miércoles, enero 21, 2015

ESTACIÓN J. J. ALMEYRA





*



Nadie más veía al gato negro que estaba sentado en mitad del vagón lavándose la cara? Una niña que llevaba trenzas sujetas con cintas azules y que jugaba con una muñeca iba sentada justo al lado del felino pero no reparaba en él. Puede que no le gustasen los gatos. O es que el gato no pertenecía a este mundo sino a otro de los mundos posibles. La cartografía es un fraude. La realidad no es solo lo que acontece ante tus ojos sino, y principalmente, aquello que tus ojos no pueden percibir.

Un trueno grave hizo temblar las ventanillas del vagón, varias personas sacaron sus cabezas de sus caparazones y miraron en torno como buscando recibir un comentario. Un hombre mayor dijo algo como qué lo parió che, enunciado que fue apoyado por varias inclinaciones de mentón. Yo mismo cerré involuntariamente Matadero 5 exaltado por el ruido del trueno. Y el gato inmutable. Como si el trueno no hubiera caído para él o como si supiera que el trueno caería exactamente en ese momento. Siguió lamiendo su pata y humedeciendo su ojo. Incontables veces. Qué tormentita eh. Dijo. Julia dormía allá a tres metros de mí. El gato negro continuó lamiéndose las patas. No Ismael? Estás hablando conmigo? Hay otro Ismael en este vagón, en este tren, en este mundo posible? Pero sos un gato! Oh, gracias amigo Ismael, sabés? Hasta que vos no me lo dijiste yo hubiera jurado que era un reno.
No me miraba, ni siquiera movía los labios a no ser para lamerse la pata. El gato negro estaba allí en medio del vagón que devoraba el paisaje y nadie se sorprendía de su presencia. Bueno en realidad no resulta inverosímil la presencia de un gato en un vagón de tren pero de todos modos a alguien podría haberle llamado la atención. Y todos iban sentados mirando por la ventanilla la lluvia inclaudicable o desgajando una mandarina o escuchando música en sus teléfonos celulares o durmiendo pero nadie, definitivamente nadie, iba hablando con un gato. Excepto yo. Y bien? Su voz era ronca como la de un borracho aunque sonaba nítida. Sí, contesté, llueve muchísimo realmente, es una terrible tormenta. No, Ismael, no es una terrible tormenta es la tormenta terrible.
Entendés? en los mundos posibles los hombres perciben solo el reflejo de las cosas pero nunca la cosa en sí. El arquetipo nunca es dado a los sentidos ni a la razón humanos. Cuando mirás el sol creés estar viendo el sol pero nada de eso, Ismael, solo ves un sol que muere y nace constantemente, día a día, como una vela, alguien vuelve a encenderlo, pero el sol ideal el primer y único increado sol, ese, nunca lo has visto ni vos ni ninguno de estos pasajeros. Esta tormenta, esta terrible tormenta no es una terrible tormenta, es la terrible tormenta que, por algún descuido del Guardián Arquetípico, está cayendo y cae ahora sobre el mundo, sobre este tren que rueda devorando literalmente el paisaje. Lo comprendés, Ismael? Esta tormenta no debería estar acá porque no pertenece a este mundo. De hecho yo tampoco pertenezco a este mundo posible, no soy un gato, soy el arquetipo de un gato. Como sea. Así sucedieron las cosas.
A mi lado el loco Joe exhalaba olor a basurales y de su boca entreabierta caía una baba insistente. Sería el arquetipo de las babas insistentes? Tenemos que arreglar algunos quilombitos interesantes, Ismael, pero tenemos que hacerlo juntos. Lucharla juntos. Una puerta se abrió, una no, varias, pero la más peligrosa para todos es la puerta de los arquetipos. Si los arquetipos se pierden o andan dando vueltas por la infinidad de mundos posibles se corre el peligro de que. De todo. Se corre el peligro de todo. Voy a saltar sobre tu regazo y acariciarás mi lomo, se abrirán las siete puertas que nos conducirán a las 400 puertas que nos dejarán, al fin, frente a la puerta, la primera puerta, la increada. A él dejalo que duerma el sueño de Bruto. Necesita estar bien descansado, en Puente Alsina deberá rendir algunas cuentas pendientes.
Pero eso, por ahora, no nos incumbe, Ismael. Saltaré sobre tu regazo y vos acariciarás mi lomo. Antes de cerrar el libro que aún permanecía sobre mis piernas repetí quizá textualmente “ha visto usted alguna vez insectos atrapados en ámbar? bien, aquí estamos, señor Pilgrim, atrapados en el ámbar de este momento. No hay ningún porqué”. Y no lo había. Debía haberlo? Guardé el libro, como pude, en la mochila.


