domingo, abril 27, 2014

Y ME LLUEVE UNA ANTIGUA NOSTALGIA...

 
*Dibujo de Celso Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar 
 
 
 
 
 
 
 
LA MUERTE FLOTABA EN EL RIO SERENO*
 
(Sofanor, Nicanor, Aguirre, El cumpa…, y la muerte…)
 
 
Nicanor quedó aturdido y temblando con el disparo del arma de Sofanor, más que por el estampido fue por ver que la desgracia se había desatado sin freno aquella tarde, sobre las aguas doradas del atardecer en el río sereno. Las garzas de la orilla se levantaron espantadas, volvieron a asentarse…; y se espantaron de nuevo con el segundo disparo, esta vez de la otra canoa, de la de Anselmo Aguirre, que alzó la escopeta con una sola mano, y descerrajó el tiro certero, que hirió a Sofanor en el pecho...
Aterrado, sin parpadear casi, vio a su padre caer  con los ojos tan abiertos, ya con el vacío de la muerte, y aquella horrible mancha escarlata en su pecho. La canoa de ellos comenzó a remancear en una oquedad de la costa, mientras que la otra iba bajando a favor del río y se achicaba a los ojos de Nicanor, con aquella figura que no olvidaría nunca: la de Aguirre con la escopeta colgando de un solo brazo… La siguió con la vista, inerte; hasta que fue un punto en el horizonte…
 
_¡Maldita tarde…, maldito río…, maldito vino!- Escupió al aire con toda su rabia. Impotente, comprendiendo que el destino y la muerte eran irreversibles…
 
 
 
Con el Faustino Cantero, el “Cumpa” de Sofanor y el “Tape” Ayala; y a la primera luz de la mañana, lo enterraron a la sombra del “Ibirá Pitá” de la lomada, cerca de la ranchada, al que en sus juegos trepaba de niño. Callado, triste, la mirada lejana, no podía apartar su pensamiento de todo lo que había pasado, una y otra vez, como si repasara una película macabra, de un final diabólico. Nunca supo bien cual era ese entripado del Aguirre con su padre. Era una cosa muy vieja, seguro… Una tarde que se encontraron en el almacén del puerto hubo una gresca donde apenas los pudieron separar. Sofanor lo acusó delante todos de robarle la pesca en los tramallos, que Aguirre siempre traía al acopiador piezas de gran tamaño, y él sólo encontraba algún moncholo… Y que lo descubrió una noche porque lo venía siguiendo. Aguirre reaccionó muy mal y juró cobrárselas, dejarlo así delante de todos…, máxime que la preciada moza con la que solía ilusionarse, le demostró su desprecio por eso, y lo echó del almacén, y que no volviera. De allí Aguirre le anunciaba a todos que mataría a Sofanor, allí donde se le cruzara…
Nicanor veía cada vez más claro el motivo, aunque no sabía si sólo era eso, que justificara tamaña factura, dejándolo sin su bendito padre, cuando más lo necesitaba. De algo estaba seguro; una idea se le iba colgando, prendiendo por dentro: un día él mismo se cobraría la maldición que le tocó, allí en el río Paraná.
 
 
 
II
 
 
La Abuela paterna, Doña Pepa, lo acogió en Corrientes donde vivía, no sólo le dío comida, sino muchísimo afecto. Ya más grande, fuerte y buen mozo, triste pero aguerrido, entró como voluntario en el ejército. A los veinte llevaba cuatro como  personal de tropa y la fajina y el orden le fueron forjando una voluntad de acero. Cuando sintió el cénit de su propio tiempo, decidió volver a cumplir la deuda que tenía con su padre, cobrar su venganza…
Buscó la ranchada en aquella costa tan verde, bañada por aquel espejo plateado, que cada tanto se arrugaba levemente ante un soplo de la brisa del verano incipiente. El padrino le guardó las pertenencias de entonces, por si “un día”  volviera. Tras tanto tiempo, se llegó al pie del árbol de ancha copa, bañada en un profuso manto amarillo, y se hincó ante la tumba de aquel padre tan presente siempre, y volvía a ver ese instante tan macabro, donde aquella vida se escapaba por el pecho abierto, y aquellos ojos aún más abiertos.
 
