*Foto: Horario
del Midland vigente desde el 5 de abril de 1948 (De guía Peuser)
La huida *
Un tren en movimiento es una
cárcel.
Con más razón para quien está
huyendo.
Como a tantos otros, me acusan
de un crimen que no cometí. No importa la verdad: Estoy sentenciado desde que
tuve aquel desencuentro con el diputado. Lo vi claramente en su mirada. Antes o
después, iba a pagar mi atrevimiento. Ignoro qué destino me tienen preparado,
pero, en cualquier caso, las opciones de escapar a él son mínimas.
Por eso, cada par de ojos que se
posan en mí representan un peligro. Son muchos quienes me buscan. El poder
encuentra aliados en todas partes. La única realidad posible es la huida.
Ningún rincón del país es seguro ahora. Sólo en el extranjero, lejos, podré
eludir los largos tentáculos de mi enemigo. Mas no debo pensar en el futuro
lejano cuando en un instante todo puede irse al carajo. Lo urgente es salir de
aquí.
Todos los rostros que me rodean
son una amenaza. Por desconocidos, por multiplicados.
Vine a la estación porque me
pareció el mejor lugar para pasar desapercibido. En principio, sólo tomé el
tren por alejarme de aquí. El destino fue casual –era el tren que en ese
momento se disponía a partir-, pero en Enrique Fynn tengo amigos que tal vez
puedan ayudarme.
Ahora, cuando el tren ya
abandona la ciudad y avanza hacia la interminable llanura, sólo ahora he caído
en la enorme indefensión del proscrito que toma la decisión de subirse a un
tren –un avión, un autobús, cualquier medio de transporte colectivo, en
definitiva-. Por eso, trato de evitar las miradas de los otros pasajeros. Las
gafas de sol ayudan, pero no son un muro tras el que esconderse. Sólo un
diminuto camuflaje. Si alguno de mis perseguidores está a bordo, soy hombre
muerto.
Haría bien, lo sé, en ocupar mi
mente con otro tipo de pensamientos. La forma de burlar la vigilancia a que
estoy sometido, por ejemplo. La acción que debería llevar a cabo si descubro a
uno de ellos… esas cosas. Pero el temor me impide pensar: Un indicio claro de
ello es que, justo antes de tomar el tren, he llamado a mis amigos para
avisarles de mi llegada. Sólo un minuto más tarde he caído en la cuenta de lo
inoportuno de mi visita. Por nada del mundo desearía meter en líos a mis
amigos. Pero ya está hecho. No puedo volver atrás. Dejo mi destino en manos de
este enorme artefacto que me traslada con rapidez entre campos y pueblos que, a
esta hora, parecen abandonados.
A pesar del miedo, el cansancio
acumulado en las últimas horas me induce a dormitar. Breves cabezadas de las
que salgo con un sobresalto. Cada vez, miro alrededor con aprensión. Nada en el
vagón parece amenazarme, pero con esta gente nunca se sabe.
Para un prófugo, todo son ojos. Ojos expectantes, acusadores,
irónicos, traicioneros. Ojos enemigos.
Cuando, al volver de alguna de
esas ensoñaciones, distingo una sombra en algún punto inconcreto del vagón, mi
corazón se acelera. Cada vez que el tren se detiene, temo que suban, que me
busquen, que me saquen esposado y vencido a la vista de todos y me metan en un
auto verde, uno de esos autos verdes de los que no se regresa…
Una mirada fija es una alarma
causando un estruendo insoportable en mi interior. Una inocente sonrisa se me
antoja como la señal inequívoca de mi perdición.
Los kilómetros y las estaciones
se suceden, pero mi angustia no mengua. No obstante, si he de ser sincero, no
hay la menor señal de los sicarios. Se trata sólo de la sensación de ahogo
propia de quien se sospecha rodeado.