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
-Fragmento de la novela "La puerta de los arquetipos"








ESTACIÓN J. J. ALMEYRA







ESTACIÓN DEL ABSURDO*

“Nada os pertenece en propiedad más que vuestros sueños”. (Nietzsche)



ESTACIÓN DE LA ESPERA


Intentó mirar las sombras tras espejos trizados.
Estaba allí, agazapado, toro negro a la espera.
-En la segunda noche, lo soñó-
-En la tercera noche, ella durmió sobre la barba de la piedra.



ESTACIÓN DE LOS SUEÑOS ROBADOS

Lo soñó tanto y tanto, hasta robar su sueño.
Día y noche. Ojos. Ojos y una terrible espera.
Dulce y amarga muerte hasta doblar la esquina.
De los bosques sagrados surgen las manos húmedas.



ESTACIÓN DEL DESEO

Y lo amó tanto y tanto hasta robar su amor.
Y no había tú y yo. Macho ni hembra. Me amas y te amo.
Los ojos aterrados de deseo. Enfermos. Locos. Espectrales.
Solo queda esto: subsistencia. Y soñaban, que es un sueño la muerte.



ESTACIÓN DEL ABSURDO

¿Y los sueños donde el musgo estalla? ¿Las revoluciones de la carne?
¿El costo devaluado de las utopías?
¿Los vientres arrancados de cuajo? ¿Los dientes?
Lluvia verde de mierda. Verde mierda. Un solo, absurdo, desolado grito.
Y lloraban besando sus voces con sus cuerpos, cabalgando esqueletos.
-Quizás un grito de fusil baste, si apuntas en el pecho.-



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar










El amor es un tren que parte...*



"El amor es un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".
¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la propia imaginación?
Quizá, lo sea también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.
Subió los peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida, pensó: te llena la cabeza de virtualidades, al tiempo que te vacía de materialidades…
Eludió a los pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con un escalofrío.
Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus –cíclicos- erráticos pensamientos.
¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío… Eterno y creciente dolor.
De pronto, descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible? ¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.
Clara… Su nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto. Nombrarla, musitar ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces velado por el dolor. Ingresó de pronto en un pasadizo mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen a otra persona.
El paisaje se desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los afectos.
Su rostro se acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón. ¿Razón? ¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo? Su mano derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla…
El calor se extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido. Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor…
Entreabrió la boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo embriagara durante días, semanas, meses…
Entonces descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus muslos, sin dejar de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido, inmortal…
Los brazos de él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.
La excitación de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda realidad.
Hasta que ya no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo…
Recordó la liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía, con la noche por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos, insustancial y evanescente.
Se resistió a recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se acabase nunca…
Así, mientras continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.










*


Amor; exiliada de tu estación

me doy cuenta

que hay en mi costado

un vacío

que duele.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











“La vida es una sola y hay que vivirla” *



Sumergido en las atrayentes imágenes del libro que venía leyendo desde hacía ya varios días, muy bien luminado a través de la –detalle inusual- ventanilla limpia del vagón, apenas reparó que alguien se sentaba a su izquierda, muy junto a él. Sólo cuando el intenso perfume que emanaba de aquella figura lo alcanzó, algo urgente y sin palabras lo impulsó a girar la cabeza, aunque no directamente hacia su rostro –siempre le había costado mirar de frente a alguien, como si en ese único gesto se adivinase algún oscuro deseo inconfesable, quizá hasta para sí mismo-, y así descubrir un hermoso par de piernas, enfundadas en medias negras, que pronto se cruzaran una con la otra, apenas cubiertas por una cartera sobre el regazo.

Inhaló gratificado aquel aroma -Dior Addict, aunque él no lo supiese-, y deliró con sentirlo aún más de cerca, impregnado sobre la piel. No se animaba a levantar mucho más la cabeza en dirección a ella, por lo que sólo conseguía solazarse con aquellas rodillas casi perfectas y unas manos largas, cubiertas de anillos, finos y delicados. La imagen lo perturbaba, por lo que prefirió continuar con la lectura. Pero apenas si llegó a leer un par de renglones, distraído por completo, para volver a hipnotizarse con aquellas piernas, en un breve y fugaz vistazo que lo incitaba a más, mucho más.

Decidió que había una única manera de contemplarla; así que levantó la cabeza por sobre su hombro, como si mirase algo a sus espaldas que súbitamente le llamase la atención, y divisó un fragmento del pasillo del vagón a medio llenar, para luego demorarse apenas unos segundos, mientras giraba la cabeza a su posición inicial, en el perfil de su compañera de viaje.

