*Ilustración de Julián
Alpízar Blanca.
ELLA*
*De Marié
Rojas.
Ella ha
olvidado el motivo que la trajo a este universo,
A este lugar, a
este momento,
Y se detiene a
contemplar las rejas:
En la ciudad
todos han puesto rejas en sus casas,
Se teme que el
mundo de afuera invada los hogares,
Se teme que el
mundo de adentro sea visto por los de afuera…
Alguien ha
puesto un plato de sobras en su puerta
Para mitigar el
hambre de los perros callejeros,
Dios debe haber
guardado un sitio en el paraíso
A quien se ha
permitido el lujo de pensar, así, en los perros.
Ella voltea sin
querer a su paso el plato
Y las sobras se
desperdigan por el suelo.
Comienza a
llover, como todas las tardes,
Ella no sabe si
su rostro está mojado de sudor,
De lluvia, o de
las lágrimas que no alcanza a borrar el tiempo.
Observa como se
empapan las intimidades
Que los vecinos
sacan a asolear en los balcones…
¡Ay, ciudad,
qué sería de ti sin perros, verjas y esas tendederas!
Ella camina
lentamente hacia su muerte,
Ya no importa
si debe antes recordar su nombre,
O el motivo que
la ha puesto en tales circunstancias.
Su ángel le
tiende los brazos
Y ella corre a
su encuentro, pensando que va a extrañar su ciudad,
Allá, en el
cielo.
**
-Marié Rojas Tamayo. La Habana, 23 de mayo de 1963. Licenciada en Economía del Comercio
Exterior. Miembro de la UNEAC. Algunos libros publicados: La casa sin
puertas –Ecos y sombras que cuentan historias-, Villa Beatriz, Mundo
circular -Había una vez un circo-, Tonos de Verde; Adoptando a
Mini; De príncipes y princesas; En busca de una historia;
España. Villa Beatriz; El día que no salió el sol; Laurel y
Orégano; El mundo al revés, Cuba. Su obra ha obtenido más de 50
reconocimientos internacionales, entre ellos el XX Premio Ana María Matute,
Premio Andrómeda de novela de ciencia ficción o fantasía y Mención de Honor en
el Premio Lazarillo de Tormes, España. Publicada en más de 60 antologías. Ha
colaborado con publicaciones periódicas de más de veinte países. Miembro de la
Red Mundial de Escritores en Español, REMES.
-Villa Beatriz esta en Amazon. https://www.amazon.es/Villa-Beatriz-Marié-Rojas/dp/8416849552/
LO QUE SE NOS CAYÓ DE LAS MANOS…
ORDEN Y
LIMPIEZA*
*Por Romina
Dziovenas rdziovenas@hotmail.com
si apenas
abrimos las ventanas y el viento entra leve
levísimo en la
casa, si apenas agitamos
el movimiento
natural de las cosas que nos rodean
¿ de dónde
viene este polvo que cae
sobre ellas
apagando el brillo
de sus colores?
si estamos
pendientes de nuestras cosas
y seguimos tan
de cerca sus huellas
¿cuál es el
giro preciso que dan
para moverse a
escondidas y reaparecer en los sitios
más insólitos?
si decidimos
convivir con ellas
¿qué haremos
con todo lo que se nos cayó
de las manos y
nunca volverá a funcionar
tal como alguna
vez lo imaginamos?.
-Romina Dziovenas nació
en San Fernando, Buenos Aires. Es licenciada en psicología. Participó de las
antologías El Rayo Verde 2015 y El Rayo Verde 2016, La tenue respuesta de las
hojas. Asiste al taller del poeta Osvaldo Bossi. Co-coordina el ciclo de poesía
Las Raras Circunstancias en el Centro Cultural de la Cooperación.
“Zonas de derrumbe” de próxima aparición es su
primer libro de poemas.
LILOS*
“No puedo
entender por qué mi brazo no es un árbol de lilo"
LEONARD COHEN
Antes que sus
raíces, amó su incertidumbre
Luego sus ríos,
sus bañados, sus fluctuaciones.
La iracunda
apostasía y su voz de vitrales.
-Amada mía-
(mentía) soy tus pies y tus manos, beso tus jirones de mayo-
-Nada te
pertenece, ni tu voz en mis manos-
Y cabalgaba,
tan callado. Ella ardía. Siempre.
Luego, el
espejo, consumida inocencia de cardales.
El, citadino,
tango sur donde cae la tarde.
-Ella baja las
manos, siente lentas sus venas-
¿Quien sabe la
geometría de su cruz?
Luego fue el
médano feroz en la tierra de los desahuciados.
Quiero aseverar
que soy “la cría repudiada”
Ella, como una
letanía, repite:
Fue el único
que amé. Quizás otro me amó.
-Nunca lo supe.
Todo es igual y sin urgencia-
Yo amé todas
las cosas. Las posibles. Las inadmisibles.
Amé los largos
látigos crótalos. Las catacumbas.
El inquieto
sabor a azufre de mis siete lenguas.
Lo amé. Con
lavandas me cubría. Dulcemente desnuda.
Las lilas, ah
las lilas…tan insurrectas, tan vitales.
Las calas
negras. Los carbones blancos. Y vuelve.
En las blancas
noches de lobizones. Martes y viernes
Y me muerde. Me
besa. Me acaricia. Me sepulta.
Retornan sus
ojos, apuñalando mi nombre que no sangra.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
HACEME LO QUE
QUIERAS*
*De Flavia Pantanelli
Gonzalo desempaña el espejo del
baño y se mira los pectorales firmes, la tabla del abdomen, los bíceps. Está
nervioso. No puede dejar de pensar en Sandra. Y más desde anoche, que lo llamó
para invitarlo. Una fiesta. De a tres, con el marido, es cierto, pero una
fiesta al fin. Le tiene ganas. Ella lo sabe desde el primer día. Lo sabe y se
divierte. Pasó los cuarenta hace rato y sin embargo sabe que él, pendejo como
es, y como cualquier otro en la oficina, sería su esclavo. Y ella lo goza, le
gusta calentarlo por teléfono, desde su escritorio, y después nada, como si no
lo conociera. Anoche, pasada la una, de pronto esa llamada, cuando ya se había
acostado, y para variar estaba soñando con ella. Le pareció imposible, que
tenía que ser un error, le dijo mañana a las siete en Libertador dieciocho
trece, Sergio y yo te esperamos.
