-Antiguo galpón de locomotoras
en José Ramón Sojo.
-Foto gentileza de Javier
Pintos. “De Pueblo en Pueblo” https://www.facebook.com/DEPUEBLOENPUEBLO/?fref=photo
LO QUE HACEMOS
EN LA OBSCURIDAD*
Cuánto Tiempo
me digo, mientras espero en el andén. Es la primera vez que subo al tren desde
aquello, y todavía es todo inseguridad y temor a no poder, a encontrar
obstáculos infranqueables, a caerme.
Cuando se
acerca el tren me afirmo en las muletas y no miro a mi alrededor, porque se que
todas las disimuladas miradas están en el tutor de metal y plástico negro que
llevo atornillado a los huesos de la pierna izquierda. Me dejan pasar primero,
un muchacho me ofrece ayuda pero le digo que puedo sola con una sonrisa
forzada, con esa terquedad de los débiles.
Me siento
primero al lado del pasillo y me arrastro para quedar junto a la ventanilla,
golpeándome la cara con una de las muletas. Hago como si no lo hubiese notado,
y la gente se acomoda en el vagón. Nadie se sienta a mi lado, hay cierto horror
por desfiguraciones, cegueras o muletas.
Espero que
estemos en movimiento, me levanto y con extremo cuidado avanzo por los vagones
buscando la seguridad del coche cine club, la cálida obscuridad que me permita
sustraerme a la curiosidad de las personas que simulan no verme.
Me voy apoyando
en los asientos con los codos, camino afirmando la pierna sana, llego por
fortuna al vagón cine club. Al ingresar recibo la primera felicidad con el olor
conocido a humedad, a polvo y al whisky de Oliver Reed que está fumando aunque
supongo que está prohibido. Me siento como antes, ya en mi butaca y en
penumbras es como si todo estuviese bien y en su sitio, como si hubiese llegado
a algún lado en donde me estuviesen esperando.
En la pantalla
hay un documental sobre la vida de cuatro vampiros. Veo cómo se despiertan en
la última brizna de la tarde, cómo se reúnen a discutir la asignación de las
tareas hogareñas, las salidas nocturnas, cómo los hombres lobo son un grupo
opuesto con cual intercambian burlas y amenazas.
Los vampiros
son perfectamente reales y posibles mientras la luz del proyector los hace
aparecer en la pantalla. Les creo, me encariño con uno, me río de los gestos
con los cuales me familiarizo de inmediato y me introducen en una complicidad
gozosa. Sonrío todo el tiempo. Qué bueno estar aquí y qué ganas de que vieses
la película para después reírnos de nuevo recordando una frase, una situación
feliz, esas escenas que son graciosas por ser tan comunes y cotidianas
transformadas en mágicas porque los protagonistas son vampiros.
La ilusión de
ser un documental real es perfecta. Ya quisiera volver a verlo antes de que
termine. No quiero que termine. No quiero despedirme de ellos. Viago, Deacon,
Vladislav y Peter ya son personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos
juntos en la obscuridad, donde todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no
tenemos edad, el cuerpo se disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.
Me quedo
sentada, por qué si es un film cómico tengo esta extendida tristeza. Por qué.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
ESTACIÓN JOSE RAMÓN SOJO…
KronoX *
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Las generaciones futuras no
recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una
máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería
–probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta
denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El
lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a
relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas
palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar
sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la
esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una
ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos.
Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a
la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna
empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda,
de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener
lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo,
no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo
que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no
quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció
estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en
la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme
desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi
proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces
era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es
tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció.
Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos
compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza
confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de
otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese
vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre
el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea.
Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad
(porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta),
multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y
cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo
este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería
hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su
construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo
ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta
narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido.
El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería
injusta.
Voy pues, a los hechos: El día
señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me
coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré
los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi
cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una
metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo
programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio,
había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de
ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que
yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me
resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún
material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el
paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo
nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro
momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y
moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los
ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo,
ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se
unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una
posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo
tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la
emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades
parisina que jamás había visitado.
