martes, mayo 14, 2013

EDICIÓN MAYO 2013.



 *Obra de GABRIEL ALCIDES SEGOVIA.
 
 
 
 
*
 
 
Ese hombre, día a día, se deshace en nostalgia
Se desmadra en soledad de lluvia.
Añora. Evoca. La sed es una clepsidra seca.
Cuadratura del hambre
Y los pechos, ah, los pechos.
Trepan en enredaderas por las piernas.
Recorren las caderas.
Se posan en esquivos pezones...
Duelen hasta el sombrero.
Y mira nubes y ve pechos.
Y las manchas de humedad son pechos.
Y los duraznos y los panes…
No alimentan, no nutren, no lactan.
Y muerde las manzanas y muerde pechos.
Y sorbe, y bebe de los pechos naranjas.
Subido a la cornisa del deseo.
Multiplica peces y pechos que no alcanza.
Pecho. Mamá. Mamá. Mama. Co-seno.
El deseo angular intercepta la circunferencia.
Y dibuja, delinea, traza, febrilmente, pechos.
Y piensa en las palomas desoladas.
Y le agarra una urgencia, un apremio, un dolor.
Una orfandad callada de frutos y culebras.
Y necesita pechos. Esquiva distancia que no vuelve.
Puñal. Navaja hundida en el desasosiego.
Y vuelve y destrenza las manos, y descalza los pies.
Vuelve a ser púber. Niño. Infante.
Ah, chupar con los labios y la lengua…
Cúbreme. Arrópame. Nútreme.
Y de nuevo, una vez más, ejerce, el oficio de la espera.
De la espera, el oficio.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LA AMANSADORA DE PASCUALOTTI*
 
 
a Raúl Rodini
 
 
*Por JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Los días de junio amanecían, sin excepción, lluviosos. En sucesivos días los campos y las calles, se volverían un lodazal intransitable.
Los temporales de ese tiempo tenían un principio húmedo, pleno de bichos anunciando la tormenta, pero al empezar los chaparrones que formaban una cortina densa de agua, uno no sabía cuándo tendría su fin.
En esos días, la gente hacía lo posible para no salir a la calle, pero como la vida  debía seguir, pese a las inclemencias del tiempo, no era raro observar el movimiento de carruajes o carros o sulkys produciendo grandes huellones en las calles inevitablemente de tierra por entonces.
Si bien ese movimiento bullente en los días soleados, menguaba un poco, no se suspendía la densa actividad comercial y todo se terminaba haciendo, de todos modos.
La tarea escolar se atenuaba hasta la ausencia por falta de alumnos. Y a mí, que siempre me gustaba ir a la escuela, ese día era presencia casi única que  hacia sonreír a las maestras que estaban de tertulia en la dirección tomando mates y comiendo bizcochitos, y sin dejar de conversar me invitaban con uno, no sin antes comentar entre ellas:
-Ay, este niño quiere ser como Sarmiento y tener la asistencia perfecta.
Pero al poco tiempo, si amainaba la lluvia me palmeaban y me mandaban a mi casa.
-Si mañana llueve así no vengas, Isaías –me recomendaban no sin cierta ironía-.
Y yo, sacándome las alpargatas, iniciaba el regreso por las veredas casi todas de tierra, mirando cómo las gotas lentísimas, que colgaban de los tejidos caían de a una sin producir ningún ruido, en el espeso barro que la esperaba abajo, mientras un coro de sapo y ranas croaban a destiempo trizando la densidad de ese gris que caía sobre las casas, los árboles, los animales y los humanos  que salían al temporal con sus botas, sus capas, sus pilotos, o alguna bolsa de arpillera como capote, entre los más pobres, para cubrirse como podían de la lluvia.
Queda todavía en mi casa paterna, a la entrada medio disco de acero clavado en el suelo para quitarse la parte más gruesa del barro que se adhería a las botas, para no entrar a la casa y dejar un chiquero, como decía mi madre, quien  exigía que nos la quitáramos antes de entrar a la casa. Una costumbre muy arraigada entre las amas de casa de ese tiempo, con toda razón por otra parte.
Al escampe, no era raro que el sol brillara sobre las cosas como si las pintara a lo nuevo como era casi una seguridad que al limpiar, como se decía, es decir en ese corrimiento de nubes para dejar al sol en su plenitud, un vientito sureño deshiciera las gotitas solitarias sobre las hojas y la  parca gramilla, ayudaba también a que las calles se oreaban y secaran más rápido, aunque quedaran esos surcos hondos de  recuerdo, esas huellas inmensas que eran las marcas muy visibles de esas grandes ruedas de hierro que cruzaran a lo largo y a lo ancho del pueblo que por varios días fuera tan triste, y que no difería de un gran pollo mojado.
Entonces, nos parecía ver que todo ese brillo que enseñoreaba en todas las cosas estaba producido por un parto del mismo universo.
Un parto al que asistíamos con nuestras inocentes cabecitas que sólo nos incitaba a aprovechar las correntadas rápidas de las  zanjas y los canales donde hacíamos bogar en forma de competitiva carrera nuestros barquitos improvisados con cualquier objeto que flotara: maderas, palos y hasta latas de anchoas vacías.
Y al atardecer, cuando ya los caminos y las calles toleraban la palabra que aproximara un dejo de actividad un poco más normal, todo era como si pusiera una  película a funcionar.
En ese marco, en ese atardecer en que el sol rodaba entre los pastos que aún no estaban del todo secos, no era raro ver a una pareja de viejecitos, muy simpáticos, salir de su casa vecina a la antigua cremería, en el inicio del camino al pueblo de Gödeken. Iban sonrientes, saludando a todo el mundo, montados en una amansadora, que era un vehículo, muy parecido al sulky, sólo con las varas largas y precisamente se usaba para acostumbrar a los caballos. Para tirar este vehículo como era usual que al principio pateara, no  era cuestión que rompiera el pescante y aún peligrara la vida de los ocupantes. Se sometía al animal a una fase de ablandamiento, con esta ingeniosa variante. Como las varas eran el doble que las comunes, podría dar todas las patadas que quisiera, y se podría neutralizar con el manejo firme de las riendas. Una vez amansado el caballo, se lo pasaba al pacífico y popular sulky.
Nunca supe porque don Vicente  Divias, tal el nombre y apellido del dueño de la amansadora, andaba en este vehículo. Tal vez, conjeturo, fue una rémora de su trabajo, una actividad de amansador que tuvo en su juventud. No sé. A este hombre se lo conocía por don Pascualotti, porque una vez entró  a un boliche y se encontró a un amigo tirado en el piso producido por un golpe de puño, como averiguó, se agachó y le preguntó:
-¿Cumpá Pascualotti, quien te pegó?
Le quedó el sobrenombre que desplazó largamente a su nombre civil.
Yo, anecdóticamente, conocí después de  mucho su filiación.
Iba don Vicente, con su bigote bien blanco,  estilo manubrio, hacia  arriba, esos  bigotes que cuidaba tanto que se ponía un aparatito al dormir y mantenerlos enhiestos. Era breve, delgado, enjuto, embutido con su ropa de inmigrante y su sombrero negro y de alas grandes,  repartiendo sonrisas y saludos. Era la cara visible de la felicidad .Y una pinta de abuelo buenísimo que inspiraba ternura. A su lado iba la esposa, de vestido oscuro, sonriente y silenciosa, saludando más discretamente.
Las varas de la amansadora de don Divias, más conocido por Pascualotti, cruzaron los crepúsculos más hermosos de mi pueblo que permanece como una mariposa suspendida en mi memoria.
 
