre es la oscuridad la
que se instala en el trono.
DEVOLUCIÓN*
Fabrico risas donde corrían lágrimas, abro puertas para que los
demás entren, despejo horizontes para que
se encuentre y se goce.
Anoche dormí sobre risas, horizontes libares y despejados y un
"muchas gracias" repetido indefinidamente.
*De Emilse Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
Inapresable*
El territorio cuerpo busca un velo o un puente para el dialecto de
la infancia.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Hasta Luego*
La abuela se moría. Había entrado al sanatorio y sabíamos que de
allí su única salida sería hacia la sala de velatorios. Estábamos tristes pero
era muy anciana, el cuerpito abultaba ya lo que una niña pequeña debajo de las
sábanas, la vida se le había dado con generosidad y la partida era dolorosa
pero no trágica. Cosas que deben suceder, aceptábamos su pronto fallecimiento
con esa facilidad que da la vejez, cuando esa vejez que justifica la
resignación es de otro.
De las sábanas blancas asomaba la cara arrugada, unas manos pura
vena azul y huesos frágiles. Cuando la ayudaba a incorporarse en el lecho, era
tan leve. Molestaba el olor a comida hervida y el cloro de los pasillos, pero
no parecía mal lugar para dejarse resbalar en la muerte. Estábamos todos, turnándonos
para acompañarla, secretamente aliviados cada vez que finalizaban las horas
estipuladas y no nos había tocado el momento aciago.
Yo, cada vez que sorteaba la puerta, sentía que había tenido la
gracia de no ser quien recibiera el dudoso don de anotar la última imagen de
vida y la primera de muerte.
Sabíamos que a lo sumo serían dos o tres días. No había retorno, y
ella también lo sabía pero lo callaba para no apenarnos. Le comentábamos el
cumpleaños del Juanchi, matizábamos la espera de lo inevitable narrando
nimiedades y evitando alusiones al futuro.
Parece que si uno está enfermo de cáncer es algo superfluo
enfermarse de otra cosa, resfrío por ejemplo. Nos han enseñado en la literatura
que si una mujer sufre por su amado no puede justo en ese momento apretarse el
dedo con la puerta. No es elegante, enturbia el relato.
Sin embargo la vida esquiva las sutilezas narrativas, y estábamos
de duelo prefigurado por la abuela cuando ocurrió la muerte súbita de mi padre.
Víctima de un ataque cardíaco, mi papá, único hijo, debió ser
velado antes que su madre. Eso no debía ser, no casa en la línea histórica que
la madre sobreviva a su hijo, y que las muertes contiguas no guarden la lógica
acostumbrada.
La familia se dividió entre el sanatorio y el cementerio, la abuela
seguía con su tranquila agonía en la sala siete, maquillamos las lágrimas para
que no tuviese que llorar al hijo. No le dijimos nada.
Con ingenuas poses actorales continuamos la farsa de lo cotidiano,
esperando el final para poder entregarnos a los duelos. No fue fácil.
La ancianita se consumía, se apagaba modestamente. Le habíamos
evitado sufrimiento, y eso nos tranquilizaba.
La mañana del último día mi madre entró a la habitación. Llevaba un
camisón recién planchado, una botella de gaseosa, pilas para la radio que
acompañaba el tiempo sobre la mesa de luz, una sonrisa impostada cubriendo su
recién estrenada y todavía no asumida viudez. Esa noche había llovido, lo
recuerdo, y sus zapatos hacían un ruido que sobre las baldosas
imitaba el de las zapatillas de básquet en el piso de madera de una cancha.
Yo había velado el sueño de la abuela en una silla incómoda, había
dormido mal, estaba un poco somnolienta y levanté la cabeza precisamente por el
sonido deportivo de mamá. Me acuerdo. La abuela también abrió los ojos y habló
con su vocecita temblorosa.
"¿Por qué no me dijiste que se murió el Cacho?"
-preguntó.
Mamá se suspendió allí en el vano y me miró como retándome con los
ojos; yo hice el gesto de que no, que yo no le había dicho nada.
