domingo, noviembre 22, 2015

NUNCA REGRESAREMOS DE ESAS TIERRAS DE HUMO...


*Obra de Julio Ovejero.

-Muestra de las obras de Alfredo Ceverino y Julio Ovejero. En el Espacio Cultural Julio Le Parc
Hasta el 23 de noviembre del 2015.









ANTES DEL FIN 2.0 *



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com








NUNCA REGRESAREMOS DE ESAS TIERRAS DE HUMO…

-Textos de Sergio Borao Llop.







PAISAJE



Era ya la cuarta o quinta vez que le veía ahí sentado, bajo la primera arcada del Puente de Piedra, contemplando el río o tal vez las torres del otro lado. Una hora más tarde volví a pasar y ahí seguía, en la misma postura.
Así que me acerco y le digo:
-¿Qué hace?
Él me mira sin amabilidad. Tarda, pero al fin responde:
-Estoy pintando un cuadro.
-¿Del río? –pregunto- ¿De la Basílica?
-No.- dice después de un rato.- Yo, soy el cuadro.








TÁCTICA



Durante siglos, se aplicaron a la quema indiscriminada de libros, laboriosa e inútilmente.
Más tarde cortarían la lengua a los vencidos, para que no pudiesen transmitir la filosofía de su raza a las generaciones venideras.
Prohibieron el ejercicio de las artes, enemigo mortal de la ignorancia.
Cansados de soluciones parciales e ineficaces, optaron por celebrar un congreso. Después de intensos debates, según cuentan las crónicas de la época, decidieron aplicar la estrategia del caballo de Troya.
Así, desde el oscuro palpitar de sus entrañas, fueron asesinando la cultura.







MOEBIANA*



Para verificar que venía siguiéndome, ensayé itinerarios imposibles. Así, ejecutamos con precisión idénticos vaivenes, idénticas elipses, recortes y tirabuzones. Recorrimos extraños vericuetos, laberintos y desiertos. Inventamos rutas, estaciones y nombres de ciudades.
Como era previsible, nos perdimos; y lo que es peor: Después de tantas vueltas inútiles ya ni siquiera sabemos quién es el perseguido y quién el perseguidor, ni qué motivó esta situación, ni adónde nos dirigimos.


*Moebiana. De Moebius.
La banda o anillo de Moebius es una superficie de un sólo lado, donde envés y revés son la misma cosa.










COMPOSICIÓN



El pintor supo que se estaba muriendo y de inmediato comprendió que aún había una última cosa por hacer.
Para evitar inútiles lamentaciones y odiosas pérdidas de tiempo, ocultó celosamente su enfermedad y dijo a todos sus allegados que se disponía a comenzar una nueva pintura. Todos sabían que eso significaba su completa desaparición de la vida pública por un tiempo indeterminado.
Definitivamente aislado, juntó todos sus cuadros en la nave que le servía de estudio y almacén (nadie había sospechado que los que vendía, aquellos que se exponían en las mejores galerías del continente, eran meras copias edulcoradas de los originales, que nadie salvo él había visto). Poco a poco, los fue ordenando en el muro del fondo. Noventa cuadros. Podría formar con ellos un rectángulo. Nueve filas de diez (o seis de quince, o cualquier otra cábala imaginable).
Hizo instalar unos estantes de lado a lado de la nave. Después, tuvo que contratar a un obrero para que se ocupase de las filas más altas. El tiempo se agotaba. Cada vez más ansioso, fue dirigiendo la composición del improvisado puzle, guiado por su poderosa inspiración, de la que tanto se había escrito en las revistas especializadas. Algunas veces gritaba, ante la indignada sorpresa del peón; otras, paseaba nervioso por toda la nave, murmurando para sí. Su mirada delataba la fiebre; aquella inquietud era el símbolo de un presagio. Su salud se consumió en pocos días.
Al fin, tembloroso y débil, sentado en una butaca junto a la puerta de la nave, lugar desde el que se podía apreciar mejor el conjunto, hizo una imperceptible indicación a su empleado, que cambió un cuadro por otro, lo mismo que había estado haciendo una y otra vez durante las últimas horas o los últimos días. Pero esta vez, el resultado satisfizo al pintor: Sonrió levemente, hizo un gesto vago con la cabeza, se recostó en la butaca y pareció extasiarse en la contemplación de la obra terminada.
Si otra persona hubiese estado allí, junto a él, tal vez su corazón se hubiese sobrecogido ante el magnífico espectáculo, quizá hubiese podido comprender que aquel gigantesco mural, poblado de horribles criaturas danzantes, de imposibles árboles que no podrían crecer en otro lugar que no fuese el innombrable averno, de casas formadas por cuarzo y estiércol, de ciudades llameantes y mares negros, no era otra cosa que el retrato fiel e inconfundible del pintor que ahora yace en la butaca contemplando con sus ojos muertos el poso que los años fueron dejando en su alma.








BOLETOS


A mi amigo Miguel,
que despertó estas palabras



No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada. Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.










PENÉLOPE ILUSTRADA


Una mujer está leyendo un libro. Desde el primer momento, las imágenes, los nombres, los sucesos allí narrados le resultan familiares.
Gradualmente va percibiendo que ese libro contiene la historia de su vida.
Comprende también que, cuando llegue a la última página, morirá.
Tal vez por eso, cada noche, cuando ya está dormida, su mano sale de la cama, tantea con cuidado la superficie de la mesilla, coge el libro y, sin que nadie lo advierta, cambia de lugar el marcapáginas.










