sábado, enero 03, 2015

SEAMOS HEREJES, PENSEMOS POR NUESTRA CUENTA...

*Obra de Claudio Uzal. ©
Gijón.





Del otro lado del puente*


vayamos juntos mi amor
del otro lado del puente
del otro lado de las vías
vayamos juntos mi amor
mi dulce compañera
vayamos de la mano
a los barrios
donde viven los trabajadores
enseñame a hablar con ellos
enseñame a olvidar que yo sé quién es Kant
enseñame a olvidar mi cultura burguesa
enseñame, mi amor, mi compañera
a sentarme a la mesa del filósofo trabajador
porque ya viví tanto tiempo en la virtualidad
que se me están estropeando los ojos
de no ver más que lucesitas inútiles en la calle
dale
acompañame
del otro lado del puente
escupí conmigo desde lo alto las vías
reíte conmigo
desacartoname
quitame la ropa que me puso la revolución textil inglesa
y ayudame a vestir como mis hermanos
enseñame a ensañarme con la injusticia
en cualquiera de sus manifestaciones
necesito ser un hombre libre
y sé que la libertad solo se alcanza cuando se mira
ojo a ojo la mirada del que trabaja el acero
el cuero
la piedra
el pan
la tiza
la uva
el mar
la tierra
vamos compañera
porque mi tristeza es la tristeza del distraído
del que mira el mundo desde una butaca
y no es vida la vida que pasa sin que pase nada
vamos, mi amor, mi dulce amiga, mi amante, mi compañera
vamos del otro lado del puente
donde viven los sabios que forjan todas las mágicas cosas
de nuestra vida cotidiana
son ellos quienes hacen nuestra ropa!
son ellos quienes construyen nuestras casas!
son ellos quienes cosechan nuestro alimento!
ellos, amor mío, son quienes pintan verdades en las paredes de la ciudad!
enseñame a desvestirme de todo
a aprender todo nuevamente
de cero
quiero un mundo nuevo de tu mano,
mi vida, mujer, mi compañera/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar








SEAMOS HEREJES, PENSEMOS POR NUESTRA CUENTA…









TEMBLORES DE TILOS*



“A quien hemos visto dormir ya no podremos odiar nunca”
Elías Canetti



Vida. Te evoco en esta noche exacta.
Y no me importa la vicisitud de las pasiones
Si la cerrazón trae una oposición binaria.
Si esa pasión encarroña mis hiedras, mis culebras sagradas
Se, soy parte del terror y el horror de nuestra historia.


No obstante acecho tus nauseas en cementerios santos.
Espero, el preludio de tu ojo sacro.
Mi ánima vuela por los caminos de zarzas.
Mi animal se arrastra por las puras tinieblas.
Espero. ¿Qué pasajeros vendrán en tu tristeza aurora?
Te veo, parado de pié sobre mi lecho.
Y me enciendo, me abraso, me inflamo.
-Lástima, padre, vos solo apagabas fuegos fatuos-
Sus pechos solo adoptaban la forma de tus manos.
-Madre, tengo un hambre de siglos-
La tierra, el lodo, la forma de tus ojos tiene.
-Padre, hay un hombre con sombrero de musgo-
Dile que venga, padre y me inunde la boca.
Que me muera… que me viva.
Que me tiemble la boca como hoja de tilo.
Que me deje dormir, que me sorba…que sueñe con él.
Y que sueñe con él y me tiemble y me duerma.
Y me duerma.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar










