domingo, enero 27, 2013

¿CÓMO SABER QUE EL MUNDO TIENE OTRO DESTINO?



*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
TRAVESÍA MÁGICA*
 
 
 
Sutil envergadura de lo leve,
De lo etéreo, lo falaz y lo sublime.
Rima que me acosa y que no cesa...
Fiel mariposa nocturna ¿quién apagó tus pasos?
¿quién intentó colorear tus tonos grises?
 
Ay del grillo cantor de madrugada,
De la salamandra comida por hormigas,
Del gato, del incienso, de las flores,
De la rama que semeja un basilisco,
Del unicornio de humo entreverado.
 
Ay de mí, de mi sombra, de mis voces,
Si les falta la ola que no ruge,
La brisa que mece el mar de plumas,
La mariposa del jardín de ánimas,
La mirada que recorre mis pupilas.
 
Ay del mago, del árbol, del recodo,
De la fuente, del río y de la nave,
De la feria del romero y del tomillo,
De líneas en los surcos de la mano,
Triste gaviota de vuelo detenido...
 
Si no está la noche más oscura,
El día más claro,
La verja insomne, el fauno,
El nido del mochuelo,
El arca de los sueños y los soles...
 
Si no se abre la puerta a los avernos,
Si no canta el mensajero de lo efímero,
Si no estoy, si no estás,
Si no unimos nuestras manos...
¿Cómo saber que el mundo tiene otro destino?
 
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
 
¿CÓMO SABER QUE EL MUNDO TIENE OTRO DESTINO?
 
 
 
 
 
 
La perra*
 
 
 
*De Graciela Vega. cielavega@yahoo.com.ar
 
 
 
Fue mi instinto de perra lo que me ayudó a saber que él estaba en Buenos Aires. Digo de perra porque lo olía. Su olor andaba por ahí, sudando esquinas y bares, dejando en el aire tabaco de frontera y perfume importado.
Se lo conté a mi amiga, la Griega, cuando cruzábamos la avenida. Ella, de inmediato, sentenció: - Vos estás muy loca -, como acostumbraba a decir cada vez que yo le hablaba de Pablo.
En tanto, ella también aspiraba el aire para descubrirlo y sobreactuaba mis gestos, dándole un clima cómplice a mis palabras. Yo la detuve con una mirada seria y ella se limitó a caminar en silencio.
La calle que conducía a la estación estaba poblada de árboles y fue imposible seguir adelante sin postergar el olfato. Otros sentidos atrapaban nuestra atención, las hojas crujían bajo nuestros pasos,  otras caían  rozando nuestras cabezas. Era una danza casi dionisíaca.
Me detuve, de pronto, ante un impulso demasiado intenso y le dije a la Griega que tenía que volver. Con sorpresa preguntó a dónde era que iba, que qué me pasaba, que se volvía conmigo.- Pero que no, Griega, le dije, esforzándome por mostrarme tranquila. Nuestra amistad daba entonces para no agregar más palabras y nos despedimos allí sin más vueltas. A poco de andar, cuando la Griega dobló la calle, comencé a andar como una perra.
Guiada por el paisaje otoñal, me detuve en la esquina donde solíamos citarnos. Me senté en el piso casi con la lengua afuera. Lo buscaba. Con los ojos de perra esperaba el indicio del encuentro. En un momento vi que alguien se acercaba para acariciarme la cabeza y yo le mostré mis dientes de perra.
La noche, las bocinas de los autos, las luces de mercurio y una luna cada vez más redonda, iban preparándome para el sueño. Pero mis orejas se mantenían alertas, se erguían cuando escuchaban pisadas y volvían a plegarse después del desencanto.
No sé cuánto tiempo estuve allí, sentada sobre mis patas de perra, hasta que lo sentí llegar. Pasó frente a mi hocico y mi cuerpo se estremeció. Me levanté para seguirlo. Rengueaba entumecida pero no quería perderlo. En el puente, unos hombres me apedreaban, espantándome divertidos. Cambié de rumbo, por un atajo, entre los pastos altos. Me arrastré con la poca fuerza que aún me nacía. La noche se cerraba. El olfato sudaba con todo mi cuerpo. Nuevamente, se había ido. Había perdido todo rastro.
Tuve que regresar a casa por la calle de los tilos. Bajo los árboles, la lluvia ocre de las hojas me iba cubriendo hasta que mi piel reaccionó sacudiéndolas con las manos. La humedad y el frío anestesió el recuerdo y mis piernas, que conocían el camino, apresuraron el paso.
 