LA EXTRAÑA


Después de tantos meses, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde de martes - lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por esa época – hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
se de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio.  itinerario edCuando llegó a mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un sordo “hasta luego” que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución posible).
Cuando ya estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto.
Lo malo de tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.










LA BODRIOTECA DE STURGEON




La bodrioteca de Sturgeon la componen el 90% de los libros que se publican (no hay datos respecto a lo que no se publica, pero es coherente pensar que el porcentaje sea parecido).
La figura del bodriotecario, entonces, resultaría innecesaria, a no ser por un perverso instinto que nos empuja a la búsqueda de libros que, bien lo sabemos, nada han de aportarnos. Pero la fe en la incapacidad del sistema es nuestra guía: Ocasionalmente, un error burocrático provoca la presencia de un libro valioso en las vastas estanterías de la bodrioteca. La búsqueda de dicho volumen -cuyo título ignoramos- puede llevar toda una vida, y acaso justificarla.
Pero nada asegura la existencia de dicho libro, ni el éxito de nuestra descabellada empresa.









CUANDO DIGO PARÍS



Cuando digo París no estoy hablando de las fotos que duermen en los álbumes del sótano, aunque tras las persianas del recuerdo naveguen los colores de la noche como cristales que lentamente se van deshilachando sobre un cojín de nostalgia bordado con caricias y notas musicales.
Cuando digo París no hablo de pasos misteriosos y prófugos resonando a una orilla de la calle, ni de la sombra añil que deja una lágrima rodante, ni del labio-trasluz detenido en el tiempo por el furtivo impacto de unos besos cuyos ecos van rebotando y multiplicando su reflejo por todas las esquinas en penumbra.
(Sé que cuando tú dices París es la voz de una melodía no inventada, es el empedrado irregular y las riberas del Sena, es el amanecer en plena noche y la risa, la colosal estatura de los edificios, la insólita música de las piedras, la fuente helada de Versalles, la verificación de un sueño...)
Pero si yo digo París te estoy nombrando. Cuando digo París hablo de ti y de los puentes, sobre todo de ti y de los puentes y de una isla; y en esa isla, unos pies parados en el infinito, allí parados y mirando eternamente hacia la mole indescriptible, hacia las torres que esperan, hacia la inmensa soledad de un reloj que nunca se detiene.










SANTATERESA



Los humanos nos juzgan crueles, pero ¿qué valor puede tener en estos tiempos la opinión de los humanos?
Consideran que nuestras costumbres sexuales son violentas, pero ¿hay algo más violento y sanguinario que ellos sobre la faz de la tierra?
Cierto es que matamos a nuestros amantes durante la cópula, pero ¿qué mayor homenaje a sus caricias? Puesto que la muerte ha de llegar forzosamente ¿no es mejor su advenimiento durante el delirante clímax?
Que nadie vea en estos argumentos una justificación. No hay tal cosa. Si arrancamos la cabeza de nuestros amantes durante el acto es simplemente porque hay en nosotras un impulso que no puede ser reprimido, y que proviene sin duda de la voluptuosidad del instante. Pero no hay engaño. Saben que así debe ser, y cumplen su papel sin la menor queja. Amar y morir son una misma cosa para ellos. No hay traiciones, ni deslealtades, ni malentendidos. Sólo el placer, y después la nada. A nosotras, en cambio, nos queda la amargura de la soledad, la certidumbre del desencuentro.
Uno tras otro, van pasando por nuestras vidas. Llegan, nos aman y se van, sin posibilidad alguna de regreso. Casi no da tiempo ni a juntar un puñado de recuerdos. Por eso siempre estamos profundamente tristes; en nuestro abatimiento, parece que rezamos.
Hay voces que afirman que nuestra conducta sexual está basada en el antiguo principio que dice que todo macho es infiel por naturaleza, y que sólo tratamos de protegernos del inevitable abandono. Pero estos teólogos carecen por completo de credibilidad. Una hora de irrefrenable lujuria con una de nosotras bastaría para desmontar la más sofisticada teoría al respecto.
Los humanos nos miran por encima del hombro, pero en la intimidad nos envidian, y en el fondo les gustaría poder imitarnos, sentir el vértigo del instante, paladear esa espesa mezcla en la que miedo y deseo son una misma gelatina multicolor, habitar, apenas un momento, esas zonas oscuras de su alma a las que ni siquiera en sus horas más desoladas se han atrevido a asomarse.