BURBUJAS*



En el patio han florecido burbujas de jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la sencilla magia sin truco hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su transparencia sutil estas burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.
Algunas se perderán en la parra, otras contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un final de simple desaparición por exceso de sutileza.
La niña creará perfectas burbujas mientras la mirada clara de su padre se humedece.
El hombre sonreirá con tristeza. La niña no sabe que está creando burbujas para la memoria. No puede saber que las burbujas están fijadas en un punto de su infancia que también se desvanece. No quiere saber tampoco, todavía, que la belleza es tanto más anhelada cuanto más leve, más intangible, más fugaz.
Ella hace pompas de jabón y mira con la sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y ese hombre triste puede darle un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de felicidad.
Para la niña las burbujas que desaparecen se reemplazan con el simple trámite de soplar por el aro. Para el hombre que sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son los minutos que se llevan el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que agregan blanco a sus cabellos, que le van ahuecando el pecho.
El ha puesto un alero a la cucha del gato, para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes temblorosos. Ha podado las parras que su padre, que ya no está, plantó en el fondo de la casa. Guarda las herramientas que probablemente jamás vuelva nadie a utilizar.
Le ha dado a su hija un aro, y jabón, para recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y que el mañana es inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su patio trasero de la belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las esferas perfectas de la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver, pero no se puede tocar con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar, desvanecerse.
Mientras tanto, las espléndidas burbujas, perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento, un eterno momento suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de las afueras de la gran ciudad que lo desconoce.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com








*


con mi viejo no fuimos nunca al mar
nunca lo vi cayendo herido de ola
ni le conocí ojota corroída por la arena,
no abrimos sombrilla alguna
ni destapamos una cerveza en el crepúsculo
cuando los azules del mar y del cielo
mezclan sus vesículas con
la roja raíz de la noche.
no es tristeza
es mera descripción del estado de cosas.
porque Pochi nunca tenía un mango
entonces el mar era un jeroglífico
una cosa pintada de celeste en los
mapas de América Latina, acá quiero ir papá
le decía
apoyando la yema del dedo en algún punto oblicuo
de la costa atlántica, mi viejo pitaba su 43/70
y sonreía mirando la noche, el mar era cosa de otros
de otros, viejo loco, era de otros,
como la muerte/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar







A tu niño*



No pierdas la magia
de niño escondida
tras un guiño de ojos
o una sonrisa.

Si ya eres adulto,
cuidado contigo
que te lleve dentro
para estar consigo.

No tengas miedo
si aparece el niño,
dormido en el cuarto
dejalo salir...

Atiende sus mañas
de chico despierto
guardado en un grande
que se fue a dormir.

...........................................


-Buscá a un adulto a quien quieras mucho, mucho, mucho...y pregúntale si tiene algo de niño.
Descubrirás entonces al niño despierto que hay en él.
Después contame qué te dijo...



*De Cecilia Collazo. psic_collazo@hotmail.com










Asunto de palabras*



Entonces es así, me pregunté.
Se cuenta para espantar el fantasma de la muerte o el de ser tan pequeños y solos, en la historia que nos precede y nos va a continuar, así sin paraíso, casi ciegos, entre templos y ciudades perdidos y ganados. Migajas en la naturaleza que nos aterra y nos consuela. Espejos rotos que se juntan inventando ficciones para llegar a una verdad: verse en la mirada de los otros, un lenguaje para abrigarnos de la nada.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar









*

A los que somos libres en cualquier sentido, a los que no nos importan los mandatos ancestrales, de la publicidad y del capitalismo, del patriarcado o de lo que sea, especialmente a los artistas, escritores y poetas (que jamás seremos "normales"), no permitamos que la estrecha sociedad fundamentalista (religiosa, del mercado o de lo venga) nos desvíe de nuestras búsquedas, nos convierta en vulgares, normalitos, obedientes, carneros, o el adjetivo que prefieran. Seamos herejes, pensemos por nuestra cuenta. (Y, fundamental: dejemos pensar a otros)


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com











SEGUNDA
OPORTUNIDAD*




*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar




SEIS



“Wash away my sorrow, take away my pain 
Your love's coming down like…
Rain” (Madonna)



