jueves, noviembre 26, 2015

DE LAS LLUVIAS TARDÍAS EN LOS OJOS…


*Dibujo de Erika Kuhn.







Semilla insobornable*



Como esta flor quiero ser...

Plumerillo de la infancia,

deshacer en semillas voladoras

soledades danzantes.

(Para ellas no hay

ni Caronte ni barca,

ni el temor de encontrar

de Cerbero, sus fauces)

Planear por el aire, lejos.

Con suerte, alcanzar

la ventana del silencio

y dormirme en el acento

de la palabra estío.

(Tal vez olvidé germinar

y en otra vida pueda ser

sólo una semilla insobornable)



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar








DE LAS LLUVIAS TARDÍAS EN LOS OJOS…









NOSOTROS*



Nosotros. Los adoradores de las sombras.

De las lluvias tardías en los ojos.

Los que desabrochamos los botones del pecho.

Nosotros. Vos. Yo. El otro.

Ruptura sutil de triángulos y prismas.

-Siempre la lluvia de por medio-

Guardar en el bolsillo el pliegue fruncido de tu frente.

Y digo lluvia y digo sombras y digo parto.

Nada pudiste hacer. No pudiste evitar ser el cómplice.

Y ella allí. Tan espera. Tan perenne. Tan siempre.

Y tú aquí. Tan huida...Tan efímero. Tan nunca.

El vientre de la estatua se hincha.

Huye el niño de pantalones cortos.

Y él allí. Tan torpe. Tan dolido. Tan hambre.

Y tú aquí. Tan ágil. Tan placebo. Tan pan.

Una conquista. Un desafío. Un duelo.

Esa puerta tan jaula. Tan cerrada.

Esa puerta que a falta de pájaros habita hombres.

Hombres, habita....



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar











DENSIDADES*



Densidades de la luz que apenas delineaban la estribación de las nubes y acaso definían formas que mimaban las alas de algún pájaro gigante.
Otras densidades obturaban con su luz el vacío de los campos abiertos al fragor de las trilladoras o al deambular de las mariposas que tanteaban tanto aire y tanto sol con sus alitas titubeantes en la búsqueda del polen tan necesario y tan distante a veces.
También entraban por los callejones, de a miles, yendo que sí que no por esa luz que sopesaba el aire duro del verano.
Se distribuían por las calles solitarias que quemaban como si fuera una sola playa sola, remendada por arenas que llameaban oro en su esplendor, apenas intervenido por algún pastizal salvaje que retenía la flor libre de los cardos y  sus semillas y algún papel que vino errante empujado por la brisa de algún amanecer gustoso de otro clima más benigno o venturoso.
La densidad entonces era acorde con la soledad certera y poco enfática de ese caserío derrengado y desprolijo con sus habitantes como tirados al descuido en ese lugar lejano de una pampa que no nos daba tregua ni resuello cuando los vientos no eran muy propicios, con huecos sin refugio salvo alguna hilera de plátanos coposos o casuarinas oscuramente verdes. Porque aquel álamo solitario poco haría sino ofrecer su sombra que como un cuchillo cortaba el sol a pleno, abusado de flores, de nidos de pájaros que lo habitaban hasta que esos pichones nacieran y luego de volar quedaron  sus nidos  abandonados y esas hierbas secas se regaran por el suelo, como si no hubieran existido porque se irían a esconder en los pastizales lerdos, como el grito de una lechuza en la noche que tardíamente cruzaba la oscuridad y nos metía el miedo consabido, mientras la quietud de la casa fuera seguro refugio de los peligros de su agorería malsana, cuando estábamos en la protección de los mayores o en el refugio de las frazadas que amorosamente nos había proporcionado nuestra madre.
Como para defendernos para siempre de todos los males del mundo a que habría de someternos la vida.
Una forma amorosa de protegernos y de estar a tono con aquellas densidades cuando todo se tuvo que exhibir y ser devaluado a su vez por la inclemencia impiadosa de todos los tiempos.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar









Amores pájaros*



Extendí mis alas hasta que crujieron,
hasta que mis hombros se ardieron,
hasta que mi pecho expulso costillas
y mis dedos estallaron en plumajes.

Me precipité así, desde la melancolía
de rebelarme, de doblegar las caricias,
empujando al amor por un acantilado,
creyendo así que dominaría los cielos.

