*Ilustración: Ray
Respall Rojas
BEST SELLER*
*De Abel
Guelmes Roblejo. abelgrob@gmail.com
Para Marié, por
siempre mi hogar
El vendedor
descendió de su cabalgadura luego de recorrer casi todo el reino. Su obsesión
por terminar cada trabajo, le había impedido abandonar su empresa. No había
logrado deshacerse de aquel último par de zapatos. A nadie le habían servido.
Quedaban pequeños o grandes, anchos, estrechos, el color no les sentaba bien...
Frente a él se
erigía una casita que más bien semejaba una madriguera. Era el único recinto
que le faltaba por visitar.
Por el tamaño
de la mesa colocada en el jardín frontal, el número de sillas a su alrededor,
de tazas encima del mantel, debían –de alguna apretada manera- vivir unas
cuantas criaturas dentro.
Se agachó y
tocó la diminuta aldaba sin percibir respuesta. Por su mente cruzó la idea de
que el lugar podía estar habitado por una banda de ladrones que se había
ocultado para hurtarle los zapatos, pero desechó aquel pensamiento, era absurdo
que robaran un calzado que a nadie ajustaba.
Repitió su
llamado. La puerta se abrió y vio salir un conejo, una joven, una elfa de pelo
azul, un lobo, un dragón de la suerte y un muñeco de madera. Una sirena se asomó,
sentada en una patineta, impulsándose con las manos.
Caballerosamente,
el vendedor saludó y expuso el motivo de su presencia. La sirena, al instante,
se marchó hacia el interior de la vivienda, protestando porque la habían
despertado por un motivo que nada tenía que ver con ella. Al conejo le quedaban
anchos los zapatos –aparte, protestó porque no combinaban con su reloj-. Al
muñeco le bailaban los pies dentro del calzado, además, tenía zapatos pintados
en sus extremidades de madera. Para el dragón no había suficientes, pues tenía
seis patas. El lobo dijo que eran demasiado femeninos para su gusto. La elfa
tenía el empeine muy alto…
El hombre
estaba a punto de arrepentirse de haber aceptado ese empleo, cuando la muchacha
se los probó. Entró un pie, luego el otro... le quedaban perfectos. Ella
saltaba y bailaba de alegría.
Así de grande
era la fascinación del vendedor al ver la felicidad que habían ocasionado sus
zapatos, la belleza de la bailarina, que en un arranque de euforia le pidió su
mano en matrimonio: si aceptaba la llevaría a su reino, donde fundarían un
nuevo hogar.
A modo de
respuesta, la muchacha lo invitó a bailar con ella. Sin proponérselo siquiera,
justo cuando él la iba a tomar de la mano, en medio de su entusiasmo; chocó
tres veces los talones y exclamó: “¡No hay lugar como el hogar!”… Y desapareció
en el aire.
El vendedor
quedó de una pieza, atónito, mirando la caja vacía en el lugar donde había
estado su bailarina. La recogió del suelo, le sacudió el polvo y se la colocó
de sombrero antes de sentarse en la cabecera de la mesa y preguntar a qué hora
se servía el té.
-Abel Guelmes
Roblejo. La Habana, 1986. Miembro del Taller Literario Espacio Abierto.
Graduado del taller de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Miembro de
la AHS. Recientemente ha publicado el libro de relatos Últimos Servicios, con
ilustraciones de Ray Respall –pintor cubano de amplia trayectoria-, como parte
de la colección de autores cubanos Guantanamera, editorial Lantia S.L.,
Sevilla, España.
Finalista de:
“XI Concurso de Cuento Ciudad de Pupiales, 2016” (Colombia), Fundación Gabriel
García Márquez; I Certamen Internacional de Relatos Pecaminosos (Estados
Unidos, 2013); “Mi mundo fantástico” (España, 2013); Beca de creación “Caballo
de Coral”, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en:
Concurso Oscar Hurtado, Cuba, 2014, categoría de ensayo y artículo teórico y en
la modalidad de cuento fantástico, 2015. Cuarto lugar en el “Premio Literario
"Patricia Sánchez Cuevas” (España, 2015), publicado en la antología de
trabajos premiados.