Miro hacia afuera y percibo que
ya estamos llegando. La próxima estación es Enrique Fynn. Allí tal vez pueda
estar seguro uno o dos días, mientras decido qué hacer, hacia donde seguir
huyendo…
Con suma precaución, la misma
que he empleado en las últimas horas o días (en la huida llega a perderse la
noción del tiempo), me preparo para salir de este encierro rodante. Abajo todo
será distinto.
Sin embargo, la frecuencia de
mis latidos no disminuye. Mientras el tren va reduciendo su velocidad y la
silueta de la estación se perfila en el horizonte cercano, me asalta una
revelación: Ellos están ahí, esperándome. Esta vez no se trata del pánico, sino
de una fría certeza. No necesito verlos. Lo sé. Conocían mis planes y no han
hecho otra cosa que alimentar mi esperanza, dejando que el viaje llegue a su
fin. No habrá escándalo ni una persecución cinematográfica. Simplemente,
alguien se acercará a mí y me susurrará al oído unas pocas palabras. Yo le
seguiré en silencio, velando así por la seguridad de mis amigos, a quienes me
prometerán no hacer el menor daño si colaboro. No me hará falta ver a uno de
mis antiguos compañeros, quizá el más joven o aquel que siempre enrojecía al
mirarte a los ojos, escondido tras una columna, observando con el corazón en un
puño mi detención y, tal vez, respirando aliviado al comprobar mi sumisión.
Después, el protocolo se cumplirá con precisión geométrica, del mismo modo que
siempre. Y el mundo me olvidará como se olvida todo.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
DETRÁS DEL
VIDRIO*
*De Natalia
Litvinova. litvinova25@hotmail.com
Toda esa gente
inmóvil esperando el tren.
Los perros y
las sombras.
En la ventana
parpadea la luz.
Una mujer se
desviste. El hombre duerme.
De pronto sale
el sol. La noche se entrega.
El hombre se
despierta y viste a la mujer.
Toda esta
sombra perra sola como la gente.
*Del poemario
“Todo ajeno"
-Natalia
Litvinova (Gómel – 1986) Escritora argentina de origen bielorruso, dedicada
al campo de la poesía y de la traducción. Publicó: Esteparia (Ediciones del
Dock, 2010), reeditado en España y en Uruguay, Balbuceo de la noche (Melón
editora, 2012), Grieta (Gog y Magog ediciones, 2012) reeditado en España y en
Costa Rica, Todo ajeno (Vaso roto, 2013) y Cuerpos textualizados (Letra viva,
2014). Compiló y tradujo varias antologías de poetas rusos. Siguiente vitalidad
(Audisea, 2015) es su reciente poemario, publicado en Argentina y reeditado en
Chile, México y España.
Estación Enrique
Fynn*
Enrique Fynn
siempre había tenido problemas con las mujeres. Dejando de lado los traumas
habituales provocados por la influencia de su madre, su hermana, su ex esposa y
su hija, que ya bastantes horas de análisis y dinero en efectivo le habían
consumido en años anteriores, el tema que más lo angustiaba era la escasa
fluidez con la que abordaba a una mujer. Siempre le parecía estar a destiempo,
dudando de sus posibilidades, desestimando los contactos esporádicos, y por
sobre todo, aterrado ante cualquier clase de negativa.
Viajaba a bordo
del tren aquella mañana, ensimismado en sus pensamientos editoriales,
cuando a su lado se sentó una mujer. Al principio, apenas la miró de costado,
pero algo en aquella fugaz consideración le convocó a girar de nuevo la cabeza
hacia ella, haciendo un paneo del pasillo, como si buscase encontrar algún
errático vendedor ambulante. Se encontró con una señora que sería unos diez
años menor que él, de rasgos sugerentes, cabello cobrizo, y curvas muy
interesantes por debajo del trajecito sastre. Pero por sobre todo, le atrajo el
simple hecho de que abriese el bolso que llevaba colgado del brazo, extrajera
un libro y se pusiera a leer.