Las incesantes ráfagas de la tormenta los persiguen hasta bien adentro de la espesura selvática, sacudiendo el follaje a su paso, abatidos por hojas que les azotan la cara, ateridos de frío por un creciente viento que no les da tregua. La marcha se vuelve cada vez más dificultosa, esta vez por el devastador ataque de la naturaleza. Los pies ya no les duelen, las mariposas ya no los escoltan, los pájaros ya no cantan a su alrededor, la improvisada invención de él con las hojas de palmera ha dado más que buenos resultados, pero su futura seguridad parece verse en peligro. Esto parece un verdadero huracán, y sin embargo, no debe ser común presenciarlos en esta zona del Pacífico. ¿Puede ser que tengan tan mala suerte? Naufragar precisamente en época de tifones… Quizá, la peregrina idea de estar siendo asolados por una mente maléfica que los somete a pruebas constantes no resulte algo tan impensable o fuera de lugar. Pero, ¿sería posible? ¿Cómo?
A pesar del constante azote de los elementos, ambos consideran sin consultarse que hay algo, un detalle en toda esta escena que no es creíble. Si bien avanzan con paso calculado, evitando ser golpeados o heridos de cualquier manera, la intensidad visual de la tormenta no se vincula con lo que experimenta cada uno de ellos sobre su cuerpo; como si vieran a su alrededor una ferocidad mayor de la que podrían sentir caer sobre ellos, aletargada de alguna manera. A pesar de ello, necesitan buscar refugio. Las sombras, de un inconcebible verde oscuro, son cada vez mayores, y dentro de poco se quedarán sin luz natural, teniendo que marchar a oscuras, guiándose al tacto, en el peor de los escenarios posibles, donde el paisaje de ensueño que vislumbraran horas antes se convierta en agónica pesadilla vegetal en un abrir y cerrar de ojos.
El se detiene un momento, sintiendo el abrazo de ella desde atrás, buscando protección. Temblando a causa del frío, propio de las ráfagas de viento que los acosan desde que abandonaron la playa, abre la mochila y extrae la linterna. No es nada potente, apenas consigue iluminar el breve paso que dan, pero les alcanza para vislumbrar unos metros más adelante el frondoso tronco de un árbol bastante añoso, inconcebible en este paisaje, en cuya corteza se abre una milagrosa hendidura. Al acercarse, contemplan con alivio la profundidad del hueco, socavado por causas desconocidas e impensables, de un tamaño acorde para que ambos ingresen allí sin molestarse. El le entrega la linterna y extrae la manta, se cubre con ella, dejando la cara impermeable de la tela hacia afuera, y se introduce de espaldas en el hueco.
—¡Vamos! ¡Vení conmigo! —exclama, tendiéndole una mano para que penetre junto a él.
Ella deja el bolso afuera, junto al tronco, y se acurruca a su lado. El la cubre con la manta, abrazándola con su brazo derecho, y se tapa hasta la cabeza. Muy pronto, consiguen crear un efecto invernadero que los aísla del frío e impide que sigan temblando. Ella enciende la linterna, pero él le advierte: —No malgastemos baterías. Tampoco hay mucho que mirar acá.
—¿A mí no? —inquiere ella, con una rapidez que la sorprende, contrastante con la tensión y el temor experimentados hasta hace unos instantes en medio de la espesura.
—No hace falta que te mire con los ojos. Puedo apreciar tu belleza de muchas maneras…
Y apoya su mano izquierda sobre uno de los suaves pechos de ella, acariciándola al principio con ternura, sintiendo cómo se va crispando el pezón hasta endurecerse, al tiempo que ella suspira hondamente, ahogando un gemido al llevar su mano libre, la derecha, hacia la entrepierna de él, masajeándolo por encima de la ropa. El le busca la boca, que ella ya tiene entreabierta, queriendo conquistar un beso que no se le resiste en absoluto. Sus labios y lenguas se entrelazan con tal naturalidad que parecieran haberse besado así toda la vida, aunque sin caer jamás en la rutina. Una vida de pasión sostenida, de eterno romance sin pesares cotidianos, de aventuras amorosas sin límite ni final, donde los enamorados se consideren invencibles, eternos, inmortales. ¿Sería posible un paraíso como ése?