PERSECUCIÓN


No es fácil determinar en qué momento apareció; tampoco sabría decir cuándo adquirí la seguridad de que venía siguiéndome, pero desde que soy consciente de ello me siento levemente incómodo y con el paso del tiempo, esta situación ha empezado a resultar extremadamente molesta.
Mentiría si dijese que hay algo irregular en su comportamiento. En realidad, lo único que hace es caminar detrás de mí, a unos pasos de distancia. Nada que no pueda verse en cualquier otra ciudad, a cualquier hora del día. Nunca antes la he visto, ni es probable que ella me conozca, lo cual acaso fuese un motivo, siquiera remoto, para caminar en pos de mí por toda la ciudad.
Si lo miramos bien, no puede decirse que sea una niña, aunque así me lo pareció al principio. Alguna vez he aprovechado el reflejo de un escaparate para observarla, siquiera un segundo: su rostro no refleja en absoluto ninguno de los síntomas característicos de toda persecución. Por el contrario, parece completamente tranquila, como entregada a la meditación o al olvido. Un espectador casual acaso pudiera sospechar que su itinerario es tan arbitrario como el mío, y que el hecho de ir delante o detrás es tan irrelevante como, por ejemplo, los nombres de las calles que atravesamos en nuestro coincidente tránsito. Pero si entro en una tienda o en un bar, ella permanece afuera, esperándome sin impaciencia, y reanuda la marcha en el momento en que vuelvo a salir a la humedad que impregna las calles.
No se me malinterprete: En ningún momento ella ha hecho nada que pudiera molestarme. Se limita a imponerme su presencia a una distancia razonable. No voy a ocultar que en algunos momentos, en determinadas calles poco transitadas, saber que ella estaba ahí, unos pasos más atrás, me ha resultado reconfortante, ya que no soporto la visión de las paredes grises que la soledad oscurece aun más y el silencio multiplica implacablemente.
Podría pensarse que todo es producto de mi imaginación, que me invento estas cosas, que los médicos no erraron al diagnosticar mi enfermedad. También podría ser que para ella todo esto no fuese más que un juego inocente. ¿Por qué, entonces, son infructuosos todos mis esfuerzos por despistar su vigilancia? Si avanzo lentamente, ella camina despacio; si lo hago más deprisa, ella acelera la marcha; si corro, corre también. Siempre se mantiene a la misma distancia. No parece interesada en alcanzarme, pero tampoco permite que me aleje demasiado. Me pregunto cuánto durará esto, y si en verdad es posible concebir un final que pueda satisfacernos a ambos.
(Aunque es un hecho perdido en mi confusa memoria, he de confesar que yo también, en mi lejana juventud, fui siguiendo a alguien durante algún tiempo. Quizá supe quién era, pero ahora ya no recuerdo su rostro, ni su forma de caminar, ni las calles por las que transitábamos. No era un juego: Esa persecución, aunque pueda parecer un disparate, determinó mi futuro.)
Tal vez por eso me siento tan apenado ahora que, al girar con disimulo la cabeza frente a uno de los multiplicados zaguanes que salpican el incomprensible itinerario, he podido constatar, acaso sin sorpresa, que la niña ha dejado de seguirme. Probablemente ha encontrado por fin su propio camino y ya no me necesita. A pesar de la aparente incomodidad que me provocaba su presencia, ahora echo de menos sus pasos leves a mi espalda. Pero la esperanza también es una forma de rebeldía; por eso, de cuando en cuando, al volver cualquier esquina, echo un rápido vistazo hacia atrás: No es imposible que alguna vez mis ojos me muestren una sombra, o la vaga sospecha de una sombra siguiéndome, justificando así, de uno u otro modo, mi errático caminar por estas calles que se me antojan eternas.








ZUMBIDO


A veces, abro los ojos, me incorporo y camino con lentitud por las estancias. Como si aún estuviese vivo.
A veces, incluso me aventuro a salir al exterior para comprobar que otros seres semejantes a mí se mueven por las calles, se apresuran, chocan entre ellos, se someten a la tiranía de relojes y semáforos, se detienen y se miran unos a otros y en ocasiones conversan.
Sí, a veces también yo finjo estar ahí, entre ellos, provocando sonrisas o muecas de irritación o atascos. Finjo vivir. Pero siempre regreso al lecho en sombras. Me acuesto, cierro los ojos y convoco secuencias que nunca termino de comprender.
Finalmente, me pregunto cuál de estas irrealidades es más ficticia. Cuál de estos dos sueños es el que está encerrado dentro del otro. Si tuviese acceso a esa ansiada respuesta, tal vez podría despertar, ser. En uno u otro lado, pero existir.
Lo que más me atormenta es ese molesto zumbido del teléfono que no parece tener lugar y que sin embargo nunca acaba de callarse.







CONJUGACIÓN


Alguien debió entrar durante la noche y dinamitó el verbo.
Por fortuna, según se desveló en un primer comunicado, no se trataba de uno de los verbos mayores, como poseer, dominar o triunfar. Era más bien un verbo cortito, chico, casi insignificante; obsoleto. Pero así y todo, quizá por pura rutina, a la mañana siguiente acudieron los académicos, con sus potentes linternas y sus PDA subvencionadas, para censar los destrozos, tomar las oportunas notas y emitir el dictamen correspondiente.
La fachada no había sufrido grandes daños, por lo que la preocupación inicial se disipó en parte, dejando paso a una disimulada indiferencia.
El interior, sin embargo, estaba en ruinas.
El presente de indicativo, en especial la primera persona, sólo podía conjugarse maquillándolo con abundantes adverbios y adjetivos, lo cual no impedía que se tambalease, pero le daba una apariencia aceptable, aun cuando a pesar del camuflaje resultara evidente su decadencia.
Todos los pretéritos -salvo el perfecto de indicativo, repentinamente convertido en imperfecto- habían desaparecido. A primera vista, no podía descartarse la hipótesis del secuestro, pero todo apuntaba a su total aniquilación. Gerundio y participio lloriqueaban en un rincón, despojados de toda dignidad. Estaba claro que habían sido objeto de algún tipo de violencia. Más inquietante resultaba el estado del infinitivo, cáscara hueca sin signos vitales, armazón inútil cuyo devenir ningún experto se atrevió a pronosticar.
El rostro del futuro había sido deformado de tal modo que ahora no era más que una máscara horrible: La mueca del tramposo sorprendido en el instante exacto de seducir a su víctima.
Evaluados los daños, y puesto que la reconstrucción no parecía posible (y, según el parecer de los eminentes sabios, tampoco merecía la pena) se acordó de forma unánime que lo mejor sería dar unas manos de pintura y elaborar un concienzudo manifiesto para evitar cualquier reacción adversa de la opinión pública, reacción que, por otra parte, se valoró como improbable. En poco tiempo -comentó alguien en voz baja- ya nadie se acordará.
Una vez que todos hubieron pronunciado sus solemnes frases ante las cámaras de televisión, cuando el tumulto de barbas, voces graves, preguntas y sentencias fue dejando paso a la tranquilidad, cuando hasta los últimos curiosos abandonaron la escena, cuando el silencio se extendió finalmente por la estancia, se escuchó un levísimo sonido lastimero: Bajo los escombros, herido, magullado, alicortado, sangrante y olvidado, resonaba, como una flamígera esperanza, el presente de subjuntivo.