Sergio. A Sergio lo vio una vez
en la fiesta de fin de año del trabajo, Sandra los presentó: un hombre de más
de setenta. El tipo lo miró unos minutos con cara de piedra, después pasó el brazo
por la cintura de su mujer y se la llevó de ahí, con un gesto raro en la cara
y, mientras le agarraba ese culo que es un mármol, ella se dio vuelta y le
sonrió de una manera que lo dejó loco. Mientras que el viejo de mierda no
quiera que lo empome, piensa. Menos todavía que me quiera coger.
No se lo contó a nadie. ¿A
quién, por otra parte? ¿A Fernando, a Nacho? No. Lo hacen correr por toda la
oficina y en dos minutos se entera Ceci. Una vez Ceci lo pescó jodiendo con
Sandra por teléfono de escritorio a escritorio y no solo le puso frío, le dijo:
Estás loco, Gonza. Esa mina te va a cagar. Esa mina es el diablo.
Se pone un poco de perfume en la
palma de la mano, y se lo pasa por la cara, por el pelo. A Ceci le cayó siempre
mal Sandra. Le embola que todos estén muertos por ella. Le embola la seguridad
que tiene, la forma de plantar ese pedazo de cuerpo enfrente al escritorio y
pedir cualquier cosa, que lo quiere en el momento, que lo quiere ya. Decide
mejor no afeitarse, la barba un poco crecida le queda bien, lo hace verse menos
pendejo al lado de ella. Pero lo que más le embola a Ceci es que cualquier cosa
que Sandra pida, nadie se lo quiera negar. Cada vez que la ve acercarse al
escritorio de Gonzalo, clavando los tacos en la alfombra, con esas patas infinitas,
Ceci junta sus cosas despacio, prolija, frunce un poco los labios, en silencio,
y sale de la oficina. Gonzalo abre un cajón, revuelve hasta encontrar el tubo
de pastillas. Aquella vez que Ceci lo pescó en la oficina hablando por teléfono
con Sandra, la mano sobre la verga al recontra palo, lo miró de esa manera que
tiene ella, que no es enojo ni burla, ni nada, que no sabe lo que es, y no le
dirigió la palabra por una semana. Gira las pastillas entre los dedos. Cada vez
que alguno en la oficina habla del culo de Sandra, Ceci le echa flit. Gonzalo
abre el placar, elige la camisa celeste. Le parece que es mejor vestirse un
poco arreglado. Se la empieza a poner pero lo piensa mejor y se la saca.: esa
justo se la regaló Ceci para el cumpleaños. La noche del cumpleaños estuvo a
punto de curtir con Ceci. Fue raro. Estaban muy borrachos, los dos. El se había
clavado una pasta, además. Muy rara la cosa. No sabe cómo empezaron, como una
joda al principio, ella estaba sobre la mesada en la cocina, con ese vestido
cortito que. El pelo suelto, larguísimo.
Se había sacado los zapatos y
Gonzalo nunca le había visto los pies a Ceci. Chicos, perfectos.
Le llamó la atención un anillo
que tenía en un dedo del pie izquierdo. Le agarró el dedo gordo y la empezó a
joder, después de agarró todo el pie, lo apretó fuerte, le hizo cosquillas, fue
algo en los ojos de ella, una chispa, no sabe bien y él empezó a tirar despacio
de ese pie, hacia su cuerpo. Ella tiró la cabeza para atrás, sacudió el pelo
sobre su espalda. No paraba de reírse, por las cosquillas. El la agarró de la
nuca, le acercó la cara y la besó. Le mordió los labios, la lengua, mucho
tiempo. Y Ceci se dejó. Mansa. Húmeda. Gonzalo le rodeó las caderas con las
manos, la arrastró hacia él y la apoyó a fondo. Ceci húmeda, blanda. Daba para
curtir ahí. Al final no pasó nada, entraron los pibes a buscar cervezas y la
cosa se terminó ahí, como si se hubiera deshecho algo. Él no le dijo de
quedarse y ella no se quedó.
No sabe por qué, pero sintió un
cierto alivio de que los pibes hubieran entrado. Se pone la remera negra de
Lacoste, se mira en el espejo, se gusta. A los dos días Ceci lo pescó en la
oficina hablando aquellas pelotudeces por teléfono con Sandra y ahí se terminó
la onda por completo. Esa mina es el diablo, le dijo. Estás loco, Gonza. Está
buena Ceci, con sus ojitos celestes y ese par de tetas. Se abrocha la hebilla
del cinturón. Pero al lado de Sandra pierde por tres cuerpos. La imagen de
Sandra se le mete entre todas las ideas, entre la ropa, las pastillas, Ceci, la
barba. Al lado de Sandra pierden todas. Todas. No se le va nunca Sandra de la
cabeza, hace semanas que la tiene clavada adentro, pero ahora se le impone,
como una orden. Guarda las pastillas en el bolsillo del saco de cuero. Apaga
las luces y sale.
Sandra está vestida como en la
oficina, pollera a la rodilla y camisa blanca, nada que haga pensar en un
momento especial, todo es tan relajado, tan casual como una reunión de amigos,
sin embargo Gonzalo se siente nervioso, trata de aparentar calma quedándose muy
quieto, los brazos cruzados, las piernas un poco separadas, firmes, pero no
puede evitar que se le muevan los ojos, pegados a cada detalle de esta mujer
que lo tiene loco, con ese culo que es un mármol y la boca lasciva, plantada en
esa cara cuadrada, perfecta, moviéndose el pelo que le cae, pesado, y rebota
sobre su espalda a cada paso que da con esas piernas, eternas. Sandra camina
hacia él y, poniéndose apenas en punta de pie, acerca su cara hasta darle un
beso en los labios con una naturalidad como si lo hubiera hecho toda la vida.