Morocha, de cabello ondeado, cejas finas, enormes ojos claros, nariz recta, pómulos altos y marcados, labios carnosos y mentón delicado, descendiendo hacia un cuello terso y suavizado. El retrato de un segundo crucial, detenido y analizado hasta el hartazgo en su mente durante los próximos instantes. Composición de la imagen que se completó en el segundo siguiente, recorriendo el trajecito azul claro, el escote de la remera blanca que le abría el camino hacia un paisaje de inauditas delicias pectorales, y una cartera de cuero negro con que se cubría la falda azul, seguramente haciendo juego con el saco del trajecito.

Regresó muy a su pesar a mirar el libro que inútilmente sostenía entre sus manos. ¿Cómo hacía para volver a leer después de haber visto semejante belleza? ¿Qué hacer a continuación, entonces, si cerraba su libro? Miró por la ventanilla, en dirección contraria a lo que su deseo le dictaba, y contempló un paisaje urbano anodino, carente de todo interés. La hermosura del paisaje estaba en otro lado.

Hojeó el libro distraído, como si buscase algún párrafo olvidado. Su mirada volvía intermitente hacia esas piernas, que ya casi comenzaban a excitarlo físicamente. Volteó la vista hacia ella de improviso, pero la mujer miraba en dirección contraria, más allá del pasillo, con aire sutil y elegante. Bajó sus ojos hasta encontrarse de nuevo con aquel busto de belleza inenarrable, y recién ahora, en una segunda apreciación y con un ángulo más estrecho que la primera vez, consiguió distinguir el borde de la puntilla blanca del soutien. La creciente excitación tuvo un empuje inesperado, molestándole ya dentro del pantalón.

Desvió la mirada hacia delante, avergonzado de sus indiscretas incursiones. Respiró hondo, mientras la adrenalina le surcaba las arterias, potenciando el despliegue de un deseo largamente contenido, inhabilitado de expresión. De pronto, sintió que el asiento del vagón le resultaba muy estrecho, casi pequeño, como si su estado de ánimo se desplazase hacia su condición corporal, y hubiese ido aumentando de tamaño durante los últimos diez o quince segundos, otorgándole una predisposición hacia el encuentro más que favorable.

Jugueteó con el señalador del libro, sin saber dónde ubicarlo, hasta que lo dejó caer entre la contratapa y la última hoja, y volvió a mirarla.

Encontrarse con ese bello y dulce par de ojos turquesas que lo miraban de frente, en su máximo esplendor, lo congeló de la emoción, incapaz de hacer o decir nada. Mirada fugaz -siempre sutil y elegante- de su compañera, que luego se desvió hacia la ventanilla y su escasa oferta panorámica, para inmediatamente mirar hacia delante, quitándole a él todo tipo de presión que hubiese podido experimentar durante esa maravillosa fracción de la mañana.

El sudor le corría bajo las axilas, empapándole la camisa. Comenzó a sentir la boca seca, y cerró el libro de una buena vez para buscar en el bolsillo del saco el paquete de caramelos masticables a medio consumir. Para introducir su mano izquierda en su propio bolsillo, pero rozar involuntariamente el flanco derecho de ella, su cadera enfundada en una falda angosta y provocativa -¿cómo sería cuando se pusiese de pie?; mejor no pensarlo, o su pantalón estallaría…-, un contacto tan leve que hasta parecía no haber ocurrido jamás. Ella se removió apenas, pero a él le pareció que sólo para poder acercarse más… ¿Sería cierto, o su imaginación ya se estaba desbordando, como de costumbre?

Los vendedores ambulantes iban y venían con su monótona y hasta casi estridente cantinela, pero apenas si reparó en ellos, como así también en el guarda que solicitaba los boletos. Sólo que en el último instante descubrió que era la mejor oportunidad para mirarla sin culpas, y hurgó en el bolsillo superior del saco, junto a su corazón, en busca del boleto, mientras las gráciles manos de ella le extendían el propio al guarda. Él hizo el mismo gesto, sólo que tendiéndoselo a ciegas, obnubilado ante la contemplación de su perfil –que se concentraba en el rutinario movimiento de guardar el boleto en el bolsillo exterior de la cartera-, incapaz de comprender cómo había sido posible que la fortuna lo hubiese agraciado con semejante premio aquella mañana.

Hasta que el guarda le tendió el boleto de regreso, y los increíbles ojos de gata de la mujer –una vez desentendida del propio boleto- se clavaron en los suyos, sorprendidos con la guardia baja, muertos de vergüenza, incapaces de esconderse.

Quiso -lo quiso con toda su alma- sostenerle la mirada… Pero no pudo. La bajó hacia el boleto, volvió a esconderlo en el bolsillo superior del saco, y se entretuvo abriendo el paquete de caramelos, experimentando un rubor vigoroso y arrasador a lo largo de sus mejillas.

