*Foto de Paula Novoa.
Lo imborrable*
1
Los golpes a lo karateca del Hermano Miguel
en la nuca de mi padre. Mi padre que trastabilla haciendo unos pasos, aunque
enseguida recupera el equilibrio y sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me
duele el cuello, señalo tocándome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte
del sanador apretando algo que sería un ganglio pero que dolió lo suficiente
como para dejarlo imborrable por toda la vida.
Mi madre y mi hermana estaban rezagadas en
la larga fila que se había formado para subir a la tarima de madera elevada
donde el hermano Miguel sanaba usando la fuerza de sus manos sumando la fe de
los visitantes. Mamá debe haber pensado
que ni loca se dejaba golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo.
Tomó de la mano a mi hermana, huyó de esa gran carpa donde el sanador atendía.
El afuera era un gran camping donde las familias se preparaban para almorzar
con asado. Era un día espléndido de primavera con el viento que dispersaba
rápido al cielo el humo de las parrillas.
Mi madre buscaba a su hermano Nicolás con
Aintza, la mejor compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas y sin animarse
a acercarse a los bordes de la laguna por miedo a víboras o alimañas encontró a
la mujer del sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera.
Ella daba números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel.
-Su hermano dejó dicho que vuelvan en tren.
El tío había hecho otra de las suyas que
enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del campo sin un retorno asegurado
a casa.
Habría que decir que el viaje de ida fue
inolvidable para los chicos que fuimos.
La llegada del tío con su mujer en aquel
Fiat 600 casi 0km. Salíamos al paseo por el campo 4 grandes y dos chicos. El
tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba como si estuviese al comando del
Studebaker que tuvo que devolver por no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora
el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.
Recién cuando ya estábamos bien lejos de
casa explicó que el destino del paseo era visitar a un sanador.
Mis padres aceptaron más por confianza en
Aintza que en el loco chiflado del tío.
El viaje fue de maravillas mientras fuimos
por ruta asfaltada. Cuando doblamos al camino de tierra el pequeño Fiat empezó
a entrar y salir a paso de hombre por pozos y huellas de tractores. El tío nos
tranquilizaba "falta poco".
Faltaba poco cuando el 600 comenzó a
humear. Quedó clavado sin señales de
volver a arrancar. Bajamos. Mi padre y el tío empujaron al Fiat hacía donde se
suponía estaba el campamento del hermano Miguel. Mujeres y chicos los
seguíamos.
Cuando pasamos el puentecito frágil sobre
un riacho el camino de tierra –que ya era una miserable huella- vimos las
señales: chatas de gente de campo estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.
2
El recorrido del pequeño Fiat con su motor
fundido lo supimos días después. Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo
que se iban con una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los
remolcaron hasta la chacra en Pedernales. El tío había dicho que busquemos una
estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra
intransitable. Con la furia de mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a
caminar. A poco de andar paró un chacarero que nos subió a la caja de su
camioneta. Nos bajó en cercanía de la estación Juan Atucha. Nos despidió con
una frase alentadora: -Hoy es su día de suerte, estará al caer el tren a La
Plata.
La rotura del 600 nos permitió a los chicos
viajar por primera vez en un tren de larga distancia. Aquella locomotora
rodeada de humo era un dragón sin alas que tiraba al tren. Cada tanto una
estación rodeada de pocas casas detenía al asombro del viaje. Conocimos al
vagón comedor donde tomamos chocolatada Vascolet.
Mi Padre -quizás para consolar a mi madre-
dijo que los golpes del hermano Miguel le habían curado el dolor en la nuca.
Para no ser menos asegure palpándome el cuello que la pelotita ya no estaba
más.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar
LOS RIELES DEL TIEMPO
-Textos de
Eduardo Francisco Coiro.
LA CULPA
Medianoche. Han apagado las luces del vagón
para que los viajeros duerman. Afuera un cielo estrellado. Una luna plena
ilumina al interior del vagón dibujando formas fantásticas con las sombras de
los árboles que bordean la vía.
El hombre lee a Saramago gracias a una
débil luz individual. Encuentra una frase que lo sacude: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado
al padre".
Recuerda a su padre, nacido en un hogar
campesino en la Italia de 1923. En aquel sueño que lo sacudió ya anciano: los
lobos se comían a sus ovejas y él no podía hacer nada para evitarlo. Así se
despertó. De esa cara de espanto de su padre el hombre no se olvida.
Piensa en su padre, en él, en sus hijos. En
otros padres con sus hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la
culpa. El espanto no lo deja dormir.
Hay aullidos en los
sueños.
Crónicas
terrestres
La gente de antes no hablaba de su vida
pasada, estaba demasiado ocupada en vivir el día a día. A mi edad ya soy parte
de la gente de antes, de aquellos que están “más cerca del arpa que de la
guitarra”. Aunque los hechos tal cual ocurrieron son imposibles de reconstruir
para mí. Siempre quise saber porque llegamos con mis padres desde Tucumán a
Elías Romero.
Ya no hay testigos vivos. Ni mis padres ni
parientes de aquel entonces en Tucumán.
Nací en Campo Rouges. Mis padres eran
cañeros. Todo el mundo era cañero, se vivía de la zafra. Antes y después de la
zafra había que cultivar la parcela, criar gallinas. La familia que tenía un
caballo con carro para moverse podía sentirse rica. Era muy chico cuando Evita
bendijo con su visita al ingenio Santa Rosa. Lo guarde con mis ojitos mientras
me acompañen la memoria y la vida. Las dos juntas porque la vida sin memoria no
sirve.
Por Estación León Rouges pasaba el
provincial de Tucumán que se perdía hacia el sur hasta terminar en estaciones
que no conocí ni de nombre. Mi madre era de La Cocha. Ella cuando se juntó con
mi padre se vino a vivir a Campo Rouges. Hasta La Cocha viajábamos en tren cada
tanto a visitar familia. La gente tenía muchos hijos. Mi madre solo quería dos.
decía que traer más hijos a casa de pobre era hacerlos pasar necesidad. Mi
hermano menor murió a poco de cumplir un año de una enfermedad repentina.