Ha participado
en varias antologías internacionales, entre ellas: Historias breves, Letras con
Arte, España. Su cuento Últimos Servicios fue traducido al francés por La
Universidad de Poitiers (Francia, 2015), para conformar un volumen sobre
autores cubanos. Antología de Aforismos, Ediciones DeLetras, convocada mediante
concurso por la propia editorial (España 2015). Cuentos y reseñas suyas han
sido publicadas en revistas digitales e impresas tanto en Cuba como en otros
países, entre ellas: El Caimán Barbudo, La Jiribilla, Korad, Hitcuba.com,
Prensacubana.net, Juventud Técnica e Inventiva Social. Ha participado en
diversas lecturas y proyectos auspiciados por la Editorial Gente Nueva y la
Asociación Hermanos Saíz.
*
¿Recordás el
viento,
el ruido del
viento,
el huracán que
arrebató las casuarinas
ese verano que
pasamos en el campo?
Nunca fuimos
tan pequeños, nunca
tan indefensos,
nunca.
¿Recordás el
cielo
entrando en la
tormenta,
perdiéndose sin
rumbo en el azul?
¿Recordás el
miedo
cantando en los
oídos,
el simulacro de
la muerte
escapando hacia
el sur?
Nunca estuvimos
tan solos, nunca,
tan
desamparados, nunca.
¿Te acordás que
me abrazaste
entonces,
recuperándome?
¿Te acordás
como era el amor,
la vida que
tenías
cuando andabas
sobre la tierra?
¿Te acordás de
mi voz?
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LA CAMISETA CELESTE*
En ese
sueño todo era real, menos la camiseta celeste que vestía Armando Grillo.
Llovía
o había llovido, el arco sur de nuestra cancha tenía un poco de agua en la
gramilla escasa, y él estaba parado allí, íntegro antes de que la vida me lo
llevara para siempre y desgastara su imagen. Descalzo, en el arco, pero no era
arquero sino que jugaba conmigo en la defensa, al parecer se había lesionado el
arquero y en ese tiempo no había reemplazo como ahora, y él, gaucho y
dispuesto, había tomado su lugar.
La
camiseta no podía ser celeste. Él nunca usó otra que la roja sangre de nuestro
club, pero lo vi joven como en aquellos viejos tiempos; sin embargo, yo estaba
afuera y era este señor adulto que soy y le hablaba desde el costado del arco,
le hacía preguntas y él me contestaba con interés pero sin desatender el juego.
Siendo
mayor que yo, me trataba con el aprecio de un hermano que con más años se
sentía obligado a proteger. Él jugaba con el tres en la espalda. No me olvido
de cuando debuté aquel domingo en Firmat, él me llamó aparte, me puso la mano
sobre el hombro y me dijo: — ¿Estás nervioso? Vos jugá como sabés, que todo va
a salir bien —. Yo entré a la cancha detrás de él, con el dos a la espalda, y
Nenucho Faravelli, el capitán, encabezaba la fila india con la pelota bajo el
brazo.
Después,
en pequeños camiones que transitaban caminos polvorientos por los pueblos que
esperaban como una liebre echada entre cardales, fuimos dejando girones de
pasión por los colores del club de nuestro gran amor de entonces. El fútbol,
puedo decir sin exagerar, me dio las primeras lecciones de solidaridad y de
fidelidad a un grupo. Al menos en aquellos tiempos eso era el fútbol para
nosotros, la entrega a una divisa que nos había cobijado y una parcialidad que
confiaba en nosotros.
Volvíamos
de esos pueblos sudorosos, plenos si ganábamos, tristes si perdíamos, llenos de
tierra y de cansancio. Bajábamos con nuestros bolsos y nos íbamos a nuestras
casas para volver al club a comentar el partido. No viajábamos solos porque nos
acompañaban con otros vehículos los hinchas que venían a alentarnos. En eso
siempre hubo una gran tradición que se mantiene. No en todos los pueblos sucede
lo mismo.