Atrás de Sandra llega Sergio, pulóver a rombos, camisa azul, trae dos vasos en
la mano, son enormes, un poco bajos, la luz arranca unos reflejos amarillos al
líquido que contienen, le ofrece uno a
Gonzalo. Sandra no bebe. El trago fuerte lo toma de sorpresa, pensó que sería
whisky, y dejó caer un buen trago en su boca de un golpe, pero el sabor lo
sorprende, no está seguro de que sea whisky, no reconoce el sabor ni el olor,
quema, eso sí, es fuertísimo y antes muerto que preguntar qué es para no quedar
como un pelotudo. Da otro trago que pasa por la garganta a la fuerza. Un calor
se le empieza a desparramar por el cuerpo, los brazos un poco flojos. Se sienta
en un sillón, en cualquiera, hay por lo menos seis en ese living y es casi como
si se hubiera tirado, desmayado en el primero que tiene a mano. Mete la mano en
el bolsillo del saco, encuentra el tubo de pastillas y ese contacto le da una
cierta confianza. Sergio se sienta justo enfrente, callado y Gonzalo puede verlo
en toda su magnificencia de dueño
de casa. Sabe que Sergio juega de local, patrón de este juego que todavía no
tiene nombre. Es elegante, fino pero demasiado viejo. El pelo le ralea pero él
lo disimula usándolo muy corto, tan blanco. Sentado en el sofá, Sergio bebe su
whisky o lo que sea que tenga ese vaso, y a cada movimiento, elástico, le
parece a Gonzalo, o majestuoso también podría ser, a cada movimiento suyo el
aire se llena de ese perfume –patrón- madera y tabaco. Fuerte. Oscuro. Sergio
se mueve apenas y el perfume llena todo el aire; con todo derecho lo llena
porque ese aire, ahí, también es de su propiedad, igual que los sillones, la
casa y Sandra. Gonzalo piensa que Sergio debe haber sido muy rubio, alguna vez,
ahora en cambio está tan blanco, el pelo muy corto, muy prolijo. Gonzalo cruza
los brazos sobre el pecho. Con
disimulo se toca los bíceps, se los palpa, contrae los pectorales y eso, sentir
la potencia de su cuerpo, elástico, firme, sentir su juventud, lo hace sentirse
alguien frente a ese hombre que, aunque viejo, es todavía un león. Se endereza
en el asiento, mira la piel bronceada de Sergio y se lo imagina en su caballo
de salto, cada sábado en el hípico; en el velero, los domingos a la tarde,
sentado en una posición parecida a la que tiene ahora, en la cubierta,
sosteniendo su puro con una mano mientras con la otra acaricia a Sandra, los
pechos de Sandra, el culo de Sandra, que gime y le besa la. Gonzalo de pronto
se pregunta cómo se le pudo haber pasado ese defecto en la cara de Sergio. La
tiene dura y está un poco caída hacia la izquierda, no había notado ese detalle
antes, pero piensa que es lógico que no se haya fijado,
que nadie pueda nunca fijarse bajo el poder de esa mirada, porque lo más
potente que tiene Sergio en su cuerpo son sus ojos, los ojos más azules,
helados que él haya visto en su vida y que ahora están clavados en las manos de
Gonzalo, en sus brazos fuertes, de levantador de pesas, en las rodillas, los
muslos y llegan a su bragueta y ahí se quedan, fijos, un rato largo como
sopesando algún dato, alguna información.
Después, como si hubiera llegado
a algún tipo de conclusión, alza la mano que sostiene el vaso, y lo levanta
apenas hacia él, en un gesto de brindis o de saludo o, quién sabe, sea un
movimiento sin sentido, por ejemplo para acomodarse la manga de la camisa y
entonces Gonzalo puede ver las manchas oscuras, pequeños derrames impresos en
la piel de esas manos. Aún así, el movimiento tiene una elegancia que a Gonzalo
lo deja impresionado, y el aire vuelve a llenarse de tabaco y madera, y de los
reflejos dorados que salen de ese líquido que puede ser whisky o no, y del azul
de esos ojos que son los ojos más helados que Gonzalo vio en su vida. Sandra
camina hasta el equipo y pone un disco. Empieza a sonar una música profunda,
pulsante, llena de percusión y vientos. Ella apoya los codos en el respaldo del
sillón y pasa los dedos despacio por la oreja del marido mientras no deja de
mirar a Gonzalo, mueve un poco la cintura como si bailara y Gonzalo no puede
sacar los ojos de Sandra, de las manos de
Sandra, de la curva de su cuello, del ángulo de su mandíbula, cuadrado,
perfecto y el gesto de esa boca, infantil, degenerado y, cada tanto, de refilón
mira a Sergio que lo sigue estudiando, indiferente a las manos de su mujer, esas
manos que Gonzalo moriría por sentir encima suyo, indiferente a ella, todo el
interés puesto en la bebida y en él. Ella, ajena al juego de miradas, camina
hasta la puerta, se apoya en el vano y se desabrocha botón a botón la camisa
sin dejar de mirar a Sergio. Después, la deja que se deslice, suave, sedosa,
por la pendiente de sus brazos, y que caiga al piso, como guillotinada. Sergio
le hace una seña mínima con las cejas, como de as de espadas y le sonríe,
Sandra se acerca a Gonzalo, se inclina hasta que su cara perfecta, cuidada,
queda de nuevo a su altura. Gonzalo mira sus tetas que así, inclinada, parecen
querer desbocarse de la taza del corpiño negro, son tetas turgentes, nuevas, y
esa idea, la idea de unas tetas
hechas, desafiantes, lo llenan
de una satisfacción anticipada. Ella le pone un dedo en el mentón, le levanta
un poco la cara forzándolo a mirarla a los ojos. Sonríe y se pasa la lengua muy
despacio por los labios, esos labios blandos, lascivos que para Gonzalo tienen
escritos una promesa. Siente los dedos de Sandra que juegan por un momento en
el cepillo de su barba, le revuelven pelo. Después se endereza, mira a Sergio,
él hace un gesto de asentimiento y ella empieza a caminar por el pasillo hacia
el cuarto, sin decir nada. Gonzalo se queda en el sillón, termina la bebida,
respira hondo, mira a Sergio, indeciso. Sergio hace un gesto con su mano que es
mínimo y a la vez magnánimo, como si empujara el aire del living hacia el
pasillo que va a los cuartos. Es un gesto inconfundible, casi una orden, un
gesto de tal imperio que Gonzalo se pregunta cómo es que esa mano no está
coronada por un rubí de treinta quilates. Gonzalo no se mueve, gira un poco la
bebida en el vaso, no sabe si comprendió bien, vuelve a
mirar a Sergio que, en silencio vuelve a hacer la misma seña, una seña de andá
pibe, no te la pierdas, y Gonzalo se levanta, apoya el vaso enorme sobre la
mesa y camina por el pasillo por donde desapareció Sandra. A medida que avanza
por el pasillo la luz se va haciendo más escasa y , en medio de la oscuridad
momentánea , no sabe por qué, se le aparece la cara de Ceci, un destello, un
chispazo que le dice estás loco. Abre la puerta del cuarto, con fuerza, como si
quisiera, también, espantar eso de su mente. Gonzalo se acerca a la mujer con
una torpeza que le duele, la abraza de una manera hambrienta, si es por él se
la cogería así como están. Él: vestido; ella: con la ropa interior y los
zapatos puestos. Sandra mira por la ventana. Afuera se levantó, imprevisto, un
viento que mueve el agua de la pileta en pequeñas olas. Se siente un pelotudo.
