sábado, octubre 26, 2019

CONTRA LA CORRIENTE DE LAS COSAS...


*Foto de Belén Dezzi.













AGUA EN EL AGUA*



Nado en este mar que no conoce calma
con  mis ojos cerrados
braceando contra la corriente de las cosas
que siempre
siempre me aleja de la orilla.
Ojos alucinantes
se asoman a esa orilla
línea frágil
temblorosa
línea de ojos que sólo están allí para mirarme.
Soy un cuerpo  tiritando
agua en el agua
que no se deja domesticar
la vida se mueve y yo no me resisto
yo
calco sus movimientos como si mi voz
fuera  ajena y enseguida
tuviera que devolverla
soy la piel arrugada de la vida que
se deja llevar
constelaciones
                               muertos
                                                                barcos hundidos
esa geografía me pertenece
y se arrastra  a mi lado
en la desigualdad de las olas
de este mar
que se abre a otro mar
y a otro y otro
en lejanías sin límites,
ese sitio en que las palabras germinan como porotos
mientras mi cuerpo cruje
mientras yo balbuceo
mientras hago nacer palabras
brotan palabras de los ojos que me miran
desde esa orilla
trémula orilla
hecha de azúcar disuelta
donde las grandes olas que me empujan se convierten en nada.




*De Irma Verolín  irmaverolin@hotmail.com



-Irma Verolín ha publicado los libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán. En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y  “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.











CONTRA LA CORRIENTE DE LAS COSAS...











*


Grave voz la luna
ávida sedienta
agua quieta
viento que mece arboledas
la luna grita
grave voz de luna empecinada
canto de piedras impregnadas
agua de luna
(debería dormir de cara al cielo
como una niña
luna niña de los tiempos
luna naranja).

Ahora llueve
pienso en las alas mojadas
el agitar de las alas del ángel
ruego que se guarde
tormenta violeta  -me siento tan sola-
y la luna grita
grave profunda.



*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com



- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Y en 2015 participó de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos, con su relato “Desde el Mandarino”. Hace varios años es convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de radio y eventos artísticos. El 11 de agosto de 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil. Hoy, se encuentra escribiendo un libro de ficción para adultos y dictando un taller sobre “Las emociones en la palabra escrita”.












La nube*



*Por Tomás Downey.



Al principio no era más que una madeja deshilachada, blanca y traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo. El año recién empezaba y todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer grado y Clarita cuarto. Pía había superado la peor etapa y hacía meses que no le agarraban los ataques de inquietud. Éramos felices.
Con los días, la nube fue espesándose y tomando un tinte grisáceo. Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a punta, se cerraba sólida sobre el horizonte.
En casa esperábamos la lluvia. Nos sentábamos bajo el toldo del patio porque ya venía, estaba por caer, y mirábamos el pedazo de cielo negro que se recortaba en la línea del edificio vecino. Martín y Clara jugaban con los caracoles que salían de a docenas del cantero. Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia.
El calor fue subiendo despacio, desapercibido. Se lo toleraba porque bajaría en cualquier momento, cuando lloviese. Las ramas de los árboles caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba, quieto y pegajoso. Las habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido, como a cartón mojado. Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo transpiraba. Los muebles empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se alimentaban de la madera húmeda.
Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse rara de nuevo. La energía parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando hasta muy tarde de lo linda que era la bruma, de lo misterioso que se había vuelto todo de repente.
La nube crecía hacia abajo, se volvía espumosa. Y desde el cemento húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el primer trozo de parquet. Se elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la mesa mientras cenábamos. Pía largó un grito que parecía venir desde muy adentro, imposible de atajar. Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa. Mandé a Martín y a Clarita a acostarse y me quedé calmándola.
La llevé a la cama y me acosté con ella. Las sábanas se me pegaban a la espalda y no había forma de estar cómodo. La escuché hablar de fantasmas, contaba historias de su niñez en el campo, de cómo los muertos salían al amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los viera. O como si ellos estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó dormida me levanté, estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún encendedor funcionaba y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los faroles de calle, bajo los halos de bruma, emitían una luz débil.
Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa blanca omnipresente, sobre los pisos, los techos, los muebles. Una mañana, Martín resbaló y se dislocó el codo. El auto no arrancaba, el tambor se había oxidado y no podía hacer girar la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos veces. No se veía absolutamente nada. Los autos aparecían de golpe, a centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y a Clara sentada al lado; más allá, junto a la otra ventana, Pía colapsaba con la mirada perdida.
Dentro del hospital parecía de noche. Los médicos caminaban por los pasillos oscuros arrastrando los pies, como sonámbulos en bata. La sala de espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se escuchaban murmullos apagados, toses, llantos. Había sombras que pasaban y desaparecían al alejarse.
Tardaron una hora en atender a Martín. Le acomodaron el hueso y le pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba y unos días después le aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le arruinaba el estómago y lo hacía dormir todo el día.
Pía no podía quedarse quieta. Iba por la casa tarareando melodías. A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube. Yo la buscaba sin poder encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara saliendo de entre la niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa, que de nuevo se perdía en algún rincón.
Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra habitación era la más ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos era irrespirable. Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me acompañó al supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más del cupo permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a uno, e ir depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran. Fueron dos horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían desiertas y el cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas latas de conserva oxidadas.
Las babosas y los caracoles ya eran plaga, estaban por todos lados. Caían del techo, nos subían por las piernas. Tratábamos de hacer barreras con sal, pero la poca que teníamos era una pasta que se adhería a nuestras manos. Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia afuera hasta que empezó con los ahogos. El aire estaba cargado de esporas que te cerraban la garganta. La instalé en mi cama, con Martín. Por más que intentara acomodarlos quedaban en poses inverosímiles, como muñecos rotos. Cada vez que inhalaban, les subía desde del pecho un silbido sucio.
Pía perfeccionó sus escondites y ya no la encontré. Desde algún rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.
La primera llaga la encontré en mi dedo índice. La piel se abrió dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No sangraba, apenas supuraba un líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo repleto de pequeñas aberturas. Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia afuera. No dolían, picaban. Revisé a los chicos y estaban igual. Los cuerpos casi inmóviles, hinchados y cubiertos de heridas.
Preparé una comida que no pudieron tragar. Tenían las mandíbulas duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían un estertor ahogado, rechazándome.
Me moví por la casa. La voz de Pía parecía venir de todos lados, como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la calle y traté de gritar, pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a quién decírselo.
Volví como pude y me acosté con los chicos. Estaba demasiado cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas pasaron, si dos o veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo débil que apenas llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las manos, cerré los puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en la oscuridad y sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.
Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo.