"¿Por qué no me dijiste que se murió el Cacho?" -había
preguntado.
Como no hubo respuesta agregó "esta noche vino el Cachito y me
dijo viejita, la espero arriba".
Qué lástima haber estado dormida, me hubiese gustado despedirme de
papá.
*Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com
Solos*
*Por Miguel Angel Gavilán.
Sale de la casa y se encuentra sola. Con su vestido de flores
apretadas y su bolso gris. Pero sola. Se ve buscando a un hombre en mitad de su
vida. Muy pintada, los cabellos ya entrecanos camuflados bajo el color rojo
chillón de la tintura y las uñas mordidas en el fragor de la ansiedad. En la
puerta, el barrio es el de siempre: una larga calle arbolada y los chalecitos
con maceteros y malvones que vuelven cálida la soledad de las tardes. Cierra el
portillo y corre el pasador, después baja el escalón de granito y mira la
vereda que el sol dejó hace rato de sonrosar. Acostó a su madre, las mesas de
noche cargadas con frascos de remedios y perfumes, como un ídolo obeso, de oro
y pedrería en el centro de la cama. Habitualmente, antes de salir, la
maquillaba y le anudaba un pañuelo de encajes en la cabeza. Le ponía sus
collares y sus anillos grandes, de fantasía, que en la mano regordeta parecían
luces de navidad. Procuraba disimularle las ojeras negras con esmero, sabiendo
imposible acallar esas manchas profundas y viejas con cremas y polvos. La vejez
estaba ahí, había hecho nido y ya no se movería de esos párpados. Por más que
frotara, sin consuelo, la vejez también estaba en ella, en su rostro de
cuarentona fea y solterona lo mismo que un gusano que taladraba la piel hasta
la llaga.
Camina haciendo sonar los tacos en las baldosas. Los autos doblan y
algunos conductores la miran de reojo. Las flores de su vestido brillando ante
el fogonazo de las luces. Quiere mostrarse decidida aunque la forma de aferrar
la cartera delate su debilidad. Toda la noche en los hombros, piensa. Siempre
le había fascinado la noche, esa espesura de silencio en el borde del aire, ese
miedo que le daban las estrellas como ojos o como perforaciones sucias de
blanco. En la esquina había una parada de taxis. Ahí esperaría al gordo de los
miércoles, ese que conoció bailando tangos en un boliche del bajo, que le
mentía deseo en la pieza de un hotel haciéndola sentir cobarde.
Aquel hombre siente la soledad como nunca. Como una goma que se le
pega en el cuerpo hasta sofocarlo. Siente que se le acumula en la carne
formando un callo entre los pliegues, donde se juntan los gestos, los guiños,
las miradas. Lo envuelve, lo acosa, lo mantiene lejos de la cordura. No le
permite reponerse del desorden del miedo. Está atrapado. Se siente idiota al
reconocerse indudablemente solo en medio de todos los que dicen quererlo. Toma
pastillas, bebe. Se consuela viendo viejas películas, se habla de lo canalla
que fue cuando tuvo la posibilidad de ser querido y se hizo a un lado, sin
empaque, entregado en el desangre. Lee periódicos, manda mails, se deja caer en
la web, hundiéndose en el estallido del chat donde otros hombres buscan señales
que se parezcan al cariño, hiriéndose para sentirse vivos, regodeándose en la
masacre de los nombres para hacer del nick elegido una salida terca de la
monotonía. Su soledad es un bloque de cemento que se le clava en los costados,
que tiene puntas y lo invita a caer. Pero se levanta. Quiere morir, pero algo
lo aleja de esa idea. Un impulso, un improperio, una rebeldía única, nunca
sentida, colándosele dentro de las costillas como un viento envenenado pero
salvador. Las escenas de la película pasan ligeras, perversas. Isabel Sarli de
guardapolvo blanco, la luz salvaje, la actuación impúdicamente mala, la mujer
bella pero grotesca al fingir una calentura fatal. "Que pretende usted de
mí" borrando todo argumento. Sin entusiasmo, el hombre bosteza. Es lo único
que le pueden provocar esas contorsiones, esas lumbalgias de senos puestos de
pie ante la cámara. Al terminar de ver, recorre con los ojos la breve
habitación, encoge los hombros como si sintiera frío, aunque el calor es
insoportable. Afuera la gente también finge ser feliz. Inventa razones para la
dicha, planea encuentros, se ama, se busca, resbala en esa inercia de la
amistad que va quedando como una costumbre similar al afecto. La gente tiene
más armas que él para creerse feliz. Porque con la soledad se pierden las
dimensiones de la dicha ajena, es necesario convertirse en espectador de ella,
ver mejillas iluminadas de alegría, risas, el otro con el otro, para poder
decir: "Eso es lo que no tengo", eso es lo que otros tienen y yo lo
dejé escapar, una simpleza, manos que se juntan, calor en las bocas, la
alegría, nada más, un bar, una conversación, vestirse para otro, para que otro
distinto complete el cuadro que queda trunco si nadie mira, si nadie dice,
estás hermosa o hermoso, sos mi amor, sos mi vida, sos, simplemente. Se pone la
camisa y sale. No sabe que se encontrará con esa mujer, en el banco de cemento.