Quizás fue esa desesperación o esa tristeza irreparable la que empujo a mis
padres a venirse conmigo a Elías Romero.
El abuelo de mi madre estaba establecido en
este descampado, puro campo, pero sin cañaverales a la vista ni montañas
cercanas. Les mando decir –él no sabía leer ni escribir- que aquí había futuro.
Trabajo asegurado. hospital cercano para atenderse.
No mintió. En Marcos Paz había trabajo. Mi
madre limpiaba casas. Mi padre aprendió el oficio de albañil. Yo tuve una buena
escuela. Había médicos, lugares donde atenderse.
Un día intente escribir en un papel el
recorrido que hicimos los tres hasta llegar hasta aquí. Cambiamos cuatro veces
de tren. El que llegaba desde San Miguel hasta Retiro tenía la vía ancha. Y no
viajamos hasta Elías Romero en el Midland que ya se llamaba Belgrano. Se conoce
que no tenía frecuencias, así que el bisabuelo nos esperó con su jardinera
tirada por la fiel petisa en la estación del Sarmiento.
Crecí. Aprendí el oficio de carpintero.
Trabajé por mi cuenta mientras pude. Hasta el Rodrigazo se podía trabajar en el
oficio de cada cual. El trabajador era un señor, no una pieza descartable.
Voy a evitar relatar como el país acompaño
mi recorrido desde carpintero especializado y lustrador de muebles al viejo de
70 años que junta latas de aluminio mientras espera la pensión.
La calle de tierra que pasa por la estación
muerta del Midland se llama Discépolo. Ese hombre sí que la vio venir. La vida
fue nomas “Cambalache”.
Aquella vez –por el 2001 o 2002- cuando
todavía tenía trabajo vi a un hombre viejo sentado en la vereda de la calle
comercial. Vendía sus libros para poder comer me dijo.
Le compre dos libros que me acompañan en
esta soledad. Los releo seguido: “El corazón de las tinieblas” de Conrad. Y
“Crónicas Marcianas” de Ray Bradbury.
Los dos libros hablan a su modo del triste
mundo de la explotación que alguna vez llegará a Marte y mucho, pero mucho más
allá.
De Hataway
comprendí que la soledad es universal. No es una maldición personal
inexplicable. Por donde vaya el ser humano llevará su soledad o su soledad
acompañada que suele ser aún peor.
No tengo la capacidad del personaje de Ray
para recrear robóticamente a su familia perdida. Y esperar un rescate los
largos años noche por noche mirando al cielo.
Tengo las herramientas mínimas para que mi
casa de ladrillos asentados en barro no se derrumbe conmigo adentro. Sé que la
condición de pobre incluye no poder arreglar lo que se rompe. Aquel artefacto
no puedas reparar con tus propias manos.
Por eso quisiera ser el ingenioso Hataway.
Y no “Don Pere” el viejo que hasta ha
perdido su primer nombre y la z de su apellido.
Experiencia Funke
Para que el ferrocarril provincial renazca
de sus cenizas había que generar estación por estación proyectos
“sustentables”. El arquitecto Ricardo Klepka logró ganar un concurso para la
estación Funke con el diseño de un observatorio astronómico. Había por cierto
una ingeniería financiera donde participaban organismos internacionales e
inclusive la agencia aeroespacial norteamericana.
Cuando la construcción de la obra civil en
sí misma estaba casi finalizada. El proyecto Fénix para el Provincial se cayó.
El tren no salía de la ciudad de La Plata. Y el gobierno del país había
superado el presupuesto inicial en gastos injustificados de consultorías.
Lo inconcluso como horizonte cercano genera
ideas geniales y desesperadas.
El arquitecto convoco a su amigo científico
Kalman que trabaja en un centro de tecnologías múltiples de California. Kalman
trajo a Esteban y ambos a Eduardo por sus soluciones alternativas de bajo
costo, o “eduardadas”.
El observatorio era una cascara hueca. Ni
sillas para sentarse.
Entonces tuvieron largas charlas con mate
amargo.
Esteban trajo su frase de buen psicólogo:
“lo inconsciente jamás pierde la memoria”. Ese fue el reinicio. Si la
astronomía estudia la memoria del universo porque no enfocar en un desarrollo científico
que haga visibilidad de lo inconsciente.
Poder verse como en un filme. –Agrego
Kalman.
La recuperación de aquello que se oculta en
lo olvidado, pero tiene la fuerza tremenda de interferir en el presente podría
ser sanador para los traumas. Insistió Esteban.
La decisión era probar la máquina que
traería Kalman desde California y en la cual se viene trabajando con enormes
precauciones hace años.
La experiencia con la máquina lectora de lo
inconsciente era tan experimental como secreta. La caja llegó rotulada como
“Anteojo de polarización de luz. Equipamiento observatorio astronómico”.
Eran 4 pequeñas máquinas tan similares en
su apariencia a los anteojos de realidad virtual.
La prueba fue tan exitosa como dramática.
Los 4 abandonaron la experiencia a menos de 30 minutos.
La lectora no solamente removía e instalaba
en imágenes lo pasado, sino que anticipaba o ¿imaginaba quizá? El futuro como
parte de un guion instalado en lo inconsciente.
Kalman se vio como anciano solitario en su
ciudad de Bonita. Sintió nauseas.
Klepka y Esteban vieron su muerte en
cercanías. Eso fue demasiado para la experiencia Funke.
La decisión fue unánime. La potencial
reducción de la incertidumbre de la vida a casi 0, no sería avance al
conocimiento ni siquiera una curación de los traumas. La máquina de Kalman
volvería a estar escondida como una de las invenciones imposibles de circular
por este presente humano donde los avances –casi siempre- son mal utilizados
por el poder.
