miércoles, julio 15, 2020

EDICIÓN JULIO 2020.


*Dibujo de Erika Kuhn. https://obraerikakuhn.blogspot.com/










*


A veces me acuerdo de todo lo que hice
mientras creía en vos.

Crucé el bosque, toqué la nieve,
vi las aguas cristalinas de la Bahía de los muertos.

Imaginé el amor.

Preparé las valijas
convencida de que estaba viviendo en el lugar errado.

No me importaron los años
ni las cicatrices que dan cuenta
de los pactos amorosos que hicimos.

Aprendí los secretos del té:
la nieve derretida es el agua más ligera.

Bebí como si fuera cierto
que no duele juntar nieve con las manos,
pasarla entre los dedos,
dejar que el calor del cuerpo
la haga correr hasta la taza.

A veces me acuerdo.

Yo, que viajé por países fabulosos,
y fui amada por seres exquisitos,
yo, que amé sin reparo bajo las noches frías,
creí en vos.

Me da risa.

Fui expulsada del bosque de las flores.
He caído demasiado lejos.


*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com
-De "Flores para no regar".




-Valeria Pariso (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista. Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, “Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018).

-En 2019, con su libro "Zarmina", obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes.

Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas "Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España, 2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado, 2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de Inversiones.

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar














Historia de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Me hallaba errando como un extranjero en la Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía, cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja, un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad, pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso. Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso, me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa, desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite. Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse, contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se nombra.





*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














TRAS LA BÚSQUEDA DE BESSIE SMITH*


One day I’m gonna leave you/
I know you think I won’t./
Bib Mama Thornton


Yo llevaba el corazón
dentro de una bolsa plástica
y la mente cabalgando
sobre un trapecio
que colgaba del techo
de un autobús Greyhound
de recorrido
por todo el Sur.

Las siluetas portentosas
de La Gran Guerra
me recibieron
con sus elocuentes espaldas
y con el brillo de sus ojos
desafiaban al sol
amenazando con pegarle fuego
de no plegarse a oscurecer
mi recorrido.

Entré a un viejo bar
en Brownsville, Tennessee
y no me sirvieron.

Y con el corazón en seco;
los ojos dulces
de los árboles se ofrecieron
a brindarme compañía
sin importarles
que próxima a un tronco seco
un hacha vigilara
sus movimientos
con el deseo inocultable
de convertirlos al amanecer
en imborrables cruces
encendidas.


*De Daniel Montoly.