Luego
vendrían todos los días de la semana en que en los ratos libres, ya que todos
trabajábamos, nos encontrábamos en la cancha para jugar incansablemente,
corriendo detrás de esa pelota de cuero con sus raspaduras de alambre. Armando
Grillo o el Negro Grillo estaba entre los infaltables. Llegaba primero y
se iba al anochecer. Lo veo caminar, chueco, mirando el suelo con sus ojos
oscuros y con un mechón negro y reluciente de su cabello cayéndole sobre la
frente.
Cuando
me vine a la ciudad lleno de sueños y de ilusiones, las ocupaciones de esa
época, el estudio por ejemplo, y el trabajo insumían todo mí tiempo. El Negro
Grillo lo cruzaba a mi viejo por el pueblo de vez en cuando y le preguntaba siempre
si yo seguía jugando. Mi padre con un poco de resentimiento le dijo un día: —
Vive en un barrio lleno de canchas y baldíos, pero ni se asoma —. Cuando me lo
contó sentí que en algún punto lo traicionaba. Yo le hubiera querido decir que
seguía con ese sueño que alguna vez compartimos, de ser futbolistas, pero creo
que le dije o pensé, ahora no recuerdo, que uno en la vida debe elegir a veces
o casi siempre.
Cada
vez que iba al pueblo, lo buscaba en las mesas del club o recorría los boliches
donde podía encontrarlo y tomábamos un vino espeso y recordábamos aquel tiempo
que se estiraba y nos iba haciendo grandes, pero en un punto tal vez nos había
hecho felices y habíamos compartido cosas muy importantes como son la pasión y
el compromiso. No diré que me sentía muy cómodo siempre aunque él, fiel a su
discreto estilo, nada me reprochara y al contrario, se alegraba porque yo era
siempre el pibe humilde, como me dijo una vez, y se sentía orgulloso de que me
considerara su amigo.
Después
pasó un tiempo en que dejé de verlo, se había mudado de pueblo. Un día me
dijeron que había estado preso por un robo menor en el lugar donde vivía.
Pasaron
los años y cierta vez que caí por nuestro pueblo había un gran asado
partidario, era el albor de la democracia. Iba nada menos que el candidato a
gobernador. Fuimos toda la familia, yo conté cuarenta entre varias
generaciones. El gran salón del club estaba repleto, habían habilitado los
salones de la planta alta y el bar, ya que no cabían en el salón grande. Mi padre
me dijo: — Andá al patio que entre los asadores está tu amigo el Negro
Grillo —. Salí al patio y lo busqué entre los numerosos asadores. Lo encontré
acuclillado dando vuelta un gran costillar. — ¿Qué haces, Negro? — le
dije. Se incorporó sorprendido, porque no esperaba verme allí. Nos dimos un
gran abrazo y prometimos tomar un vino al otro día en el club.
La
verdad sea dicha, no sé si lo hicimos, la vida nos fue separando, anoche se me
aparece en sueños con una camiseta celeste y yo creo haberme enterado por
alguien que abandonó este mundo donde nada le fue fácil.
Y la
verdad es que me gustaría que no fuera cierto, porque habría margen para darnos
ese gran abrazo como el que nos dimos en la cancha cuando goleamos a ese equipo
de no recuerdo dónde.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
*
Podría ser la
última tarde aquí
o tal vez el
tiempo se detenga sin pedir permiso.
El cielo es
allá afuera, casi árido,
y esta casa se
esfuerza en su tarea de abrigar,
de sostener lo
suyo.
Las risas de
los hijos quiebran
el volumen que
permite entender las voces;
la mirada llega
sola a cada personaje
y la historia
es la misma y otra a la vez.
In the mood for love: insiste
la palabra a
través de la muerte.
La música
multiplica el instante
y casi invita a
olvidar cada tono.
Pero el secreto
es un hoyo
pequeño en un
muro que brota.
-Poema de “Sin
órbitas”, El ojo del mármol, 2016.
*De Valeria Cervero. valecervero@hotmail.com
LA TARDE DEL
CENTAURO*
*De Flavia
Pantanelli.