Repetí el experimento varias
veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así
porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás,
lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme
y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a
poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez
más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro
modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo
todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la
sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas
recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi
vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que
no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me
planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la
construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires
hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando
en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa
eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos
municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos,
los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y
esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era
como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré
paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del
gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre
buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos
emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es
ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible
anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y
hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y
me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y
durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi
pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con
una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado
en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos
de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la
euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que
me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida
de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del
mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la
mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la
estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires.
Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese
abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese
instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser
equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la
vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico
en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que
hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo
el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más
fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas.
Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me
maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había
podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año
después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse)
estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre
retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que
hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más
dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla.
No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue
solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más
bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se
hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por
eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta,
aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa
idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por
obstinación.
Había llegado, pues, el momento:
Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación.
Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome,
como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí.
Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a
ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación
multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna
parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a
sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a
darme cuenta.
El primer indicio me causó
perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico
cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre
Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía
unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto
con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse
que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de
retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el
artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la
menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo
tuviese algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me
abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial:
Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz
agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda.
Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no
equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí.
Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica
y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la
ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me
preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de
la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera
insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más
eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el
paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta:
Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se
agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la
fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto.
Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera
atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que
no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto.
En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era
David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que
buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi
mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas
estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por
mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos
para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún
lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo
virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás
hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por
así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra
entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora-
vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la
verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o
reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese
gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras
diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si
eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la
misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde
vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de
estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por Amazon
ESTACIÓN DE LA
SOLEDAD*
(Para el sueño
de trenes de André Cruchaga Y Eduardo Francisco Coiro )
Mi madre espera
en la estación con su maleta de saudades.
Espera, fiel, a
su cielo. Abatida de pena.
Hay un largo
destino de manos entre los rieles.
Él, llegará al
alba de las alamedas.
Mi padre lleva
una corona de Relámpagos.
Sabe. Imposible
es amar en esta vía.
Hay un oráculo
de madre entre sus manos.
Ella, ya no
vendrá.
La niña
entierra su frente en la escalera del tiempo.
No ha podido,
no, evitar la corrosión de la memoria.
Sabe: su padre
se resiste al destierro y a la muerte.
El nombre jaula
amor entrampó a su madre.
El tren avanza
y arroja a sus ojos arenilla.
Hay un conjuro
moro de esmeraldas salvajes.
Tiembla, como
en aquel enero.
Debieron
detener el tren, aquella noche.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Otoño /16
EN LA ESTACIÓN*
Andaba con la
mente en las nubes, ni siquiera recuerdo qué estaba pensando, cuando se me
acerca una señora elegantemente vestida.
- ¿A qué hora
pasa el próximo tren? – me pregunta.
Le doy la
información (está escrita en la tablilla, mas no me molesta ayudarla). Se aleja
sobre sus tacones… estoy a punto de olvidarla cuando la escucho, unos pasos más
allá, hacerle la misma pregunta a un muchacho con pinta de hippie. Él le
responde con igual amabilidad y ella se marcha, probablemente buscando alguien
más que le confirme la respuesta.
El joven se me
acerca.
- Pobre mujer,
se lanzó delante del tren, a esa hora, hace ya cinco años. Muerte por amor,
creo; otros dicen que se vio de pronto arruinada; hay quien dice que no fue
suicidio sino accidente… Ha quedado atrapada en el momento anterior a su muerte
y lo recicla una y otra vez.
Lo miro
fijamente, no sé si sonreír, o asustarme y llamar a un guardia. ¿Qué lo ha
movido a una broma tan macabra?
- Sé lo que
debes estar pensando – me dice sacando una pipa de su bolsillo -, pero es
cierto. Yo morí de sobredosis en aquel banco, en la era dorada de los sesenta…
Llevo tanto aquí que he tenido oportunidad de conocerlos a todos.
- Y es evidente
que piensas que esto es “Sexto sentido” y yo soy el chico que veía a los
muertos – le respondo, molesta.