Los amigos cerraron la puerta, pusieron
candados. Que el Observatorio de Funke sea alguna vez un verdadero Observatorio
Astronómico.
La vida impredecible de cada cual los
esperaba afuera.
Superficie
ante la ausencia
No fueron muchos los que aquel desapacible
día tan gris y ventoso llegaron el 2 de mayo a la estación Marinos del Crucero
General Belgrano. La pérdida los reunió en segunda familia. Cómo a pueblo que
ha sido a la vez disperso y reunido por un estallido de dolor.
Buscan hacer superficie ante la profundidad
de la ausencia.
Están los que traen fotos o leen una última
carta. Los que quieren un abrazo sin poder hablar y han secado sus lágrimas.
Entonces aquel hombre llegado desde su memoria en Henderson lee su escrito:
“La imagen de la placita frente a la
estación Henderson. Él, un niño aprendiendo a andar en bicicleta, Reynaldo su
hermano mayor corriendo a la par de su bicicleta para prevenir que no perdiera
el equilibrio. Cada tanto veían llegar al tren.
Fue en 1977 el último
tren. En septiembre porque fue días antes de su cumpleaños. Se ve corriendo al
costado del último tren que se va a Buenos Aires.
La gente que agita las
manos por la ventanilla, sopla besos.
Se cerraba el tren. Se
llevaron hasta los rieles. Había sido testigo en una tarde a la salida de la
escuela del paso de esa máquina levanta vías que a su paso solo dejaba marcas
de ausencia en el terraplén.
Tarde o temprano hay
mucho pasado en la vida de cualquier persona.
De la universidad
quedó el eco de aquella frase "la vida de las personas transcurre entre lo
imprevisible y lo irreversible".
La ciudad de Henderson
que se llama así por Frank Henderson, el ciudadano inglés que desde su cargo en
el Ferrocarril Sud completó las obras para que el Midland llegara a Carhué.
Frank Henderson que
además jugaba al golf, al ajedrez y hasta tuvo tiempo en la vida para la
fundación del club de golf en Mar Del Plata -El mismo que conocimos en aquellas
vacaciones de familia del 79-.
Después ocurrió lo
irreversible, aunque aún le cueste aceptarlo. Reynaldo fue sorteado para hacer
el servicio militar en la Armada. Reynaldo destinado arriba del Phoenix CL 46.
El hombre se niega a
llamarlo por su último nombre a ese barco de guerra. ¿Por qué no lo hundieron
en Pearl Harbor? Todo hubiera sido distinto, se ilusiona en vano, jamás hubiera
llegado a ser el Crucero.
En algún limbo Frank
Henderson golpea pelotas con su palo de golf una y otra vez. Como en azar, son
un misil buscando blanco.
Reynaldo sigue allí.
En el barco, presintiendo o no lo que vendrá y sin poder cambiar el curso de
las cosas.
El hombre preferiría
que nada de eso hubiera ocurrido. Que la estación siga siendo estación de
trenes. Que sus padres no hubieran muerto de tristeza años antes de una
imparable vejez. Que a nadie se le hubiera ocurrido poner en la estación -ya
sin vías- una terminal de ómnibus. Tampoco que a esa terminal la bautizaran con
nombre de su hermano, un héroe del pueblo hundido en el Crucero General
Belgrano.”
María Lucila
"Cubre la memoria
de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste"
Alejandra Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con el que me encuentro en el bar
se llama Julián, sabe de mi interés por escribir. Dice que va a contarme de su
historia personal que tiene relación con una antigua estación de trenes. Le
aviso que no logro escribir razonablemente bien y que más aún, mi escritura
empeora con el tiempo.
-No importa, vengo a contarle esto porque
necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono de súplica.
- En la estación María Lucila trabajaba su
abuelo. Su madre nació allí. La llamaron María Lucila para homenajear a la
estación que además de darle trabajo a su abuelo era su vivienda.
Pasó en el pequeño pueblo sus primeros
años, luego de la nacionalización, al abuelo lo trasladaron un par de veces de
estación hasta que se jubiló.
Lo cierto es que su madre pasó su
adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.
Se hizo amiga de la Alejandra Pizarnik,
cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al menos una vez se fueron en
tren a conocer al pueblo que lleva el nombre de mi madre.
El hombre me muestra una foto con dos
jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio sobre el riel, más allá se
observa una estación típica del Midland, pero es posible ver el lugar donde se
colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la foto puede leerse "con
florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.
Mamá era una mujer hermosa -dice el hombre.
Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna cuestión que desconozco lo único
perenne en ella, lo que había echado raíces profundas era la angustia. Su
verdad era una cuna de angustias de la que nadie había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron ella y mi padre en casarse.
Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se enamoraron o se tuvieron
lástima -vaya uno a saber-, o quisieron dar vuelta la historia de cada cual que
los había llevado en ese punto de encuentro o desencuentro.
Usted sabe que todo, absolutamente todo en
el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos ingeniamos para negar esas
percepciones incomodas.
Creo que mi padre pensó que la iba a
cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere cambiar una persona.
Llego a decírmelo una vez: -lo que no se da
espontáneamente bien entre una mujer y un hombre no se lograra jamás. Nadie
puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según parece.
La angustia de mi madre le impedía
conectarse plenamente con los otros, estar presente y atravesar los
acontecimientos que te van marcando en la vida.
Se fue cuando mi hermano tenía 5 y yo 3
años. Dejo una carta.
Mi padre después de leerla ni intento
buscarla, entro en un profundo silencio que le duro meses.
Un día nos presentó a su nueva mujer: Ella
es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.
Natalia nos crío y malcrío lo mejor que
pudo.
Mi hermano creció, estudio ingeniería
electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive en Nueva Orleans, tiene
mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.
Mi padre falleció a los 70 años, era 8 años
mayor que mi madre. Yo no había cumplido los 21.