Su primer
impulso fue otear qué estaba leyendo. Ni siquiera intentó adivinar esas letras
diminutas; apenas se conformaba con conseguir darle un vistazo a la tapa ni
bien ella tuviera que dar vuelta la página. La tarea se le impuso de manera
prioritaria, olvidando los insulsos devaneos que venía practicando hasta ese
momento. Tanto se concentró y acercó su cabeza hacia la de ella, que lo inundó
un perfume atractivo, hechicero, emanado por la misma piel de su vecina de
asiento. Un inesperado cosquilleo le recorrió el cuerpo, y sólo después de unos
momentos consiguió aceptar que aquel inusual efecto producido por los sentidos
era la simple y llana manifestación de la excitación.
El ser
consciente de estar excitado, luego de varios meses sin experimentarlo, lo
descolocó. Aunque no tanto como el perfil de su vecina, que de pronto abandonó
la inmovilidad de la lectura para echar una fugaz mirada de reojo en dirección
a él, regresando de inmediato hacia la página impresa. Enrique se sorprendió,
avergonzado al ser descubierto infraganti en sus vicios de mirón, aunque su
atención sólo se concentrase en la posible tapa del libro, negándose a sí mismo
que su principal objetivo era ese aroma cautivante, desprendido por una piel
que imaginaba fresca y suave.
Su vecina,
hasta entonces inmóvil, levantó apenas el libro de su falda para cruzar su
pierna derecha sobre la izquierda, revelando no sólo la mitad de un muslo
conciso, tentador a la caricia, sino la existencia de una falda corta que bien
podría ir gradualmente ascendiendo, en caso de continuar moviéndose sobre la
butaca, sin despegar las manos del libro. Enrique permaneció rígido a su lado,
sin atinar a respirar siquiera, percibiendo cómo se le sonrojaba la cara al
quedar absorto por la belleza de esa pierna y la curva oscura que se producía
por debajo de la falda. De inmediato, despertó de su letargo y desvió la mirada
hacia la ventanilla, cubriéndose el costado derecho de la frente con su mano.
Buscó algún detalle banal sobre el cual fijar la atención, algo que lo
abstrajera de tal situación incómoda, pero la realidad lo acorraló aún más.
Porque de
pronto, mientras ella hacía oscilar levemente el tobillo derecho muy cerca de
la pantorrilla derecha de él, movió sus manos para pasar de página, y suspiró.
Fue un suspiro hondo, sostenido, como esos en los que definen el futuro de toda
una vida en ese preciso instante. Al margen de ello, en apenas ese fugaz
movimiento de sus dedos cubiertos de anillos, la tapa reveló ser uno de los
tantos títulos de la colección erótica “La Sonrisa Vertical”.
Enrique comenzó
a transpirar. El insistente cosquilleo de excitación se volvía cada vez más
presente. Y él dudaba, como había dudado toda su vida. Desconocía qué hacer a
partir de entonces. No quiso parecer un desubicado acercándose hacia ella, pero
tampoco quiso quedarse dormido sin hacer nada. Quería tener la fuerza suficiente
para retomar el trabajo intelectual que estaba haciendo, aunque en el fondo
sabía que le sería imposible concentrarse en algo más. Y al querer reabrir la
carpeta vinílica rígida de tres solapas que yacía sobre sus muslos, donde
portaba material poético ajeno que debía revisar para la edición de su blog
literario, el nerviosismo de sus manos le jugó una horrible pasada, y el
temblor causado por la presente situación le hizo empujar con sus manos gran
parte de los papeles que portaba la carpeta hacia el piso del vagón, chocando
en la caída contra el tobillo izquierdo de su vecina, cubriendo en desordenada
abundancia aquel zapato de tacón.
La escena se
sucedió demasiado velozmente como para que Enrique tuviese algún control sobre
ella, sin decidir siquiera cuál era su siguiente mejor jugada. Su vecina
levantó la vista del libro, miró hacia las rodillas de él, luego se inclinó
levemente, y quiso contemplar los papeles y el cuaderno que se habían derramado
a sus pies. Al mismo tiempo, urgido, Enrique quiso evitar dejar rastros de su
torpeza y lanzó su mano derecha hacia el piso, intentando recuperar parte de lo
derramado. En el momento en que él se agachaba y ella giraba la cabeza para
contemplar su pie izquierdo, ambos chocaron apenas sus cabezas.