Centauro salta
el alambrado, cae sobre la cabeza de Vaca. Trota por aquí y por allá, se mete
en unos charcos, se empapa hasta la verija. Sale, se revuelca en la tierra, se
llena de barro. Mueve las patas, ríe de gozo y se queda así, embarrado y
quieto, los brazos abiertos, como ofrecido al sol. El sudor le cae por las
cejas, las patillas, por el cuello. Jadea. El torso sube y baja, brilla, los
músculos tensos bajo la piel enrojecida. A la luz del atardecer, todo él parece
prendido fuego.
Vaca, los ojos
abiertos por el espanto, deja caer una baba espesa. Amaga con levantarse pero
le cuesta. Es lenta. Como al fin él se calma, ella se queda quieta y lo mira
con expresión planchada, inmóvil por completo, la única señal de vida la rumia
y, cada tanto, una oreja que sacude para espantar las moscas.
Centauro gira,
y se levanta, sacude la cola que, bajo el sol es un manojo de hilos de cobre.
Yergue la cabeza, saca pecho, la melena refulge, los ojos llamean. Da unas
vueltas con un trote liviano y vuelve a azotar la cola que cae como un arcoíris
de fuego. Va fijando acá y allá sus ojos anaranjados, profundos.
Vaca lo sigue
mirando con expresión de nada, rumia, mueve la mandíbula como si dibujara el
infinito. Vuelve a llenarse la boca de esa pasta verde, y a rumiar.
Centauro
interrumpe el trote y se queda, de pronto, como de piedra, los ojos clavados en
algún punto cerca del bañado. Lleva la mano a su carcaj y agarra una flecha, la
coloca sobre el arco y suelta el galope. Clava los cascos con brío, despedaza
el suelo: terrones de pasto, de barro, vuelan por el aire. Galopa, tensa el
arco y atropella el agua hasta la altura del pecho. Dispara. La flecha corta el
aire. Se oye un ruido seco y un chillido.
Centauro se
hunde en el pajonal y sale con algo que se retuerce entre sus manos. Descabeza
el cuis todavía ensartado en la flecha y bebe la sangre que brota a golpes
porque el corazón de la presa todavía palpita. Hunde los colmillos en el
vientre, desgarra el cuero, devora las entrañas y arroja lejos los restos de la
presa.
Vaca rumia bajo
el sauce, escucha el ruido de la carne al romperse, lo oye gruñir, tragar. Una
mosca se pasea por el borde de su párpado, otra camina por el orificio de su
nariz. Sacude la cabeza con energía, las orejas le flamean; las moscas parece
que huyeran pero en realidad solo se desplazan hasta su lomo.
Centauro vuelve
del pajonal, saciado. Tiene la cara manchada de un poco de sangre. Trota despacio,
levantando mucho los cascos. Sonríe. El triunfo lo ilumina y su pelo, a la luz
de esa última hora de la tarde parece de cobre fundido.
Echada contra
el alambrado, Vaca mueve una oreja. Es un impulso corto, eléctrico, por las
moscas, y cuando él se acuesta a su lado, lo mira con unos ojos que parecen dos
huecos, mientras regurgita para seguir con la rumia pero nada le sube. Nada.
Nada en absoluto.
Centauro, tan
cerca que casi la toca, se acaricia despacio el lomo contra el pasto tibio, se
pasa las manos por el cuello, por el cuero. Suspira. Las manos bajan por su
vientre que se entibia con el último sol; se agarra la verga, la estira y la
deja caer, pesada, sobre una pata. Respira, relajado. Sonríe y vuelve a
empezar: estira la verga hasta donde le dé el brazo y lo deja caer sobre una
pata, o sobre el pasto. Se queda mucho rato así, aprovechando el último sol,
los ojos cerrados, placiéndose en el sexo.
