viernes, abril 18, 2014

COMO ENCONTRARLE SENTIDO A UN PARAGUAS ROTO...

 
 
 
*Dibujo de Celso Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar 
 
 
 
 
 
 
CAMBICHO BARBONA,
Baqueano del Iberá.*
 
 
 
Apenas llegado a Mercedes, a la puerta de los esteros, a la capital del Iberá; sentí como esa extraña magia de su historia, las leyendas, y sus fábulas,  se entrelazaban y envolvían a sus gentes y a los entornos de aquellos pagos. La presencia de su existir se respira en cada calle, en cada tema; nos envolvía, nos penetraba…
Al cabo de mi primer día ya conocía varias personas y había hecho algunos amigos. Alrededor del café que compartíamos, todos los temas nos llevaban esos esteros o a sus lagunas. La revista “Siete Días” recién llegada a los kioscos traía una historia resonante y una foto central a todo color,  dos páginas de Cambicho, el baqueano en su canoa, (de quién yo nunca supe antes) que había rescatado a Marchetti y Mónica Mihanovich, dos famosos conductores del noticioso de la Televisión Nacional, que por accidente cayeron con su avioneta mientras sobrevolaban las extensas aguas. El rescate tras una larga y fría noche, sin auxilio alguno y con el avión hundiéndose lentamente, lanzó la figura del baqueano y su larga canoa a la primera plana de la prensa y la TV. Nacional. Transcendió incluso las fronteras y a la semana llegó un equipo de la RAI (Radio y televisión italiana) a filmar esos lugares y hechos que los europeos estaban ávidos por conocer mejor, y así Cambicho llegó a Europa en la TV. Y a la prensa de varios países.
Si bien en Mercedes todos sabían de él, se convirtió en un héroe, en un verdadero embajador mediterráneo. Se filmaron documentales, spots publicitarios, didácticos; y se convirtió en el referente de los esteros correntinos… Pero Cambicho, el hombre; siguió siendo el mismo de siempre, nada cambió para él. Trabajaba de sol a sol, cazaba carpinchos, yacarés, ciervos de los pantanos, era guía de pesca, de turismo, y criaba su ganado en su isla; la isla Trim, y era servicial y dispuesto. Un ser íntegro y humilde.
Pronto lo conocí en persona, y precisamente en su territorio. Me invitaron a una excursión de pesca, un fin de semana, me acompañó mi hijo mayor, Dacio que entonces tenia diez años. Fuimos en la camioneta de uno de  mis nuevos amigos, rumbo al norte por buenos caminos entre extensos campos de ganado. Al final del viaje se nos unió un hombre que era la estampa de Lee Van Cleef (Sabata), con su sombrero de Cow Boy y su Winchester. En el campo lindante a los esteros estaba la casa, algo precaria, de Cambicho. Allí descansaron los famosos periodistas rescatados. Y él, nuestro guía, se unió a nosotros.
Cambicho era un hombre despierto de carácter y muy amigable. Más bien alto, vestía como paisano, bombachas camperas, sombrero de ala levantada, camisa, faja a la cintura y colorido pañuelo al cuello. En la mano una escopeta de dos caños.
El borde de la laguna tenía camalotes y raizales en tal profusión que la canoa quedaba a cincuenta metros de la costa y había que chapalear barro para llega a ella. El cargamento de vituallas y elementos había que llevarlos al hombro. La isla donde tenía su puesto estaba a unos doce kilómetro de navegar. Cayó la noche y salió la luna inmensa, plateada, y en el agua se reflejaba como en un espejo interminable. Uno siente la soledad que lo rodea, las someras aguas, los sonidos de las islas; y siente el alma aflorando en uno, y se amalgama con la noche… Cambicho parado en la popa, con una larga pala, timonea la larga canoa. Somos seis personas quietas y calladas, que comulgamos el mismo paisaje, el mismo momento, la misma aventura…
En la isla tenía una casa, cómoda en un lugar alto, con algunos árboles, y cerca del agua. Me sorprendió lo bien que vivía. Afuera en la orilla, un par de viejas lanchas de madera medio hundidas en el agua playa. Pisábamos, y no pisábamos suelo firme, era un suelo flotante de capas y capas de raíces, rizomas, y restos vegetales que se tejían fuertemente. Podíamos saltar allí encima, sentíamos que el piso, se hamacaba flotando. En aguas abiertas forman verdaderas islas flotantes, que suelen desplazarse ya con los vientos, ya con las corrientes.
Armamos las carpas pegadas a la casa, y nos repartimos, descansando como Dios manda, hasta la mañana temprano en que empezó el nuevo día. El baqueano había hecho fuego con leñas y el café caliente aromatizaba el aire. Vimos corretear, saltarín, un pequeño ciervo, de grandes ojos negros. Luego carpinchos, yacarés y gran variedad de aves. Estábamos en medio de uno de los santuarios más ricos de la naturaleza, en medio de los humedales correntinos, con el guía más conocido del momento, y quizás de todos los tiempos.
Nos llevó de pesca por los canales de “El Biguá” y a varias lagunas. Sacábamos buenas piezas de Bogas, y Dorados de más de  diez kilos. A veces los veíamos bajo el agua de tan cristalina. En un momento probé a cucharear, viendo reverberar el brillo de la cuchara de plata en la estela revuelta de la lancha. Cambicho me dijo que no era buen lugar para eso, que podía perderla…, y así fue, antes que consiguiera sacarla. Y era de él…, así que luego tuve que conseguir otra, y tardé meses en conseguir una igual.
Unos amigos tenían una filmación de una excursión, en barca a  vela por los esteros, cazando y fijando; la juntamos a la que yo obtuve, y ante un grupo de entusiastas invitados las pasamos en una sala del Hotel Plaza. Estuvo Cambicho con su indumentaria de paisano, y su estampa criolla, henchido de orgullo.
Pero la fuerza y las ganas que le pone a su faena en el campo es un ejemplo único: En su larga canoa trae y lleva, de a dos, sus terneros, vacas, novillos; cruzando tamañas aguas hasta el campo de la orilla, para vacunarlas, o venderlas; subiéndolos o bajándolos a pura fuerza bruta, cruzando incluso los lodazales de la orilla…
Y sin una sola queja, feliz de la vida.
 