 
 
 
 
 
 
TRAGEDIA EN VERANO*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
Los veranos en aquel tiempo solían ser calcados repetidamente, como si en medio de ellos actuara un papel carbónico.
Los amaneceres diáfanos con su aparición de pájaros en bandadas que parecían surgir de algunas ventanitas del cielo. Irrumpían muchos  en bandadas, los menos en yuntita (seguramente podrían aventurarlos como una parejita, como los horneros y las corbatitas). En la media mañana ya comenzaría la sierra severa y monótona de las cigarras que se iban contestando de a una, como en un contrapunto, hasta quebrar la tela frágil del mismísimo verano en pedacitos.
Este sonido que remedaba el corte de una ramita y el otro, el que venía de las gargantas hinchadas de las torcazas anunciaban  un día, de perros, caluroso hasta el mismísimo desguace cual profetizaba Borges: “El verano no es una estación, sino un oprobio”. Certerísimo como pudieron ser aquellas aseveraciones que  hacían al clima  o a la literatura, no podemos decir lo mismo de sus definiciones políticas.
Antes del  mediodía aparecían las mariposas que explotaban en la inmensa boca de fuego del verano y se iban hacia los alfalfares y sobre sus florcitas celestes se posaban un segundo y volvían hacia el pueblo y chocaban con las que venían en sentido contario.
Si era un verano precedido de una gran sequía las calles anchas con sus grandes zanjones estarían cubiertas de un colchón de polvo fino, más delgado que la arena  de las playas.
Y este verano que trato de narrar, justamente era uno de esos donde el polvo no terminaba nunca de asentarse y se metía en las casas al paso de los vehículos y se posaba en los muebles y en las molduras y en los intersticios de esos mismos muebles y en la cortinas y hasta en los espejos y en los pisos de portland, de ladrillos o de mosaicos oscuros.
Los profetas del pasado dijeron luego que algo había en el aire y en los gestos de aquellos dos jóvenes chacareros desde mucho antes, pero lo cierto es que aquella gran tragedia cayó sobre todos como una parva de brea oscura.
Lo que se puede sacar en limpio son los hechos concretos, y tales sucedieron así.
Dos hermanos vivían con sus esposas a no mucho de casarse en un campito heredado distante cinco leguas del pueblo. Lo de recientes cónyuges los supongo yo, ya que ninguna de las dos parejas tenía hijos.
Vivían abocados a las  tareas rurales con mucho empeño y nada podía presagiar cómo los acontecimientos se precipitaron para arribar a la tragedia que asombró a todos y enlutó a varias familias.
Un día que la esposa del hermano mayor no estaba cuando se aproximaba el mediodía, la mujer del menor había cocinado y lo estaba, esperando  para el almuerzo. Éste que estaba arando para la siembra próxima, llegó  y desató a los caballos, se lavó las manos en la bomba del patio y entró a la casa. Pasó directamente a su dormitorio de donde salió con una escopeta y disparó sobre la nuca de su hermano quien estaba junto a su propia mujer, esperándolo para comer,  al ver ella su acción salió corriendo hacia el patio. Recibió el disparo en la espalda que la arrojó al suelo, y al parecer se incorporó y pretendió correr, Pero el hombre, ya  enajenado del todo tomó una cabeza de vaca  y la remató.
Buscó luego un caballo y ató el sulky, cargó en él la escopeta y se dirigió al pueblo donde se entregó en la comisaría.
Lo que trascendió es que los celaba sin ninguna razón y no pudiendo conjurar su torturante locura optó por la medida que creyó más rápida y eficaz para su liberación.
Alguna vez anduvo por el pueblo y pasó a buscar por la escuela a un compañero de curso. Lo trataba con tanta dulzura que a mí no dejó de llamarme la atención que este hombre pacífico no exento de ternura pudo ser responsable de un acto de crueldad inusitada, tan incalificable para cualquier razonamiento.
Durante mucho tiempo circularon las versiones más aventuradas a las cuales no se puede dar cabida, por lo tanto me atuve directamente a los hechos tal sucedieron sin las consideraciones subjetivas de las infaltables comadres que en sus corrillos agregarían sal  y pimienta a gusto hasta hacer crecer esta triste y pobre tragedia que por sí conlleva su horror en algo intolerable para la existencia de los pacíficos pobladores de entonces.
Como en las chacras  no faltaba una escopeta, que se usaba ya para cazar y o para prevenir robos, empezaron a circular viejas historias de crímenes que habían pasado desde la fundación del pueblo, que a veces habíamos oído a y a veces no.
Historias a las que no dimos crédito ya que esta tragedia nos había conmocionado tanto, que comprendimos que había que poner tierra y distancia sobre ella.
Y volverse sobre la quietud del verano, a aspirar el perfume de las flores y admirar el vuelo de los pájaros y percibir todas las sandías que nos esperaban en el corazón rozagante como todos los veranos.
 