Antes de enfermar, me invito a charlar en
un bar. Sin que se lo pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe
elegir si en su vida será un hombre o un marido. Te recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he fallado, no logre ni ser un
marido eficiente ni un hombre en el sentido que le daba a esa palabra mi padre
con un tono cercano a lo sagrado.
*
De mi madre, quedaron casi todas las
preguntas sin respuesta.
Nunca sabré si volvió a ver a su amiga
Alejandra "la florita" como la llamaban los abuelos.
Hay un abismo de treinta años de silencio.
La tía Eugenia -hermana menor de mi madre-
logró encontrarla unos meses antes de su muerte.
Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a
María Lucila 20 años después de que cerraron el ramal los militares y se
llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en la estación. Sin luz
eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública ubicada enfrente de
la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi madre. Envejecida
prematuramente. Sacando agua con una bomba manual, cultivando vegetales en unos
pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros en jaulas- y otros que venían a
visitarla a los que agasajaba regando la tierra con alpiste, o mijo o arroz según
lo que tuviera.
No sabía nada del mundo, ni siquiera quien
era el presidente de turno, no tenía radio ni televisión.
¿Sabe cuál era una de sus costumbres?
Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela y ver el rostro de los
niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos alejarse por el camino de
tierra hasta que eran manchas blancas.
(....)
Sabía del suicidio de Alejandra, le dolía
como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre Florita, repetía. Tan lúcida y
tan frágil. Pobres todas las personas sensibles del mundo porque no tienen
cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la tía, a la que hizo jurar
que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.
Esto es lo que la tía Eugenia rescato:
fotos, un de Pizarnik con anotaciones de mi madre. El hombre vuelve a abrir el
libro que heredó de su madre y lee otra frase de Alejandra marcada con birome
azul:
"Como una niña de
tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia"
Así me siento, así me sentí siempre,
-escribe al costado su madre- y espero que quienes esperaban algo distinto de
mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó lágrimas. Arrugó con rabia
una servilleta de papel después de secarse para evitar que sus lágrimas de sal
caigan sobre el pocillo de café.
Nos despedimos con un abrazo.
Mientras caminaba por la avenida me di
cuenta que ninguna historia de las que he intentado contar son de vidas
felices.
PARE
DE SUFRIR
La foto de los galpones sin techo, donde se
guardaban locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el
humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la mano.
Como su padre que lo llevaba de la mano con
el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo
de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos
de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible
de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del
cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo,
donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el
hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con
su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con
destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere
reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces
imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como
su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y
pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de
panza de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la
frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la
ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra
demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva,
como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días
libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día,
visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren
sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último
censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su
trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el
hombre esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su
cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender
algo y entregarse al azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota
en su cuaderno la pintada sobre la pared blanca que lee con la mirada virgen
del recién llegado al bajar del tren:
"No dejes que tu
vida la maneje un robot."
Decidió bajar del tren, a pesar de la
decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la
cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió
caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos
tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la estación”, pensó,
“o quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que, si hubiera sabido que estaría
caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos,
si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta
un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de
la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le
salen títulos, los escritos nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación.
Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie
de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior,
que las visitas son bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice
el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que
intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de
entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores
como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más
pequeñas: "Todos son bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve a un pastor
electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el
momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide
comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no
quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de
observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual
para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se
despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir
diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y
otros a los que el hombre elige negarles el acento de una mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e
imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en
el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por
qué, cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo
caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de
la comisura de la boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de
este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de
la época en que el hombre nació y creció.
Lo único humano era el portero de la
entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por
hablar un poco y sin que le pregunte, dice que un pastor emprendedor construyó
el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de todas partes
y a cualquier hora, pero hay horarios de reuniones que usted puede ver en la Tablet.
El portero despliega en su ordenador portátil la grilla de horarios y
descripción de eventos, entre los que el hombre puede leer:
-Reunión de casos imposibles: los sábados a
las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada.
Terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la
nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare
de sufrir en José Ramón Sojo"
El Reynoso
El arquitecto es un hombre viejo. Ha
dirigido muchas obras. Ha visto desfilar delante de su mirada a verdaderos
personajes entre los albañiles y gremios que trabajaban en sus obras.
Mira el recorrido del ferrocarril
Provincial, buscando el principio del hilo del cual tira la memoria para
recuperar lo remoto. Se detiene en la Estación Emiliano Reynoso.
“El
Reynoso”. Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en una leyenda que
circuló por años en las obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo
con los obreros, alguien contaba la historia, modificada con el suspenso que imprimen
los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles son excelentes narradores de
historias propias y ajenas.
“Fuimos
un pueblo alegre” –se dice sin profundizar.
Aquella obra era una casa de campo que
quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El campito quedaba a un
par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del apeadero del ferrocarril,
se llegaba por una huella que se hacía intransitable con una lluvia copiosa.
Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino con el que se compartía el alambrado
y una línea de eucaliptos altos a los fondos.
Para comprar cigarrillos o comida había que
ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales “El cóndor” atendido por hermanos
del apellido inolvidable: los “Cucurulo”.
Costó encontrar un equipo de albañiles que
estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para llegar hasta el fin del
mundo.
Los albañiles trajeron al Reynoso, un
correntino fuerte que además de peonar en la jornada laboral acepto quedarse
como sereno en el medio de la nada.
Armamos un obrador con chapas bastante
grande, una parte se dividió para que sea el dormitorio del Reynoso. Además del
catre, ropa y unas pocas cosas el hombre había traído un pequeño altar caserito
del gauchito Gil
El Reynoso hacía las compras para el asado.
Llevaba los pedidos de materiales al corralón donde teníamos cuenta corriente.
En esa época no existían los teléfonos celulares. Un día, Reynoso avisó que le
regalaron una mascota.