El calor bajo la manta los ahoga, al tiempo que comienzan a escuchar unos truenos ensordecedores, seguidos del creciente rumor de la lluvia. Gotas que caen con intensidad creciente hasta empapar la cara exterior de la manta, que los protege con eficacia. El rugido del azote del follaje parece haberse diluido en la catarata de agua que cae sobre la selva, alejando al viento para inundar la escena con intenso aroma a tierra mojada. Y más truenos, sacudiendo el paisaje, estremeciéndolos ante cada descarga.
Sólo que semejante despliegue natural es percibido a medias, apenas por los tenues resplandores de los relámpagos que se filtran a través de la parte superior de la manta, ambos entusiasmados ante la mutua excitación. Ella siente que se asfixia, con el sudor corriéndole lascivo y cosquilleante por todo el cuerpo.
—Necesito sacarme este maldito saco —protesta, intentando moverse en un espacio tan reducido para desplazar sus brazos y hombros, a fin de quitarse la prenda.
El la ayuda como puede, hasta que finalmente le quita no sólo el saco sino también el vestido, que cae entre sus piernas al desprenderse accidentalmente el broche del cuello. Ella tira con vigor hacia sí del borde de la camisa de él, a la altura del pecho, haciendo saltar los tres botones que tenía prendidos, y se las ingenia para liberar la mano que tenía apresada detrás de la espalda de él, jadeando incesante, para manotear el cinturón del pantalón, desprender el botón, bajarle la bragueta y comenzar a masturbar ese pene henchido y dispuesto a todo. Ambos gimen ansiosos, deseantes, hiperventilados… No existe lugar físico para desplazarse y subirse uno sobre el otro, o incluso para ponerse frente a frente. Les basta con alcanzarse, tocarse, acariciarse, frotarse, y excitarse como no lo han hecho en años. ¿Cómo…??? ¿No acaban de conocerse esta mañana???
El mantiene en alto el brazo derecho, sosteniendo el borde de la manta, evitando que la tormenta los alcance, mientras palpa con su mano izquierda en la oscuridad, recorriendo ese cuerpo cálido y hermoso, hallando el terso valle del ombligo, deslizando los dedos por entre la bombacha, buscando esa hendidura tan excitante, causante de los más secretos e inconfesos placeres. Mientras ella continúa desplazando su mano arriba y abajo, solidificando aún más su pene, él encuentra el clítoris de ella e ingresa con su dedo mayor dentro del canal vaginal, buscando esa rugosa cara interior que tanto placer despliega en la intimidad femenina. Ella gime, sacudida por la pasión, buscándole la boca, ahogándose con sus besos y su lengua, olvidando por completo dónde se encuentran y quién se halla encerrado allí consigo.
[Cambio de lente, imágenes borrosas. Un foco errático que lo distorsiona todo. Pérdida de noción de tiempo y espacio. La sensación de haber experimentado antes una situación similar. La cruel extrañeza de sentirse viviendo en dos lugares, …en dos cuerpos a la vez, …con dos miradas diferentes]
Los gemidos aumentan, al compás de la intensidad de la tormenta. Ella se siente húmeda en cada uno de sus rincones, y no precisamente a causa de la lluvia o la condensación de un espacio tan cerrado. El ahoga los gemidos de ella con sus besos, inundándola con su lengua, respirando el mismo aliento, mientras le desgarra la bombacha de un manotazo, excitándose al límite. Entonces él, más allá de cualquier resistencia, vibra con una electrizante sacudida orgásmica y se derrama, abrazándose a ella, jadeante, sin dejar de sostener la manta ni excitarla con su mano. Recupera el aliento como puede, el corazón latiéndole desacompasado, y le introduce tres dedos, desplazándose lento al principio hasta tanto ella se dilata, para luego imprimirle mayor vigor, oprimiendo decidido ese misterioso punto G, haciéndola aullar por encima del estampido de los truenos.
—¡Así, así, no parés!!!!!