 
 
 
 
 
 
Regreso con Ollie*
 
 
Los dos hombres han salido a cubierta. Amanece y desde el barco puede divisarse la costa, el primer movimiento del día. Una leve bruma dificulta la visión desde la popa, donde los dos hombres se han apoyado y permanecen en silencio.
El gordo está prolijamente peinado, el cabello ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Los ojos del hombre flaco son opacos; los rasgos suaves del rostro denotan comprensión
-resignación tal vez-, y ya no hay ternura ni esperanza en su gesto. toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, a la costa inglesa.
Stan coloca una mano sobre los ojos, a modo de pantalla, un poco para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte, un poco para que el gordo no advierta que esa costa (que es la misma que dejo hace cuarenta años), es otra para él.
Los cuarenta años pasados en Hollywood lo han convertido en un hombre cansado. Al fin y al cabo, es mucho tiempo y la vitalidad no le puede ganar a la vida. ¿De qué valdría estar recostado en un cómodo sillón, rodeado de nietos que miman, de periodistas que adulan? John Wayne le dijo una vez al gordo, que ahora está a su lado y entonces no le hizo caso, que la vida es dura y es mejor defender a cada momento lo que se consigue porque si no, la gente lo olvida. y la gente olvida su propia risa.
El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
-Ya salen los pescadores- ha dicho el gordo.
En el horizonte, centenares de barcazas dejan la costa en dirección al pequeño barco. Sólo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasíado frío; el viento silba contra el buque.
-Habrá que tomar un tren hasta Lancanshire-, dice el flaco sin mirar a su compañero.
-los trenes tienen que ver con el principio y con el final- ha dicho Stan.
-Por primera vez, Ardí se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. Le gustaría estar otra vez bajo los reflectores, frente a una cámara de cine.
Piensa que no está demasiado viejo para eso. Tiene 62 años y está cansado, es cierto, pero debe reconocer que es la gente quien se ha cansado de él y de Stan.
"Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa ollie. Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo algo de elefante. No sólo fisicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante, enseguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido, tan dolorido está el elefante que cualquier otro animal puede matarlo.
-Me siento como un elefante-, ha dicho Hardy, Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia donde las chalupas navegan agitadas por el mar.
-¿Tu padre sabe que llegás? -pregunta Ollie.
-Le mande un telegrama. Habrá función en Lancanshire. El todavía trabaja en el teatro del condado.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que su padre lo verá en el escenario. Siempre le mandaba cartas luego de ver las películas. Alguna vez, recuerda, le sugería cambiar detalles. El viejo era muy minucioso y no perdonaba nada. El lo hizo actor y no le dolió cuando lo dejó ir, aún sabiendo que no regresaría. Quizás esperaba de su hijo la grandeza que él nunca había conseguido. Y ahora el hijo regresa, con toda su grandeza a cuestas, y le da miedo enfrentar al viejo (tendrá más de ochenta años ahora), que todavía actúa en comedias y ha sido premiado en el condado. Dos hombres viejos van a encontrarse, van a resumir sus vidas en un instante.
Ollie mira a Stan. Tiene los ojos nublados y siente ahora un poco de frío. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas que las de aquella noche de 1912, cuando Stan partió de Inglaterra. Stan siente ahora lo mismo que aquel día. Es necesario apostar otra vez por la vida, pero no sabe si alguien querrá aceptar la apuesta de un viejo perdedor.
Stan enciende un cigarrillo, tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.
Se han mirado sin hablar. Stan se ha cubierto la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. Ambos saben que todo final abre la esperanza de un nuevo comienzo.
La música llena el aire.
 