Vaca, el rumen
vacío, bosteza; mira hacia un lado, mira hacia el otro, apoya las patas
traseras y con esfuerzo levanta las ancas. Las ubres enormes le cuelgan como
campanas. Hinca las patas y alza el torso. Vuelve a bostezar. Parpadea una y
otra vez, como si barriera lo que queda de la tarde. Mira otra vez a la
derecha, después a la izquierda, después otra vez a la derecha; fustiga con la
cola más moscas que vuelan, viscosas, de sus ancas al lomo. Son moscas que, al
sol, parecen gotas verdes, azules, negras. Gotas de mercurio, parecen, por lo
brillantes.
Vaca huele el
aire, busca el viento. Avanza un paso, otro, se hunde en la alfalfa. Husmea.
Las ubres rebotan pesadas, calientes. Mira a Centauro que canta y se acompaña
de una flauta. El pelo anaranjado brilla como un incendio. Vaca estira los
labios hacia el pasto suave, abre la boca, pasa la lengua por ese verde fresco.
Arranca la alfalfa, traga. Poco a poco se va hundiendo en ese colchón blando,
dulce, cada vez más húmedo. Ya solo mira el pasto, no mira nada más.
Centauro deja
la flauta, arranca unas flores sólo para tirarlas al aire, para verlas caer.
Los ojos lo llevan hasta donde está Vaca que en ese momento sacude una pata.
Una nube de moscas revuela, se trenzan en el aire, vuelven a caer sobre ella,
verdes, azules, negras. Las ubres van y vienen, rebotan como racimos. Rosados,
redondos. Ella hunde la cabeza cada vez más en ese colchón esmeralda, revolea
cada tanto la cola, sacude una pata. Centauro se acerca, esas tetas cuelgan
como frutas jugosas, pesadas. Vaca come y mueve una oreja, mueve la cola y las
moscas zumban, de todos los colores; dan una vuelta, a lo sumo dos y vuelven a
apoyarse en el mismo lugar. Él se acerca sin hacer ruido, alarga una mano, toca
la ubre: es turgente, la tibieza le llega a la piel. Aprieta, tira. Vaca muge y
lanza una patada
torpe. De la
ubre salta un chorro de leche que lo sorprende en plena cara. Tira de nuevo y
ella muge embravecida, corcovea, salta en sus patas delanteras, patea con las
de atrás. Él esquiva las patadas, ríe, y agarra más fuerte las ubres, tira
chorros de leche al aire, a su cuerpo, hace centro en su boca, acerca su cara,
saca la lengua y lame la dulzura de esas ubres sedosas. Mama. Ella de pronto se
aquieta, los ojos dilatados, la cara planchada.
Centauro vuelve
a lamer, suave. Ella respira en forma pesada. El mordisquea suavemente. Mama.
Su sexo se va irguiendo, despacio, desplegándose hasta convertirse en un palo
elástico, enorme. Mama. Vaca se deja, quieta, los ojos redondos, la boca
abierta. Centauro baja la cabeza, mira su sexo macizo, lanza una carcajada,
suelta las ubres y se deja caer, rodando, por la lomada suave de las cuchillas
hasta que el alambrado lo detiene. Queda tirado allí un rato. Se toca y ríe
nuevamente.
Vaca sigue en
el mismo lugar, gira la cabeza y lo mira. Espera, quieta. Muge. Pestañea una,
dos, tres veces. Sacude la oreja y vuelve a mugir. Llama. Golpea una pata
contra el
suelo, las moscas zumban. Se escucha un balido desde otro potrero. Ella gira la
cabeza hacia el otro potrero y muge otra vez pero ahora con un sonido distinto,
más largo, más hondo que pareciera salir de su vientre mismo. Espera. Mira
hacia Centauro, gira la cabeza, mira hacia el potrero. Todo es silencio. Un
rato después empieza a caminar hacia el bañado con paso cadencioso.