Hasta que ella también alcanza el clímax, aferrándose a él, con grititos entrecortados, temblando de pies a cabeza con su propia sacudida orgásmica, recostándose lentamente contra el tronco y atrayéndolo en el abrazo mientras se relaja de a poco. Exhaustos, hiperventilados, sudorosos, con un mareo hipnótico, se dejan llevar por el movimiento, resbalando por el borde de la hendidura en el tronco hasta que ambos pierden el equilibrio, cayendo hacia el exterior, aterrizando sobre un enorme charco de hojas tropicales y de lluvia. La carcajada, aunque agotados por el esfuerzo, los envuelve en la misma espontánea complicidad, divertidos ante la sorpresa.
—¡Para vos, que hace rato querías bañarte!!! —exclama él, intentando recuperar el control de la posición del cuerpo a fin de alzarse sobre ambos brazos.
Ella no deja de reír, bañada por la lluvia que la empapa por completo, feliz como no se siente desde hace mucho tiempo. Distendida, satisfecha, deseosa de jugar…  Se sienta sobre la manta caída, quitándose los restos de la bombacha, y se acaricia el cuerpo, los hombros, los pechos, el abdomen, removiendo todo rastro de arena y de sal.
El se incorpora, desnudándose, y abre los brazos hacia la lluvia de la noche. Aterido de frío, violento contraste respecto del calor reinante dentro del hueco del árbol, se pasa las manos por la cabeza, disfrutando de esta inusual ducha natural, inequívocamente de agua dulce. Ella contempla la sombra de él, recortada contra el follaje, apenas estallada en un fogonazo al caer de los relámpagos, y la imagen la cautiva. Su macho semental… Su compañero de aventuras… ¿Su alma gemela?... ¿Cuánto hace que nadie la hace gozar así?
Los refucilos se van apagando, mientras la lluvia continúa, quizá comenzando a amainar. Ella le tiende una mano en la oscuridad, él la ayuda a incorporarse, y juntos se acarician los cuerpos, bañándose mutuamente, juguetones. Las quemaduras del sol aún les arden sobre la piel, generándoles picazón. Vuelven a recoger la manta, ahora mojada, y se envuelven con ella, desnudos, para regresar al interior del árbol, tiritando, buscando el mutuo calor, aunque les resulte imposible acostarse, pero sí mantenerse levemente reclinados contra la corteza interior.
—¿Estás bien? —murmura él, acariciándole el cabello.
—Perfectamente —responde ella, con un beso.
El frío se aleja gradualmente, con un abrazo muy, muy tierno, que los adormece y transporta hacia otros momentos y lugares…
[Nueva dispersión sensorial. Vértigo creciente, relajación corporal. La cruel extrañeza de sentirse viviendo en dos lugares, …en dos cuerpos a la vez, …pero con una misma mirada]
…¿Una cabaña de madera, a orillas de un lago patagónico, en una reserva natural protegida, abrazados sobre una alfombra de piel al calor de una estufa de leña, luego de cenar truchas ahumadas con papas asadas y cabernet sauvignon, mientras él le lee poemas de Mario Benedetti y Eduardo Galeano?... ¿Un paseo por Puerto Madero, una noche de verano, cercanos al Puente de la Mujer, contemplando el errático reflejo de las luces sobre la corriente del muelle, caminando lado a lado, degustando un exquisito cucurucho helado?... ¿Un cálido jacuzzi, repleto de sales y espuma, rodeado de velas perfumadas, en la semi penumbra de un elegante cuarto de hotel, mientras cantan a dúo baladas en inglés?... ¿O el balcón de un piso doce frente al Jardín Botánico de Palermo, admirando azorados una tormenta que se abate feroz sobre Buenos Aires, atropellando rascacielos desde una insondable neblina negra proveniente del Río de la Plata?... ¿Por qué se imaginan, o recuerdan, en situaciones compartidas??? ¿Acaso se trata de recuerdos vividos, pertenecientes a una improbable vida en común, o de escenas fantaseadas entre ambos, sin hablarse siquiera, generadas por sus mentes a un mismo tiempo, imbuidos por la alteración sensorial que les provocase el reciente éxtasis sexual???
La confusión es creciente; el agotamiento, mayor. Ambos ingresan en un inevitable sopor, embriagados por la mutua calidez, inundados el uno por el aroma del otro, logrando una intimidad que los protege de cualquier amenaza que pudiese dañarlos, ajenos al entorno, cayendo en un sueño pesado y reparador.