Mi piel fue horadada por las cánulas,
soporte el dolor agudo de mis piernas,
ahora poseía garras y una voz de trino,
y un timón para navegar eternidades.

Me extravié en esa teoría de solo dos,
que es tratar de comprender el silencio,
declarando al amor como impalpable,
escondido bajo la mirada indiferente.

Presentí esa sed de tener nuevas alas,
hasta que me concebí estable y ligero,
hasta que me solté del filo del mundo
y degusté la exactitud de la gravedad.

Fuimos amantes destinados al suicidio
y a caer como ígneas aves inconstantes.
Nos sumimos en una hora sin memoria,
bogando corazones por la negra noche.

Pero mi cuerpo aún es dolor y es pájaro
y sangran aún mis deslucidos plumajes.
Remonto vuelo por los cauces del cielo,
creando una tormenta en la nueva brisa.


*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com







No germinaron los manzanos*


*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com

“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido, cantaba la abuela a la hora en que un manto oscuro con puntitos plateados caía sobre las tejas de la casita del barrio de obreros y una cortina de espesas pestañas desplegaba angelitos sobre los ojos de la pequeña.
-¿Y por qué llora el niño, abu? Preguntó la criatura.
-Uy, que el hambre duele, mi niña, respondió ella mientras la cubría de besos, cosquillas y caricias.
En la casa, muy humilde, vivía la abuela paterna, a cuyo hijo se lo tragara una noche impune de las que se repitieron tantas veces en la historia de estas tierras, su nuera y la única florcita que diera el matrimonio como ofrenda a su paso por la vida y a la que llamaron María Eva. Niña inquieta, con ojos color del tiempo, corazoncito ágil para conmoverse ante cualquier situación lastimosa. Era la adoración de la abuela llegada de una Asturias lejana, estampada en su alma de mujer curtida por los golpes de la vida y que pareció compadecerse de tanto dolor a través de la pequeña.
María Eva fue creciendo entre el amor de esas dos mujeres en un barrio con olor a tilos, olor de rosas y malvones, recuerdos de ayeres dulces, renacuajos en las zanjas y la infaltable rayuela cuya meta era siempre el cielo.
Uno, dos tres, cuatro, cinco seis, siete, ocho nueve ¡¡¡CIELO!!! Y el barrio se empapaba de risas infantiles entre el mate de la tarde compartida con los mayores.
El cielo, una tarde, recibió a la abuela, dejando un hueco en el alma de la niña y su madre, pero ella no murió del todo, quedó flotando en su canción de cuna y cada noche la melodía inundaba el cuarto de una niña que ya daba los primeros pasos por la cintura de la adolescencia.
Pasaron los años, el futuro dijo presente pero siguió estancado en el pasado, la niña casi mujer comenzó a recorrer la muchas veces cruel rutina del aprendizaje de la vida, que no siempre otorga lo que realmente se sueña. Se recibió de maestra, quiso tentar suerte en una fábrica cercana a la casa para costearse con mayor libertad los estudios de sociología. Se inscribió en la facultad porque “un pueblo de hombres cultos es un pueblo de hombres libres”, atrapaba de Martí mientras echaba a volar sus sueños imposibles.