la empuja contra la pared, le muerde la boca, le aprieta los pechos con sus
manos sudadas, se da cuenta que parece un chico pero no sabe cómo detenerse.
Ahora prácticamente la está aplastando contra la pared, pero ella no lo deja,
se suelta y se aleja unos pasos. El piso está lleno de velas encendidas, de
sahumerios que enturbian un poco el aire de la tarde. Sandra camina hasta la
otra punta de la cama y se arrodilla en el colchón, gatea una, dos veces y se
recuesta, de perfil. Pone una mano debajo de la cabeza. Sonríe. Tranquilo, le
dice. Vení. Él se sienta en una punta, ahora tímido, se siente un chico, y por
un momento se le cruza la idea de irse.
Ella, como si lo leyera, lo
agarra de un brazo, acerca la boca a su oreja y sopla, muy despacio, ahí, en la
oreja mientras le desabotona la camisa. Le pasa una mano por el cuello.
Le recorre la nuez, baja hasta
el pecho y sopla, también, despacio, peinando hacia arriba todo el vello del
pecho de Gonzalo con el aire hirviendo de su boca. Gonzalo ve que a pesar del
momento, a pesar del calor de esa boca, Sandra tiene en su forma de hacer, en
los gestos, un dejo duro, dominante, que lo calienta todavía más. Él le recorre
la espalda con una mano, la mete entre las piernas, los dedos buscan sus
labios, los encuentra turgentes, húmedos. Ella sonríe, un poco molesta, y se
zafa de esa mano demasiado abrupta. Baja el cierre de la bragueta de Gonzalo, y
agarra su sexo desde el tronco y se sienta sobre él.
Gonzalo quiere morderle un
pezón. Ella no lo deja. Se mueve un poco y Gonzalo entra profundo, duro,
animal. Sandra sonríe con toda la cara, con todo el cuerpo, como sonríe ella.
Gonzalo siente el calor de ese cuerpo en el suyo. Ella se mueve. Muy
lentamente. Se abre y se cierra sobre él, en una torsión que tiene algo de
cobra, tiene los ojos calientes y una expresión de esfuerzo. Suda. Trabaja. Es
como si no encontrara lo necesario. A Gonzalo le parece ver un gesto de
insatisfacción en su boca, pero puede ser una idea suya. Ella lo aprieta más
con las piernas, absorbe con su cuerpo, él levanta un poco la cadera y de
pronto ella sonríe otra vez. Lejana. Gonzalo piensa que Sandra está en un mundo
al que él ya no puede llegar, siente su cuerpo ávido, que se relaja y contrae
sobre el suyo a un ritmo marino. La mirada, totalmente perdida, tiene algo
ajeno en los ojos. A Gonzalo le fascina verla así. Atareada, es la palabra que
piensa. No encuentra otra. Ella relaja, busca, contrae y en cada intento, que es como una
ola, va llegando a dónde goza. Gonzalo se siente duro, potente. La mira, loco
por la belleza de ese gesto que se va cincelando en su cara, por esa expresión
que es mucho más caliente de lo que alguna vez vio y que no tiene nada que ver
con el placer sino con la crueldad. Brilla. Respira hondo, pesado. No es solo
el ritmo de una mujer gozando: es el de un ritual, el de una mística y él se
siente poderoso, responsable de ese momento. Gonzalo mete el pulgar entre las
piernas de Sandra, busca el centro, lo presiona para que ella goce más y el que
goza más es él con la humedad caliente entre los dedos. Por el espejo del techo
ve a Sergio: la cabeza casi calva de Sergio. Lo toma por sorpresa verlo ahí,
instalado en el sillón, no lo escuchó llegar. Está sentado con su whisky, con su habano. Mira. Solo se
mueve para llevarse el puro a la boca. Gonzalo quiere incorporarse, ver a
Sergio a la cara, saber qué quiere. Sandra no lo deja, tensa la columna, se
arquea hacia atrás, y se queda inmóvil, un instante, dos: en su cara se fija un
gesto que es casi de sufrimiento, no respira, su cuerpo ejerce una presión
sobre él tan grande que se le torna insoportable. Tantas veces fantaseó con
esto que le está pasando. Pensó en ella mientras se acostaba con cada mujer,
con cada una con la que se acostó desde que la conoce. Pensó siempre en Sandra,
siempre en ella, como un poseso. A todas las mordió, las lamió, las cogió
imaginándosela a ella y ahora la tiene ahí, encima de él, poderosa, apretando
su sexo con el suyo como si fuera a cortárselo y él se siente dolorido y
potente, y diría que también feliz si no fuera por Sergio, ahí, tan cerca, tan
serio, patrón. Apoya las manos en las caderas de Sandra, quiere agarrarla,
mecerla sobre él pero ella frunce el ceño, le agarra manos y las sujeta contra
la almohada. Desde esa posición lo domina. Así se queda otro instante. Quieta.