Centauro grita
algunas palabras. Vaca se detiene y lo ve mover la boca, señalarse el sexo con
las manos. Vaca se sacude, las moscas se espantan: las de la pata se posan en
la oreja, las de la oreja se posan en el lomo. Centauro sigue hablando. Ella
retoma la marcha hacia el bañado, camina muy despacio por el sendero hasta el
agua con una cadencia suave en sus ancas enormes. Las tetas le cuelgan, rebotan
a cada paso. Centauro mueve las manos, habla, despliega su cola una y otra vez,
rasca el suelo con la pata. Trota ligero, en círculos, la cara en alto, los
cascos levantados. Después apura un poco y ya casi galopa cuando la alcanza al
borde del agua que a esa hora es oscura, casi negra. Una bandada de garzas pasa
volando, cada tanto una se adelanta, las otras se alinean atrás. Centauro respira
agitado, el
sudor le cae
por la frente, por el cuello. Chapalea alrededor de Vaca, la salpica, la pecha,
la busca, mueve las manos, habla. Vaca, en la orilla, espera con cara de nada.
Después de un rato Centauro sale del agua con una expresión fiera en la cara.
Jadea. Galopa lejos.
Vaca sumerge el
morro y bebe el agua barrosa. El agua pasa por su garganta en un trago, otro.
Centauro vuelve a pasearse a su alrededor, a dibujar círculos cada vez más
cerrados, cada vez más cerca. Se exhibe, rasca el suelo, mueve las manos.
Habla. Ella está muy quieta, las orejas alzadas, alerta. Él sigue hablando, los
ojos le brillan, su voz se va volviendo cada vez más húmeda, profunda, su sexo
duro le golpetea entre las patas, rebota contra el suelo. Ríe. Dice algunas
palabras. Ella no comprende esos sonidos, sale del agua, camina lento hacia el
alambrado. Centauro le llega por detrás, la aferra con las manos y apoya sus
patas sobre el lomo. Vaca se rebela pero él la agarra por las astas, la cabeza
inmovilizada. Acerca la pelvis y penetra esa carne cerrada. Suelta la
cornamenta y Vaca se endereza, respira. Centauro gime por el esfuerzo. Vaca,
inmóvil, aguanta, los ojos abiertos como pozos, de la boca le caen unos hilos
de baba. Él la muerde en el cuello. Ella se retoba,
él gruñe y
muerde más fuerte y empuja la pelvis y su sexo entra y sale, cada vez más
profundo hasta acabar en dos o tres espasmos y un grito largo, ronco. Recién
ahí suelta la mordida y sale de esa carne como escurrido. Vaca se queda un rato
quieta y después espanta unas moscas de la oreja y se echa bajo el sauce.
Centauro se
acerca, recuesta la cabeza sobre el lomo de Vaca y mira las estrellas que
aparecen de a poco en el cielo, las señala, las nombra. Vaca rumia. Centauro
habla y con su mano va trazando líneas entre las estrellas. Traza líneas y dice
nombres pero Vaca no puede verlas porque su cuello es corto y duro y porque su
posición no se lo permite. Él habla mucho tiempo, despacio. Vaca se va quedando
dormida con la panza llena, la noche tibia. Hace rato que en el cielo brilla
una ínfima raja de luna. Centauro no duerme, habla en voz muy baja, acompañado
por ese roncar bovino. Después se alza y trota, se empapa de rocío. Galopa por
la línea de la alambrada, llega a la esquina, dobla y sigue hasta que otra esquina
vuelve a cerrarle el paso. Da la vuelta al potrero, jadea, rasca el piso. Se
aleja del alambre y galopa hasta el bañado. Vuelve hasta Vaca, se inclina sobre
ella. Acerca un dedo a su ojo, levanta el párpado y mira. Acerca otro dedo y lo
apoya en el centro de ese globo. Vaca sacude la cabeza, Centauro suelta el
párpado, Vaca muge y vuelve al sueño. El juguetea un rato con la oreja de Vaca,
pero ella no se despierta: resopla y sigue durmiendo. Cada tanto mueve la boca,
como si rumiara. Centauro se levanta, se mete en el pajonal y atrapa una
nutria. Le abre el vientre y bebe su sangre mientras trota hasta la alambrada.