LA EXPLANADA


Por la tarde, mientras nuestros padres iban perdiendo la vida en el barullo de los destajos y de las horas extras, mientras nuestras madres fatigaban sus espaldas haciendo cualquier clase de faenas en casas ajenas o remendaban con fervor los ya remendados harapos que nos servían de vestimenta, nosotros, sus amados hijos, nacidos por quién sabe qué incomprensible razón, deambulábamos aburridos por las calles, hastiados del tedio familiar, de la repetición constante de gestos, conversaciones, reconvenciones y silencios que formaban una interminable serie de secuencias idénticas. Recorríamos sin mayor convicción las angostas callejas del Barrio o las anchas y relucientes avenidas de la zona residencial cercana, repletas de deslumbrantes rótulos de neón y de gigantescos escaparates llenos de aquellos juguetes tan lindos y tan caros que, por inalcanzables, nos hundían aun más en nuestra indeseada condición de niños pobres, de escoria social largamente marginada.

Nuestro Barrio era el más humilde de toda la ciudad. Vivíamos en casas de cuatro o cinco pisos, mal iluminadas, contaminadas por un extraño olor cuya procedencia nadie conocía y que nunca terminaba de desaparecer. Algunas de ellas presentaban tales signos de deterioro que a nadie hubiese sorprendido su repentino desmoronamiento. Pero nosotros, niños, en nuestra alevosa inocencia, no nos percatábamos de lo penoso de nuestra situación. Teníamos un techo, comida y cariño. Eso nos bastaba. Era casi el paraíso para nosotros que todos los días presenciábamos, al caer la tarde, a todas esas gentes que se hacinaban en chabolas hechas de cartón, hojalata y barro, o en el mejor de los casos, con maderas procedentes de muebles viejos, a menudo podridas, arrebatadas al camión de la basura.

También estaban los otros: seres solitarios, aun más pobres, que habitaban en cajas de cartón que, amparados en la caída de las sombras nocturnas, situaban ante las entradas de las lujosas tiendas atiborradas de electrodomésticos o en los zaguanes carentes de luz. A veces, la policía los desalojaba, no siempre sin violencia, y podíamos verlos caminando sin rumbo hasta que daban con un lugar más resguardado en que poder instalar por esa noche su mísera morada. Por eso teníamos la convicción de ser, en cierto modo, afortunados.

Pero esa era una convicción falsa y lo sabíamos. Lo sabíamos con esa certeza de niños que no necesita de razones ni estadísticas. Lo adivinábamos en los rostros tristes y ojerosos de las madres, siempre atareadas; en la impotente fatiga de los padres; en el gusto amargo del café que alguna vez bebíamos tras la exigua comida; en el hondo silencio que solía acompañar las llamadas del timbre a primeros de mes, cuando el hombre vestido de negro venía a cobrar el alquiler; en las miradas furtivas y carentes de esperanza que intercambiaban nuestros progenitores cada vez que uno de nosotros realizaba una pregunta que ninguno de ellos podía contestar. Que nadie podía, en realidad.

Mas nosotros no entendíamos de alquileres ni de salarios bajos ni de explotación. Era la nuestra esa edad que reclama juegos y diversiones, la edad que no comprende una respuesta negativa, que no tolera la rutina quieta de las tardes sin término. Por eso, a pesar de la penuria entrevista en los hogares, de la escasez económica, sentida en la propia hambre nunca saciada, no éramos del todo infelices. No poseíamos otros juguetes que la calle y la imaginación. Aun siendo escaso, este material solía bastarnos.
Porque además nosotros teníamos algo que nadie más podía tener: la explanada. Nuestra desbocada sed de aventuras no necesitaba más.

La explanada era un solar de unos tres o cuatro millares de metros cuadrados, situado en el extremo occidental del barrio de los ricos. A un lado, estaban los modernos edificios que albergaban a aquellas familias que solían mirarnos con arrogante desdén y que jamás osaban profanar las estrechas calles de nuestro pestilente barrio. Eran impecables en el vestir y refinados en el hablar, hasta tal punto que, cuando nosotros oíamos de pasada una conversación entre aquellos pazguatos bien educados, rara vez éramos capaces de comprender algo de lo que allí se decía.

Al otro lado del solar se desplegaba una amplia avenida por la que podían verse desfilar, durante todo el día, automóviles, furgones y camionetas. Más allá, una interminable hilera de casas, todas idénticas, como ventanas alineadas frente al cansancio de todos los que a diario atravesaban aquel monótono camino de vuelta a sus hogares, al final de la dura jornada. Esas casuchas habían sido construidas, años atrás, por los propietarios de la vieja fábrica de autos, para dar cobijo en ellas a los afortunados obreros de la cadena de montaje, venidos, en ocasiones, desde el otro extremo del país. Así, la empresa, generosamente, les proporcionaba un hogar sin cobrarles alquiler alguno. Al otro lado de esas viviendas, que estaban pegadas a la fábrica y que nosotros solíamos denominar “nichos”, se amontonaban otras muchas factorías, con las fachadas grises y ennegrecidas por el humo de las chimeneas. Allí era donde trabajaban nuestros padres, diez o doce horas al día, en penosas condiciones, dejándose la vista, la salud y hasta las ganas de conversar cuando, al término de la jornada laboral, nos reuníamos en torno a la pobre mesa y devorábamos todo cuanto cayera en los platos sin preguntar su origen, sin pararnos a pensar en ese gustillo amargo que a veces se nos quedaba pegado en el paladar.