 
 
 
 
 
El olvido de la luna*
 
 
 
Escasos bocados de rocío,
los saboreo, los manipulo,
es la frescura en este instante
del comienzo de la mañana,
antes de que el calor domine
los territorios aún nuevos
y avance sobre terrazas,
pavimentos y personas.
 
La luna, ya hace unos instantes,
ha desaparecido entre reflejos,
consumida es, por la claridad,
que espanta sombras y silencios,
sé que aún su figura carcomida
y mutilada, de medialuna su cara,
está por allí y que aún nos mira,
cómplice de agobios e ilusiones.
 
Yo entiendo su apuro de ocultarse,
su temor a permanecer descarnada
frente a la avidez ocular del orbe.
 
Yo sé de los olvidos y su anatema,
de los que el hombre es prisionero
cuando amanecen sus palabras.
 
 
*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
MAYA*
 
 
Supe que había muerto cuando vi su faz. Me llegaban aún, cada vez más lejanas, las voces de los doctores. No hubo túnel de luz ni ángeles en mi cabecera; tampoco sueños de la razón que tiraran de mis brazos, intentando arrastrarme a la oscuridad. Dicen que en el momento del tránsito nos encontramos con la imagen más afín a nuestras creencias, tal vez demoré excesivamente en acogerme a algún credo, o confié demasiado en las maniobras de reanimación cardiopulmonar. La única certeza en mi vida había sido él. El rostro del amor puede ser lo más cercano al rostro de Dios.
 
Resplandecía de felicidad, ¿sería yo capaz de alcanzar ese estado? Estábamos ocupando lo que en cierto modo podía ser un cuerpo físico, menos material que el que acababa de abandonar, despojado de algunos de sus defectos, de los estragos de la edad, pero básicamente el mismo. Mis temores y dudas acerca de lo que acababa de pasar, se habían desvanecido; en su lugar me invadía una gran confusión. Flotábamos en una bruma semejante a mi concepto de la nada.
 