- No, eras el
cuerpo que se están llevando los paramédicos: infarto, probablemente; quizás
sólo era tu día – usa la boquilla para señalar una camilla cubierta con una
sábana que están sacando por un costado -, ya te acostumbrarás, todos se
acostumbran. Por algún motivo esta Terminal no tiene acceso al cielo, ni al
infierno, ni posibilidad de reingreso al mundo de los vivos así sea como ánimas
en pena. Tal vez sea el purgatorio mismo… Los que morimos en ella, nos
quedamos. No hay prisas, tengo una eternidad para írtelos presentando.
Y, por algún
motivo, comienzo a creerle.
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
Errante en la
vía*
*Por ALDIMA.
licaldima@yahoo.com.ar
Aunque hayan
transcurrido ya varios meses desde aquella terrible experiencia, el Licenciado
Zelmar Araujo, mientras avanza tambaleante sobre estos rieles de trocha
angosta, rumbo a la próxima Estación, aún continúa sintiéndose arrasado por el
desconsuelo. A lo largo de toda su carrera profesional, jamás pudo pensar
seriamente –más allá de alguna angustiosa fantasía desvelada- en que algún día
se vería envuelto en una situación semejante.
Todo comenzó
unos cinco años atrás, cuando aquella mujer acudió a la consulta, dispuesta a
convertirse en su paciente. El Licenciado, psicólogo de profesión, la recibió y
escuchó atentamente el relato de sus padeceres. Una historia familiar
enrevesada, donde cada generación repetía casi puntualmente la historia que la
precedía, y de cuyo entramado nadie parecía poder –o desear- escapar. Hijas que
tenían una pésima relación con sus madres, y que en lugar de proponerse
construir algo diferente para con sus propias hijas, elaborando sus propios
conflictos, terminaban calcando los mismos síntomas que las habían forjado en
sus respectivas infancias. Una cadena sintomática muy parecida a una formación
ferroviaria, donde cada integrante asemejaba a un vagón de tren, y vaya a
saberse quién sería la locomotora. ¿Un deseo silente, quizá, imposible de ser
puesto en palabras…?
El Licenciado
Zelmar Araujo escuchó ese relato durante centenares de semanas,
familiarizándose con los personajes, prediciendo casi las reacciones de cada
uno, intentando quebrar la monotemática letanía de aquel discurso con
intervenciones tendientes a una apertura, que permitieran respirar mejor, con
un aire diferente. Y hasta le parecía que sus dichos horadaban pacientemente
esa coraza que la paciente había ido forjando a lo largo de su vida, poniéndole
palabra a lo que ella callaba.
Sólo que una
distracción fatal le ganó la partida. A los dos años de haber iniciado el
tratamiento, a la paciente se le declaró un quiste en un pecho, que con el correr
de las semanas se fue transformando en un tumor encapsulado. La intervinieron
de urgencia, y como medida precautoria, según lo que ella le refería al
Licenciado, decidieron aplicarle durante los meses venideros una acotada serie
de dosis de quimioterapia. Ella se manifestaba muy angustiada ante lo que había
ocurrido, sin poder explicárselo, y se volcó de lleno a la religión, luciendo
en su cuello desde entonces -y hasta varios meses después de culminar el
tratamiento quimioterápico- una enorme cruz de plata, intentando encontrar en
ella algún tipo de consuelo.
Fue pasando el
tiempo, los controles médicos no referían mayores preocupaciones, aparentemente
su organismo se había estabilizado, y la terapia psicológica continuó su ritmo
habitual, sin que la paciente se refiriese a su afección de otra manera que no
fuesen “microcalcificaciones”. El Licenciado Zelmar Araujo aguardó a que ella
volviese a remitirse al tema para ahondar en él, pero el tiempo fue pasando, la
normalidad regresó, y “de eso no volvió a hablarse”.
Estaban por
cumplirse los cinco años de tratamiento, durante los cuales la paciente había
ido teniendo cambios considerables –se había ido de la casa de su madre para
mudarse con su hija a dos localidades de distancia, iba cortando gradualmente el
lazo de dependencia con su mamá o sus tías, insistió para que el abandónico
padre de su hija le diese el apellido, temerosa de que “le pasara algo”
respecto a su salud y la nena quedase sola…-, cuando comenzó a quejarse de
dolores en la espalda y en las manos, como si la molestia excediese cualquier
contractura muscular y se extendiese hacia los huesos. El Licenciado Zelmar
Araujo consideraba que estaba atravesando por un intenso período de angustia,
aunque no veía nada extraño que operase como aval de sus hipótesis en el relato
de la paciente. Ésta, a su vez, deambulaba en las sesiones por los temas de
siempre. Y el profesional le restó importancia…
Aquél resultó
su mayor error.