Apoya una mano en el poste y un temblor muy suave le alcanza el cuerpo, un
temblor que viene de la tierra le sube por las patas. Todo en él se pone
alerta. Algo pasa a lo lejos. En la oscuridad de la noche ese temblor puede ser
cualquier cosa, puede ser todo, pero todavía no alcanza a
ser nada. Es
solo el temblor en la tierra y lo que hay en el aire. Respira fuerte, trota en
círculos muy cerrados, corcovea, el pasto se machaca bajo los cascos, con
rocío, con barro. Toma carrera y salta la alambrada. Galopa, desbocado y loco,
una risa feroz sacude la madrugada, los ojos le brillan como meteoritos, la
cola parece una flecha de fuego.
Vaca se despierta
tarde, con un sol de aceite hirviendo. La cortina del sauce cae a plomo hasta
la tierra. Nada rompe el espejo del agua. Miles de garzas se atornillan con su
pie único. Ella se rasca el lomo contra un poste, se lame. Huele el aire. Hunde
el morro en el colchón verde, acaricia la alfalfa con los labios. Hace temblar
una oreja, espanta las moscas. Arranca el pasto, traga. Arranca, traga.
Después, se
echa a rumiar bajo el sauce.
**
-FLAVIA PANTANELLI es
fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina. Empezó a escribir
en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se formó con los
escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María Brindisi,
Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff, Jorge Consiglio
y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de
Casa de Letras.
Sus trabajos fueron distinguidos
en concursos municipales, provinciales, nacionales y europeos, como
Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria Ocampo, Colegio de
Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de Inversiones,
Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde 2013 en revistas
literarias y en antologías de nuestro país, Brasil, España y Estados
Unidos. Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y 30
SONRISAS CON HISTORIA (España). Traduce del italiano y realiza trabajos de
edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó los siguientes
libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA
(Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la
Fundación Victoria Ocampo). Su libro EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS
CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta 2016. Su libro
FARALLÓN se encuentra concursando en nuestro país y en España. En este
momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.
-Las obras de modesto
rimba están en La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en pabellón
azul stand 325.
Hasta
el 15 de mayo.
Nutrir al
Minotauro*
El difícil
calendario de mis años
Tiene hojas que
se queman velozmente
Cada vez es más
complejo
Nutrir al
insaciable minotauro
Conformado por mi amor y por mi instinto.
*De Damián
Jerónimo Andreñuk odesa86@hotmail.com
-Damián
Jerónimo Andreñuk nació en City Bell en 1986 y reside en Villa Elisa, ambas
localidades ubicadas en el partido de La Plata, Bs. As. Publicó tres libros:
Omisiones (2010), Portales al vacío (2011) y Metástasis (2015). Obtuvo,
asimismo, varias distinciones; entre ellas, el Primer Premio en el X Concurso
Internacional de Poesía organizado por Ediciones Hespérides en 2012, que le
valió la publicación de un cuadernillo: Formas concretas (2013). Y el Primer
Premio en el V Concurso Internacional Literarte, que le valió la publicación de
otro cuadernillo: Silencio de crisálidas (2015).
DE CARLOS MARX
A JOHN LENNON*
Ella desconoce
que Carlos Marx
y John Lennon
fueron don
grandes hombres
con un mismo
propósito,
que la historia
no es un pedazo
de cuaderno
sino un trozo
de vida,
que camina
desafiando
al tiempo, que,
cuando hablo
de soberanía,
hablo
de terminar la
explotación
del bosque, de
la playa
y de la
sonrisa, del que sufre;
que la estética
del baile
no puede ser
excluyente
en su trato
hacia el que educa
desde lo alto
de las luces.
Que un niño
sano
justifica la
enfermedad
de todos los
edificios enfermos,
que el museo no
puede ser
un cementerio
los viernes
a las dos de la
tarde;
que no tiene
sentido
promover
excusas demográficas
en nombre del
progreso
en guías
turisticas
para que nos
perdonen
quién sabe qué
carajo. Ella
desconoce, y no
la culpo,
por no saber
que el término
“macroeconomía”
es un negocio
muy próspero
que justifica
el hambre
de los niños y
la carencia
de la medicina
sobre la mesa
del abuelo
enfermo. Sí, ella no sabe
quién fue
Carlos Marx
y mucho menos
quién fue
John Lennon.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
*
No, no es el
barro. Ni las letras, los colores, las notas musicales. No es el traje ni el
maquillaje ni los abalorios. No es la piedra ni el cincel, tampoco el modelo.