Contiene la respiración. Lo mira fijo a los ojos. Tiene la mirada incendiada,
un gesto que no le vio nunca. Que no vio nunca en ninguna otra mujer. En el
techo ve a Sergio terminar su trago, vuelve a mirar a Sandra que lo domina con
su cuerpo, encendida, y él, agónico, como si su boca tuviera una voluntad
propia, como si su voz no le perteneciera, se escucha suplicar, haceme lo que
quieras. Un segundo después repite, haceme lo que quieras. Y por tercera vez:
haceme lo que quieras. Ella gira la cabeza, mira a Sergio. Sergio da una pitada
a su cigarro y asiente, dos veces. Sandra acerca su boca, busca su lengua, la
succiona, la muerde y así, sin soltarle la lengua, los ojos abiertos como trampas,
apretándole las manos contra la almohada, desencadena en los dos un orgasmo
violento.
Gonzalo respira agitado. Mira el
espejo del techo a través del pelo de Sandra, ve a Sergio que se levanta del
sillón. Se intranquiliza. Piensa: ahora el viejo se acerca y quiere algo, quiere que
lo coja, o que se la mame o peor: quiere cogerme. Ahora viene Sergio y se pudre
todo. Sergio acerca el sillón un poco hacia adelante, casi hasta los pies de la
cama, vuelve a sentarse, cruza una pierna sobre la otra y enciende otro cigarro
sin dejar de mirarlo de frente, se lleva el puro a la boca, después baja la
mano, hasta la altura del diafragma y los girones de humo, densos, suben
meandrosos, verticales y le recorren la cara por entremedio de los ojos, esos
ojos que son los ojos más azules, más fríos que Gonzalo vio en su vida. Sergio
lo mira fijo, con un gesto de satisfacción en la mirada, y de pronto parece que
va a hablar, a decir algo pero solo abre la boca para expeler el humo potente,
absoluto del habano, y la tensión que siente Gonzalo de no saber qué quiere o
pueda llegar a querer le pone más adrenalina a lo que pasa. Tal vez eso sea
todo, trata de tranquilizarse: un voyeur y nada más. Ella se levanta de la
cama, húmeda, pausada. A él le parece que tararea algo. Le sirve
otro whisky y peina unas líneas de coca sobre una bandejita en la mesa de luz.
A Gonzalo no le gusta la coca, ella insiste, él le dice que después.
Sandra se acuesta a su lado, le
apoya una pierna por encima de la cintura, algo que a él le parece un gesto de
posesión. Gonzalo se inclina sobre ella, y hunde la cara entre sus piernas,
aspira el olor de su sexo, y lame con un movimiento largo, blando. El cuerpo de
Sandra se tensa, concentra todo lo erógeno en ese punto, erecto, desafiante que
ahora es un altar. Entra como un flash la voz de Ceci en su cabeza: Esa mina es
el diablo. Gonzalo se perturba, levanta la vista hasta encontrar los ojos de
Sandra. Ella sonríe, pasa una mano detrás de su nuca, lo empuja hacia abajo. Lo
domina El retiene con los labios ese centro maduro, mantiene el beso fuerte,
succiona. Esclavo. Siente las manos de ella en la nuca, que lo empujan, no
aflojan. Le cuesta respirar y lo invade una cierta asfixia, una asfixia húmeda,
deliciosa. Escucha la respiración de Sandra, fuerte, exigida. Una asfixia de
gloria y piensa que morir así sería una buena forma, mucho mejor que tantas, y
palpa, muerde y sostiene el beso hasta que siente a Sandra que palpita como si
latiera y se sacude y lo aprieta y goza y gime de una forma grave que es casi
como si llorara. Después ella se ablanda, en silencio, Gonzalo apoya la cabeza
sobre su vientre y se queda así, un instante, recupera el aliento. Y otra vez
la voz en su cabeza como un flash, como un tiro: estás loco, y esta vez también
se le aparece la cara de Ceci Esa mina es el diablo. No sabe lo que siente. No
sabe lo que sigue. Se da vuelta, contrariado, para mirar a Sergio en el sillón
y se sobresalta de encontrarlo vacío: Sergio está sentado en la cama, tan cerca
suyo, mirándolos imperturbable con esos ojos
azules, puro hielo. Sandra se
levanta y sale del cuarto. Sergio estira la mano, toca un brazo de Gonzalo. Lo
agarra. Aprieta el bíceps, con fuerza, lo palpa. Gonzalo se queda muy quieto,
alerta, siente los latidos que le golpean en el cuello, expande el pecho,
yergue la cabeza, se prepara para la defensa, para algo que todavía no sabe qué
es. Pero el contacto dura solo un minuto, Sergio sonríe. Le sonríe como si lo
felicitara por ese bíceps, marcado, potente. Lo suelta, se levanta y camina
hasta el sillón, lo empuja hacia atrás, alejándolo de la cama y se vuelve a
sentar. Clava los codos en los apoyabrazos, entrelaza los dedos y apoya en
ellos el mentón. Se queda sí, en silencio, los ojos siempre fijos en él. Sandra
vuelve a entrar a la habitación. Trae un foulard de seda negro enrollado en la
izquierda.