Tan lastimosamente él en otro sexo.
Se convence de que el gordo de los miércoles no vendrá recién
cuando ve al hombre acercarse, pálido, como si el tiempo le hubiera lavado la
sangre dejándolo así, muerto y apagado en esa prontitud de sueño. Tiene los
ojos chicos de espiar la vida desde un lugar cerrado. Ella sabe de esas cosas.
El gordo es casado, mentiroso y da lástima arriesgarse a tenerle cariño. Ella
pensaba todo en función de su madre, hasta se sorprendió una noche midiendo si
su amante entraría en la cama de la vieja una vez que esta muriera. Se ríe de
verse tan pobre intentando atrapar las migajas que alimentan el resentimiento.
Quiere que ese hombre la vea, aunque sea ese, para no volver tan sin levante,
tan despiadadamente no elegida otra vez. Por eso cruza las piernas con
lastimada premura.
Sin expresión, el hombre se sienta al lado. Y se le presenta una
casa gris, él llegando de la oficina, la habitación a oscuras, una mujer en
bata, un hombre desnudo, un asombro, o dos, una pregunta que no se contesta,
que no es necesario responder, el adiós. Piensa ¿cómo matar lo que nunca tuvo
vida?, ¿cómo hacerse cargo de un sueño, cuando todos se han terminado? Y piensa
también en el reposo de la mujer del banco, esa entrega, los ojos esquivos, la
duda y un tajo de labios rojos a modo de sonrisa que quiere ser agradable.
El hombre huele a alcohol, a ropa transpirada y vuelta a
transpirar. Recuerda a la madre que le echaba los candidatos y ella que la
dejaba hacer por comodidad, por culpa. Y ahora ese, que no era lo que ella
buscaba pero que está ahí, que debía verla como una puta para facilitarle las
cosas, para que el amor no naciera, como no nació aquel único hijo que le
hicieron y que tuvo que abortar porque los hombres las quieren vírgenes, los
hombres no las quieren rotas, la madre llorando las faltas de una hija díscola,
perdida.
- ¿Vamos a algún lado? - propone.
Cuando se reclina en el banco, sabe que esa mujer no le va a
servir. Porque nadie entiende que para odiar, para el rencor se necesita un
asco, como comer bichos, algo más deshonroso que encontrar a la propia esposa
en brazos de otro o pensar que aún alguien podía amar al burócrata disfrazado
de marido que traía flores a la casa y hablaba de las vacaciones. Es necesario
sentir que la carne se desgarra en cólera, no soñada sino viva, un asco
destructivo, como estrellar un puño contra la cara de alguien alguna vez
deseado. Esa mujer es honesta. Tiene una pena sentida y cierta, por más que
proclame ser una cualquiera, por más que vaya casa por casa diciendo su deseo,
pidiendo mitigar sus calores de loca, la inocencia se le desborda tras cada
caricia. No le servirá, no. Ni esa noche ni ninguna. Ni en el recuerdo, ni en
la anemia de esas horas pasadas frente a la computadora buscando otras hembras
odiables y felices, otras putas a las que dejar sin amor. Defraudado prepara la
respuesta.