 
Le contó a Cantero qué vino a hacer, parco y decidido.
– Quiero la canoa y la escopeta de mi padre…, vine a lo que he jurado y rejurado estos años, llegó mi tiempo…Ya no soy un niño, y al crecer,  creció en mí aquel sino.
Lo miró el viejo, con aquel cariño de años, respiró hondamente, y le dijo:
-Hijo, no va a poder ser…, el Anselmo ya no vive…- y miró a los ojos a su ahijado. –Cosa de no creer. Hace como un año, una tardecita, un más o menos por ese lugar del río… No se podía tener de tan “chupao” y perdió el equilibrio. Dicen que lo vieron “bailar” en la canoa como si algún demonio lo quisiera voltear al agua. Al final ganó el “diablo” y a él no lo encontraron nunca. Se ve que se ahogó allí nomás. La canoa sola apareció yendo río abajo en lontananza…-
-Mirá creo que el “Barba” no quiso que te ensuciaras las manos con sangre…-
Nicanor tardó en asimilar la noticia que le daba el padrino Faustino, y tras mirar lejos y frunciendo un rato el entrecejo, terminó lamentándose:
-¡Yo hubiera querido que mi padre vea que yo tampoco tenía miedo!
 
 
 
 
*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda – Santa Fe;
 
 
 
 
 
 
 
Y ME LLUEVE UNA ANTIGUA NOSTALGIA…
 
 
 
 
 
 
LIBROS*
 
 
 