29 de Octubre de 1979

El odioso reloj le gritó ¡basta! al descanso como cada mañana cuando paría las 5:00. María Eva estiraba sus brazos como alitas tratando de despegar el sueño de sus ojitos de color tiempo. Atiborró el ajado bolso negro de la abuela con las cosas cotidianas, compañeras de asistencia perfecta, antes de colgarlo de su hombro. Allí estaban: el sándwich, la manzana, los puchos, el encendedor, el monedero.
-Pucha, pensaba, todavía faltan cinco días para cobrar y las cosas que hay que comprar en casa.
Inmediatamente despedía a la madre con su acostumbrado –Chau má, te quiero.
-Cuidate nena, volvé temprano por una vez, no fumés tanto, respondía desde el sueño su madre. María Eva sonrió y se alejó cantando bajo las estrellas que no se iban todavía.
Salía de la casita con el corazón atrincherado y los sentidos imaginando un futuro cercano que en realidad estaba lejos. Eran las 6:00 de la mañana cuando con un beso a las mejillas compañeras, iniciaba la jornada en la fábrica y aparecían los matecitos clandestinos antes de que llegara el “trompa”. A las 12:00 llegaba el descanso de media hora, salían del cofre el sándwich y la manzana.
-Otra vez que Carmen no trajo nada.-masculló entre bostezos. Ella era su amiga y compañera de la vida. María Eva imaginaba que también habría “nada” esa noche en la mesa para los niños, apenas un mate cocido, con suerte. Cortó su sándwich, partió al medio la manzana y le ofreció a su amiga las mitades más grandes.
Cuando Carmen fue al baño, ella comenzó su tarea de abeja obrera, recolectando entre otros compañeros lo que pudieran dar para los hijos de la humilde mujer.
-Dios mío ¿Llorarán los niños? Se torturaba pensando. Allí estaba la voz de la abuela y ella diciéndole bajito –Hay que hacer germinar los manzanos para que no falte en ningún hogar el fruto. Ayúdalos abuela. A las 5:00 de la tarde el ulular de la sirena indicaba la hora de salida. Como dolía en el pecho ese aullido que tantas noches indicara la antesala del infierno. Paradojas de los sonidos que pueden ser tanto libertarios como carceleros.
Antes de ir a la Facultad, alrededor de las 6:00 de la tarde, María Eva pasó por la villa para visitar a los niños de Carmen. Llevaba fideos, manzanas, caramelos y la ternura de siempre. Era una pasadita nomás, pero sin restarle tiempo al matecito apurado.
-Nos juntamos con los chicos, le confió a Carmen.-Hace días que no vemos a Jorge, le sopló al oído.
Carmen había sido su compañera de sueños hasta la noche en que se llevaron al padre de sus hijos, quienes quedaron colgando de su espalda quebrada por la ausencia.
-Cuidado María Eva, dijo Carmen en el abrazo de despedida.
Puso primera al motor de su vida, arrancó atravesando calles sin reparar que la estaban siguiendo con paso tan sigiloso como un reptar terrorífico. El peligro le abanicaba la carita adolescente. Quién diría que ella…
Llegó a Villa Jardín, el dolor arrancó otro trocito de su corazón ardiente. –Se llevaron a Jorge, decía Beto mientras golpeaba con el puño de la desesperación una mesa destartalada. A medida que aparecían los compañeros el silencio estallaba los oídos, sólo les quedaba llorar como hace un niño sin manzana. La tristeza ahogada la empujó al refugio sacrosanto de los brazos de su madre en carrera desenfrenada. Se contaron la jornada, pero no todo, no podía preocuparla tanto. Cantó la abuela su “Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Claro, como todos los días.
-Sigue llorando el niño, mami, todos lloran. Muchos lloran sin parar.  María Eva iba inventando su propio adiós.
La noche del 29 de octubre fue noche de luna nueva. Se sintió una campanada que tiró abajo la puerta. Un ventarrón irrumpió en la sala y en la pared se estampó un corazón sangrando despedazado frente al cuadro con la foto de la abuela.
El reloj enmudeció, enquistó sus manecillas, el odio se volvió Titán y de esos ojos brotaban, como víboras de fuego.
-¿Dónde está esa hija de puta? Arremetió Jápetos.
-¿Qué es esto? Preguntó la madre tratando de volverse escudo sobre el pecho de su niña.
-No dejes entrar al miedo, suplicaban las lágrimas de María Eva. La arrastraron de los pelos, la metieron a empujones en el asiento posterior de la barca de Caronte. Cerbero los esperaba en la puerta del averno.
La abuela tomó su brazo queriendo acercarla a ella, la madre empequeñeció contra el pecho de la abuela y de una sola garganta se escaparon las entrañas ¡¡¡Ay, mi niña!!!
La abuela cantó su nana, la niña le respondía mientras un rayo de odio se la iba devorando. De las casas vecinas parecían brotar ramitos de luciérnagas que no lo eran. Se había encendido el miedo.
Desde entonces, todos los 29 de octubre en aquel barrio de casitas bajas donde ayer criaran sus hijos tantos obreros, se ve a una niña caminando de la mano de su abuela cantando una letanía: -“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido…
La niña responde –dile que no llore, yo le daré dos, una para el niño y otra para vos.
Adelante va la madre, vanguardia de la columna de espectros de tristeza.
A la mañana siguiente, desde entonces, en cada jardín falta una flor que aparece donde todavía está el corazón estampado. Las tres mujeres sólo se ven esa noche, todo el barrio las espera.
Hasta el momento, comentan, no volvieron a germinar los manzanos…


*De su libro de cuentos y relatos "Destapando el silencio" Editorial Amaru (2010) Argentina.