(Continuará…)






***

INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/


De las conversaciones en los trenes*

(De la estación La Rica)



*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



"Todo lo que ocurre, ocurre en un tren", dijo alguna vez un poeta menor. Uno de esos poetas que el tiempo olvida como se olvida todo.
Probablemente se refería a que en el fondo la vida es un tren, con su eterno ambular, sus breves paradas, su rutina de vías y estaciones y rostros que nunca son el mismo rostro pero que interminablemente se parecen. Aunque eso –lo que quiso insinuar- nunca lo sabremos, porque como poeta menor ni siquiera el nombre conocemos, y así sería francamente difícil preguntarle, al menos hasta que las sombras del tiempo nos igualen a todos, momento en que ya no serán necesarias las respuestas. Y no nos engañemos: Como poeta, se  expresaría con palabras enigmáticas y evasivas y nos remitiría al texto citado. “Una frase significa lo que dice esa frase”, esto lo dijo otro, pero es aplicable en cualquier caso cuando no queda más remedio. El encogimiento de hombros es una técnica alternativa y, con frecuencia, más eficaz.
Pero, como siempre, me voy por las ramas. Esto sucedió en un tren. Decir que ese tren se dirigía hacia La Rica tal vez sería aventurarse demasiado, porque no me paré a considerar el destino. Sólo precisaba movimiento. Irme de allí (allí, otra inconsecuencia), alejarme lo antes posible, hacia cualquier parte… Huir, en definitiva. ¿De qué huía? Esto tampoco lo sabremos. Para la historia que narro carece de relevancia.
Así pues, viajaba en tren, tal vez hacia La Rica, tal vez hacia otro lugar, pero el traqueteo era la prueba contundente del viaje y la única realidad que me importaba. En el vagón no había más de cuatro o cinco personas, cuyos rostros me eran desconocidos. Desde que leí la novela “Extraños en un tren” de Patricia Highsmith, siempre me da por pensar en esas insólitas conversaciones que tienen lugar en los trenes. Uno se sienta junto a un desconocido, saluda, hace alguna tópica observación sobre el clima y de repente la cosa empieza a complicarse y sobreviene la hora de las confidencias inverosímiles… Porque no me negarán que ponerse a hablar de cosas íntimas con un desconocido y, a veces, en un viaje nocturno, resulta algo extravagante. Pero sucede. Y con más frecuencia de lo que piensan quienes rara vez viajan en trenes de largo recorrido.
Dos filas más adelante, yacía un hombre despatarrado en su asiento. Seguramente dormía, pero lo cierto es que parecía muerto. “¿No lo estamos todos?”, me pareció escuchar. Me sobresalté. Miré alrededor pero nadie más parecía haber oído esas palabras, así que las juzgué producto de mi amodorramiento. ¿No estamos qué? -me pregunté- ¿Dormidos o muertos? Una mujer, un poco más allá, apoyaba el lado izquierdo de su cara en el asiento mirando hacia afuera. Quizá dormitaba, quizá contemplaba el paisaje, si es que podemos llamar paisaje a aquello que sólo dura un instante en nuestro campo visual.
No me era posible ver a los otros viajeros. Sólo una pierna estirada en el pasillo, un sombrero asomando, una mano apoyada en un reposabrazos…  vagas señales de la presencia de alguien, pero al mismo tiempo, indicios de su invisibilidad. Como de costumbre, me puse a divagar. El objeto, claro, no podía ser otro que la mujer presuntamente adormecida. En otra vida, tal vez, me hubiese levantado del asiento, hubiese caminado esos pocos pasos que nos separaban y le hubiera pedido permiso para sentarme frente a ella, iniciando poco más tarde una conversación trivial que nos condujese hacia otra cosa. Pero no hice nada de eso. Sencillamente imaginé cómo podría haber sido esa conversación.