Entonces ella respiró muy hondo, o eso le pareció a él, mientras de reojo miraba cómo descruzaba y volvía a cruzar sus hermosas piernas, rozándole apenas la rodilla izquierda. Tal vez no fuera una inspiración, sino un suspiro; un suspiro hondo, por supuesto, muy hondo, que declamase en silencio el inequívoco estado de sus sensaciones, acaso desbordantes como las suyas…

Y él, aún sin saber qué hacer, empujado hacia el borde del abismo tan violentamente que no pudo reponerse del vértigo que aquello le causaba, extrajo un caramelo, comenzó a pelarlo, y continuó contemplándose a sí mismo desde una postura casi externa, como si se hallase ubicado en el asiento de enfrente, mirando el cuadro completo de la escena, y se riese de su propia torpeza, actuando de manera mecánica, mientras ella seguramente lo miraba de reojo, o quizá –para aumentar aún más su pequeña gran humillación- le disparase una mirada directa, ineludible, como si en silencio le gritase un airado: “¿Y, qué esperás? ¿Te parece que tengo toda la mañana para vos?”

Se metió el caramelo en la boca, agradeció el dulce sabor a frambuesa sobre su lengua, y aunque le costase un enorme esfuerzo, decidió ofrecerle el paquete. “No vale la pena”, pensó para sí mismo; “esta mina jamás podría darte bola”. Pero a su vez, sabía que el NO ya lo tenía, y nada de lo que evitase hacer podría cambiar ese estado de cosas. Así que contuvo la respiración, y saltó sin paracaídas…

Giró la cabeza hacia ella y le tendió el paquete, casi a punto de decirle algo, en el exacto momento en que el tren se detenía en la estación anterior a la que él debía llegar, ella se ponía esbeltamente de pie, luciendo un trasero tan consiste y maravilloso que lo dejó sin aliento, y avanzaba hacia la puerta con paso decidido, sin mirar hacia atrás. El mundo pareció derrumbarse para él, o mejor dicho: el mundo se le abalanzó a una velocidad inusitada, al aproximarse demencialmente hacia el piso y estrellar sus ilusiones, sin posibilidad alguna de poder reflotarlas. “La vida es una sola y hay que vivirla”, solía decirle un amigo suyo. “Dejá de esconderte dentro de un libro”.

Quiso ponerse de pie, seguir la trayectoria de aquel inaudito contoneo de cadera, con nalgas firmes y bamboleantes, y extender su brazo hacia delante, alcanzándole el paquete de caramelos, ofreciéndole una pequeña dulzura en compensación por tan inmensa y fantástica excitación. Llegar a posar unos trémulos dedos sobre aquel hombro trajeado, apenas rozar la suavidad de aquel cabello oscuro, oler muy de cerca el cautivador aroma de su perfume. Decirle algo, conseguir articular aunque sea una única frase, alguna oración por la que ella pudiese recordarlo durante el resto del día, y hasta quizá aguardase hasta el próximo viaje en tren, en el que sus destinos volvieran a cruzarse, ambos expectantes ante tamaña idea. Y contemplar una vez más, sin llegar a desprenderse de ella, menos aún de su recuerdo, ese glorioso par de ojos color turquesa, que parecieron querer atravesarlo momentos antes, y que ahora se fugaban en busca de un paisaje diferente.

Pero no pudo. Permaneció sentado donde estaba, contemplando esa delgada silueta que descendía con suprema elegancia el par de escalones que la separaban del andén, sin volver la vista atrás, atrayendo la mirada de cuanto varón se encontrase en los alrededores, mientras él aún sostenía el paquete en la mano, con dedos sudorosos, cierta presencia se extinguía definitivamente dentro de su pantalón, y el libro que viniera leyendo hasta entonces resbalaba entre sus piernas hacia el suelo del vagón.

“La vida es una sola y hay que vivirla. Dejá de esconderte dentro de un libro”.











*



el andén está solo
solo
vacío
continente sin contenido
se han robado la campana
y el cartel no dice nada
descascaradas paredes aún conservan
algún que otro corazón donde el amor
se juraba eterno en las partidas...
andando andenes ando
dice el loco
andando andenes ando
ando andando andenes
porque el tren viene
y lo miran
lo miran pensando pobre loco!
el tren viene a las ocho y cuarto
y yo lo espero
y yo la espero porque dijo que volvía
que sólo era un tiempo
no una despedida...
las vías llenas de yuyos lo desmienten
los durmientes dormidos no despiertan
el tren no traquetea ya hace años
el loco repite como una letanía
ando andando andenes
y
en la vía
aparece un tren que trae la vida...


*De Nora Ledesma norabledesma@hotmail.com







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