—¡Uuuy…. Perdón!
Perdón… —se disculpó él, tocándose la frente, aún más sonrojado que antes.
—Ay… No… No es
nada… Disculpame vos— farfulló ella, también sorprendida.
—Soy un
desastre…. Disculpame…
Ella permaneció
quieta, con el libro en alto cubriéndole la pechera del trajecito, sin perderle
pisada a los movimientos de él. Enrique se agachó hacia los pies de ella,
descubriendo que los papeles se habían esparcido mucho más lejos de lo que
imaginaba, percatándose que el espacio existente entre los asientos era mínimo
como para poder sortear la escena con elegancia. Ambos tendrían que ponerse de
pie, si él quería recuperarlo todo. Pero el vagón se encontraba casi lleno, y
él ya no deseaba incomodarla más.
O sí…. Aunque
en otro sentido.
—A ver si es
posible…— murmuró él, y extendió su mano derecha en busca de los papeles.
Nunca se le
pasó por alto que ella, a pesar del reciente percance, jamás deshizo el nudo de
sus piernas, aún revelando el interior de su muslo derecho, como si lo tentara
a la caricia. Todavía con dedos temblorosos, Enrique descendió hacia las
profundidades abisales del hueco entre los asientos y alcanzó a rozar la tapa
de su cuaderno, al mismo momento en que ella rozaba apenas con su pantorrilla
izquierda el codo derecho de él. “¿Lo hizo a propósito?”, estalló la alarma en
la mente de Enrique, acobardándolo aún más.
—Perdón… Esto
es un fastidio —se disculpó, elevando la mirada desde casi sus rodillas hacia
el rostro de ella, detenido apenas por un primer plano de aquel muslo imponente
y de su inquietante caverna hacia las sombras…
—Tranquilo.
Hacé lo que tengas que hacer —convino ella en voz baja, y sostuvo el libro
contra su pecho generoso usando sólo su mano derecha, dejando reposar la
izquierda sobre el muslo del mismo lado, casi derramándose hacia su lateral
externo.
Enrique
consiguió izar el cuaderno de espiral con trémulos dedos, pensando que aún le
restaba lo peor de la empresa, el resto de los papeles. Al elevar el torso para
emerger con el cuaderno desde las profundidades, su brazo se deslizó muy cerca
del muslo de ella, quien sutilmente extendió su dedo índice, y con la uña le
rozó la mano derecha al pasar.
El la miró,
anonadado. Ella le disparó una mirada profunda, directo a sus ojos, de la que
él no podía rehusarse, pero que al mismo tiempo le quitaba la respiración. La
transpiración le inundó las axilas, sintió una picazón por todo el cuerpo, el
corazón le golpeaba rabioso contra el pecho. Enrique desconocía la manera
de quitarse esa mirada de encima, a fin de guardar otra vez el cuaderno dentro
de la carpeta. O quizá, deseaba con el alma que aquella mirada lo asesinase
allí mismo, sobre aquella diminuta butaca ferroviaria.
—Parece que
habrá que hacer algo mejor —balbuceó, tragando saliva.
—Como vos
quieras… —incitante, ella, deslizando el libro hacia su axila derecha y
oprimiéndolo contra su pecho, logrando que la curva dentro de su escote se
marcase a fondo, revelando lo que su ropa aún conseguía insinuar.
Si Enrique
hubiera dominado a lo largo de su vida el sentido de la oportunidad,
probablemente su destino –desde siempre- hubiese tomado otro camino. Pero no se
sentía dueño de las situaciones, ni tampoco se creía capaz de alterar cualquier
estado de cosas mediante su deseo. Lo dominaba el pensamiento y la vacilación,
y para combatirlos, sólo apelaba a las reacciones intempestivas. Como la que se
le ocurrió hacer a continuación.