Pero al fin y al cabo, nosotros teníamos nuestra explanada, y aunque estuviera en el barrio de los ricos, era nuestra porque nadie más la utilizaba ni nosotros lo hubiéramos consentido. Era nuestra porque allí nos íbamos formando, sin saberlo íbamos creciendo entre los cascotes y restos que otros arrojaban allí y las enormes ratas que pululaban de continuo por entre las basuras, sin importarles en absoluto la presencia de seres humanos. Mas no toda la explanada se encontraba llena de deshechos. Sólo la parte más lejana, la que limitaba con la carretera, como nosotros llamábamos entonces a la avenida, se veía invadida por juguetes rotos, baldosas trizadas y cachivaches de diversa índole. Cada cierto tiempo, los funcionarios de la limpieza pública, impecablemente uniformados, recogían toda aquella basura y la iban echando a un camión, que partía después con rumbo desconocido. Cada uno de aquellos inevitables saqueos nos golpeaba en el alma, era como si se hubiesen llevado una pequeña parte de nosotros mismos, de nuestros juegos y nuestras imaginadas praderas inabarcables.

Desde la zona en que vivíamos no había mucha distancia hasta el extremo de la explanada. Tomábamos dos calles a la izquierda, luego una a la derecha y ya estábamos en el barrio de los ricos. Dos manzanas más allá, era cuestión de girar a la derecha una vez más y desde allí ya se veían los primeros montones de tierra recubiertos de hierba y trastos abandonados.

Acaso lo mejor de todo fuera esa extraña sensación de libertad y de poder que nos invadía en cuanto nos hallábamos dentro de los límites de nuestro territorio. Allí nadie nos daba órdenes. No había que lavarse las manos, ni recoger del suelo cosas que nosotros no habíamos tirado. No estaban los ojos tristes de las madres ni el cansancio paterno. Allí no nos podían afrentar los niños ricos con sus altivas miradas de supuesta superioridad, ni venían los hombres elegantes a mirarnos por encima del hombro con ese gesto tan clásico de evidente desaprobación ante nuestra extrema desfachatez y nuestro mísero aspecto.

Allí éramos los únicos amos. Una piedra podía ser un tesoro; un orinal oxidado, el yelmo de un caballero andante; un trozo de madera era una espada y una zapatilla vieja la llave de los cielos. Allí éramos piratas, aventureros, pistoleros famosos y hábiles detectives, como aquellos de las radionovelas que, al atardecer, escuchaban nuestras calladas y atareadas madres buscando acaso evadirse ellas también de aquella triste existencia.

Después, antes de anochecer, antes de que nuestros padres regresaran, malhumorados y esquivos, de las ya silentes fábricas, llegaba la hora del retorno. Era la hora de pasar con el rostro pleno de orgullo, rebosantes de esa pequeña felicidad que más tarde sabríamos que era la única, bajo las iluminadas ventanas de los lujosos edificios.

Sabíamos que tras los cristales estaban los niños ricos, jugando acaso con sus juguetes caros y de vivos colores; que habrían merendado suculentos pasteles o apetitosos bollos rellenos y ahora estarían viendo el televisor o descansando en sus confortables habitaciones, empapeladas en tonos suaves, y provistas, según los rumores, de calefacción. Sabíamos que a veces nos miraban regresar de nuestros juegos, medio escondidos tras las floreadas cortinas. Intuíamos las burlas, las conversaciones al calor de sus cómodas alfombras, las inevitables comparaciones y la soberbia que sin duda les invadía al saberse protegidos y seguros en ése, su inmerecido castillo de vanaglorias y falsedades.

Era cuando el instinto nos empujaba más fuerte a refugiarnos en lo poco que creíamos poseer. Teníamos nuestro pequeño trocito de cielo, nuestra grandiosa explanada, en la que nadie más podía entrar sin nuestro consentimiento. Era nuestro mundo fuera del mundo de los otros, fuera del ajetreo cotidiano de las calles repletas de luz y del ruido insoportable de las fábricas y del inexpugnable silencio familiar. Allí, en el centro mismo de la perversa ciudad que nos cerraba sus puertas, nosotros dictábamos las leyes, organizábamos en secreto otro modelo de sociedad menos irresponsable, nos estábamos educando sin saberlo en aquel pedazo de tierra yerma, en aquellos nuestros tres o cuatro mil metros cuadrados de fantasía impermeable.

Allí, nosotros teníamos nuestra explanada y en ella desaparecía la envidia que sentíamos por aquellos niños pálidos y enclenques a quienes nada faltaba; desaparecía el odio, y también el indigno sentimiento de inferioridad. Con ellos se iba el recuerdo de tantas supuestas diversiones, de tantos juguetes caros y tanta televisión, sucedáneos insulsos de aquella, nuestra absoluta libertad; de las múltiples aventuras que la tierra, las piedras y los rincones sombríos entre tantas paredes a medio derribar nos guardaban exclusivamente a nosotros.