*De Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
En aquel alto tiempo donde todo y nada sucedía, es decir, lo primero eran los sueños y lo segundo la lisa realidad, la que no tenía fisuras, pero era propicia a la contemplación y a las primeras lecturas.
En el lugar que hoy ocupa el orgulloso Ibirá-Pitá había tres plantas de granada, en un rincón del terreno que da la calle, entonces de gramilla polvorienta. Debajo de esas plantas crecía un césped que lucía descuidado, y unos ligustros tupidos hacia el terreno vecino, el de la quinta de frutales tentadores de don Clemente Gerlo.
Allí en ese refugio óptimo para mi atribulada adolescencia, comenzó  mi avidez por la lectura.
En realidad, como alguna vez lo conversé con el entrañable, inolvidable Negro Fontanarrosa, yo, él y muchos otros, nuestra generación  tal vez,  accedimos al libro porque primeros fuimos lectores voraces de revistas de historietas. Nada más natural, creo, que el paso al libro y su maravilloso mundo de fantasía, que signó mi vida para siempre empezó entonces. Varios de mis amigos de entonces compartían esa pasión.
Inútil que busque las razones por las cuales este dulce hábito, este pacífico acto, el de leer,  “que siempre es más civilizado que escribir”, dicho por Borges no sin razón, ya que en mi casa había apenas dos libros: Un “Martín Fierro”, sin tapas, de edición humilde y que hoy presupongo de quiosco, de papel muy ordinario, una edición con toda seguridad muy popular y un libro de Amado Nervo, se trataba de la “Amada inmóvil”, que fue por otro lado mi entrada a la poesía, pero esa es otra historia.
Saliendo de la primaria, en su pequeña y modesta biblioteca comencé a sacar allí algunos libros. Entre ellos “Don Segundo Sombra”, en edición de Austral.
Hace poco estuve en esa escuela presentando un libro y pedí pasar a la biblioteca que yo suponía oval, al menos así me lo dictaba mi engañosa memoria, pero tiene forma de rectángulo. La desilusión llegó, hay allí un par de computadoras y cuando pregunté por los libros, me dijeron que “estaban en la primaria”. Olvidé decir que en la que fue mi escuela primara hay un Jardín de Infantes ya que las dos primarias se fusionaron hace mucho. De todos modos me entristeció.
Pero volviendo a aquel tiempo remoto paso a relatar que leí todos los libros de esa primera biblioteca, que, creo recordar se llamaba Sarmiento y hasta fue la leyenda que su primera directora había sido alumna del sanjuanino y que quiso bautizar la escuela con su nombre, pero fracasó y se contentó con honrar  al maestro nominando así a esa pequeña biblioteca.
Cuando había leído los no muy numerosos volúmenes –muchos incluso de la Biblioteca de “La Nación”, con sus clásicos- el paso lógico era “La biblioteca”, como se conoce a la Manuel Belgrano, que una comisión del Huracán Foot Ball Club tuvo el buen tino de fundar en 1940.
Ingresé un atardecer a esa biblioteca, que hoy es un símbolo querido de mi vida, pero que fue el acicate que me dio el empujón que necesitaba para partir y comenzar estudios que no tenía.
Comprendo que no sería quien soy si no hubiese existido esa biblioteca y a mí un día no se me hubiera ocurrido trasponer esa puerta. No digo que hubiera sido mejor o peor, digo que yo tal vez me habría conformado con esa vida de costumbres apacibles, de humores ácidos  y de chismes ligeros. Tuve que canjear todos los crepúsculos, todos los matices que con su luz va alumbrando y yendo hacia la muerte y tuve que dejar el vuelo libre de los pájaros, el batir de las alas de las garzas y las cigüeñas y volver luego a tratar de asirlas con la letra.
Ese día entré, y charlé un rato con la bibliotecaria, la dulce Doña Julia, inefable hada protectora de aquellos años llenos de incertidumbre, pero también de un deseo entrañable que pujaba potente y temerario y pedía pista para cumplir todos los sueños.
¿Ella fue dándome aquello que suponía eran libros para mí? ¿O acaso me sugería los que ella había disfrutado leyéndolos?  Nunca lo supe.
Doña Julia García, de familia de músicos porteños había sido traída por un bohemio conocido como el Flaco Naly, quien pronto la abandonó. Y ella se quedó en el pueblo. Nunca me habló mal de él. Tal vez lo amaba mucho, tal vez  lo habría perdonado.
Pronto me vinculé con mi amigo, el maestro Alfredo Ghiselli, nuevo en el pueblo que pasó a mis manos trémulas los libros de Neruda.
Pero el lugar donde me puse al tanto de la gran literatura contemporánea fue en la Librería Aries, siendo su empleado.
Allí, el poeta Rubén Sevlever, silenciosamente ponía en mis manos esos libros que estallaron como fogonazos de estupor, de gozo y por qué no, de cierta sensación de inmensa libertad: Lo hacía con su estilo silencioso, pero era un maestro verdadero, como no queriendo enterarse que enseñaba.
Después vino la Facultad que también trajo sus lecturas. Pero lo iniciático en mí había comenzado mucho antes. Cuando yo me subía a alguna de esas plantas de granada con un libro en la mano y no escuchaba el grito estentóreo de los teros por el aire o la música y el bullicio de los pájaros.
Yo, evidentemente sólo tenía oído para la música maravillosa que me traían los libros con la promesa de hermosísimas islas perdidas como el poema de Raúl González Tuñon.
 
 
 
 
 
 
 
 
LA TORTA DE PATAY*
 
(A Horacio Rossi)
 