-Le puse “Tingui” dijo. Del gato de Reynoso
nos olvidamos enseguida, al hombre se lo vio comprar botellas de leche, juntar
los huesos del asado o comprar hueso con carne para el animalito. La mascota se
quedaba dentro de un sector bien alambrado pero agreste que ni siquiera fue
desmalezado. La única entrada era la puerta del fondo del obrador – casa del
sereno.
Esa zona del campito en la que no
trabajábamos era de unas tres hectáreas. El proyecto contemplaba más adelante
construir allí una amplia pileta de natación, un quincho, parquizar.
En esa mañana de enero había un calor
demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya estaba en etapa de
terminación, estaban los pintores, los albañiles y el Reynoso que recién había
vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en los comercios de la ruta.
Fue todo muy rápido, como suele ser con los
hechos que marcan la memoria para siempre. Escuchamos tiros. Algunos nos
silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de los pintores se tiró de la
escalera al piso. Se escuchó un lamento de animal grande, un ronquido doloroso
desde el pastizal. Luego escuchamos el grito que pretendía emular al del Tarzán
de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al tipo trepado al eucalipto blandiendo una
carabina con gesto triunfal. No habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al
Reynoso trepar como un gato al árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes.
Desde el piso con el Reynoso golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán,
sino que pedía auxilio, perdón …
Los albañiles salieron disparados, cruzaron
el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el cuchillo antes que lo sacara del
cinto, creo que lo iba a degollar como a un cordero.
Fue por esto que supimos que ese vecino era
cazador. El mismo cuatrero furtivo que asolaba varios campos de Saladillo. La
noticia podría haber salido en los diarios, pero no fue así: el dueño del campo
que construía su casa era un empresario exportador de lana que compró un
acuerdo de silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias
policiales. Supe que el acuerdo incluía comprarle su chacra a un precio
increíble con tal de no tener a un delincuente chiflado cerca. Reynoso iría a una
obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la enterramos en los fondos
del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba como un niño. Se había
puesto las mejores ropas con un pañuelo colorado anudado al cuello. Le habían
matado a la única compañía que había tenido en la soledad de ese paraje perdido
en la pampa. Ahí nos enteramos de una habilidad de su mascota: como un perrito
amaestrado traía en su boca una piedra que colocaba sobre su alpargata, El
Reynoso daba la patada con fuerza, Tingui atrapaba la piedra en el aire o la
buscaba entre los pastos hasta traerla de vuelta a los pies del hombre.
20 años después en una obra ubicada en el
barrio de Núñez. Cuando todavía existía el asado. En una sobremesa, el capataz
santiagueño volvió a contar la historia del Reynoso. Esta versión era más
simple que aquellos hechos ocurridos en su obra. El vecino -un ladrón
drogadicto- había ahorcado al gato. El Reynoso trenzado en lucha lo había
degollado sin piedad.
No dijo nada. Se limitó a escuchar.
Lo del tigre de Bengala jamás lo hubieran
creído.
LLEGAR
AL FUTURO
El tío abuelo de Kalman bajó de "El
pampeano" en Polvaredas a las 0.35 de un viernes. Al día siguiente era su
cumpleaños.
Unos minutos antes el tren había salido de
la estación Atucha. El tío no podía conciliar el sueño. Miraba por la
ventanilla ese cielo tremendo tan diáfanamente estrellado. Tan derramado en
estrellas sobre un campo que se parecía al infinito.
El tío tenía como objetivo ver loteos
pasando la estación 9 de julio. Había sacado pasaje a Mirapampa aunque pensaba
bajarse donde viera anuncios de lotes en venta. Como en un parpadeo se borró la
continuidad del paisaje de cielo a campo que venía admirando. Cuando abrió la
ventanilla recibió el golpe de una densa nube de polvo en el rostro. Era polvo
con brillos -como de luciérnagas- que se encendían y apagaban velozmente.
Quizás era polvo de estrellas que impactaban en una velocidad incalculable en
relación a la marcha del tren.
El tío se atemorizó. Cerró la ventanilla.
Pensó que quedaría ciego, tras unos instantes su vista se volvió normal. Afuera
la nube oscura con brillos siguió unos instantes más. La noche estrellada de
nuevo, ni rastros de esa polvareda. Fuese lo que fuese lo que había rodeado al
tren había desaparecido.
Miró al interior del vagón, vio pasajeros
que dormían u otros que no habían notado nada anormal en ese transcurrir del
tren.
Algo que no supo explicar bien le dijo que
tenía que salir de ese tren lo antes posible. En la primera estación en que se
detuvo el tren tomó su pequeña valija y bajó. Casi al pie de los peldaños vio
dos hombres que se aprestaban a subir. "No suban. Este tren esta
maldito" les dijo con ojos seguramente desorbitados por el miedo.
No sabe si les hablo en un español que no
manejaba bien o en su lengua madre polaca.
La cuestión es que los tipos lo miraron
como si fuese un borracho trasnochado y subieron por los mismos peldaños que el
tío había pisado segundos antes para sentir la solidez del andén.
El asombro del tío siguió cuando al verse
en el espejo de la sala de espera vio su cabellera tiznada de polvillo. Se sacudió
para quitar la polvareda y descubrió sus pelos poblados por canas que no tenía
al subir en La Plata.
Lo asombroso -según Kalman- es la
flexibilidad demencial con la cual su tío abuelo se adaptó a una situación
totalmente impensable.
Se estableció un tiempo en Polvaredas,
busco trabajo en un campo cercano. Decidió no decir ni palabra de lo ocurrido
en ese tren.
Años después de bajar en Polvaredas el tío
reencontró a su hermana menor con marido e hijos recién instalados en la
Argentina. Hartos de guerras y miserias humanas arribaron a Ensenada, última
referencia que tenían por una antigua carta donde el tío les dejaba un
domicilio. No esperaban encontrarlo con vida. A ese tío abuelo además de
llegarle familia le llovieron lágrimas, abrazos y reproches.