 
 
*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda – Santa Fe; 30/10/2013
 
 
 
 
 
 
 
 
COMO ENCONTRARLE SENTIDO A UN PARAGUAS ROTO…
 
 
 
 
 
 
Te cuento*
 
 
Se fue un compañero de utopías, ahora intentaran  apoderarse  de él los que nunca lo leyeron ni compartieron sus sueños pero estamos nosotros  para que no  logren lavarlo de su vida en Cuba, su amistad con Fidel, sus ideas y sus  hallazgos  luminosos como encontrarle el sentido a un paraguas roto: una forma de mirar a las estrellas.
No tirar lo roto y encontrarle belleza, es anticapitalista, lo roto, ese paraguas, nos muestra el paso del tiempo, la muerte y el brillo de la vida.
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
MEMORIAL*
 
 
 
Ordenan recordar
 
Estafar con botánica fidelidad
que broten los detalles
la huella, las pecas,
la escopeta, el amor
 
Estafar
escribir el encastre de los días
meterse en la cama con los huesos audibles
los gritos que no se dicen
los gritos audibles
esos que remiendan
 
Ordenan contar la verdad
alabar las ruinas del recuerdo
un tercio de la palabra dicha
coserle bisagras a los minutos irresueltos
esos que duran apenas una cucharada de luna
o de flan
o de tuercas
o de rezo
prestar juramento
tiritar con el aspecto deformado de la nieve
que se nos antoje geométrica o vegetal
pero fría
o sudar los tajos de la frente
poniendo un botón dorado en el lugar del sol
en ese dibujo de acuarela
aguado
agujero
agudo
que es la memoria
 
 
Mentir
 
Que sea cierto
 
 
*De Pamela S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com
http://pamelaterlizziprina.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
 
La noche es pródiga en ausencias*
 
Sobre almohadas dormitan estaciones desiertas.
 
Mas debe haber algún tren entre los páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los itinerarios.
 
Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes averiados
siniestramente abandonados en alguna vía muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos grises,
ni un sonido perturba la paz de las almohadas.
 
Y sin embargo, el sueño esboza una presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que comienza.
 
El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.
 
Y a este lado, la estación está vacía.
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
El arte de perder*
 
 
 
 
*Por Juan Forn.
 