- Vivo cerca. Vamos a mi casa.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36617-2012-11-27.html
Inclinación al vuelo*
Escucha a Glen Gould, y las cadencias del piano se cuelan por las
hendiduras de su regocijo. La música estremece su piel; le roza el alma y se
precipita en arpegios inquietando su sangre desamparada.
Siente un impulso irracional al llanto y pugna por brotar desde sus
entrañas la melancolía de los ángeles. Sus sentidos están exaltados: ella puede
ver el color de los acordes, tocar el espesor de los sonidos, oler la fragancia
de las notas...
Improvisa alas en los pies y levita al compás de las emociones
proyectadas en melodías.
¿Quién le recordará que debe bajar y hacer su felicidad con
ingredientes de cocina y pompas de jabón para lavar la ropa?
*de Lucia Díaz. ludiaz1@yahoo.com
LA FE DE LOS INCRÉDULOS*
Cuando arrecian los malos tiempos y no alcanza el placard del
dormitorio para esconderse, cuando pasan esas cosas que nos desgarran la tela y
despintan las paredes. En esos decisivos tiempos difíciles de expectación y
desánimo, de sueño revuelto y de dolor, cuando la vida es una mesa que nos
ponen con la base en el suelo y los apoyos al aire. Entonces.
Justo entonces. Justo en lo más alto o lo más bajo, en el punto
justo del vértigo. Entonces hay quien enciende velas a los santos, reza a San
Expedito, acude a su Pastor o simplemente ora en lo recóndito. Y encomienda su
alma a su Dios, y cree en lo justo y lo destinado a cumplirse desde lo desde
siempre decidido desde siempre escrito, desde lo eterno.
Y es la paz del espíritu, el aplacarse de las pasiones. Es la
resignación y lo horizontal. La oración, el pedido, el agradecimiento por la
prueba que encaja como una pieza necesaria en el rompecabezas de lo Eterno.
El alma puede descansar, las manos se aquietan en el regazo, un ser
paternal o maternal extiende su velo sobre la criatura frágil.
Pero y qué hay de los incrédulos. Qué de aquellos que no tienen la
dirección a dónde enviar sus reclamos, sus lágrimas certificadas, su carta
documento de protesta e intimación.
Qué pasa con quienes en lo alto del trapecio, con las manos
resbalosas, saben que en el otro trapecio no hay ninguna figura alada para
recibirlos. A quién le piden clemencia. A nadie.
Es propio de la condición humana sin embargo esa cosa oscura de
torcer la lógica. Y se ven arrojados los incrédulos a una maraña sospechosa de
cábalas, supersticiones, costumbres propiciatorias. No encenderá una vela a un
santo, pero se alegrará de que yendo al sanatorio un perro defecaba de
frente; es buena señal. No rezará a San Expedito el hombre de
ciencia que no cree en fantasmas ni Espíritus Santos, pero no usará la remera
roja en este día, que le resulta agorera y atracción de catástrofes indecibles.
No acudirá a ningún Pastor la señora racional que mantiene que el cosmos es
caótico y casual, pero le dará una moneda a un mendigo para prevenir
maldiciones soterradas.
Será que somos tan pequeños, tan efímeros, tan frágiles, que alguna
magia nos hace falta para enfrentar un mundo tan adverso.
No me burlo entonces ni de los mantras ni de los rosarios, ni de
los sermones ni de las procesiones. Son recordatorios de que le tenemos miedo a
nuestra propia muerte y pánico a la desaparición de quienes amamos.
Si alguna fe tienen los incrédulos, no se la quiten. Que eludan las
escaleras, que no se den a la traición de los gatos negros, que no pisen las
juntas de las baldosas o que usen la pulserita roja en el bracito gordo del
bebé. Es una oración en lo recóndito. Aunque no hubiese quien la reciba. No
burlarse, digo nuevamente, de una oración en lo recóndito.
*De Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com
***
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