La noche es larga y Sergio
siempre en el sillón. En algún momento Gonzalo, agotado, se duerme. Tiene
sueños raros, pesadillas. Sueña con Sandra, que se acerca, se aleja, algo
resplandece. Sandra canta y lo monta como una amazona. Sueña a Sergio acostado
a su lado, le ve brillar algo en la boca, es un freno, un mordillo de caballo,
y las riendas. Se toca cara y nota con espanto que también él tiene puesto un
freno, y las manos, los pies los tiene herrados, los seis clavos de aluminio
hundidos en los meta tarsos y Sandra, vestida de jocketa, que lo jinetea, pasa
de él a Sergio y otra vez a él que corcovea y se rebela y a pesar del horror,
Sandra en su traje rojo y blanco lo calienta y se toca la verga y es una verga
de caballo, dura y elástica y Sandra lo doma y él corcovea, la verga dura,
elástica, golpea contra el suelo y Sergio mira y él disfruta de Sandra que lo
doma, tira de la rienda, le retrae el cuello, la cabeza, clava el freno en la
boca, dolor y gozo, dolor y verga dura, inmensa, mientras Sergio mira. Se
siente flotar, hablan todos, dicen algo que no comprende. Humo, mucho humo.
Sueña intensamente, con turbulencias, Sandra desaparece por la puerta de la
habitación, todavía con su traje de jocketa. Sergio y él quedan atados al
parante de la cama. Palenque. Sueña que Sandra apaga la luz. Después, oscuridad
total, silencio. Calma.
Despierta con una lengua que le
recorre la mejilla, un aliento tibio le penetra en la oreja. Unas uñas se le
clavan en la cintura con insistencia suave, regular. Abre un ojo, el derecho,
que quedó mirando al cielo. Un olor le entra por la nariz, por el orificio
derecho de la nariz, que permite el paso del aire. Es un olor viejo y ácido. El
ojo se mueve un poco y Gonzalo recorre el lugar: bolsas de basura, latas,
papeles. Gomas de camión, tres palos formando de horqueta. Un poco más lejos,
un colchón desflorado, manchas rojas o marrones, indefinibles. Olor a meo, a
cosas rancias. Gira otro poco el ojo, y consigue ver un cuadradito de cielo
azul, un poco más arriba. El otro ojo cree que lo tiene clavado en el barro o
por ahí no lo tiene, porque no lo siente. No siente nada más. Mueve la lengua
adentro de la boca, traga. O sea que lengua, boca, garganta, tiene. Tragar es
un movimiento doloroso, como respirar, como mover un ojo. Traga y el barro se
le mete por la garganta, tibio, asqueroso. Trata de levantar la cara de ese
charco oscuro. No puede. Mueve un poco la mano, constata que tiene una mano. La
desincrusta del piso pero no alcanza a llevarla hasta la cara, cae a mitad de
camino, desahuciada. Un palo, ahora sabe que es un palo, porque lo ve, se clava
en la costilla con paciencia, una y otra vez. Cada tanto una bota gruesa,
descosida en la punta, se acerca a su cintura y lo mece, suave, como a un bebé.
Fuerza el ojo todo lo que puede,
sigue la línea de esa bota hasta subir por un par de ¿qué? pantalones, podría
decirse que son, más arriba, una superposición de camperas, camisas, chalecos,
y más arriba de todo una bufanda o un pedazo de trapo, no sabe bien, que
envuelve una cabeza humana. Entre todo el amasijo de tela y pelo, hay también
una cara: los ojos negros, redondos como balazos se achatan, se achinan cuando
comprenden que él está vivo. La mujer estira los labios hacia los costados,
abre un poco la boca en algo que puede ser una sonrisa y los ojos se le siguen
achicando hasta ser unas rajas más en su cara, confundidas con las arrugas. Una
gota de saliva le cae por el mentón. Gonzalo llega a ver un diente en el
maxilar inferior y tres en el superior, uno de ellos, torcido, se mueve como si colgara de un hilo.
La mujer dice algo que Gonzalo
no comprende. Levanta el palo y espanta los perros, uno mordisquea su pie
derecho. Deja el palo en el piso, le pasa los brazos por debajo de las axilas,
hace fuerza y lo ayuda a incorporarse. El perro se acerca de nuevo, le husmea
las piernas, los testículos, y a través de ese contacto, Gonzalo va tomando
conciencia de aquellas partes de su cuerpo de las que se siente como escindido:
comprende que debajo de la costra de barro, de sangre que lo cubre casi por
completo, está desnudo. No siente vergüenza, no siente frío, no siente miedo,
no siente nada. Nada. La mujer le levanta un poco la cabeza y le acerca a la
boca una lata oxidada con un poco de agua tibia. Gonzalo hace el esfuerzo de
tomar pero el agua le disuelve todo el barro que tiene en la boca y lo inunda
de lo rancio, putrefacto. Siente arcadas, vomita y mientras vomita siente miles
de agujas, de cuchillos clavándosele en alguna parte del cuerpo, en el
estómago, en el hígado, en los pulmones y esos dolores,
tirones, punzadas, también dibujan, constituyen en su cabeza, la idea de un
cuerpo, que hasta hace un rato no sentía. Se queda quieto, respirando.
Entra el aire, saca el aire, con
gran dificultad y eso sólo ya le parece mucho. Eso solo ya le parece vida.
Trata de hacer memoria, de recordar la noche pasada o no sabe si es la noche
pasada, no sabe qué día es, ni cuánto hace que está allí. Lo último que recuerda
es a Sandra.
Sandra, caminando por el
pasillo, los ojos de Sergio, los ojos más azules que haya visto, el gesto de su
mano indicándole que la siga, él corriendo atrás de Sandra como un pendejo
desaforado, el culo de Sandra, la boca de Sandra en su boca, en su pecho, en su
sexo, el culo de Sandra, su vagina apretada, pulsante, los dientes de Sandra en
su lengua, como si quisiera cortársela, Sandra gimiendo. El recuerdo no le
produce nada. Le cuesta respirar, le silba el aire en el pecho, tiene
taquicardia. Se asusta. No recuerda cómo llegó hasta ahí. No sabe lo que tomó.