Las lágrimas se secaron con el paso de los
meses, los abrazos se aflojaron por costumbre, pero los reproches de su hermana
siguieron y hasta se hicieron encarnizados. El tío escuchaba todo sin enojarse
ni justificarse.
- ¿Por qué no contestaste las cartas? -Papá
y mamá murieron sin tener noticia tuya, pensaron que habías muerto o lo que es
peor que no te interesaba saber nada de tu familia.
Un día, quizás cansado de visitar a su
hermana en la casita de Ensenada para recibir ese clima tenso de reproche hasta
en los silencios. De no poder ni sostenerle la mirada. El tío abuelo de Kalman
habló. Llevó una valijita de cuero rígido - la misma con la que había subido al
tren aquella noche en la terminal de La Plata y la abrió.
Primero puso sobre la mesa un pasaje de
tren: que decía La Plata - Mirapampa fechado claramente el 24 de septiembre de
1917.
Ese día fue un lunes -se extendió en un
detalle al que nadie le dio importancia-
Luego puso un ejemplar del diario La Nación
sobre la mesa con la misma fecha.
-Estuve viajando adentro de ese tren 30
años. Seguí con mi vida como pude o mejor aún -aclaró-: agradecido de no seguir
allí adentro vaya a saber por cuantos siglos más. No le creyeron. Era como
decirles que las hojas alguna vez fueron plumas. Que lo trataran como un
mentiroso absurdo generó una pelea familiar que duro un tiempo.
Muchos años después Kalman recibió de manos
de su tío las únicas pruebas de no haber faltado a la verdad aquel día con su
familia. El pasaje del tren y ese diario donde se leía entre las noticias
destacadas que el ministro de defensa Elpidio González solicitaba el estado de
excepción para enfrentar la huelga ferroviaria de 1917.
La madre de Kalman, sobrina menor del tío,
siempre le creyó. El misterio de los 30 años fue algo que Kalman reconoció como
fuente iniciática de dos vocaciones: tanto de investigador científico como de
escritor vocacional. Si hubiese sido una verdad comprobable la experiencia del
tío merecía ser relatada en "Física de lo imposible". Si era una
mentira urdida para encubrir su desapego a su gente era un portal a literatura
pura.
En sus indagaciones Kalman encontró unos
pocos elementos a favor de la historia tal como la relataba el tío: No había
ningún rastro de su permanencia en esas tres décadas previas a establecerse en
Polvaredas, de 1917 a 1947 no había nada de nada. A pesar de estar encanecido
era inusualmente joven por tener los años que tenía. Los que lo conocieron en
esa época posterior a su viaje en tren no le daban no mucho más de 30 y pico de
años.
Ya ostensiblemente viejo, hablaba mucho de
su infancia en aquel pueblo de Europa central del cual partió antes de llegar a
la edad necesaria para ser convocado al servicio militar. Su padre carpintero
quería un futuro militar en la familia. Más aun siendo el hijo mayor. Una vez,
caminando con su padre por el bosque mientras iban a elegir un roble para
hacerlo madera de mueble. Su padre lo obligo a marchar delante de él como lo
hacen los soldados. El tío era apenas un muchacho de 14 años que intentó
cumplir de mala gana. Esa falta de vocación enfureció a su padre que comenzó a
patearle los talones cuando no marchaba correctamente llevando la punta del pie
bien alto. Así. A pataditas correctoras tuvo que marchar hasta retornar a las
afueras del pueblo donde seguramente por vergüenza su padre suspendió la instrucción
de marcha para su futuro militar al servicio del imperio.
Desde aquella tarde detestó para siempre a
su padre, a los militares, al imperio austrohúngaro. Ese día empezó a gestarse
su idea de irse bien lejos donde no hubiera ni imperio ni guerras ni un padre
que esperara tener un buen hijo militar en la familia. Así fue. Dos años antes
del comienzo de la primera gran guerra dejó una nota "me voy, ya escribiré
cuando este establecido"
***
Kalman siguió indagando en lo sucedido con
su tío abuelo hasta que dijo que ya era el momento para aceptar lo inexplicable
en esta historia de su tío.
Era muy pobre como explicación decir que
había sucedido una anomalía en el espacio-tiempo. Que su tío abuelo había sido
un testigo privilegiado cuya mayor maravilla era haber desplegado una enorme
fuerza psíquica para adaptarse, como el mismo decía a "esa gran patada al
futuro" que había recibido.
En esos 30 años en el tren evitó enterarse
del final de la primera guerra. De la guerra civil española. De la segunda gran
guerra. De tremendas e increíbles matanzas. El siglo XX se desplegaba en
horrores. Su pueblo natal fue devastado. Hijos y nietos de sus vecinos fueron enviados
a campos de exterminio por los nazis.
De última, cuanta gente que vivió realmente
día por día todos esos años que el tío abuelo pasó por alto adentro de un tren
dirán si les preguntan que todo paso muy
rápido. Que 30 años de vida fueron parpadeos. Unos pocos suspiros. Kalman sintió eso al
cumplir 65 años cuando decidió abandonar las investigaciones teóricas que había
intentado construir obstinada e inútilmente por años. Hasta una vez
-ridículamente- llevó un diente de su tío a un científico colega para hacer una
prueba con isótopos de estroncio y así intentar rastrear las geografías por
donde transcurrió la vida del tío en esas décadas adentro del limbo.
Le quedó una imagen grabada por otras
tantas que irán al olvido. Era fin de
año. Cuando todos estuvieron de acuerdo con el reloj en que indudablemente
comenzaba un año nuevo. El tío -que ya era un ancianito sin dientes- levantó la
copa de sidra y mientras la hacía chocar en el aire con otras copas pidió con
su voz por encima de otras voces:
“Sean felices, ustedes
que viven en su propio tiempo”
Corbett
Antes de partir a Corbett, la enorme obra
de Jerome Klepka, había recibido de amiga común Irene una caja con planos,
dibujos de esculturas y cuadernos donde Jerome anotaba frases o explicaba el
significado de sus obras.