 
 
*De Osvaldo Soriano.
(6 de enero de 1943 – 29 de enero de 1997)
-"Regreso con Ollie" esta incluido en Artistas, locos y criminales.
 
 
 
 
 
 
 
Rumbos*
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
 
 
Día 1
 
Hace apenas unos instantes, la mujer gaviota desplegó el mapa o laberinto. Una hoja de higuera se desprendió de su memoria y cayó en la palma de mi mano. De mi mano se desprendió convertida en amapola. Como pájara del mar se hundió en el laberinto. Por los corredores rodó como corsaria. Del extravío emergió perla. Como perla giró sobre su eje y cayó otra vez en el mapa o laberinto fijando por rumbo el azar, o el azar por rumbo.
 
 
Día 2
 
A los nuevos tripulantes los recibimos desnudos de repulgues, desnudos de ayer, de hoy y de mañana.
Los recibimos cubiertos de señales.
Los recibimos con lágrimas de júbilo.
A cada uno clavamos una magnolia en el corazón para que el torrente de esperanzas no siguiera drenando hacia un mar sin fondo.
 
 
Día 3
 
La mujer cabeza abajo, podría haberse metido algo allá, un tentáculo de calamar, un rayo de este mismo sol, un acento prosódico, pero optó por llenarlo de viento.
 
 
Día 4
 
Navegamos en un barco tembloroso.
 
 
Día 5
 
"Cada vez tenemos más problemas para definir el espacio, para medir el tiempo", dije. Y la mujer con sombrero me creyó. "Los tripulantes están ebrios de lluvias y naufragios", dijo, y yo le creí.
 
 
Día 6
 
 Por obra del azar o del destino, por obra del deseo o de la bruma, llegamos al Océano de las Tormentas. Nuestro fotógrafo a bordo registró el denso oleaje de sodio, las finas correntadas de helio y argón. Retrató las medusas invisibles, los peces incorpóreos, las algas sulfúricas. Captó el instante preciso en que las tres mujeres desnudas corrieron en puntas de pie a los tórridos brazos de Poseidón.
 
 
Día 7
 
Llegamos al Mar de la Humedad. Los náufragos que recogimos en el camino, lloraron contra el suelo. Una voluptuosidad cósmica se derramó en esas lágrimas color marfil. Cargamos reposeras, capelinas, frutos celestes, sombrillas, protector y nos fuimos a La Perla, la playa más popular y parrandera de la luna. La foto panorámica nos tiene a todos con anteojos oscuros, abrazados a un monstruo marino de origen lunar.
 
 
Día 8
 
A veces las penas se mezclan. Entonces, un largo y desnudo grito desgarra el barco tembloroso, y cinco, diez, treinta, mil estrellas se quedan mudas.
 