Pero (cómo saberlo entonces, sólo éramos niños) toda felicidad es efímera, engañosa. Un día ocurrió algo que escapaba al orden que habíamos establecido en nuestra pequeña islita de paz, algo que se clavó en nosotros y que probablemente condujo a la inevitable sucesión posterior de los hechos. Fue una tarde en la que las fábricas estuvieron inusualmente atareadas (una urgencia con rumbo a algún país extranjero, se rumoreó). Mi padre y otros hubieron de quedarse trabajando hasta pasada la medianoche. En compañía de unos pocos amigos, contando con la silenciosa complicidad o la mera indiferencia de las madres, salimos después de cenar y nos fuimos a dar un paseo por las calles. El espectáculo de la noche extendiéndose sobre la ciudad siempre nos había atraído con fuerza, quizá porque entonces aún nos estaba vedado. Sin habérnoslo propuesto, como nos sucedía tantas veces, nos encontramos frente al último escaparate de la avenida, justo al lado de nuestra querida explanada.

Ninguno de nosotros dijo nada, pero todos sabíamos lo que en verdad deseábamos hacer. Nunca habíamos estado allí de noche, y se nos antojaba una aventura mayor que todas las que habíamos podido vivir a la luz del día. Fue así como llegamos ante los primeros montículos recubiertos de aquella hierba débil y enfermiza que algunos achacaban al humo nocivo que salía por las altísimas chimeneas, a los vertidos de las fábricas. Atravesamos con sigilo las trincheras, los parapetos, los postes en los que habitualmente quemábamos a los magos malditos y arrancábamos las cabelleras de los rostros pálidos. Fue así, en medio del silencio total, impresionados por la intensa oscuridad apenas rota por el insuficiente reflejo de una luna a medio formar, como llegamos al lugar que constituía el centro de poder: a nuestro cuartel general. Allí guardábamos algunos cigarrillos conseguidos con habilidad esa misma tarde y unas cuantas cerillas sin usar, recogidas con suma paciencia en las aceras del Barrio. (En el otro, en el de los ricos, todos usan encendedor).

Al oír las palabras, fue como si un rayo hubiese caído sobre nosotros, carbonizándonos. ¡Alguien había tenido la osadía de penetrar en el recinto sagrado! Fuera quien fuese, estaba hablando en voz queda, como susurrando. Tenía todo el aspecto de un ataque por sorpresa. Pues si estaban pensando en arrebatarnos nuestro cubil, o peor, en invadir la explanada, iban a tener que pelear duro. Con cautela, sin un ruido, fuimos rodeando el lugar, apenas dos paredes formando un ángulo recto y una tercera, casi destruida por completo, cerrando lo que hubiera podido ser un triángulo irregular. Pudimos contemplar, a través de los muchos agujeros existentes en los muros, a aquellos que habían penetrado en nuestros dominios, aquellos dos adolescentes sentados contra el rincón, abrazados y besándose mientras se decían breves e incomprensibles palabras cuyo eco llegaba amortiguado a nuestros oídos. No supimos interpretar entonces que acaso fuera ése el único lugar donde podían ser felices. Durante algunos momentos no fuimos capaces de reaccionar. Nos quedamos inmóviles, viéndoles entusiasmarse en cada beso, mirándoles y tal vez deseando ser aquel niñato, estar en el lugar del chico bien vestido que besaba y abrazaba a la dulce muchacha de trenzas amarillas. Fuera el hecho en sí o la envidia posiblemente provocada, lo cierto es que nos pareció intolerable.

Ya los susurros iban descendiendo en intensidad, ya la mano de él se perdía entre los pliegues de la falda, cuando alguien (no sé muy bien si fui yo u otro cualquiera) lanzó un agudo grito de guerra y salimos de nuestros escondites, arrojándonos por sorpresa sobre el aterrorizado muchacho, que ni siquiera tuvo la presencia de ánimo suficiente para repeler el ataque. Arrodillado sobre el barro seco, lloraba y pedía clemencia, apelando a nuestra buena voluntad. He de reconocer que fuimos duros, quizá en exceso, con aquel petimetre plañidero. Algo nos empujaba a seguir golpeando, algo que nos venía de muy adentro, que no admitía razonamientos, algo misterioso e indescifrable que nos convirtió en bestias sedientas de venganza. La muchacha, acurrucada en el rincón, con las manos sobre el rostro, gimoteando histéricamente, ni siquiera sabía lo que estaba pasando. Sólo cuando el chico estuvo inconsciente y alguien murmuró: “Lo hemos matado” dejamos de aporrearle. Aun hubo quien tuvo la suficiente serenidad para apoyar la mano en el pecho del vencido para comprobar que no había muerto, que sólo estaba inconsciente o desmayado de terror. A ella ni siquiera la miramos. La dejamos allí, en su rincón, decepcionada y asustada. Nos fuimos a nuestras casas con el corazón latiendo aceleradamente y estuvimos un par de días sin aparecer por la explanada.

Después, cuando de nuevo empezamos a frecuentar el viejo solar abandonado, el lugar de nuestras aventuras y nuestras inolvidables hazañas, pensamos que nada había cambiado (pero ya estaba en nosotros, ya sabíamos) y seguimos dedicando horas y horas a nuestros juegos sin acordarnos más del incidente (pero el amargo incidente no se borraba de nuestras mentes ni un solo momento, se había quedado allí anclado, como un inesperado e indeseable huésped cuya presencia nos incomoda pero al que no sabemos cómo evitar) o al menos sin mencionarlo en nuestras cada vez más cortas conversaciones.