**


*Tomás Downey. Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1984. Es guionista y escritor. En el 2013 obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos, Acá el tiempo es otra cosa, que en el 2016 fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. En el 2017 publicó su segundo libro de cuentos, El lugar donde mueren los pájaros.


-Cuento incluido en Acá el tiempo es otra cosa. © Interzona, 2015.
Todos los derechos reservados.











Atisbos*



Escuchamos la tormenta
cada gota es una leve intimidad.
Bordean la atmósfera por no caerse.
Una estampita de algún santo colmada de agua:
allí donde está el indicio crece lo que salva.

Cuando la marea de la noche
se abre y se cierra
el agua continúa siendo agua.
Nosotras insistimos.



*De Karina Lerman. karyler@hotmail.com
-De su libro “Las hijas de Lot”, Griselda García Editora, 2018












COPOS DE NIEVE*


Every time you grab at love,
You will lose a snowflake of your memory.
Leonard Cohen



Trozos de espejo inconexos,
rompecabezas, segmentos,
copos de nieve que nunca tuve
porque vivo en otro invierno.

Y qué, si reniego…
¿Qué, si no me aferro?
¿A dónde irán la nieve,
las piezas, los restos de espejo?

Si el fractal que dejo
no es más que tu alma
llamando en mis sueños,
lágrima de hielo.

¿Qué será del olvido,
si le abro la puerta?
Si al borrar las lágrimas
se lleva el invierno…


*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana.












CUANDO BAJE EL GUALEGUAY*


A mi amigo el poeta Miguel Angel  Federik


Apegada a mis brazos como una enredadera, escribió a los 18 años Pablo Neruda para siempre y esto lo repito para aquellos que lo han denostado en su vida y perseguido no políticamente sino por envidia, como para respirarle con veneno ese aire que siempre respiró libremente y con todo derecho.
Pero allá él y sus versos que sabrán defenderse solos. Es uno el que no tiene quien lo defienda. Apenas el sol cae se siente más protegido, pero es un embeleco que inventan en mi barrio, porque yo estoy a 130 kilómetros de aquellos soles rodadores, de aquel puñado de casas que como aseveró Cesare Pavese para siempre. Son cinco techos miserables junto a una carretera provincial pero definitivamente mío y mientras yo piense en ellos nada malo podrá pasarme. Como aquella guardabarrera que se llamó Ana Zarza y escribo su nombre para que el polvo del olvido no se aposente en él.
Acá escribo sobre el recuerdo de otros porque no estoy seguro de que sea verdadero. ¿Acaso un escritor no funda un mito como quería el Gran Piamontés? Ahora que hace frio, mucho frío pero yo conservo la vieja frazada de mi abuela que está sobre mi cuerpo  y ya cruzó el Atlántico, pero no están las manos de mi madre aquellas que me arropaban en las noches crueles donde ni el grito agorero de las lechuzas de media noche se animaban a gritar sobre el patio de luna de plata de mi casa donde perdí todo, absolutamente todo los recuerdos hasta el más íntimo y sueño a veces de la calidez de la entrepierna que uno amó hasta el delirio donde todo terminaba en una hazaña  que nos protegió de todo.
Mi amigo Miguel el Montielero, suele decir “mi mujer, sin saber en verdad cuanto de verdad guardan estas palabras” y sin embargo yo lo prefiero con un gran vaso de vino recitando “Cuando baje el Gualeguay”, uno de sus grandes poemas, donde juega entera sus virilidad puesta sobre mi mano cuando estoy solo y lo extraño y quisiera estar hablando con él del gran Juan L Ortiz que nos puso en contacto en aquella juventud que ya parece cuento y me digo que me encantaría saludarlo con un gran abrazo, a él allá en su viejo Villaguay con su verdor en cierne y yo que lo espero debajo de estos fresnos de mi pueblo para decirle que debemos hablar de muchas cosas, compañero del alma, tan temprano en esta noche rosarina que no nos puede abarcar y que sin embargo es alta como un abrazo que nos debemos.
Y en sueños oigo su voz, recitando con voz clara “Cuando baje el Gualeguay, cuando baje”. Un alto poema que todos debieran leer, comenzando  por aquella  guardabarrera rubia de mi infancia.
“Cuando baje el Gualeguay…”