Metió veloz el
cuaderno dentro de la carpeta, la calzó entre su cadera y la pared del vagón a
su izquierda, y se agachó de nuevo, esta vez decidido, a recuperar de las
profundidades cuantos papeles pudiese rescatar. Mientras hurgaba a los
manotazos en busca de las hojas, que lograba agarrar sólo en parte a causa de
su premura, llevando algunas hacia su mano izquierda y perdiendo la mitad de
ellas en el intento, una mínima porción de su cordura le señalaba que una uña
ajena se deslizaba a lo largo del costado de su tronco, realizando un trayecto
trunco entre su axila y el borde de su pantalón. En los sucesivos manotazos que
propinó, tocó varias veces con su mano derecha el tobillo de su vecina, quien
lejos de retirarse hacia un costado, evitando el contacto, permaneció allí, a
la expectativa, quizá gozando mediante un disfrute perverso aquella inquietante
situación.
Enrique se
incorporó en el asiento, acalorado, sonrojado al máximo, respirando agitado.
Ella había relajado la mano derecha que sostenía el libro, olvidándolo casi
sobre su regazo, y volvía a colocar su dedo índice izquierdo pegado al muslo de
ese mismo lado. Su mirada había virado de la inquietud libidinal hacia la
premura por una respuesta.
—Bajo en la
próxima —le anunció, y abrió el bolso para guardar ese libro que, desde hacía
un buen rato, había perdido el interés por leer.
Enrique sintió
que todo aquello se definía en pocos segundos. Hubiese querido ser otro en
aquel momento. Alguien más osado, sin nada que perder… Pero, ¿qué perdía?
¿Acaso le debía a alguien cualquier explicación que justificase sus acciones?
¿Acaso no se encontraba solo? ¿Qué perdía al intentar algo diferente, si
tampoco era dueño de nada? Quizá, perdiera parte de su inacción, y desconocía
adónde podría llevarlo tomar una decisión como ésa. Quizá, simplemente lo
arrastrara hacia intentar vivir, de una manera muy diferente a la que había
conocido hasta ahora…
—Te acompaño
—se escuchó decir, entrechocando las sílabas, horrorizado ante las posibles
consecuencias de aquella frase.
Ella enarcó las
cejas, sin pronunciar palabra, y volvió a suspirar, sin quitarle los ojos de
encima hasta que el tren comenzó a detenerse. Para cuando finalmente frenó,
ella ya se incorporaba, buscando salir por entre los pasajeros de a pie.
Enrique la siguió de cerca, olvidando juntar las escasas hojas tiradas en el
suelo, y al mismo tiempo metiendo dentro de la carpeta las que asía en el puño
izquierdo, hechas un bollo.
Al conseguir
descender, antes de que las puertas se cerrasen, alcanzó a ver entre los demás
pasajeros la espalda del trajecito sastre de ella alejándose a paso lento a lo
largo del andén. Apuró el paso, eludiendo pasajeros, y la alcanzó, para murmurarle
junto al oído:
—Tengo que
decirte algo.
Ella se detuvo
y lo miró de costado. Palpitante, salvaje, esperando…
— ¿Escribís
poesía?
Al escucharse
preguntar acerca de uno de los principales valores que encontraba en un alma
humana, allí de pie, Enrique se sintió el mayor de los estúpidos. Le hubiese
encantado, como fantaseara en una fracción de segundo, que su vecina de asiento
respondiese: “Sí, sobre la piel”. Pero ella, lejos de contestarle, reveló la
cara de sorpresa y desilusión más inequívoca que pudiese manifestar una mujer
tan expresiva como ella. Volvió a enarcar las cejas, entreabrió la boca con
expresión de asombro, y meneó la cabeza.
—No lo puedo
creer…
Y se alejó,
fuera de la estación, fastidiosa y molesta, sin esperar a que él intentase nada
diferente.