Volvimos a nuestras pequeñas guerras, a nuestras conquistas del lejano Oeste, a los saqueos marítimos, a los ataques sobre las ciudades costeras de nuestra imaginación, a las disputadas competiciones de fuerza o habilidad y a nuestras interminables pesquisas en busca de los presuntos criminales que nuestras mentes infantiles habían diseñado en el pasado. (Pero en cada barco saqueado había una muchacha que lloraba y tenía barro en las rodillas. En cada batalla nos rodeaban soldados con el rostro silencioso, atónito y suplicante del muchacho apaleado).

Poco a poco, sin que pudiéramos darnos cuenta, se fue formando un muro de silencio entre nosotros. La explanada ya no era la explanada.

Ahora no era más que un solar igual a cualquier otro, lleno de los mismos desperdicios y cascotes, pero sobre todo, lleno de aquella presencia que ya no podíamos borrar y que se nos había apoderado lo que siempre había sido nuestro sin que pudiésemos mover un dedo para evitarlo.

Nuestros juegos en aquel lugar fueron perdiendo, de forma imperceptible, ese excitante sabor a cosa desconocida, a selva virgen. Inútilmente tratamos de cambiar el escenario de nuestros encuentros, pero el desencanto no estaba en la explanada sino en nosotros mismos. Las calles que llevaban allí, las casas adyacentes, los escaparates, hasta los niños ricos que desde sus confortables escondites nos vigilaban con disimulo, eran los mismos. Lo que se había perdido para siempre era nuestro interés.

Después, nos dijeron que el gobierno había construido una escuela para niños pobres y que allí nos iban a enseñar a leer, a escribir y a hacer cuentas. Nos distribuyeron en diferentes clases y comenzamos a no vernos más que a la hora del recreo y en las cortas caminatas desde el colegio hasta los insoportables hogares, cada vez más tristes, cada vez más asfixiantes. Muy pronto nos fuimos alejando aun más, hicimos nuevos amigos, descubrimos nuevos juegos y nuevos lugares. Con el paso del tiempo, puede que incluso nos olvidásemos los unos de los otros.

En la explanada hicieron un parque.

Un hermoso parque con bonitas fuentes rodeadas de macizos de flores y setos inviolables, con frondosos árboles traídos en enormes camiones desde quién sabe dónde y bellos bancos de piedra que invitaban al reposo. Un bonito parque, sí. Construido sobre las cenizas de nuestros sueños infantiles. Un parque que sin duda comenzó a existir mucho antes, acaso aquella noche de media luna en la que hubimos de golpear a aquel muchacho, aquella noche en que sentimos por vez primera (ahora ya es posible admitirlo) que algo muy profundo nos estaba siendo arrebatado, que una espesa capa de olvido estaba a punto de caer sobre nuestra corta pausa de felicidad, ensuciada acaso por los juegos menos inocentes de los enamorados.

Hoy pasé por la entrada, vi la fuente del hermoso parque que por las noches se llena de parejas y de trinos y en el que ninguno de nosotros, estoy seguro de ello, ha podido ni podrá entrar jamás.