Nuevas
consultas con el oncólogo y una fatal radiografía dieron testimonio de unas
extrañas manchas en la espalda, que derivaron –biopsia mediante- en una cruda
metástasis ósea. La paciente se desbordó, abandonó sin aviso el tratamiento
psicológico, y le comunicó las novedades por teléfono, cuando el Licenciado
Zelmar Araujo la llamó, una funesta tarde de invierno, para concertar un nuevo
turno.
Se había
quedado sin palabra. Aquello que se materializara silente a través de los
tejidos corporales de la paciente lo había enmudecido. No había sabido qué
decirle en aquel último contacto telefónico, en el que ella lo había acusado de
manipular su mente, sin haberla contenido ni derivado con algún otro
profesional idóneo que pudiera tratar “un caso como el suyo”, conduciéndola de
manera negligente hacia un rumbo muy distinto al de la curación. Ya sin saber
qué decir, ganado por la culpa y sintiéndose el falta ante semejante demanda
masiva –que quizá exigiese de sí mismo un improbable milagro-, el Licenciado
Zelmar Araujo profirió un trémulo:
-Espero, de
corazón, que se mejore, y salga airosa de esto.
-¡Dios lo oiga!
-, remató la paciente, antes de cortar. –Y si Ud. es creyente, rece mucho,
mucho, para que esto se revierta.
Los buenos
deseos quedaron simplemente en promesas. El milagro jamás se produjo. Y la
pesadilla no hizo más que comenzar…
Aún no habían
transcurrido un par de meses desde aquel fatídico día cuando el Licenciado
Zelmar Araujo –apaciguada su conciencia al recapacitar en cada detalle del
caso, y convalidar el silencio que la propia paciente había impuesto sobre el
tema, negándose a tratarlo, más allá de su propia “distracción” profesional,
que lo obligó a supervisar sus restantes casos en forma regular, a fin de
evitar complicaciones semejantes- recibió una cédula judicial donde se le
informaba de una causa legal en su contra, por obrar con mala praxis en el
ejercicio de sus habilidades profesionales. En primera instancia, consideró que
todo ello no era más que un desborde de furia de la paciente, resignada a
aceptar un final en extremo doloroso, pero deseosa de arrastrar a alguien con
ella en la caída.
¿Se negaba a
aceptar el daño que le habían hecho de manera inconsciente sus propios
parientes al negarle parte de su pasado, frustrada además ante la posibilidad
concreta de la propia muerte, por lo que proyectaba sus feroces rencores en
contra del respetuoso profesional que la atendiera durante casi cinco años,
pendiente de una -hasta entonces- errática evolución del caso? El estado
anímico del Licenciado Zelmar Araujo era desastroso. Varias veces intentó
ponerse nuevamente en contacto con ella, para que recapacitase, para evitar
llevar esta dolorosa situación cada vez más lejos. Sin embargo, consideró que
era inútil; si de nada habían servido sus esfuerzos para hacerla cambiar de
opinión durante la última llamada telefónica, menos aún aceptaría hablar con él
en estos momentos, resentida y resignada.
Acudió a la
audiencia preliminar, se defendió de la mejor manera posible –alegando que el
carácter todopoderoso para la curación no era otorgado junto con el título
académico-, contrató a un abogado para que lo representara en las audiencias
posteriores con el Juez, alegó sus mejores hipótesis respecto del caso al
llegarle el momento de hacer su descargo, pero nada de ello fue suficiente. En
un lapso de escasos meses, abatido por el stress y los pensamientos más
funestos, sus peores pesadillas se hicieron realidad, agravadas por un defensor
inexperto, sus deudas impositivas, y la falta de pago de la matrícula
profesional provincial –cuyo pago al día hubiera puesto de su lado al hipócrita
y genuflexo Colegio de Psicólogos-. El Juez, bastante clerical en sus dichos,
fue taxativo: le revocaron ambas matrículas -provincial y nacional-, alegando
su falta de capacidad para llevar adelante casos de gravedad, “careciendo de
una visión abnegada para con el prójimo, cuyas almas padecen sinsabores tan
amargos”, y su actitud negligente al no supervisar el caso a tiempo, con las
perjudiciales consecuencias padecidas desde entonces por la paciente.
