lunes, septiembre 09, 2013

OTRO BORDE SE HACE CUERPO...




*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
 
 
 
 
 
 
MI MADRE*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Muchas veces pienso en mi madre. A veces también la sueño, pero siempre se aparece joven. Así la conservo en la construcción de mi recuerdo.
Mi hermano, por el contrario tiene una imagen más gastada, porque él se quedó en el pueblo y fue testigo de sus últimos días y aunque me cueste decirlo, fueron los de su decadencia.
Nunca llegaré a entender cómo esa mujer humilde podía con sus silencios y su vigilante diligencia que no eludía la ternura de  mantener un delicado equilibrio que anudaba sus telares sosteniendo esa casa que cuando se fue se quedó sin música.
No recuerdo un solo día que estuviera enferma, siquiera en cama con una gripe ¿cómo  hizo en su condición de mujer sometida, arreglárselas para darnos a los suyos sin que nos diéramos cuenta que en verdad era la más fuerte, la única  a quien nunca vi desfallecer?
Aunque era propensa al llanto que sacudía todo su cuerpo silenciosamente, no pasaba de ser una manifestación pasajera. Incansable en todos los trabajos, atentos al más mínimo, escondido deseo nuestro, siempre pronto a satisfacerlo, en una actitud de amor y de servicio sin demasiada exposición, ella cumplía con la tarea que excedía lo que por formación le había impuesto mi abuela. Me fui muy joven de su lado, en un corte abrupto, porque hasta allí había estado a su lado, y la verdad que en los primeros años sufrí mucho, en una ciudad deseada que tuve que descubrir hasta que nos adaptáramos. Pero ella no lo supo nunca, aunque presiento que en su intuición de madre debió sufrir mucho, porque “lloraba cuando llegaba y cuando me veía partir”, al decir de Pedroni.
En estos viajes, que el trabajo y el estudio espaciaban, yo exponía como al pasar la añoranza de una golosina que sus industriosas manos hacían. En ese mismo viaje, si me quedaba tiempo, colmaba ese deseo, de lo contrario, en el próximo apenas bajado del ómnibus, con el primer mate aparecía ese plato de rebosantes buñuelos exquisitos con su azúcar impalpable encima que fuera objeto de mi deseo en el último viaje.
Con una cocina de hierro fundido (una Istilart Nº 1)  y el producto de la quinta que era su orgullo, ella hacía verdaderos milagros. Mi infancia está cubierta de aquellos olores queridos. De la modesta repostería que hacía con pocos recursos, pero llena de inventiva y amor, pasando por los dulces caseros, de frutos que teníamos en la quinta, hasta llegar hasta la especialidad, que como buena italiana, recaería en las pastas. Amasaba jueves y domingos, siguiendo tal vez una tradición que traería de su aldea italiana. Hacía con la misma perfección esas ollas de tallarines, ravioles, sorrentinos, capeletis o canelones y los acompañaba con una salsa de tomates y queso y la infaltable carne al estofado que exigía mi padre como condición de su costado altamente carnívoro, porque según afirmaba como verdad revelada, “si no hay en la mesa un trozo de carne, es como si no hubiera comida”.
Sus tareas no se reducían a lo estrictamente culinario, como creo haber aclarado más arriba.
Escribí sobre su devoción por el cultivo de la quinta, pero además ella nos hacía la ropa a los tres, con su máquina de coser marca White, que hacía un ruido como el picoteo de lluvia, con la luz de la lámpara como un ojo insomne mientras todos nos íbamos durmiendo con ese leve golpeteo incesante. Como no sobraba el dinero sino todo lo contrario, ponía en juego toda su creatividad, que era mucha.
También tejía. Lo hacia con mucha habilidad, con rapidez. Era una tarea que realizaba aún estando con otras personas conversando animadamente. Hay largas épocas de mi infancia que en el único recuerdo casi tengo de ella, siempre tejiendo. Durante el día, mientras la luz natural la acompañara y cuando las sombras iban cubriendo toda claridad posible a la luz de esa lámpara de querosene con la cual recorría las habitaciones, con una mano sobre el tubo de vidrio, para que un golpe de aire no  apagara la llama. Iba cuidando que todos estuviéramos tapados, mientras dormíamos. Luego volvía a la cocina, a su infinito tejido.
Pocas veces podía comprar lana nueva, pero destejía y tejía, cual incansable Penélope, y lograba una trama de colores mezclados. Mis hijas aún recuerdan sus épocas de escuela primaria y aún secundaria, con ”los pulóveres coloridos que la abuela nos tejía”.
Pero acá no se reducía todo su quehacer, sino que si mi padre le requería ayuda en sus duros trabajos rurales, ella estaba allí para echar una mano, siempre.
En las juntadas de maíz en las carneadas, en el desmalezamiento del terreno cuando la quinta se llenaba de yuyos en el verano.
Lo curioso, lo increíble, es que todo esto que hizo, todo esto fue trabajo, lo hizo sin pedir nada a cambio, solo ver feliz a su gente, a sus seres amados. Vernos alegres era para ella la propia alegría.
Tantas veces he pensado en esta mujer que pasó por la vida, sin llamar la atención, pero estando atenta a los otros. Y se fue silenciosa y pronto, como para no molestar demasiado.
Dejo de escribir.
Miro desde este patio mezquino el vuelo errático de las golondrinas que van hacia las barrancas del río, pienso en las que volaron los cielos muy altos de aquella infancia remota.
Pienso en los amigos que se fueron dejándonos solos con nuestra propia tristeza.
Pienso con que todas las madres del mundo debieran llamarse María.
 