 
Así empezaba el poema: “Esta es la casa de los locos / Este es el hombre que vive en la casa de los locos”. Y no paraba más. Cada estrofa iba agregando un nuevo componente a la escena (“Este es el reloj que marca el tiempo / del hombre trágico y locuaz / que vive en la casa de los locos”), cada estrofa hacía una espiral más ancha y vertiginosa, y abarcaba más y más, y cuando uno llegaba a la última, y el poema se cerraba sobre sí mismo con la misma cantinela engañosamente infantil, engañosamente neutra del principio, entendía perfecto por qué a su autora le había llevado siete años terminar ese poema. El hombre que vivía en la casa de los locos era Ezra Pound, el loquero era el Neuropsiquiátrico St. Elizabeth’s de Washington y la autora del poema se llamaba Elizabeth Bishop.
Bishop era una jovencita que tenía sólo un librito de poemas publicado cuando llegó a Washington en 1949 a trabajar como consultora de poesía en la Biblioteca del Congreso, recomendada por su antecesor en el puesto, el poeta Robert Lowell, que tenía un don para descubrir talentos ocultos y ayudarlos con maníaco entusiasmo. Poco después descubrió a la joven Flannery O’Connor, y se hizo católico por ella: no por convicción sino para poder convencer al Vaticano de que la canonizara en vida. Con la joven Bishop fue un poco más moderado. Apenas, nomás: cuando la recibió en la estación de tren de Washington, le explicó que entre las tareas que incluía el trabajo estaba la de visitar una vez a la semana a Ezra Pound en St. Elizabeth’s. Pound había ido a parar ahí para no ser fusilado: sus transmisiones radiales desde Roma en favor de Mussolini y Hitler durante la guerra lo habían hecho acreedor a la condena de traición a la patria. Primero lo tuvieron durante semanas en una jaula al sol, en un campo de prisioneros en Pisa; cuando la comunidad literaria pidió clemencia por él, lo internaron en St. Elizabeth’s, sin diagnóstico. Lo dejaban pasear por los jardines, jugar al tenis, recibir visitas, lo dejaban hacer a sus anchas el papel de poeta confinado, pero no lo soltaban (tardarían doce años en convencerse y cuando lo hicieron, en 1958, fue a cambio de que se fuera a vivir al extranjero), así que toda celebridad literaria que pasaba por Washington en 1949 pedía ir a visitarlo.
Lowell le explicó a Bishop que era una experiencia única para una joven tan tímidamente talentosa como ella, y se fue en el primer tren. No le dijo, porque le pareció una minucia, que no eran tantas las visitas que recibía el poeta confinado: primero porque no muchas celebridades literarias pasaban por Washington, y segundo porque era sabido que las espléndidas, y egomaníacas, pontificaciones sobre poesía de Pound podían derivar en el momento menos pensado al más áspero de los silencios o a una catarata de invectivas contra los estúpidos que no entendían las virtudes del fascismo. Así que cada semana en que no había nadie que quisiera ir de visita a St. Elizabeth’s, la joven Bishop partía solita a padecer al poeta, con una pila de libros y media docena de bananas, las únicas dos cosas que Pound aceptaba recibir del exterior. Dos años duró en el puesto, sin emitir una queja. La liberó del yugo una beca providencial que le permitió escapar adonde más quería: la beca era un viaje en barco hasta el Estrecho de Magallanes, y lo que ella quería más que cualquier otra cosa era irse al fin del mundo; en ningún otro lugar estaba cómoda.
A Elizabeth Bishop se le murió el padre cuando tenía ocho meses, y cuando tenía cinco años internaron a su madre y no la vio nunca más. La adoptaron primero sus abuelos maternos y se la llevaron a Nova Scotia, en Canadá, pero eran tan pobres que la entregaron a los abuelos paternos, unos ricos asquerosos de Massachusetts con quienes vivió perpetuamente aterrorizada de hacer algo mal (“Perdí a los ocho años / el coraje de hablar / en la mesa de mis abuelos / y nunca lo recuperé”), hasta que ellos se cansaron de su asma, eczemas y alergias y la entregaron a una tía solterona que criaba pájaros exóticos y la puso pupila en un internado donde, la mitad de las noches, la joven Bishop escapaba por la ventana y dormía en un árbol. Toda su vida se había sentido un peludo de regalo: así se sentía cuando llegó a Washington y así se seguía sintiendo cuando logró escapar hacia el fin del mundo (no por nada escribió: “El arte de perder no es difícil de aprender / Basta perder algo cada día / para aprender que / perder no es –¡convéncete!– una catástrofe”).
No llegó nunca al fin del mundo. En un agasajo, cuando el barco paró en el puerto de Santos, se intoxicó con una castaña de cajú, la primera que probaba en su vida, el primer bocado sólido que se puso en la boca al bajar a tierra. Terminó en el hospital, estuvo días entre la vida y la muerte. Cuando abrió los ojos, vio sentada a los pies de la cama a la persona que le había ofrecido esa castaña. Era Lota Macedo Soares, una niña bien de tal talento para el paisajismo que el mismísimo Gropius la había apadrinado. Lota le prometió a Bishop cuidarla toda la vida, le construyó una casa de ensueño en Petrópolis, que parecía colgar de la nada en medio de la selva y la montaña, y se la llevó a vivir con ella. Quince años se quedó Bishop en esa casa. Allí escribió su poema sobre Pound, noche tras noche durante siete años, a fuerza de cortisona y de gin, mientras Lota dormía a su lado o estaba en Río de Janeiro trabajando en su magno proyecto: el Aterro de Flamengo, ese espacio verde que debía hacer palidecer al Central Park y a los Jardines de Luxemburgo. “Tú cultiva tu jardín, y yo el mío”, le decía Lota cada vez que se iba.
En esa casa, sola, Bishop recibió la noticia de que su segundo libro (aquel que contenía el poema sobre Pound) había ganado el premio Pulitzer. La comunicación telefónica era defectuosa, Bishop pidió que la llamaran al teléfono del pueblo, que estaba en la oficina de correos, bajó caminando desde la montaña, atendió la llamada y al cortar le dijo a la empleada, aún atónita: “Gané un premio”. La empleada abrió la ventana y gritó a la calle: “¡Donha Lizabetchi ganó la bicicleta! ¡Los demás pueden tirar los números!”, porque el único premio que conocía era la rifa del pueblo.
Cuando le informaron a Pound que iban a liberarlo, en 1958, y le preguntaron adónde iba a irse a vivir, él contestó famosamente: “A Brasil”. Era una boutade nomás (la respuesta completa había sido: “Veamos. Si Catay ya no existe, por qué no Brasil”). Como bien se sabe, el viejo poeta terminaría eligiendo Italia como destino, pero Elizabeth Bishop transpiró agujas de hielo, y no hubo gin ni cortisona que le alcanzara hasta el momento en que pudo confirmar que el viejo poeta había bajado del barco en el puerto de Génova (para proceder a hacer el saludo fascista al enjambre de periodistas que lo esperaba). En los años siguientes, Pound diría a quien quisiera oírlo que nunca leyó el poema de Bishop, pero yo podría jurar que si la esposa de Pound, la violinista Olga Rudge, no hubiera aceptado llevarse a Pound a Venecia (después de que él se negara a recibirla durante sus doce años de confinamiento), la escena tan temida por Bishop se habría hecho realidad: el viejo loco se hubiera ido a Brasil, a hacerse cuidar y atender por la única persona que había sabido ver su encierro desde adentro.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
DEJA VU*
 