 
Día 9
 
La noche, no es la única alegría de estos rellanos tormentosos. Alguien recién venido de su mundo trajo consigo el tamborilear de los dedos y un murmullo profano de relatos brevísimos.
 
 
Día 10
 
Por el oeste o por las dudas, llegamos al Mar de las Nubes. Orión atiende el camping, las canchas de tenis y la cantina. Besa muchachas sin nombre. "No habría marido mejor que él", dicen las que quedan con una espuma plateada en la boca.
 
 
Día 11
 
En la Bahía del Rocío, al norte del Océano de las Tormentas, el ánima vital desplegó su rosa delicada y el jardinero de los cuatro vientos recogió, con paciencia sideral, el almíbar de sus cuatro pétalos.
 
 
Día 12
 
El barco es una hoja de papel negro cruzando el Mar de las Lluvias.
 
 
Día 13
 
Una cordillera de más de 7000 metros, sorteamos con nuestro bergantín todo terreno y llegamos al más famoso de los centros lunares: el Mar de la Tranquilidad. Aquí, nuestro viaje tomó inspiración épica: arrancamos la bandera imperial y emplazamos la bandera pirata.
 
 
Día 14
 
El fotógrafo a bordo se pasa los días cabeza abajo admirando el musgo gris con sus mínimas flores negras. Siente que hace años viene cayendo, cayendo, cayendo como un vino negro en la garganta de una mujer.
 
 
Día 15
 
Anoche, mientras paseaba por cubierta, escuchaba el rumor callejero que subía desde el mundo.
Antes de dar mi discurso anduve revoloteando con mi voz en torno a las palabras pronunciables. Intentaba penetrar en sus aspectos. En sus brillos y tonalidades. Pero la mujer con sombrero vino con un papel lleno de palabras mejores: "Llevamos mucho tiempo transitando otros caminos y hemos perdido el camino de regreso, en caso de que deseáramos regresar", dije, con el suspiro último.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL MITO DE SÍSIFO*
 
 
 
*Albert Camus.
 
 
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales.
No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía
el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su; imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las
manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses.
Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para
que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco
a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente
y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón
del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: "A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. "¡ Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables.
Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo.
Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los
hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para
llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LA MUÑECA HÚNGARA Y LA ESFINGE*
 
 
 
Conocí a la Esfinge en persona. Desafiando  al tiempo, soberbia, magnífica, casi invulnerable. Distraída ante la inmensidad de esa mujer oráculo, no escuché los detalles que daba la guía acerca de cómo se había convertido en una disminuida nasal. En el Museo Británico encontré la explicación junto con la nariz perdida de la esfinge.
 
Budapest, el río  separa en dos la ciudad. Hay una explosión de arte en muñecas, colores y bordados, como una sangre viva que narra. Erguida a través del tiempo, una belleza que no se parece a la piedra, más bien una pregunta de belleza. Compré una muñeca y la usé como un oráculo privado. Atravesaron ella y la pregunta un largo viaje en tren, bajando en muchísimas estaciones, la muñeca, apuesta o desafío, no se quedaba en los lockers, venía con nosotros tan necesaria como el cepillo de dientes, tan mía, tan secreta.
Muñeca húngara viva  con puntillas y polleras que orillan lo impreciso,  pude preguntarle lo que no me animé a la Esfinge. Porque para interrogarlo el otro tiene que quedarnos a mano en una calidez de pueblo bordador. Me puse a acariciarle la zona inaccesible de símbolo, como un horóscopo suave me respondió que se puede sostener la belleza aunque no sea simple. Después dialogo con otros objetos hijos de artesanos, de viajes y de un ojo distraído que tiene a veces un sobresalto de luz para encontrarse con muñecas, títeres, máscaras, barcos, nacidos de  las manos de los pueblos a los que les sobra color y les falta sobre todo la grandeza inmutable de la Esfinge.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. Cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
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