EL CABALLO DE NIETZSCHE*



Nietzche fue un hombre que armó delicadas construcciones mentales, sistemas de alambre verbal, vastos edificios con columnas, basamentos, frentes ornamentados, entradas de servicio ocultas por la hiedra. Su aparato filosófico es en parte pétreo, con zonas resbalosas y jardines ocultos. Convengamos en que la mirada de la posterioridad siempre halla rajaduras, aun en los muros con mayor apariencia de solidez, y los intérpretes, divulgadores, comentadores, discípulos, esa horda que se forma en torno al cadáver filosófico desnaturaliza, suele potenciar los defectos u ocultar con andamiajes agregados la pureza lineal de las formas originales.
Pero no recuerdo hoy a Nietzsche por su teoría del superhombre o sus afortunadas especulaciones; tampoco por su estrecha o remota relación con las raíces dispersas del nazismo. Hoy invoco la figura retorcida del filósofo que, en su cuarto de alquiler, trabajado ya por la angustia, cuando sale a la calle se topa con un hombre que castiga a su caballo. Veo la imagen que construí la primera vez que tomé contacto con la historia, y se me aparece un hombre quebrado que en medio de los transeúntes, despeinado y enloquecido, interpone su cuerpo entre el látigo y el caballo, se aferra al cuello del animal y se echa a llorar. Siento la desesperación de la impotencia, esa cosa de ser testigos de lo injusto, de lo atroz, de lo innecesario, y carecer de potestad para lograr que se abra el cielo y mandar legiones de ángeles con espadas flamígeras que impartan justicia, o, en su defecto, legiones de demonios que tomen venganza por la llama y el anatema de los malditos.
Visión apocalíptica la mía, a cuento de un minuto de video en una aplicación para teléfonos móviles, destinada al esparcimiento.
Con las angustias acumuladas de las noticias sobre el mundo, después de constatar que la gente empieza por el insulto y sigue con los gritos para evitar escuchar lo que dice quien se encuentra hablando en otras habitaciones. Con el mal sabor de boca producido por desgracias superpuestas, con el desgarramiento de saber que afuera hay poco abrigo, la enfermedad anda suelta, hay razones para llorar hasta que los ojos duelan. Con la adversidad y la noche alrededor, he buscado unos segundos de inconsciencia como quien entra a descansar en un jardín donde sólo se sienta la brisa y el olor de los jazmines.
En la pantalla voy pasando los videos de loros que cantan, perros que corren pelotas, mujeres que se transforman con maquillaje, paisajes, árboles cargados de nieve, un hombre que actúa un chiste, dos muchachos que bailan. Voy aquietando el corazón, olvido por unos minutos que mi madre sufre dolor en el cuarto contiguo, y una sonrisa me va ganando de a poco el rostro.
Entonces, aparece la imagen de un animal asándose, crucificado en una estaca. Al lado, un corderito muy pequeño, que apenas se sostiene sobre las patas, alumbrado por el fuego, temblando ligeramente, mirando ese animal que es la madre, o al menos quien filmó el video quiere que pensemos que es la madre. La cámara toma el holocausto, el animalito tierno y desvalido, vuelve a la madre abierta en cruz.
Entonces, el caballo de Nietzsche. No puedo bajar las escaleras y echarme a la hoguera de la maldad humana, pero algo se me quiebra dentro y estará roto por mucho tiempo. Pena, dolor, asco, decepción. Ni siquiera me pregunto por qué alguien creyó que hacer eso sería cómico, si al abismo nos habita a todos. Me pregunto, sí, si al fin y al cabo valemos la pena. Y el corderito es el caballo de Nietzsche, un agudo dolor, la pérdida de la razón, porque sin tener fe en la bondad humana se nos escapa el alma.
Entonces lloro, lloro por el cordero, lloro por mí, por lo que no podemos ser, por nuestros crímenes y porque la inteligencia y la sensibilidad son carne de cañón, y los látigos siguen golpeando los caballos, y la injusticia es tan alta que tapa el sol. Nietzsche sufrió un colapso, no habló más por diez años. Nadie sabe qué cosas se desencadenaron para que se sumiera en la demencia. El caballo en Turín fue un instante catalizador. Cuando todo diálogo se prefigura estéril o acaso imposible, luego del llanto acaece el silencio.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com















*


No se engañe.

Escribir no siempre es don.

Pareciera

que el poema

se despeña

desde adentro,

que cayera sin piedad

sobre la hoja,

tanta piedra tiene una que contarse.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com



- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
















EL BAR EL CAIRO Y LOS POEMAS DE YANNIS RITSOS*



La librería en la que yo trabajaba en ese tiempo estaba en el número 950 de la Peatonal Córdoba. En un atardecer entró un señor mayor y, con gesto resuelto, me espetó a mí, que estaba cerca de la puerta:
– ¿Tiene algún libro de Juan Ritsos?
Lo delató un acento marcadamente extranjero; era, por lo que recuerdo, robusto, bien vestido y entrado en años, pero dueño de un señorío muy europeo.
En una mesa cercana, estaba la pilita del poema “La ventana”, que la gente de Lagrimal Trifurca había editado en forma de libro, traducido por Juan Laurentino Ortiz, con un prólogo de Elvio Gandolfo y unos hermosos collages en la tapa, obra e industria del poeta Hugo Diz.
Se lo ofrecí diciéndole que era —y en verdad lo era— la primera traducción hecha al castellano. Transitábamos uno de los pocos años democráticos de aquel tiempo: 1973. Hermosísimo año para todos nosotros.
El volumen era pequeño, y una joyita editorial, y con todo orgullo le digo: “es la mejor editorial de poesía del país”.
Sin hacer caso a mi argumento de venta, me pregunta: “¿y a quién pidieron permiso para editarlo?”
Caí en cuenta rápidamente de que mi entusiasmo me había metido sin querer en un brete, pero a quién se le podía ocurrir una cosa así.
Puse mucho empeño en defender aquello de lo que yo estaba convencido.
– Señor – le digo – quien tradujo del francés este poema es un gran poeta al que todos respetamos y él vive en una ciudad cercana donde vamos a escuchar las lecturas que nos hace de los poemas de Ritsos, a quien nos hizo conocer.
El gran poeta griego había sido preso político de lo que se llamó “la dictadura de los coroneles”. Después de décadas, la solidaridad internacional lo puso de nuevo en libertad y fue candidato al premio Nobel.
– Por Ortiz, hemos conocido a uno de los más grandes poetas vivos, y en cuanto a los editores, son un grupo de bohemios que aman la poesía.
– Haber empezado por ahí, mi amigo – me dice el señor con una carcajada – si son bohemios, son buena gente.
Entonces, se da a conocer: era griego y su hermano era amigo de Juan Ritsos, como lo llamaba él, y además era uno de los dueños del bar El Cairo.
– Véngase esta noche a tomar un café. Yo vivo en Buenos Aires y vengo los lunes.
Así fue. Al cerrar la librería, me fui hasta El Cairo y pregunté por él. Me invitó a una mesa y conversamos. Al parecer, el hermano de este hombre, el amigo de Ritsos, también era poeta. Pasado un rato, llamó al encargado y me lo presentó, aunque ya nos conocíamos porque yo iba mucho por ahí.
– Cuando venga este joven, no le cobre el café – le ordenó. – Es mi invitado.
Así fue como tomé unos cuantos cafés gratis en El Cairo, hasta que un día no lo vi más y me dijeron que era uno de los socios, pero el bar había cambiado de dueño. Entonces, seguí yendo, pero tuve que pagar.
La mesa de los galanes que inventó el querido Negro Fontanarrosa era todavía un sueño que no se le había ocurrido, porque él, como todos nosotros, tomaba el café en el bar Odeón, que era el bar de moda en ese tiempo. Estaba en la esquina de Mitre y Santa Fe; en esa ochava hoy hay un banco.
El gran poeta que vivía a la vera del gran río, conocía a Ritsos desde la época en que sus poemas se publicaban en la Nueva Revista Francesa, que es donde se hace conocer. Y Juanele estaba abonado desde la época en que estaba dirigida por Sartre, es decir, en la época de la Resistencia.
Nos comenzamos a interesar por los poemas que él iba traduciendo. Un día nos habló de un largo poema que se llamaba “La cárcel y las mujeres”, y creo recordar que su tema era el de la guerra. Lo seguí muchos años para conseguir una copia. Hasta que la oportunidad se dio. Yo iba mucho a Paraná en ese tiempo, allí estaban mis amigos los Volpe; Adolfo, el mayor, se había casado con una compañera de la facultad. El papá de Adolfo tenía un campito y un día observo fascinado un grupo importante de cañas de Indias. Pronto cortamos unas cuantas, como 50, y las metimos en el baúl de su Citroën. Al otro día, nos aparecimos en la casa del poeta. Yo había observado que usaba unas cañas de Indias para fabricarse unas boquillas alargadas. Cualquiera podía verlo. Son famosas las fotos con ese tipo de adminículo. Cuando empezamos a bajar las cañas, el viejo poeta no daba con su entusiasmo. Entonces, arteramente, le arrancamos las carpetas con los poemas, cuya ubicación conocíamos, y nos fuimos hasta los Tribunales donde funcionaba la única fotocopiadora de Paraná.
No pudimos publicar ese largo poema, porque nuestra revista dejó de salir. Y cuando los muchachos del Diario de Poesía en los ochenta me pidieron material de Ortiz, se los alcancé y salió en un dossier del primer número.
El griego me había dado la dirección de Ritsos, que ya estaba libre y vivía en Atenas. Le envié el libro editado por Lagrimal Trifurca y le escribí explicándole todo. Me envió un paquete con cinco libros en su versión griega y francesa: uno dedicado a Ortiz, otro a mí. A los tres restantes, los regalé; uno a Elvio que tradujo y difundió por varios países. Nosotros le publicamos un largo poema, Greciedad, que tradujo Alejandro Pidello, y publicamos también una hermosa foto de Ritsos a toda página, que está en nuestro último número de la revista La Cachimba.
Así fue como en un arrabal del mundo, nosotros, diez años antes que los mexicanos y veinte antes que los españoles, nos dimos el gran gusto de traducir a Ritsos y hacerlo conocer.
Así fue, creo, como sucedieron las cosas.