 
“De donde llega ese ruido tan fuerte.
Sin embargo la llave no quedó puesta”
ANDRÉ BRETÓN
 
 
Ha llegado con pasos vacilante....
Ciudad dormida. Credo extranjero.
Zurcidos a su piel, uno a uno los colores de la calle.
No sabe describirlos. Busca .No sabe lo que busca.
A quien busca. Porqué. Sobre todo porqué
Tiene amor, lumbre, palmeras y fulgores. ¿Qué habría de buscar?
Arrastra piernas de tristeza flaca. La soledad es víbora que silva.
Desamparo .Orfandad hermana .Partidas.
No conoce esta comarca extraña. Pero está seguro, ya estado allí.
Recuerda las bocas de sus calles. Sus ojos somnolientos. Sus pasos.
Sus pobrezas. Las frígidas mentiras. El hambre y el sudor del hombre.
Un olor desconocido lo estremece.
Remueve sus entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor frutal, a hembra. A duraznero en flor.
Se reconocen al instante Son parte de una leyenda arcana.
Penetran en las profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Temor. Tormenta en vez de lluvia.
La lluvia tiene piel de mujer.
En espera infinita
Lo lame, lo acuna, lo adormece en su pelaje oscuro.
El niño se prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro. Liba, muerde, muere.
Cierra los ojos, paladea, goza, orina.
Ah, huerto de los frutales. Refugio, acertijo improvisado.
Ha llegado a su puerto.
Ya ha estado ahí
No importa si el hoy es solo ahora.
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
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LA RICA
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SALADILLO NORTE
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SAN SEBASTIÁN.  J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.
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