- Este mundo gris es el interior de tu alma, tal como aparece ahora, desorientada y casi vacía. No te preocupes, pasará. No temas dejar ir, nada se olvida…
 
No volamos, no nos trasladamos en el espacio o el tiempo porque ambas categorías ya no existían. Yo estaba sentada junto a él en un montículo. Siempre había querido ver la nieve y ese fue el primer regalo que me otorgó la eternidad. Un panorama de blancura infinita, cielo con nubecillas como pinceladas. A lo lejos un bosque de pinos, frente a mí un lago helado donde un hábil patinador hacía increíbles piruetas.
 
- Deberás ir despojándote de las ligaduras que te atan a la materia. Irás perdiendo los deseos que acumulaste en la existencia que dejaste atrás – tomó mi mano -. Mi estancia contigo es limitada, este es un camino que habrás de recorrer sola.
- ¿Cómo lo haré sin ti? – si imaginé un mundo perfecto, no era éste.
- Donde no hay futuro ni pasado, un soplo puede durar lo que otrora hubiera sido un siglo… Volveremos a reunirnos, haremos parte del viaje juntos. Ahora mira hacia la pista: ese que ves era un sencillo repartidor de correspondencia, su vida transcurrió en un lugar donde nunca hubo nieve. Coleccionaba postales, recortes de revistas, pisapapeles de paisajes nevados... Cuando caminaba con su bulto de palabras ajenas al hombro, era aquí a donde venía para borrar cualquier adversidad.
- ¿Hace mucho que llegó?
- Eso no es lo esencial, tendrá todos los instantes que desee hasta que crea colmados sus anhelos. Después, partirá a otro mundo, hasta que sea libre de sus propias ligaduras... No hay prisas en la inmortalidad.
- ¿Y tú?
- Mis sueños pertenecían a otro orden, lo sabes. Si estoy aquí es porque eras una de mis ataduras, volverte a ver es el inicio del camino.
- No sé por dónde comenzar el mío…
- Todo camino comienza por el primer paso, ¿qué deseas?
- ¿Puedo patinar?
- Si ese es tu antojo...
 
Era un hermoso día invernal. Podía saltar, girar ingrávida... De pronto, recordé que a veces la capa de hielo que cubre la superficie de los lagos se torna muy fina, tanto que mi simple peso podía resquebrajarla. Sentí el sonido del hielo como un espejo al romperse, el agua helada me envolvió, mis manos se agitaron torpemente, sin asidero, mientras me hundía en las tinieblas del lago.
 
Me hallé de regreso en el montículo. Él, a mi lado, reía como el hermano mayor que se siente orgulloso de poder dar una lección.
 
- El mundo del que vienes, este en que nos hallamos, aquellos que aún has de cruzar, son una mera ilusión, un sueño que vas construyendo en la medida en que prefiguras tu realidad. Si te invaden los temores, terminarás en el fondo del lago. Si ríes, cada elemento de tu creación te devolverá la risa, como en aquel libro que solíamos hojear en tu casa. El universo que construyes es el que te obsequias o aquel en que te condenas a vivir – su beso fue a la vez la bienvenida y el adiós.
 
Aún estoy sentada en la nieve, no sé por cuánto tiempo... todavía pretendo medir las dimensiones como acostumbraba en mi mundo anterior. Demasiado insegura para desear, temerosa de ser arrastrada por mis sueños, de quedar a merced de mis caprichos, espero el momento en que habré de descorrer uno a uno los velos de Maya.
 
 
 
*De Marié Rojas.
La Habana Cuba
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En mi heredero*
 
 
 
Perduro
en mi único sobrino habiendo recibido
de mí como herencia miles
de libros de toda
una existencia
leyendo cada ejemplar y vendiéndolos
por tandas deshaciéndose de ellos
Soy mi espectro
-tío fallecido oportunamente-
contemplándolo desde
invisible plataforma
que orbita sobre él y que ustedes
fortuitos destinatarios de mi bosquejo
con bastante fidelidad
se representan.
 
 
*A partir de algo que me contaron de “El Palacio de la Luna” de Paul Auster, poco antes de que yo leyera esa novela.
 