Me parece innecesario señalar que no era la primera vez que hacía esto. Quienes vivimos en permanente movimiento, padecemos cierta timidez y no confiamos en exceso en el género humano, tendemos a practicar este tipo de juegos, u otros menos inocuos. Normalmente, todo empieza con las presentaciones, unos pocos detalles personales (lugar de nacimiento, profesión, estado civil… esas cosas) y después se elige un tema al azar, que invariablemente conduce a otros hasta llegar el momento que antes mencioné: el de la confidencia. Exactamente igual que si todo fuese real. Sólo que no lo es. Y por lo tanto, en estas conversaciones simuladas pueden deslizarse detalles cursis o atroces. Nadie nos juzgará por ello.
En esta ocasión, sin embargo, el asunto se descontroló desde el primer momento. Su nombre no quedó claro, fue imposible averiguar a qué se dedicaba y su acento me resultó del todo indescifrable. No parecía extranjera, pero su forma de pronunciar delataba el aprendizaje tardío del idioma. Puesto que todo esto formaba parte de mi fantasía, decidí modificarla. No pude. Una fuerza que me era imposible controlar guiaba los acontecimientos imaginarios. Me sentí perplejo ante lo inexplicable. Pero lejos de abandonar el juego, mi naturaleza lúdica me impulsó a adentrarme en él, dispuesto a comprender y asimilar las nuevas normas.
Así, traté de llevar la conversación hacia el terreno que me convenía, pero cada uno de mis intentos fracasaba y terminábamos hablando de lo que ella quería. Busqué la calidez de la charla a media voz, esperando que me hiciese confidencias; vano empeño: fui yo quien desnudó por completo su alma ante la desconocida. No importaba, sabía que no importaba porque en el fondo todo sucedía solamente dentro de mi cabeza, mas una sensación de derrota se fue asentando en mi ánimo. Sí, eso era lo que parecía estar sucediendo dentro de mí: una batalla que nunca podría ganar. Insistí, una y otra vez me propuse cambiar el signo de la ilusoria confrontación. Sin embargo, nada cambió. Era como si yo transitase un camino entre montañas (ésa fue la imagen que evoqué) y en cada bifurcación escogiese ir hacia la derecha pero en cambio tomase siempre el camino de la izquierda. Frustrante y excitante a la vez. Al menos si se es jugador. Cuando el tren se detuvo, no sé ya si en la estación La Rica o en cualquier otro lugar, me sentía exhausto y avergonzado, aunque no hubiera sabido explicar el motivo de tal estado.
Al detenernos, la desconocida pareció regresar de un viaje muy largo; otro viaje, no el que había hecho en tren, sino uno mucho más vasto y complejo. Levantó el rostro y paseó la vista lentamente alrededor, como buscando por el vagón. Hasta que sus ojos toparon con los míos. Entonces me miró fijamente y una sonrisa irónica surgió en sus labios. Después, como si nada hubiera pasado, se dirigió a la puerta y bajó del tren. Aún pude verla alejándose por el andén. Yo me quedé allí sentado, como vacío. No sé cuánto tiempo. En cierto modo, creo que podría decirse que aún estoy allí, en ese vagón de tren, detenido en el tiempo y encerrado en algo que no sabría definir y que en el fondo, ahora, ya no importa.


-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!




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***

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ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
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