Seremos otra vez muchas cosas compañero del alma, compañero.


*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com













DEL RENCOR.*



Lo que mata

no es

esto que sangra.

Es lo que aguanta

debajo de la herida,

eso que anda

subterráneo

por la carne,

pudriéndose.



*de Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com


- Mariana Finochietto. Nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.













Memoria*



Antígonas incesantes

marean la plaza con el desasosiego  de la ausencia

Recortan figuras  en la memoria de luz que tiene el aire.

Reparten la indignación como un regalo para que no le sirvamos de felpudos al espanto



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar












EL DEBER HUMANO*



La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes monolíticos de una sinfonía.

Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un impacto que estremece.

Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria de un inocente.

Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie aunque sea al fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.

Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la adversidad.

Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano. Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.

Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea. Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu desbordado.

Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.

Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio. Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com













Censura*



Una niña escribe el secreto Nombre de Dios en un papel. El papel se enciende. La niña se incendia. El señor trabaja de maneras misteriosas.



*De Esteban Ibarra.

-Esteban nació en la ciudad de Santiago del Estero en diciembre de 1978. Es diseñador gráfico, actualmente trabaja en la sección Publicidad del diario El Liberal. Con el poema Amasijo ganó el 2º premio del “Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán-Género Poesía” en septiembre de 2010.








Inventren







HOMENAJE A PICHON*



Al Doctor Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo porque sos un nieto de polacos pero no me digas más boludeces...” de tanto en tanto remataba su enojo con algo sacado de su manual de frases hechas "hacete cargo de tu vida".

Yo era el segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo- subía con el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y subía yo. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es tu tema?

-La reparación... Dije sin pensar, como me salió.

¿Y el tuyo? -Pregunté

-El acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que estaba en el andén.

Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.

En Fynn me bajaba y no subía ningún paciente.
Aprovechaba el resto del día para ir a visitar la chacra de mi tío Slawek que vivía entre patos y gallinas pero se consideraba un inventor.

Para mi el doctor era un loco chiflado pero socialmente era considerado como una eminencia a la que le estaban permitidas esas excentricidades como atender arriba de un tren.

A mi me ganó como paciente aquel día en el que le conté que quería escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar electricidad. "Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de mis inventos" Se justificaba.
Sin mediar palabra, Enrique fue caminando como un robot o más bien como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar frente a mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra a cuerda"

Aquella risa compartida me convirtió en un paciente feliz y en alguien con quien se permitió hablar de él mismo.

A los 17 años -recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas- Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después declaró en un reportaje que fue "instructor de modales en un quilombo”. Allí conoció a AGNIESZKA, que además de bella era aquella ternura que no se olvida, que se acrecienta cada día más y más”. Era como un hada adivina que  predijo su futuro de especialista reconocido. Del lupanar se fue cuando contrajo una neumonía.

“La locura es como la muerte pero reversible”  Esa idea lo sacó de la medicina. Lo llevo a psiquiatría.

En un anotador tenía los horarios del Midland e intercalados cuales eran los pacientes que atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9  pacientes en cada viaje y que su jornada terminaba en Carhué. Cada tanto, como para no olvidarlo repetía en imprenta “quien se entrega a la tristeza, renuncia a la plenitud de la vida”.
Guarde como recuerdo ese anotador donde además de frases figuraban sus días de atención de pacientes en aquel tren con el detalle de estaciones en las que subían.  Cuanto tiempo duraba la atención. Enrique sabía que los horarios del Midland eran de una puntualidad inglesa por eso podía confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una estación y otra.

En Carhué tenía una amante pelirroja que había sido primero su paciente con la cual cenaba y compartía lecho en el hotel.

Una vez, cuando estaba por bajar en Enrique Fynn me tomó del brazo antes de que me vaya para dejar al aire un deseo:

-Cuidame al pueblo de mi otro yo. Cuando me retire voy a comprar allí un campito. Quiero vivir tranquilo pero cerca de Buenos Aires. Estoy bastante cansado de la gente...

“Seré domador de caballos”.



*De Eduardo Francisco Coiro.







-Próximas estaciones de escritura:

KM. 55.  

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***



InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

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