 
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
MERCEDES*
 
-Primer capítulo de la novela-
 
 
Al separarse de mi papá, mi mamá se vino a vivir a La Plata. Una ciudad llena de bulevares y diagonales que la cruzan en todas direcciones. Una plaza cada seis cuadras que le da la particularidad de un aire menos contaminado que en el resto de las ciudades bonaerenses. Edificios, salones de justicia, canchas de fútbol, bosques y una universidad en pleno centro. Barrios que tienen más apariencia de pueblo, donde todos conocen la vida de cada uno, que de ser parte de una ciudad capital. Muchas líneas de colectivo, rojas, amarillas, verdes, azules, como venas móviles que cruzan la ciudad y conectan a la población productiva con sus centros de producción. Irrigando la economía, netamente comercial y financiera, de la ciudad. Una imponente catedral, inspirada en el barroquismo medieval europeo, se yergue (semejante catedral se yergue, no se levanta) frente a la plaza que recuerda, en su nomenclatura, al revolucionario del Plata, el que propuso expropiar la tierra a los ricos hacendados y repartirla entre los hombres del pueblo trabajador, el ilustre secretario del deleznable Cornelio Saavedra, el “sabiecito del sur” según lo apodara Domingo French a él, el jacobino de Mayo, Mariano Moreno. Esta catedral, imponente, que tiene torres exangües al mejor estilo Transilvania, guarda un recuerdo entrañable. Una vez fuimos a la misa (en verdad, hubo un tiempo en que íbamos regularmente a misa) y a su término mi mamá se acercó a los pies de un Santo a orar en voz baja. El murmullo salía de su boca entre abierta y cerrada con un inaudible quejido de abejas. Ajeno a todo misticismo, yo contaba, tocándolos con mi dedo índice, los dedos del pie del Santo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez y volvía a numerar desde el último dedo del pie izquierdo la cuenta regresiva que me llevaba hasta el dedo más pequeño del pie derecho, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y volvía a ir del pie derecho hacia el izquierdo. Mamá rezaba. No sé por qué, andaba medio triste en esos días. La voz del párroco, aumentada por las elevadas cúpulas y el silencio inherente al lugar sagrado, nos interrumpió: a mamá su rezo y a mí el juego de los pies. Tenemos que cerrar las puertas de la casa de Dios, señora. Mi dedo índice se quedó en el aire señalando el dedo gordo del pie izquierdo y mi mamá apoyando la palma de su mano en el pie derecho del Santo se levantó del suelo y, en silencio, tomó mi mano y salimos del castillo del Conde Dios. Bajamos las escalinatas de la Catedral y detrás nuestro dos puertas gigantescas se cerraron sonoramente. Dios ya no estaba para recibir visitas, su mayordomo el párroco debía descansar. Por qué nos fuimos mami? Porque ese viejo es un pelotudo. Ah. Caminamos hasta la parada de colectivos y nos sentamos, abrazados, a esperar que Raúl nos pasara a buscar con su automóvil. Creo que mamá aún rezaba mientras le castañeteaban los dientes por el frío.
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
SOBREVIVIENTES*
 
 
 
El vértice del sendero se acerca
y aún en la memoria llevo
restos de infancia igual a
trozos de buen pan.
En este viaje hay voces submarinas
que no puedo explicar, me habitan,
duelen como arpones. A veces
caen.
Diluvio impiadoso pidiendo:
espacios/mares/aires/barcas/viajes
que no pude revelarles.
Ya el vértice se acerca.
¿Qué ensenada nos recibirá?
Abrazo a mis sobrevivientes,
les doy mi pan.
(Que no sepan del naufragio).
 
……………………………………………..
 
La tarde se adormece como si
alguien la meciera.
La voz de un canto
nos des-agua.
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 
 
 
*
 
 
“Me pregunto por qué siempre que llueve olvido el paraguas.
(Creo que es porque en casa siempre hubo tormenta.)”
 
 
*De Graciela Tubino. gtubino@fibertel.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
DEJA VU*
 
 
 
“De donde llega ese ruido tan fuerte.
Sin embargo la llave no quedó en la puerta”.
ANDRÉ BRETÓN
 
 
 
Ha llegado con pasos vacilante.
Ciudad dormida. Credo extranjero.
Zurcidos a su piel, uno a uno los colores de la calle.
No sabe describirlos. Busca .No sabe lo que busca.
A quien busca. Porqué. Sobre todo porqué
Tiene amor, lumbre, palmeras y fulgores. ¿Qué habría de buscar?
Arrastra piernas de tristeza flaca. La soledad es una víbora que silva.
Desamparo. Orfandad hermana. Partidas.
No conoce esta comarca extraña. Pero está seguro, ya estado allí.
Recuerda las bocas de sus calles. Sus ojos somnolientos. Sus pasos.
Sus pobrezas. Las frígidas mentiras. El hambre y el sudor del hombre.
Un olor desconocido lo estremece.
Remueve sus entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor frutal, a hembra. A duraznero en flor.
Se reconocen al instante Son parte de una leyenda arcana.
Penetran en las profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Temor. Tormenta en vez de lluvia.
La lluvia tiene piel de mujer.
En espera infinita
Lo lame, lo acuna, lo adormece en su pelaje oscuro.
El niño se prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro. Liba, muerde, muere.
Cierra los ojos, paladea, goza, orina.
Ah, huerto de los frutales. Refugio, acertijo improvisado.
Ha llegado a su puerto.
Ya ha estado ahí
No importa si el hoy es solo ahora.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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