PAISAJE SIN BATALLA*



Al fondo, a la derecha, puede verse un árbol repleto de pájaros callados. Ni un trino, ni un revoloteo, nada. Sólo una multitud de pájaros de ojos inmensamente abiertos, de ojos fijos; pájaros inmóviles y silenciosos como si estuvieran dormidos. Pero no están dormidos, sólo quietos.
Ligeramente más abajo hay una fuente cuyas aguas manan o parecen manar muy lentamente, como lamiendo con incierta voluptuosidad cada piedra, cada matojo de hierba amarillenta, como acariciando sin deseo, sin precipitación, desapasionadamente, el estrecho cauce apenas pronunciado. Sobre la boca del manantial, una pequeña roca parece ir a desprenderse provocando la catástrofe, cegando para siempre el ojo que destila las frescas gotas de agua. Pero sin duda lleva siglos allí, amenazando sin esperanza el tranquilo discurrir del escueto regato sobre la tierra seca.
Más arriba, agazapado en la oscuridad de la roca, un lagarto gris acecha cualquier posible presa disimulándose contra la frialdad de la piedra. Parece alerta y sin embargo, diríase incapaz del menor gesto, como si su inquietante inmovilidad no fuese una excusa sino un fin. Sus ojos miran, sin espanto, hacia el oeste, donde el sol debería estar poniéndose, mas el sol no se ve por parte alguna; sólo el ligero resplandor rojizo que suele acompañar los atardeceres, pero con una tonalidad más pesada, más asfixiante, como un turbio presagio de tormenta. En el cielo semioscurecido, sin embargo,  no se aprecia la presencia de ninguna nube que pudiera apoyar tal hipótesis. A pesar de todo, una extraña claridad domina el paisaje.
A juzgar por el silbante sonido que llena el valle adormilado, está soplando el viento. Pero ni una brizna de hierba se mueve, ni una hoja del árbol se agita, no hay un solo grano de arena volando por los aires. Nada.
La llanura, que en un punto indeterminado aparece cortada sugiriendo un barranco, rezuma quietud, como si el tiempo no existiese todavía. Salvo por las dos figuras que a lo lejos caminan acercándose y en cuyos labios puede apreciarse algún movimiento. Probablemente charlan.
Tal vez el viento ha cesado; acaso no existió jamás. Lo cierto es que a pesar de la distancia pueden oírse las voces. Vienen resonando por el centro de la llanura, desde el lugar que ahora ocupan las dos sombras que se acercan. Por su aspecto, nadie hubiera sospechado que fuesen capaces de hablar de esa extraña manera, en ese curioso tono quebradizo y glacial. Es tan profundo el silencio, que las voces llegan con total nitidez y casi parece que procedan de los cuatro puntos cardinales, tal es su intensidad.
A ambos lados de un camino indefinible, presentido apenas, las piedras reverberan carentes de brillo y se diría que su indiferencia es sólo aparente, que en realidad esa quietud no se debe sino al tremendo esfuerzo realizado para absorber el estricto sentido de esas voces que se van acercando con lentitud, tan despacio como fluye la exigua corriente que, después de resbalar por la roca hasta el suelo, rodea el árbol y va a perderse serpenteando en la distancia, más allá del lugar en que se hallan los caminantes, allende el final de la llanura, como si en un punto el agua quedase suspendida entre dos planos superpuestos e irreconciliables.
En la lejanía se divisa un puntito en el cielo descolorido y lánguido. Tal vez sea un ave sobrevolando el lugar del que acaso vengan los dos hombres que ya están cerca, un lugar que posiblemente ya no exista o que tal vez nunca haya existido sino en su imaginación. Quizá no sea un ave. También podría tratarse de un sol lejanísimo y negro, destinado a negar la luz a quienes tengan necesidad de ella de igual modo que a los otros, aquellos que renegaron de la claridad e hicieron de las tinieblas su morada, su mundo, su religión. Acaso no sea más que la sombra de un dios desconocido e inseguro, proyectada por él en esa lejana dimensión, pretendiendo así carecer de ella, tratando de ignorarla para no sentirla esclavizándole.
Al pasar los dos hombres junto al árbol, los pájaros deberían estremecerse y estallar en una violenta y ensordecedora algarabía, deberían echarse a volar y llenar el cielo de trinos espantados y de alas negras. Pero no lo hacen. Permanecen quietos, mudos, indiferentes, negando con su impasibilidad las voces y la presencia de los dos hombres que caminan cansinamente. Alguno, quizás, ha girado con desgana la cabeza en un intento superfluo de seguir la marcha acompasada e irremediable de los dos hombres que conversan.
Cuando hayan terminado de pasar (si es que alguna vez llega ese momento, si ese momento es en verdad posible) las piedras seguirán calladas y expectantes. La fuente, el árbol, los pájaros y hasta la misma hierba seca y amarillenta y baldía, permanecerán en sus puestos como leales soldados en espera de una escaramuza que nunca ha de llegar. Seguirá el lagarto derramando su mirada sobre ese sol que jamás acabará de ponerse, ese sol que no ha de volver a levantarse de la tierra. Quedará el cielo, plomizo e insoportablemente denso, como único testigo de una conversación absurda, de un nuevo diálogo suicida entre dos hombres que, aunque ellos lo ignoren, nunca aprendieron a hablar el mismo idioma, nunca comprendieron la lengua del otro. El mismo resplandor agónico iluminará con escasez la escena donde nada va a ocurrir, donde, con toda seguridad, nada ocurrió jamás.


*Relato incluido en el libro: EL ALBA SIN ESPEJOS (Literaturame, 2013)









OCASO



No me quedan auroras que ofreceros.
Nunca regresaremos de esas tierras de humo
donde yacen calcinados los arcángeles
y una flor es un símbolo de infamia.
No me quedan ibones ni amapolas,
ni el destello fugaz de un arco iris.
Tan sólo lluvia triste en los bolsillos.
Otoños.
Cánceres de paloma desplumada.
Y a lo lejos un sol que se desmaya
tiñendo de silencio los campos desolados.



***




- Sergio Borao Llop. Nacido en Mallén, (Zaragoza - España) el 25 de diciembre de 1960. Reside en la ciudad de Zaragoza desde 1964. Ha desempeñado los oficios de impresor, encuadernador, entrenador de baloncesto y también colaborador en diferentes publicaciones de ámbito local y nacional, así como coordinador de contenidos en el portal de internet Aragonsport.es, hoy desaparecido. Fue finalista en los certámenes de Poesía y Relatos "Ciudad de Zaragoza 1990".

Es miembro de Poetas del Mundo, de la Red de Escritores en Español (REMES) y de Los puños de la paloma. Colabora habitualmente en los boletines electrónicos Inventiva Social e Inventrén. Han aparecido textos suyos en las revistas Nitecuento, Imán, Alhucema y Rampa, así como en el libro Versos sin Bandera, antología hispano-colombiana. También en las revistas virtuales EOM, Elfos, Almiar (Margen Cero), Letralia, Gaceta literaria, Con voz propia, Narrativas, Oxigen, Literatuya, Cayo Mecenas, Artesanías literarias, NGC 3660, Caminos de Pakistán, Logogrifo, Isla negra y RAMPA.

Sus trabajos aparecen en diferentes páginas como la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Poesi.as, Arte poética (web de André Cruchaga), El cronista de la red, El Gato de Hank, Poetas del mundo, Palavreiros, Proyecto Patrimonio, Cisne Negro, La Biblioteca de Bizién, Círculo cultural de poetas latinos, Nausicaa, El viejo faro, El Guardavías, Vapores deliciosos, Poesía Salvaje y en algunas webs antibelicistas.
Sus textos han sido leídos en varios programas radiofónicos.
En el weblog literario Al_Andar publica textos de autores que han ejercido influencia en su aprendizaje, y de escritores contemporáneos, descubiertos mayoritariamente en la red.









InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/


El Sur (Dudignac)*



Podría abrir los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto, de una música extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera yo comprendo…
El verde tiene muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma precisa…
Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo, los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.
Con los ojos cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he conocido.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com





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 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
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LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
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 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
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