Enrique había
apelado a destiempo, quizá con la mujer equivocada, al rasgo que mejor conocía,
queriendo desentenderse por un instante de los encantos de la carne,
sintiéndose un completo inexperto en el tema. Sin embargo, y como de costumbre,
la realidad lo avasallaba con oportunidades, que él sólo veía pasar, sin
aprovechar el momento, único e irrepetible.
El tren
abandonaba la estación a sus espaldas cuando percibió el bulto de los papeles
abollados dentro de la carpeta. “Poesía de la urgencia”, se lamentó. Y
contempló en solitario las vías que se perdían en el horizonte, aguardando por
el próximo tren.
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2017
Desear amor es
desearlo todo*
Ya me
acostumbré a deambular por los vagones. Los recorro mirando a esa gente que
dormita o come. Veo a una mujer descargando el mate por la ventanilla, y me
digo que la yerba está irremediablemente perdida, que se fue para siempre,
siento una extraña sensación de ausencia y de algo indefinible, esa yerba
arrojada para toda la eternidad, sin ceremonia, sin despedida. Una ventanilla
que se abre, el salto fatal. Me alejo con una náusea entre las manos.
En el siguiente
vagón dos hombres hablan fuerte. El de ojos claros intenta convencer al alto de
alguna cosa. No me ven. Me pregunto qué dirán.
Llegan frases
aisladas, la conversación se me pierde como la yerba. Estoy inmóvil, las cosas
suceden a mí alrededor. El mismo tren es algo que sucede sin mi compromiso.
Sigo caminando.
La yerba y los
hombres quedan a mis espaldas. Estoy sola.
Hallar el vagón
de cineclub es un retorno. Sigo sin rostro ni voz, pero acaso que esto sea
físico, que la obscuridad me borre, es tranquilizador. Si no existo, al menos
no existo en la negrura que me devora.
La pantalla
iluminada me presta el resplandor para ocupar mi sitio, siempre el mismo aunque
el vagón cambie.
Reconozco
"Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se deja engañar
por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea y propicia
la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación.
Está tan sola
con su ropita y su cara mal maquillada. Lloro. La veo tan preparada para
regalarse, tan deseosa de hacer feliz a cualquier hombre que le preste los ojos
y las manos un momento. Qué frágil esta mujercita alegre toda imposibilidad, si
tiene marcado, tatuado, el fracaso.
A pesar de que
sepa el final, hasta el último momento pienso que el hombre común que se
equivoca, que cree que es una mujer decente y ordinaria, cuando se entere de su
pasado la va a aceptar igual. Si no ocurre en la vida real, debiese ocurrir en
el cine.
Y las
coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con el cuerpo, y lo
que dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto, baile, el desenlace
inevitable de la fatalidad agazapada.
La prostituta
es una buena persona, el novio es una buena persona. Sin embargo el hombre no
podrá hacer otra cosa que destrozarla, para que no sufra. ¿Cómo condenarla a un
futuro en el que por fuerza habrá de reprocharle suciedades? La va a abandonar.
Ella sólo desea
amor. Pobrecita, no sabe aún y a pesar de su experiencia que la palabra
"sólo" en esa frase no cuadra. Desear amor es desearlo todo.
Me voy antes de
que finalice la película. Sé que habrá una sonrisa final, una esperanza
forzada, la sugerencia de que la vida sigue y que quizás. Pero la yerba
desechada continuará su vida, también, junto a las vías, integrándose
lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y del mundo.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Domador*
Al Doctor Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por
momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo porque sos un hijo y nieto de
polacos pero no me digas más boludeces...” de tanto en tanto remataba su enojo
con algo sacado de su manual de frases hechas "hacete cargo de tu
vida".
Yo era el segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo- subía con
el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y subía yo,
nos conocíamos de vista. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma
de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una vez
me preguntó: ¿Cuál es tu tema?
-La reparación... Dije sin pensar, como me salió.
Y el tuyo? -Pregunté
-El acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que
estaba en el andén.
Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.