Desde el día de
la fecha, ya no podría volver a ejercer como psicólogo.
Salió del
Tribunal con la mirada perdida y el ánimo deshecho. El mundo se precipitaba
sobre él, como si un gigantesco dedo divino, representante de la Maldita Culpa
Superyoica, lo señalase desde las alturas y le exigiera que se arrepintiese.
¿Qué haría a partir de ahora? Lo ignoraba. Sólo quería zambullirse en el primer
bar que encontrara y ahogarse en unos cuantos vasos de alcohol.
Deambuló por
cuanto lugar se le pudo ocurrir, se ofreció a hacer las labores y oficios más
diversos –aquellos para los cuales no le hacía falta más capacitación que el
título secundario-, pero no encontró nada, a pesar de los diversos contactos
que intentó establecer para conseguir trabajo. Finalmente, aún habiendo
conocido por intermedio de terceros la noticia del fallecimiento de su antigua
paciente –internada en una clínica de la zona donde vivía, y a quien él jamás
le deseara la muerte, a pesar del desarrollo de los acontecimientos
posteriores-, se alejó de las ciudades, creyendo que en el campo podría, aunque
no consiguiese nada que pagase su esfuerzo laboral, al menos encontrar algo qué
comer…
Así, errante,
“en la vía”, llegó hasta las remozadas instalaciones de la Estación José Ramón
Sojo, donde el progreso y la tecnología se habían abierto paso entre la desidia
y el abandono de centenares de funcionarios de gobiernos anteriores, fomentados
por novedosos proyectos de renovación ferroviaria que articularan a los pueblos
cuasi-fantasmas del interior provincial. Los rieles refulgían con las últimas
luces de la tarde, las señales brillaban con el esplendor de lo recientemente
estrenado, y la edificación de la Estación ostentaba las marcas del tiempo,
aunque no por ello se la viera ruinosa.
El Licenciado
Zelmar Araujo, desarrapado y mugriento, con apenas algunos enseres y muy poca
ropa en un bolso harapiento que llevaba colgado al hombro, trepó al andén,
abandonando su desparejo sendero de durmientes y canto rodado, y se aventuró en
busca de algún lugar bajo techo donde pasar la noche.
¡Cuál no fue su
sorpresa al descubrir quién era el Jefe de Estación!
-¡Licenciado
Coiro!!! -, exclamó, sonriendo por primera vez en varios meses, al encontrase
con la pícara expresión de su amigo de siempre, a quien creía perdido desde
hacía algunos años.
-Llámeme Jefe,
por favor -, lo rectificó Eduardo, sonriente, tocándose con los dedos índice y
mayor de su mano izquierda la astrosa visera de la gorra del uniforme.
-¿Habrá algún
lugar donde pueda descansar por esta noche? Tengo los pies a la miseria.
-No se
preocupe, Araujo. El ferrocarril parece volver a ser lo que fue alguna vez.
Todos pueden ser parte de su gran familia nacional. Hasta yo, que me negué a
participar del falaz intercambio de bienes del capitalismo.
-Necesito algo
que me contenga -, confió el antiguo Licenciado, rememorando aquella frase
pronunciada por su antigua paciente en la última comunicación que mantuvieran
por teléfono, sintiendo que sus entrañas se estrujaban ante el recuerdo. –Un
espacio del cual no sentirme exiliado.
-Ha llegado al
lugar indicado, mi amigo. Venga, pase y tomemos una taza de té. Los mates me
han sido prohibidos hace rato por el gastroenterólogo. Cuestiones de la edad,
Ud. comprenderá…
-Cualquier
infusión en su compañía será un placer. Gracias, de verdad.
Y sus ojos comenzaron
a lagrimear, al estrecharse ambos, solitarios y abandonados, quizá con el único
consuelo de una ilusión compartida, en un cálido abrazo que los alejase del
dolor.