No son los pinceles ni el procesador de textos. No. Tampoco la madera ni el
marfil. No es la rima ni el ritmo ni la obediencia ciega a los parámetros
dictados, a menudo, por la moda.
Es tan solo la
luz. Eso solo: La luz. Es hora de abrir los ojos, de mirar de otro modo, de
encontrar las señales de la luz por detrás de las máscaras, por debajo del
carmín y el colorete, a través de los velos que nos ciegan.
-Publicó “El
alba sin espejos”
InvenTren
Quisiera
que Estuvieras Aquí*
Me crié con la
idea de que en mi país todos somos holgazanes. Todo lo que producimos es
inútil. Que hasta el maíz y el chocolate, nacidos aquí, se hacen mejores si
vienen de fuera.
Crecí mirando
que a toda Latinoamérica se le educa igual: no aspiramos a otra cosa que no sea
tan sólo intentar copiar lo que viene de lejos de nosotros.
Siempre viví
despreciando lo hecho aquí, aún cuando las manzanas fueran iguales y no hubiera
mayor diferencia entre un pantalón de aquí y uno de allá, que la marca y la
leyenda “hecho aquí” o “hecho allá”.
Con el tiempo,
me comenzó a resultar difícil aceptar que todo lo que hacemos es inferior.
Un día, comencé
a notar que nuevos productos llegaban al municipio en que vivo: fruta colorida
como la luz que se refleja en la lluvia, y que se decían ser las mejores, todas
ellas venidas del pueblito de Morea, en el Partido 9 de Julio... Ropa hecha en
Morea, licuadoras, televisores, computadoras... Todo ello asegurando ser lo
mejor.
La gente por
acá los compraba y quedaba muy complacida de su adquisición.
Yo me alegré de
saber que por lo menos existía un pueblo latinoamericano orgulloso de sí mismo,
digno de su historia. Meses después de la llegada exitosa de los productos
(ideados, desarrollados y traídos directamente de Morea), se anunció la
construcción de una terminal de ferrocarril, aquí, donde vivo, y con destino
directo al pueblito argentino, rehabilitando la vieja Estación Morea. La obra
se anunciaba como la gran maravilla moderna, y un eje de comunicación y
comercio, tan importante que nunca se había ideado algo igual en la historia
del capitalismo. No entendía por qué un pueblo como Morea, quería comunicarse
con un pueblo como el mío, tan incrédulo de sí mismo y dispuesto en todo
momento a negarse.
Cuando la línea
del ferrocarril estuvo terminada, compré de inmediato mi boleto para ser de los
primeros en viajar, desde la terminal de Cholula, hasta Morea. Todo mi trayecto
no pude dejar de pensar en la gente que iba a conocer: imaginaba a todos
seguros de su pueblo, de su poder productivo, de su importancia histórica; no
como nosotros, siempre tratando de imitar a quien viene de lejos.
El viaje duró a
penas unas horas, pues la locomotora, poniendo en alto el lugar a donde nos
dirigíamos, era hecha completamente en Morea. Cuando llegamos, noté que la
locomotora de regreso estaba hecha en Cholula, lo que me causó algo de asombro.
Me bastó con
una inicial caminata para aumentar más este asombro, y desconcierto: la gente
allí vivía contenta de sus electrodomésticos, comía lo que, a su parecer, era
la mejor fruta, vestía gustosa trajes de todos colores y conducían vehículos
muy confortables... Y en todos ellos, y ante la vista de todo quien le mirara,
relucían las etiquetas que ponían en alto el lugar de donde habían venido esos
artículos: "Hecho en Cholula", y la gente se arremolinaba a la salida
de la Estación Morea, para ver a esa gente que venía de aquel orgulloso
pueblito mexicano, quienes creían en sí mismos, en su fuerza productiva, en su
importancia histórica... Quienes, seguramente, sólo venían para constatar lo
buenas que eran las mercancías que producían.
*de hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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