En Fynn me bajaba y no subía ningún paciente. Aprovechaba el resto del
día para ir a visitar la chacra de mi tío que vivía entre patos y gallinas pero
se consideraba un inventor.
Para mi el doctor era un loco chiflado pero socialmente era considerado
como una eminencia a la que le estaban permitidas esas excentricidades como
atender arriba de un tren.
A mi me ganó como paciente aquel día en el que le conté que quería
escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su
obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y
engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar electricidad.
"Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de mis
inventos" Se justificaba.
Sin mediar palabra, Enrique se puso de pie y fue caminando como un robot o más
bien como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar
frente a mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra a
cuerda"
Aquella risa compartida me convirtió en un paciente feliz y al tiempo en
alguien cercano con quien se permitió hablar de él mismo.
A los 17 años -recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó en el
prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas-
Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después
declaró en un reportaje que fue "instructor de modales en un
quilombo”. Allí conoció a AGNIESZKA, que
además de bella era “Ani, aquella ternura que no se olvida, que se acrecienta cada día más y más”.
Era como una Wrózka que le predijo su futuro de especialista reconocido.
Del lupanar se fue cuando contrajo una neumonía.
“La locura es como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la
medicina. Lo llevo a psiquiatría.
En un anotador tenía los horarios del Midland e intercalados cuales eran
los pacientes que atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9 o 10 pacientes en
cada viaje y que su jornada terminaba en Carhue. Allí lo esperaba una amante pelirroja -que había sido primero su paciente-
con la cual cenaba y compartía lecho en el hotel.
Guarde como recuerdo una hoja de uno de sus días de atención de pacientes con el detalle de estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. En cual estación debían bajar. Enrique sabía que los horarios del Midland eran de una puntualidad inglesa por eso podía confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una estación y otra.
Marcelo, de Puente Alsina a Libertad. Duración sesión: 45 min.
Kalman, de Libertad a Enrique Fynn. Casi 45 min.
Azucena, de González Risos a San Sebastián. 50 min.
Alejandra, de San Sebastián a Baudrix. Son 60 minutos
Javier, de Baudrix a Morea. 50 min.
Alberto, de Morea a Corbett. 55 min.
Eduardo, de Ordoqui a María Lucila. 45 min.
Lucía, de Henderson Hasta Andant. 55 minutos.
Haydée, de Andant a Casbas 40 min.
Miguel, de San
Fermín a Carhué. Son 50 minutos.
Una vez, cuando estaba por bajar en Fynn me tomo del brazo antes de que
me vaya para dejar al aire un deseo:
-Cuidame al pueblo de mi otro yo que cuando me retire
voy a comprar allí un campito. Quiero vivir tranquilo pero cerca de Buenos
Aires. Estoy cansado de la gente.
Seré domador de caballos.
*De Urbano Powell & Eduardo Coiro.
TERRITORIO DE
LAS PEQUEÑAS COSAS*
Buen día. ¿Como
estás? ¿Has tenido un buen día?
¿Cómo está tu
familia? ¿La canción, el lamento?
¿Qué te dice el
territorio de las pequeñas cosas?
¿La plancha, la
mesa, la taza con café?
¿La alegría
descansa esperando en tu silla?
¿Cómo ensamblas
el corazón y las palabras?
¿Has
descubierto el sortilegio del pan, el canto de las letras?
¿Puedes
entender que la vida da pequeñas treguas?
¿Qué mar no se
detiene, ni el carrusel ni los planetas?
Llevamos un
blanco infalible en el pecho
Un blanco color
escarapela y allí apuntan, certeramente.
Pero hay un
exorcismo de hierbas.
Podemos sembrar
peces, trenes, veleros.
El beso
aguarda, como aguarda el valle de tu lámpara clara.
No importa la
cosecha, si, la siembra
Espera en los
andenes.
El tren que ha
de llegar puede ser el último... o el primero.
El primero.
Amor de viento, reloj, fatigado viajero. Niño.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
InvenTren
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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