Las líneas de coca sobre la mesa de luz. No cree haberse metido más que dos
líneas y un poco de whisky, pero después de un punto ya no recuerda nada, ni lo
que hizo ni lo que consumió ni nada. La mujer vuelve con una palangana. A cada
paso, vuelca un poco de agua. Apoya la palangana sobre sus piernas. Moja un
pedazo de trapo y se lo pasa por la cara. Para Gonzalo, es como si le pasara
pedazos de vidrio, cuchillos tramontina, una escofina, cada roce es un
viacrucis. Gonzalo dilata la nariz, ella mete la punta del trapo hasta sacarle
todo el barro, el moco, la sangre que lo tapona. Le limpia los ojos y empieza a
hablar, en voz muy baja, como si hablara para ella sola. Gonzalo no la escucha.
Ahora puede abrir el ojo que tenía pegado. Ve todo borroso pero de a poco la
imagen de la mujer, del barrial debajo de la autopista, del cielo azul y las
chimeneas a lo lejos se van armando en su cabeza. Cierra alternativamente un
ojo y el otro, prueba la vista. Tiene dos ojos. Se siente un poco mejor. Tiene
dos ojos, la nariz, la lengua, traga, respira. Parece que también tiene un
cuerpo, desnudo, debajo de las costras. La mujer le pasa el trapo por el
cuello, por los hombros, por los brazos. Sigue hablando en voz baja, grave,
como un rezo y Gonzalo sigue sin comprender nada de lo que dice. A medida de
que ese trapo lo va desenterrando, Gonzalo mira su mano, su brazo pero no los
reconoce, lleno de moretones, de cicatrices, de rajaduras. Trata de abrir la
mano, de cerrarla y la sensación es la de mover una máquina oxidada. Todo su
cuerpo parece estar a medio pudrir, consumido, desinflado. Se lleva una mano a
la cara, la siente hinchada, dura. De pronto se le cruza una idea. Es apenas
una intuición pero alcanza para
pararle el corazón en el pecho: baja la mirada a la palangana, desesperado y
contradictorio: quiere y no quiere ver, tanto es el miedo que siente. Respira
hondo, toma coraje y mira: el agua se mueve un poco, mecida por el viento, pero
a él le alcanza para ver en el espejo del agua, esa cara. No entiende lo que
ve. O sí. Entiende perfectamente pero no quiere aceptarlo. Aprieta los ojos, se
pasa un dedo por los párpados, los refriega y los vuelve a abrir. Ahí está la
misma imagen, el mismo rostro, apenas movido por el viento que mece la
superficie del agua. El corazón le da un salto, siente el terror en la
garganta, en la cabeza, el corazón golpeando desesperado. Mira a la mujer que
sigue hablando en esa lengua incomprensible. Vuelve a mirarse en el fuentón.
Levanta esa mano nudosa, oxidada y se da un golpe en la cara. El agua refleja
el golpe en esa otra cara que lo mira con espanto. Le parece que se va a morir.
Quiere morirse. Quiere gritar. Grita pero no
reconoce su voz. Es una voz
apelmazada, vieja, como los trapos, como lo rancio. Se pasa una mano por la
mejilla, por el cuello, por el cuerpo: los pectorales caídos, los bíceps
consumidos, la verga flácida. Vuelve a mirarse en esa agua. Llora. Llora como
un chico y la superficie del agua se perfora por las lágrimas que caen de su
cara llena de surcos, de tajos, como una máscara africana, por donde asoman
esos ojos, los más azules, los más aterrorizados que Gonzalo haya visto en su
vida.
**
-FLAVIA PANTANELLI es
fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina. Empezó a escribir
en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se formó con los
escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María Brindisi,
Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff, Jorge
Consiglio y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en Escritura
Narrativa de Casa de Letras.
Sus trabajos fueron distinguidos
en concursos municipales, provinciales, nacionales y europeos, como
Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria Ocampo, Colegio de
Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de Inversiones,
Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde 2013 en revistas
literarias y en antologías de nuestro país, Brasil, España y Estados
Unidos. Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y 30
SONRISAS CON HISTORIA (España).
Traduce del italiano y realiza
trabajos de edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó los siguientes
libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA
(Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la
Fundación Victoria Ocampo). Su libro EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS
CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta 2016. Su
libro FARALLÓN se encuentra concursando en nuestro país y en España. En
este momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.
LA HERMENÉUTICA
DE TU CUERPO*
Por
alguna razón
que
no logro
comprender
creo
que
la poesía
solo existe
en
ese territorio
innombrable,
que
existe
entre
tu ombligo
y tus
pechos.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
*
A cierta edad,
se pierden la
memoria
y los
prejuicios.
Se sabe que es
preciso,
por no decir
urgente,
nombrar a las
cosas por su nombre:
el pan es pan,
el vino es vino
y lo que fue
desdén
puede llamarse,
sin pudor,
resentimiento.
Es imperioso
darle
un nuevo orden
a las cosas,
señalarlas
con palabras de
fuego
antes
de que las
alcance el olvido.
Aquí la
soledad,
aquí la calma,
aquí el deseo.
Sería el
momento
ideal para el
amor,
si aún
tuviéramos ganas,
si aún
tuviéramos tiempo.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
ACTUAR Y
EXPLICAR-SE*
Trato de
arreglar las cosas, pero nunca se arreglan, cambian, empeoran o se diluyen.
Encuentro que
las acciones no tienen justificación. No una justificación válida al menos.
Hacemos las cosas siempre por el motivo incorrecto. Porque el verdadero motivo
de nuestras acciones está más allá de donde podemos ver en el momento, o sea
ahora, que es cuando la cosa sucede. La acción sucede ahora, que es pasado.
Cuando escribo “ahora” el momento ya pasó. No podemos luchar contra eso, y
comprender el entramado de causas es algo inconducente, pues ya fue y nada
tiene arreglo. Emparches. Que se notan.
Vivimos
zurciendo roturas. Cinta aisladora en el cable. Actuamos sobre lo que sucedió,
tratamos de que no vuelva a pasar o de que se repita, luchando contra la forma
de ser del universo.