*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com












La subida*



Estuvo largo tiempo en el ajeno huerto, y sólo pensaba
en subir a escondidas a la higuera desnuda, para mirar
desde lo alto al mundo, como si fuera una hoja
o un pájaro; pero siempre pasaba alguien
y siempre lo dejaba para luego.
Una tarde,
miró en derredor suyo - todo desierto -, trepó
a la rama más alta; entonces se oyeron
voces de entre las matas: "¿Qué haces, allí arriba?"
- grandes voces -, y contestó: "Un higo,
quedaba un higo". La rama se quebró.
Lo levantaron. Tenía la mano derecha agarrotada.

Cuando abrieron sus dedos, no había nada dentro.



*De Yannis Ritsos.











Antes del fin 5.0*



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Inútilmente registré mis bolsillos. Negué con la cabeza, pero ella no se movió: Un cansancio infinito se insinuaba en su mirada.
Deduje que también su camino estaba cortado. Como el mío. Que ambos estábamos al borde.
Fue entonces cuando oí los pájaros. En ese canto anárquico creí adivinar que la matemática es sabia, que menos por menos a veces es más, que dos finales pueden representar un principio.

Extendí mi mano, que ella tomó con algún recelo, y bajamos hasta el río. Nada más. Nos sentamos en la hierba y nos pusimos a contemplar la corriente, a sentir la música del agua, sacudida de cuando en cuando por el chapoteo de algún pez extraviado, a impregnarnos de ese perfume milenario cuyo nombre no figura en los catálogos profanos de los hipermercados. Luego vino la noche. Y su silencio. Pero nosotros seguíamos allí, escuchando.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com












CASTIGAR PARA QUE NADIE SUFRA*



Extraña época ésta. Es, quién diría, el triunfo de la sensibilidad. Una tremenda delicadeza ha hecho que nuestra piel se afine hasta lograr tan extrema delgadez, que cada palabra debe ser acolchada con plumas y cada arista limada para que no lastime.
Quien arma una frase piensa de qué manera nombrar las cosas para no dar lugar a ofensas, cómo hacer malabares para que nadie sienta una alusión negativa o un dardo rozando el centro de su diana. Hablamos como quien camina sobre vidrios rotos, como quien atraviesa un campo minado, y si no estalla una bomba de tierra, seguramente nos hallará la trayectoria de un proyectil.
Porque las víctimas acechan. Las más insospechadas. Cada persona cuenta con una regla y una balanza para calibrar el odio que advierte en las palabras del que osa abrir la boca. Uno se descuida, habla, y aparecen mil piedras de todas direcciones golpeando al que cometió la tontería de decir una oración tal como le salió, sin pulir, lustrar y desinfectar cada palabra.
Para acabar con el bullying, se hace bullying a quien usa un término erróneo. Para lograr la paz, se ataca. Para que nadie sufra, se destroza sin misericordia al que no tiene en cuenta las infinitas connotaciones de cada sustantivo y cada verbo.
Poco importa la intención del que se atreve a decir algo. Hay protocolos de corrección que se le arrojarán por la cabeza violentamente, y se priorizan los supuestos pruritos de gentes imaginarias por sobre la presencia en cuerpo y alma del infractor.
Me horroriza la maldad, me horroriza la intención de lastimar, pero me horroriza también el celo de los defensores de la corrección, la velocidad con la que destrozan a quien dijo algo que les sonó desafortunado. No dudan, no se demoran; en jaurías vociferantes se lanzan a puro colmillo y garra, lapidando al pobre diablo que usó el término desafortunado.
Extraña época de ajusticiamientos y golpizas públicas en aras de la ternura en el trato. Tenemos que cuidarnos, amarnos unos a otros, abrigarnos. Por eso parece ser justo y necesario anatemizar a todos esos no humanos que dicen inconveniencias. A golpes de puño se logrará el amor universal, con insultos y presunciones encontraremos la fraternidad soñada.
Mientras tanto, mejor es hablar poco y repetir lo que se ha probado inocuo en experimentos sociales. Cortar y pegar lo que reúna la suficiente cantidad de likes es aconsejable, no descuidarse, hurtar el corazón a esa tribu de amorosos seres tan preocupados por la pureza de un lenguaje sin amenazas, tan ocupados en golpear y destruir a los malvados.
Dios nos libre de la tiranía de los ángeles. No tienen compasión cuando se trata de lograr que seamos perfectamente buenos.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com














*


La decepción es una de las formas duras pero imprescindibles en el conocimiento.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








Inventren


-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.


KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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Plaza virtual de escritura






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