En su cuaderno explicaba: “esta es una
cacería de recuerdos propios a los que debo darles una materialidad”.
El arquitecto Klepka jugaba a una lúdica
creatividad: se permitió colocar sus esculturas "Como los 109 trofeos que
debía cazar un Maharajá".
El hotel se llama "Edward James
Corbett Resort", queda a metros de la estación de tren. Es un hotel de
tres estrellas con baño privado. Pedí habitación sin saber cuánto tiempo
necesitaría para recorrer el parque natural y las obras de arte que Jerome
había dejado allí plantadas para que sean vistas e interpretadas por los
visitantes.
Ni bien entré pude escuchar del conserje
una historia que habla de la personalidad del arquitecto. Durante la obra del
reciclado del hotel, el hombre había tenido una fuerte discusión con el
contratista que colocaba el parquet. La discusión había llegado al punto de la
furia y los hombres iban a arreglar sus diferencias a trompadas. Hasta que el
parquetista lo insulto en ruso y Klepka le contesto con otro insulto similar
también en idioma ruso. -Irene me había contado que Jerome había aprendido ruso
porque su padre lo hablaba como segundo idioma; ya en su adolescencia había
decidido estudiarlo bien para leer a Gorki en su idioma madre. -
La cosa es que el conocimiento común de un
idioma y de cultura eslava los amigó. El contratista y el arquitecto comenzaron
a cantar juntos canciones tradicionales. Para festejar el descubrimiento,
Jerome fue hasta su auto, trajo una botella de Grappa Chizzotti y brindaron con los obreros presentes en la obra.
-Como Ud. mismo podrá observar, el parquet
de pinotea ha quedado impecable. -Remató el conserje.
Me di cuenta durante un buen rato antes de
lograr dormir en una cama desconocida que la idea de escribir sobre un hombre y
su obra no es tarea sencilla -al menos con Klepka-. Una segunda idea que había
tenido durante el viaje en tren estaba en cuestión, ¿Podría escribir algo más
que una breve postal sobre lo visto en Corbett? No quería -como muchas otras
veces- plantearme objetivos demasiados alejados, tenía certeza sobre las
limitaciones de mi escritura. Sin respuesta, lo mejor fue dormirme y esperar
que el día siguiente aclarara con su luz las cosas.
Desayune mirando al verde del parque un
cielo amplio y celeste hasta el horizonte. El día se mostraba como una promesa
esplendida. Como muchas otras veces sentía incomodidad con la soledad. Casi
siempre mi trabajo me llevaba a llegar y permanecer solo en diferentes hoteles,
la soledad me convertía en un observador o en un cazador de imágenes más
precisamente. Me llamó la atención la leyenda impresa en la remera que del
hombre de la cabeza afeitada. Tenía menos de cuarenta años, cuerpo trabajado en
horas de gimnasio. Parecía estar rueda de negocios desayunando con socios o
clientes. La remera decía en letra enorme: "Y si la mujer del prójimo me
desea a mí".
No quise distraerme más. Llevaba en mi
bolso un par de cuadernos donde Jerome Klepka describía el origen de las obras
que iba a ver ni bien me animara a salir al afuera del hotel.
En el pequeño parque lindero al que miran
los ventanales del comedor esta el monumento a Edward J. Corbett. Es una
escultura de hierro negro. Teriántropos en lucha: Cuerpo humano con cabeza de
Tigre. Arriba de la cabeza lleva el sombrero clásico que hemos visto en las
películas llevar a los cazadores. Esa figura lucha con una enorme víbora que se
enrosca por su cuerpo desde su pie izquierdo. La serpiente termina en una
cabeza humana que mantenía colmillos y lengua de serpiente.
La estatua tiene el subtítulo de
"Metamorfosis". Se lee en su enorme base de cemento la inscripción de
autoría: JEROME RICARDO KLEPKA. ESTATUARIO. ARQUITECTO. CLONADOR PAISAJISTA.
En el cuaderno dice -textual-:
"Metamorfosis". Fue con la infección del colmillo izquierdo. Tenía la
mitad del rostro con aspecto felino. Sentía que la fiebre era una enorme
serpiente que se enroscaba. Deliraba. Lo más lógico es que la serpiente tuviera
en su rostro el aspecto de la serpiente a la que llamamos, afiebrados de
autoengaño, "ser humano".
Alejándose de la estación y el hotel hacia
el norte esta la entrada al Parque Natural, situado en las tierras de la
antigua estancia de los Corbett. Allí quedaron al aire libre las obras de arte
de Klepka. La primera obra que pude observar se titula: "El rollo del
tiempo".
Escribe: "Después de la salud, el
tiempo es lo más valioso que posee una persona. (...) Pensé en las manos de mi
padre, en los objetos que había dejado abandonados en el galpón de la casa.
Había dos lavarropas oxidados, una heladera Siam. Los alambres que sostenían la
antigua parra habían quedado formando un rollo, una nebulosa galaxia que ya no
podría volver a extenderse. Fue mi hijo quien lo bautizó como rollo del
tiempo"
Me gustó mucho la obra dedicada a Kurt Vonnegut. "Insectos atrapados
en ámbar" Son piedras traslucidas apiladas como un muro adentro hay
cuerpos de insectos con cabeza humana. Arriba del muro desfila un soldado con
un uniforme alemán de la segunda guerra.
Jerome anotó: están mi padre y mi tío en la
guerra, nunca saldrán del todo. En el oído les quedara el zumbido de los
proyectiles que reventaban el tímpano. Por instantes puedo volver a ver los
ojos vivaces de mi padre cuando recordaba la noche iluminada por los
proyectiles en la batalla de Montecassino.
