domingo, abril 06, 2008

LAS COSAS OCULTAS...


Historia oculta*


Me planteo que quizás sea mejor no contar su vida. Es muy posible que todas aquellas vivencias tan particulares y los lugares recorridos no se conozcan.
Quizás no sea mala idea mantener el desconocimiento sobre todas sus cosas, sobre la gente que conoció y trató y sobre lo que hizo. La curiosidad, dicen, es insana, sin embargo la gente siempre acaba contándolo todo de los demás. Incluso de si mismo. Esta vez, sin embargo , creo que es preferible que no cuente nada de su vida. Si, esto es lo que voy a hacer.




*de Joan. joan@cimat.es






LAS COSAS OCULTAS...






Domingo, 06 de Abril de 2008

Invisibles*


Capítulos del libro Espejos/ Una historia casi universal, de Eduardo Galeano, que pronto estará en librerías.


*Por Eduardo Galeano



El héroe


¿Cómo hubiera sido la guerra de Troya contada desde el punto de vista de un soldado anónimo? ¿Un griego de a pie, ignorado por los dioses y deseado no más que por los buitres que sobrevuelan las batallas? ¿Un campesino metido a guerrero, cantado por nadie, por nadie esculpido? ¿Un hombre cualquiera, obligado a matar y sin el menor interés de morir por los ojos de Helena?
¿Habría presentido ese soldado lo que Eurípides confirmó después? ¿Que Helena nunca estuvo en Troya, que sólo su sombra estuvo allí? ¿Que diez años de matanzas ocurrieron por una túnica vacía?
Y si ese soldado sobrevivió, ¿qué recordó?
Quién sabe.
Quizás el olor. El olor del dolor, y simplemente eso.
Tres mil años después de la caída de Troya, los corresponsales de guerra Robert Fisk y Fran Sevilla nos cuentan que las guerras huelen. Ellos han estado en varias, las han sufrido por dentro, y conocen ese olor de podredumbre, caliente, dulce, pegajoso, que se te mete por todos los poros y se te instala en el cuerpo. Es una náusea que jamás te abandonará.


Americanos


Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?
¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?
Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos?
Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?


Fundación de las desapariciones

Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los desaparecidos de la última dictadura militar.
La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.
En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por nadie.
Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y renunciaron a la tierra y a todo fueron llamados indios reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos sin nombre, en los
partes militares. Y sus hijos desaparecieron también: repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.


Padre ausente

Robert Carter fue enterrado en el jardín.
En su testamento, había pedido descansar bajo un árbol de sombra, durmiendo en paz y en oscuridad. Ninguna piedra, ninguna inscripción.
Este patricio de Virginia fue uno de los más ricos, quizás el más, entre todos aquellos prósperos propietarios que se independizaron de Inglaterra.
Aunque algunos padres fundadores de los Estados Unidos tenían mala opinión de la esclavitud, ninguno liberó a sus esclavos. Carter fue el único que desencadenó a sus cuatrocientos cincuenta negros para dejarlos vivir y trabajar según su propia voluntad y placer. Los liberó gradualmente, cuidando de que ninguno fuera arrojado al desamparo, setenta años antes de que Abraham Lincoln decretara la abolición.
Esta locura lo condenó a la soledad y al olvido.
Lo dejaron solo sus vecinos, sus amigos y sus parientes, todos convencidos de que los negros libres amenazaban la seguridad personal y nacional.
Después, la amnesia colectiva fue la recompensa de sus actos.



La Justicia ve

La historia oficial de Brasil sigue llamando inconfidencias, deslealtades, a los primeros alzamientos por la independencia nacional.
Antes de que el príncipe portugués se convirtiera en emperador brasileño, hubo varias tentativas patrióticas. Las más importantes fueron las de Minas Gerais y Bahía.
El único protagonista de la Inconfidencia mineira que fue ahorcado y descuartizado, Tiradentes, el sacamuelas, era un militar de baja graduación.
Los demás conspiradores, señores de la alta sociedad minera hartos de pagar impuestos coloniales, fueron indultados.
Al fin de la Inconfidencia bahiana, el poder colonial indultó a todos, con cuatro excepciones: Manoel Lira, João do Nascimento, Luis Gonzaga y Lucas Dantas fueron ahorcados y descuartizados. Los cuatro eran negros, hijos o nietos de esclavos.
Hay quienes creen que la Justicia es ciega.