Las cartas en
los buzones son irrecuperables. Y entonces escribimos otra carta, también
imposible de borrar, y redactamos otra y otra. Al final nos damos por vencidos
pero por cansancio. Sigue la sensación de que algo faltó por decir, que una
palabra no fue dicha. Lo cual es la peor de las ilusiones. Nada puede decirse
para suprimir lo que se entendió o no se entendió en el primer momento.
Como si hubiese
un primer momento. No lo hay. Cada vez es posible retroceder más atrás.
El nacimiento
es ya una sucesión de acciones de otras gentes. Nada comienza en ningún punto
primordial. Nuestra historia es la de nuestros padres, la de ellos la de los
suyos, y una nación un territorio, el universo en definitiva. Atrás y atrás, y
esos espejos que se reflejan en espejos. Y uno allí desnudo y desvalido,
intentando creer que hacer algo es de veras hacer algo y no simplemente girar
en una difusa realidad que se engulle a si misma. Encima, con culpas. Y a quién
le importa, y qué importa si a alguien le importa.
Lo más
saludable es creer, tener fe. Es decir no pensar mucho. Considerarse
importante, solvente. Creer que si uno dice algo erróneo se pararán las
rotativas de los periódicos. Sacarse muchas fotos para poder recordarse ahora,
o sea ayer, o sea el año pasado. Es decir, para tener una imagen del que ya no
somos.
Y nada ni nadie
tiene peso y sombra. Somos fantasmas que deambulan un rato y usurpan un
apellido y desaparecen. Qué otra cosa. Pero no sirve. Hay que creer y actuar y
dar y darse explicaciones. De otra forma esto no marcha. Socializar. Sentirse
parte.
Entonces uno
vuelve a decir que dijo por esto y por lo otro, pero que en realidad… En
realidad qué carajo es la realidad ¿no? Cuál realidad. Armar un relato como si
las palabras fueran productos naturales, como si mi palabra correspondiese a la
tuya, qué lindo sueño.
Y actuar.
Moverse. Agitarse un poco para tener la ilusión de que uno se mueve. Ah si, y
refugiarse en la protección de la palabra “uno” “uno siente” “uno hace” ¿quién
es ese uno que involucra a los demás, que los hace cómplices o partícipes? Uno
es uno, o sea “yo”. Pero es más cómodo poner “uno” en el relato para satisfacer
la necesidad de ser parte de algo. Y dar consejos, y fingir que la vejez es
experiencia, y que uno, o sea yo, sabemos algo fuera de sabernos frágiles y
contingentes.
Habrá que peinarse,
comer, contestar el teléfono, proferir sonidos para responder a los sonidos que
profieran otros. Con cara de estar en eso, cara de atentos. Y seguir con el
corcho tapando la botella empezada. Capaz hasta me convenzo de que la realidad
es esto, no sería difícil, después de todo tenemos entrenamiento.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
El mundo humano
al estar hecho de palabras es, en general, puro engaño. Pero sin ese engaño la
brutalidad aparece, en toda su abyección. Tiene que haber un intermedio entre
el engaño y la brutalidad: hay que encontrarlo.
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTren
Estación San Sebastián*
(Sobre la memoria, que
reivindica los momentos en la distancia,
y sobre la posibilidad
recurrente de una inversión en el tiempo)
Del pueblo solo queda un caserío
exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el
auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles
donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los
guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y
se unen con los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro
lado del endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la
curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas
fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté
habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo
edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y
tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño
edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano
y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible primario.
Parado en ese andén, hoy, quince
de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay
ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo
prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas
estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos
puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris,
bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco
más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas
si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma
por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el
tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el
cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño
hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.
Miro hacia la estación, que ya
ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la
denominación y observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás
estaba en alguna estancia o división interna. La estación cerró en septiembre
de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas
poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como
esta, cuyos nombre de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido,
y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y
esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el
sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago
Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca
más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus
temblorosos clavos de hierro.
Pido permiso al actual
habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la
estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo
la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras
estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una
balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con
pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared
solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante
a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de
pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el
antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número
de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio
coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente
Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío
solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia.
Aseguro la correa de mi cámara,
la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy
vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado
solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha
barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una
nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras
un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón
en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la
plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el
alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler,
en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas
fotos de todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una
expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde
Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano
amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número
2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy
cuenta que todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las
letras grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.
Abordamos el tren, a pesar de
sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un
asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez
no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos
bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y
toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia
maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros,
todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las
estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac,
Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el
tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde
arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.
Recuerdo Carhué como entre
sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me
sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por calles
prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a
encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul,
Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino,
también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus
electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención
un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain
color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo económico y
por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el
año del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet
cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet
Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.
La ciudad es pujante y
cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de
Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y su acción
terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana
proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la
cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación
pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el
argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el
lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las
risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego,
cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo
en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.
A las siete y media de la mañana
ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria
y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren
agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a
las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San
Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix,
Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado
de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el
tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los
gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y
ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del
mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el
cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y
me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.
El viaje se hace torpe,
traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se suceden
lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema
de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me pica el
boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham Gardner
y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la estructura
de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de madera.
Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy
apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams,
Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa
Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos
hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida
que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la
tarde y la formación llega a Puente Alsina.
Desciendo en la plataforma y me
asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas
de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por
rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas
de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón
y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente,
desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente
Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los
sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para
salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del
barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el
gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55
respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te
acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa
arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack.
Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi
chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi
sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a
las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre
Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es
inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El
continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de
forjar países modernos.
Pernocto en un hospedaje de
Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo.
Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada
Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en
la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina
abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake
Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San Sebastián.
Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren,
nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan
operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos
apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros
y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los
rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos
persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos
saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.
A las diez de la mañana llegamos
a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien
dice que en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de
los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los
operarios de la constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de
clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no
hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las
manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un
siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un
costado una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San
Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo
los operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad.
Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de
industria y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y
sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del
tren.
*De Jorge Lacuadra.
jorgelacuadra@hotmail.com
– 26/07/14.-
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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