 
De sus vueltas por el noroeste del país, de la tierra de los quilmes, de los quechuas y del vino exquisito del altiplano, mi amigo Horacio me hizo un regalo que suena a patio de infancia.
Sí, bien digo: a patio de infancia; esa patria tan nuestra cuando los patios eran de media manzana. Y uno de esos patios era de la casa de mi abuelo Homobono. Al fondo, reinaba un viejo algarrobo, cargado de chicharras en el verano: aprendí a tomarlas entre los dedos de las manos, a descubrir los coyuyos ensordecedores, a coleccionar su piel reseca prendida del viejo árbol, a observar de dónde salían y ver los agujeros en la tierra.
Cuando las vainas, frutos de ese árbol generoso, se ponían negras de veinte o más centímetros, las jalábamos de las ramas, las abríamos con nuestro apuro de chiquilines y saboreábamos su pasta dulce que cubría a las semillas. Todo un dulzor, toda una travesía de sabores, todo un instante.
Y mientras saboreaba lentamente el regalo, los recuerdos se sumaban: las charlas con el abuelo, mi tío Pancho que mimaba mi presencia y me llevaba con él, con toda su adustez y su ternura de hombre campesino. Me dejaban, ambos, entrar a la piecita de herramientas y jugaba que trabajaba. De hecho, aprendí de ellos las maravillas de las manos, la paciencia, la delicadeza del trato con otros, del respeto.
Son en mi memoria tres árboles de algarrobo: duros, toscos en su corteza pero de una dulzura increíble que dejan su sabor a presencia en el paladar de un niño.
 
 
*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Tapiz de otoño*
 
 
 
Los árboles se vuelcan en un río verde, ella nada en el follaje líquido, mientras una fibra de luz le  adorna de alegría el  pecho, cómo no sabe si mañana habrá otro, lo recibe, se esconde en su tibieza. Ese antiguo juego con el que se aprende  a perder y a recuperar. Esconderse y aparecer como el día, como la vida.
 
Siempre  lo nuevo como una joya, resplandeciente y temerosa.
 
La lluvia dejó sembrada su vereda de pequeñas flores aliladas, por primera vez le ganan  a la invasión de  todas las publicidades. Guarda en su mirada  el tapiz enhebrado de flores caídas, una fiesta de palabras y el dorado ruido del último sol alborotandole el pecho
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
CANCIÓN OSCURA*
 
 
“Buscas una patria. Tienes una tierra natal, pero no una patria”
Pausanías, en referencia a Homero.
 
 
Oscuramente. Así te nombro, Amor. Oscuramente....
Se, que en tu piel se recuesta la noche.
La incerteza hace nido en tu boca.
La pasión del hambre es tu agonía diaria.
Dibujas, obstinadamente, campanarios y vientos.
Que te sangran los zapatos en las manos.
Bebo tu voz de dios que me acaricia toda.
Lo sé. Estás ávido de vida y de muerte.
Que buscas respuestas en Homero día y noche.
Muerden tu carne patria demonios de ojos albos.
Dulce herida que sangra en turmalinas.
Y me llueve una antigua nostalgia.
Lengua de hierba y briznas en los muslos.
Cuerpo de adolescente. Parral. Centauro.
Yo: La soledosa. Arpía. Hembra de barro y paja.
Quiero, un lugar en el temblor de tus serpientes verdes.
En tus cementerios. En tu lecho de agua.
Un lugar en tus más hondos pozos, pido.
Y lamo uno a uno, de tus dedos, las penumbras más puras.
-Hay tinta en las manos morenas de mi padre-
Se, que en tu piel se recuesta la noche.
Solo eso .Un pedazo de noche. Imploro.
Oscuramente. Así te nombro, Amor. Oscuramente.
 
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*
 
 
 
El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón
sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos
malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión
durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñecas hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado.  Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.
 
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sueño*
 
 
 
En esa  noche de luna roja
Soñé  sombras azuladas
En ella vi perfiles de mis amigos
Que  caminaban graciosamente sin gravedad
Desplegaban diferentes  colores como personalidades
Unos despilfarraban calidas ráfagas de luz
Otros soplaban vientos serenos
Algunos tenían oídos absolutos
Que permitían escuchar mis anhelos
Tantos personajes habitaban
En esa luna de color rojizo
Que distinguían  mí respirar…
 
Dueña de ese espectáculo
Creí que la luna era mi mejor compañera.-
 
 
 
 
 
***
 
 
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