Que todos los
dioses te acompañen, excepto uno*
Transportamos
la tierra en los zapatos:
Hemos revuelto
el polvo
Y las
estaciones del tren han quedado
En desorden por
todas partes.
También la
tierra de los pueblos
Se acumula en
nuestros hogares:
Traemos los
zapatos cubiertos
Con diminutas
partículas de donde pasamos.
En unos cuantos
días
Una persona
Sería capaz de
acumular
Todas las
estaciones ferroviarias bajo su cama,
Si no fuera
Porque de
regreso a las vías,
La tierra de
los zapatos
Se despide en
silencio.
Si pudieran ser
como los polvos de tierra
La gente que
vive olvidada en cada pueblo,
Sin duda se
bajarían del zapato que las transporta,
Las gira y las
revuelve,
Para buscar una
historia que incluya sus nombres.
Y parecieran
sabias
Las partículas
de polvo,
Que no pierden
oportunidad
De viajar con
nosotros…
Pero se pierden
en los ascensos y los descensos,
Se equivocan de
estación,
Y ninguna de
ellas
Logra regresar
a su lugar de origen.
Parecieran
sabios
Los letreros
con los nombres de las estaciones
Colocados en su
debido lugar…
Pero la tierra
a la que nombran
Nunca es la
misma:
Viaja siempre
en tren,
Y no sabe leer
los letreros, ni dónde bajarse…
Del mismo modo,
Pareciera
sumamente sabia
La decisión de
nombrar a los países
Como
“desarrollados” y a otros “subdesarrollados”,
Cuando el
desarrollo y el subdesarrollo
Sólo se
conservan
Si se hace
depender del primer mundo
A la economía
de los demás países.
… Y la tierra
viaja en trenes,
Se confunde de
estación de origen y de llegada,
Se pierde en el
tercer mundo,
Y nadie le
mira,
Hasta que los
zapatos están demasiado sucios,
Y se les limpia
con un trapo
Que también
tiene su historia…
*de hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Esa melancolía era una
feroz compañía*
La foto de los galpones sin techo, donde se
guardaban las locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el
humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la
mano. Como su padre que lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando
de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo de trabajo donde casi
todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos
de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible
de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del
cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo,
donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el
hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con
su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con
destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere
reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces
imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como
su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y
pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza
de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la
frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la
ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra
demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva,
como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días
libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día,
visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren
sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último
censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su
trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre
esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su
cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender
algo y entregarse al azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota
en su cuaderno la pintada que ve al bajar del tren con mirada de recién
llegado:
"No dejes que tu vida la maneje un
robot"
Y viene con autor según parece: "Karel Čapek"
Y viene con autor según parece: "Karel Čapek"
Decidió bajar del tren, a pesar de la
decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la
cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió
caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos podrían haber
construido una vereda desde la estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no
les interesa”
Pensó que si hubiera sabido que estaría
caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos,
si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta
un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de
la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le
salen títulos, los escritos nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación.
Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie
de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior,
que las visitas son bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice
el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que
intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de
entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores
como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO
LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más
pequeñas: "Todos son bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve un
pastor electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar
en el momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide
comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no
quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de
observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual
para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se
despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir
diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles
el acento de una mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e
imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en
el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por
qué, cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito
cómo caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita
el cigarrillo colgado de la comisura de la boca de su padre mientras no para de
trabajar. Es el fin de este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo
que anuncia la muerte de la época en que el hombre nació y creció.
**
Lo único humano era el portero de la
entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por
hablar un poco y sin que le pregunte, le dice que el pastor emprendedor que
construyó el templo con un dinero llegado desde otro país vive en Saladillo.
Los fieles vienen de todas partes, dice, pero hay horarios de reuniones que
usted puede ver en la tablet.
Sin que el visitante lo pida, el portero
despliega en su ordenador portátil una grilla de horarios y descripción de
eventos, entre los que el hombre puede leer:
-Reunión de las causas imposibles: Todos los
sábados a las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada y
terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la
nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare
de sufrir en José Ramón Sojo"
*De Eduardo Francisco
Coiro.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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