Primeras lecturas*


A Eduardo Dalter



En mis correos cotidianos con el poeta y amigo, acaso mi hermano, Eduardo Dalter donde nos cruzamos noticias, poemas y recuerdos, le decía que nuestra generación empezó a leer con la historieta. Al menos es la información que siempre cambiábamos con el Negro Fontanarrosa. Pero no. Ahora, desde el rincón más lejano de la memoria, cuando el fragor atorante de los truenos cesaba, y el ruido de la lluvia abandonaba el zinc oxidado de los techos, y la paz que solo fabricaba el último relámpago o el rostro esplendoroso de un arcoiris solitario y final, es que recuerdo a mi padre.
Mientras mi madre trasegaba el mate amargo desde la cocina, él se internaba en esa habitación honda, alta y siempre muy fresca, y aparecía con una pila de revistas deportivas. Tenía desde el primer número de El Gráfico, y se jactaba de ello. Había empezado a comprárselo mi abuela, distrayéndole algunas monedas a mi abuelo cuando mi padre tenía diez años y aún vivían en el campo del alemán Luis Burki, cercano al Canal Hondo, camino a la colonia La Catalana.
Ponía la pila de revistas sobre un banquito de madera y me permitía hojearlas, cuando aún no descifraba esos signos. Me entretenía mirando esas fotos. Los arqueros con gorra y con casaca solamente amarilla. Los jugadores excedidos en peso, con la casaca sin publicidad, a veces sin el número en la espalda o la marca que mostraba borrosa. Algunos jugadores como el gran Severino Varela, con su boina para peinar palomitas y cabecear en un centro, clavándola implacable en un ángulo lejano a la pelota de tientos.
El ritual de la lectura sostenida y tranquila de los días de lluvia, con los años enriquecida para mí porque yo ya leía y luego iría con ese, mi plus de lectura, a llevarle la información a la barra de El Jazmín, con la formación de los equipos de los años en que empezó el profesionalismo y aun antes. Con toda naturalidad le recitaba aquellos equipos campeones de cuando todavía no existíamos, produciendo una envidia poco disimulada detrás de esas sonrisas más bien irónicas de los más grandes. Hablarles del Campeonato Mundial del año 30, que nos ganó Uruguay en la final, en Montevideo, y que el heroico Américo Tesorieri no pudo contener en ese arco, donde su gorra a cuadros rasuraba los pastos como un pequeño avioncito, cuando se estiraba hasta lo inverosímil por contener ese aluvión de charrúas de casaca celeste.
Otras informaciones cambiamos con el amigo Eduardo Dalter. Como la foto que me envía de mi admirado Eduardo Lausse, a quien llamaban Nock out, y que vivió en su zona de la provincia de Buenos Aires, y me repite lo que todos sabemos, que era un gran tipo que no tuvo suerte en el boxeo.
Y hoy acaba de enviarme una foto del colectivo número 182, rojo y blanco tal cual lo tiene mi memoria, como del ala de una mariposa, cuando doblaba rechinante bajo la lluvia por la Avenida Gaona y entraba en Haedo y enfilaba por Ramos Mejía hacia el final del recorrido, creo que era en El Palomar.
Esa foto del 182 con el mismo color de entonces deflagra en mi memoria del año 50, cuando de la mano de mis viejos tan jóvenes— me sentía el niño más feliz y protegido porque en ese tiempo fue el único tiempo donde fuimos los más privilegiados del mundo.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar











*



Apenas tajeado por la luz del nuevo día

el paisaje parece aún, mojado de luna.

Está dispuesto a enlazar voces,

hechos, cantos que vienen

atados con una brida de música

al aire de la noche

desmintiendo

que algo ha terminado...

Lo admirable, sobreviene.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar






InvenTREN



La Rica*



A Antonio Dal Masetto.



El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese por su carta. Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en letra visible e imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene la letra manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de descifrar si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas y más tarde en Lufthansa.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y su parecido a  Bette Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las estrellas, no pidamos la luna".


**

Vuelve a doblar en dos las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que esa señora sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra vez durante estos años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.


*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com






***
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***

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