 
 
 
 
 
OTRO BORDE SE HACE CUERPO…
 
 
 
 
ADÓNDE VOLVER*
 
 
 
 Uno envidia a quien es capaz de desnudarse, de dejar las prendas y los lenguajes, abandonar la merienda servida e irse; irse lejos, atravesar países tiempos y gentes. Todos sentimos alguna vez esa inclinación a soñar con el mar, con los caminos que se pierden, con horizontes difusos que borren el asfixiante aquí y ahora.
Se puede viajar, si, es posible disolver la pertenencia en escapadas, en huidas tempranas o tardías. Es posible cortar las cintas que nos aferran a la tierra, a la familia, a los amigos. Se puede, aunque sea esta una empresa de personas marcadas por algún secreto signo que no está visible en la frente.
Lo que perdura allá en un fondo de pozo con sapo y luna, es el miedo a no tener adónde volver.
La vida entera es la dificultosa construcción de aquel sitio que nos reciba al fin de la jornada. Puede que sea un intento fallido; que al acabarse la partida sólo un gato sigiloso murmure su aprobación solitaria a la viejita olvidada entre muros silentes, o que por ser el último en abandonar el ferrocarril, el anciano quede con los naipes en la mano, vacías las sillas de sus compañeros ya desvanecidos.
Pero habrán tenido puerto para la charla amable o ácida. Habrán hecho sus nudos de amores u odios donde fuesen reconocidos, donde la familiaridad les prestase un entorno que sintieran propio, intrínsecamente propio. Odiado puerto, amado puerto el del fin de la jornada, pero una amarra que nos contiene cuando el embate del mar. El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
Y no nos engañemos, viajamos tanto los que se van y pasan de vida a vida como los que nos quedamos, y hacemos rutina de veredas fatigadas. Todos debemos retornar a casa cuando el crepúsculo nos trae. Y algunos, no tienen adónde volver.
Quién escuchará la narración efímera de los incordios del día, quién compartirá la mesa, quién respirará quizás en otro cuarto, quizás en otra casa, pero quién respirará nuestro aire.
En qué lugar habrá una caja con fotografías de nuestra infancia, quién preguntará cómo estás, y aguardará la respuesta. Y, si me voy, quién recibirá mis cartas.
El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-2006-
 
 
 
 
 
 
 
Silencio robado*
 
 
"Silencios/que configuran/e imitan
el próximo instante..." Sergio Guardo
 
 
 
Próximo
cerca de lo incierto
siguiente distancia
 
Entre las palmas
del sueño
y la textura
 
De la voz
 
Otro
borde
se hace cuerpo.
 
 
*De Alejandra Alma.
 
 
 
 
 
 
 
 
UN MIEDO INEXORABLE*
 
 
De cómo fue que el miedo hacía presa del espíritu de los navegantes
mientras cruzaban el océano en la oscura bodega de los barcos que los conducían a un continente desconocido.
 
 
La muerte castellana es seca,
hirsuta.
Tan aciago es su nombre,
tan sacrílego,
que cercena los péndulos furtivos
con la injuria sutil de su semblante.
Pero avanzan,
sin pausa,
los navíos.
Cargan a bordo un horizonte ciego
que disputa,
a mandobles,
con la suerte,
su compacta ración de soledades.
Desde altos plenilunios,
las miradas
perfilan el desvelo de su sombra
cerca del espolón,
junto a la espuma,
en el advenimiento del oleaje.
Es el ángel de sal,
que acaso ha sido
compañero de todos los naufragios,
un polizón de horror,
con el destino
extraviado entre piélagos salvajes,
un espectro viscoso,
un dios equívoco
que desnuca arañadas pesadillas,
que se funda en bodegas,
en rincones
y jarcias
y maromas
y velámenes.
Al trasgo del misterio,
se parece
y se parece,
un poco,
a la nodriza
de senos descarnados
que amamanta
los últimos alientos de la sangre.
Conjuga el magma vertical del odio,
las fiebres insolentes,
los relámpagos,
adelgaza colmillos de escorbuto,
siniestros,
ilusorios,
viscerales.
Blasfema vaticinios,
predicciones
que la locura,
como loba hidrófoba,
acompasa a sus lúgubres jadeos
desde el cubil infecto de las fauces;
ramifica susurros,
confidencias,
negras apostasías,
amenazas,
abismos contundentes,
clandestinos,
largos pulsos de pena en los puñales;
desenvaina recelos,
arrecifes;
emancipa rumores purulentos,
mientras sucede un sol crepusculario
a hurtadillas de mapas
y sextantes.
Y el mar es tempestuoso
y no hay regreso
y andan,
los nautas,
con su vida a cuestas,
dentro de un miedo azul,
un miedo cósmico,
un miedo torrencial,
inexorable.
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
 