**
Cuando retorné del parque estaba bastante
cansado, era de noche, había comido algo en un pequeño restaurante ubicado en
la antigua residencia del comisionado inglés. Volví a la habitación, me bañe
con una ducha que no logre regular bien, con el agua casi fría afloje el
cansancio y me dispuse a dormir. La cercanía al campo convertía al hotel en un
espacio de resonancia de lo lejano y lo inmediato a la vez.
En la habitación contigua –que daba a la
cabecera de mi cama- una pareja había comenzado a hacer el amor. Se escuchaba
como la mujer jadeaba. Mi primera idea no fue nada romántica: este Jerome, ha
sido un gran artista, pero como puede ser que haya construido estas paredes con
paneles de yeso que no aíslan nada.
Desde el campo empezó a ganar espacio un
tren acercándose con el inconfundible sonido de las vaporeras. ¿Será una North British o una Vulcan Iron Works?
Por momentos la furia del vapor de la
locomotora se mezclaba con los jadeos de la pareja.
En cualquier lugar una locomotora atraviesa
la noche. Otra mujer que se enciende, hecha vapor, jadea. Hay viajes que crean
la vida y otros que la llevan desde un sitio a otro. Antes de conciliar con el
sueño se imponía una y otra vez una frase que había leído en mi recorrida. Lo
apropiado que era el título de una de las obras de Klepka: "Lo erótico es
la vida".
HOMENAJE
A PICHON
Al Doctor Enrique no le gustaban mis
monólogos existenciales. Por momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo
porque sos nieto de polacos, pero no me digas boludeces...” de tanto en tanto
remataba su enojo con algo sacado de un manual de frases hechas "hacete
cargo de tu vida".
Era el segundo paciente de la jornada. El
primero -Marcelo- subía con el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad
bajaba Marcelo y subía yo. A veces intercambiábamos breves comentarios como
forma de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos
hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es tu tema?
-La reparación... Dije sin pensar, como me
salió.
¿Y el tuyo? -Pregunté
-El acompañamiento… -Respondió mientras se
perdía entre la gente que estaba en el andén.
Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran
45 minutos.
En Fynn bajaba y no subía ningún paciente.
Aprovechaba el resto del día para ir a
visitar la chacra de mi tío Slawek que vivía entre patos y gallinas, pero se
consideraba un inventor.
Para mí el doctor era un loco chiflado,
pero socialmente era considerado como una eminencia a la que le estaban
permitidas esas excentricidades como atender arriba de un tren.
Me ganó como paciente aquel día en el que
le conté que quería escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor
aficionado. Su obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda,
con mecanismos y engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar
electricidad. "Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de
mis inventos" Se justificaba el tío.
Sin mediar palabra, Enrique fue caminando
como un robot o más bien como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se
volvió a sentar frente a mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra
a cuerda"
Aquella risa compartida me convirtió en
paciente feliz y en alguien con quien el doctor se permitió hablar de él.
A los 17 años -recién ingresado a la
carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con
sus ojos tirando chispas- Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a
amar. Años después declaró en un reportaje que fue "instructor de modales
en un quilombo”. Allí conoció a Agnieszka, más que bella era aquella ternura
que no se olvida, que se acrecienta cada día más y más. Un hada que predijo su
futuro de especialista reconocido. Del lupanar se fue cuando contrajo una
neumonía.
“La locura es como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina. Lo llevo
a psiquiatría.
En un anotador tenía los horarios del
Midland e intercalados cuales eran los pacientes que atendía. Ahí supe que el
doctor atendía 9 pacientes en cada viaje y que su jornada terminaba en Carhué.
Cada tanto, como para no olvidarlo repetía en imprenta “quien se entrega a la tristeza, renuncia a la plenitud de la vida”.
Guarde ese anotador donde además de frases
figuraban sus días de atención de pacientes en aquel tren con el detalle de
estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. Enrique sabía
que los horarios del Midland eran de una puntualidad inglesa por eso podía
confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una
estación y otra.
En Carhué tenía una amante pelirroja con la
cual cenaba y compartía lecho en el hotel.
Aquella vez, cuando estaba por bajar en
Enrique Fynn me tomó del brazo para dejar al aire un deseo:
-Cuidame al pueblo de mi otro Enrique.
Cuando me retire voy a comprar allí un campito. Quiero vivir tranquilo. Estoy
bastante cansado de la gente...
“Seré
domador de caballos”.
Rieles de letras
-Al bisabuelo “El
viejo Zucca” -
La vaporera se detiene.
Faltan –a la vista de quien baje a verlo
con sus propios ojos- las vías y los durmientes. El maquinista con las
antiparras levantadas. El rostro tiznado de hollín.
El
guarda lleva su impecable chaqueta color beige, la gorra con visera. Habla con
el capataz de obra.
-Dice que sigamos, que él va a poner vías
imposibles de remover.
El maquinista se conmueve, esta aturdido
por lo que escucha:
-Dice Don Nicolás que no tengamos miedo,
que sigamos sin temer un descarrilamiento, que el pondrá rieles de letras, durmientes
de palabras que echarán raíces de acero en los terraplenes. Que hará balasto
con vocales duras como piedras.
El maquinista y el guarda cruzan una breve
sonrisa, aceptan la irrealidad absoluta de la situación, van a seguir como debe
seguir la vida misma.
El hombre vuelve a subir en un primer vagón
desierto de pasajeros. Se sienta, se promete quedarse allí hasta llegar a la
estación destino.
Del afuera solo puede ver nubes de vapor
que se disipan contra el celeste cielo donde un sol tibio anuncia primaveras.
Un grupo de golondrinas tempranas planea
como descansando en el aire.
**
-Eduardo
Francisco Coiro, Argentina, Lomas de Zamora, 1958. Licenciado en Sociología
de la Universidad de Buenos Aires.
-Editor de Inventren e Inventiva
Social.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
-Próxima estación:
FRANCISCO A.
BERRA.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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