Casa tomada*
 
 
 
*De Julio Cortázar.
 
 
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
 
 
 
 
 
 
 
 
Y se hicieron humanos*
 
 
La lengua de fuego en el  cruce, en la frontera, pequeña chispa originada en el espacio oscuro de las estrellas muertas.
Tanto brillo apagado guardaba la semilla de un incendio. Ella se escondía en cavernas. Él loco por encontrarla, se decía  de una forma imprecisa,  porque el lenguaje no estaba inaugurado,"la voy a hacer hablar". Ella rodeada de bisontes salidos de su mano, él rodeado de dragones, hacía restallar un bastón luminoso, la galaxia era excesiva para los dos,  luceros perdidos que  podían alumbrar respuestas a preguntas no formuladas. Las nubes se detuvieron ante la caverna que reunía un espacio extraño. Alguien, agazapado en la penumbra de una idea se deslizó oscuro como un presagio. Tendió un mantel de hojas, estrujó las frutas para hacer pintura del jugo rojo, se volvió a esconder. Ellos mojaban los dedos en esa pasta, los pasaban por las paredes de la cueva, se hacían humanos. Luego, el arte fue a los cuerpos. Como en un sueño hipnótico, él desvanecía el blanco del cuerpo de ella con fuertes soles. Ella se animaba apenas, le tuvo cierto miedo, por el resplandor con que se presentó y esas armas de la cacería que el portaba, pero empezó a tatuarlo y se encontró con el alma, la embebió de colores. El alma luz, sombra,  pozo, cumbre, ella lo palpó con perfumes, él ejecutaba  música sobre ella, con ella,  la hizo  su instrumento, su concierto, su partitura, le arrancaba notas, por fin palabras, era el encuentro de todas las citas. Inocentes, perversos se hundieron en el abismo, cuando se despertaron, comprendieron  que ese abrazo   profundo, era un  pequeño cielo. Perdieron el terror a ser  puntitos en el mar de las galaxias.
Mientras tanto el perverso, salió del escondite buscó  su  inventada  tinta y con lo que quedaba escribió prohibido, prohibido, prohibido, incesante, rabioso, perdido.
 
Pero era tarde
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Darse la cabeza contra la pared*
 
 
 
¿Son ladrillos?: en absoluto:
son cabezas:
una pared de cabezas
(humanas, la mitad).
 
 
 
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
A  MANERA DE UN APUNTE VESPERTINO*
 
 
 
Me cuentan
que camino a la guillotina
en 1794
Antoine Laurent Lavoisier
pidió como última voluntad
la posibilidad de hacer un experimento final:
comprobar si una cabeza cercenada seguía teniendo conciencia.
Eran otros tiempos
otras maneras de registrar la tristeza o la felicidad
de modo que no sabemos todavía
acerca de la funcionabilidad amorosa
del patíbulo que nos corresponde.
 
 
 
*De Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
 
 
                     
 
 
 
***
 
 
    «La tragedia titúlase El Hombre,
y el héroe triunfante el Gusano ».
                        Edgar Allan Poe




ESQUIVAMOS LA HAMBRUNA Y LA SED...*

 
Esquivamos la hambruna y la sed,
como un perro venadero
buscamos la cercanía del agua.

La línea ascendente delictiva
tampoco es maleable
es un tapete oscuro no perecedero.

Sometemos la paz agraviada
y resolvemos traspasar
la curvatura irritable de la niebla.

Asimos cansancios
los doblamos,
solicitamos altura.

Pertinaces, hundimos el vuelo
custodiados por auroras
desnudas de lumbre.

Lamemos el musgo espeso
e  n  r  e  d  a  d  o
a la piel del aire.

Sometimiento avisado:
"el rebaño castrense
vestido de legalidades".

Abrir el cortinaje
mientras nos hincan
las no voces disidentes.

La ráfaga de alfiles
c  o  n  m  i  n  a  d  o  s
cerrando las pestañas.

Os digo amigos:

Sobre la morada carne
de los empleados públicos
yace una incurable amargura.

 
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
Puerto Ordaz, Venezuela
© 2013 Natalia Lara. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
 
 
 
***
 
 
 
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