Olympia

Son femeninos los símbolos de la Revolución Francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento.
Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó:
-Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿por qué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían. No podían hablar, no podían votar.
Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland.
Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de Estado.
Y la guillotina volvió a caer.


Los invisibles

En 1869, el canal de Suez hizo posible la navegación entre dos mares.
Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que el pachá Said y sus herederos vendieron el canal a los franceses y a los ingleses a cambio de poco o nada, que Giuseppe Verdi compuso la ópera Aída para que fuera cantada en la inauguración y que noventa años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Gamal Abdel Nasser logró que el canal fuera egipcio.
¿Quién recuerda a los ciento veinte mil presidiarios y campesinos, condenados a trabajos forzados, que construyendo el canal cayeron asesinados por el hambre, la fatiga y el cólera?
En 1914, el canal de Panamá abrió un tajo entre dos océanos.
Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que la empresa constructora quebró, en uno de los más sonados escándalos de la historia de Francia, que el presidente de los Estados Unidos, Teddy Roosevelt, se apoderó del canal y de Panamá y de todo lo que encontró en el camino, y que sesenta años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Omar Torrijos logró que el canal fuera panameño.
¿Quién recuerda a los obreros antillanos, hindúes y chinos que cayeron construyéndolo? Por cada kilómetro murieron setecientos, asesinados por el hambre, la fatiga, la fiebre amarilla y la malaria.


Las invisibles

Mandaba la tradición que los ombligos de las recién nacidas fueran enterrados bajo la ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran cuál es el lugar de la mujer, y que de allí no se sale.
Cuando estalló la revolución mexicana, muchas salieron, pero llevando la cocina a cuestas. Por las buenas o por las malas, por secuestro o por ganas, siguieron a los hombres de batalla en batalla. Llevaban el bebé prendido a la teta y a la espalda las ollas y las cazuelas. Y las municiones: ellas se ocupaban de que no faltaran tortillas en las bocas ni balas en los fusiles.
Y cuando el hombre caía, empuñaban el arma.
En los trenes, los hombres y los caballos ocupaban los vagones. Ellas viajaban en los techos, rogando a Dios que no lloviera.
Sin ellas, soldaderas, cucarachas, adelitas, vivanderas, galletas, juanas, pelonas, guachas, esa revolución no hubiera existido.
A ninguna se le pagó pensión.



*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-101937-2008-04-06.html









Revelación*


*Leopoldo Brizuela

A Martín


Ella va. Toda es oídos
Estaban Echeverría, La cautiva



El papel aún está en blanco. Poco a poco, en la penumbra roja del laboratorio fotográfico, bajo el líquido revelador que hago ondular zarandeando la cubeta como un buscador de oro su tamiz, veo aparecer la imagen que anunció el archivo: Campamento del cacique Manuel Namuncurá; semanas después de su rendición. Circa 1886.
Las tolderías. El desierto liso, sin rasgos, sin sorpresas. El viento en las nubes alargadas, en el humo inclinado de una hoguera y en la bandera argentina, único indicio de que esta ciudad de cuero y caña que los indios levantan, desde hace siglos, cada día un poco más allá, ha sido convertida en una cárcel peregrina. Casi ninguna presencia humana. Sólo la sombra del fotógrafo, alargada por la luz rastrera del amanecer, adentrándose en lo que veo, una sombra que podría ser la mía excepto por el sombrerito de explorador. Y sentada delante de uno de los toldos, de pronto, una mujer. Es de la familia de Namuncurá: lo dicen, más que ninguna otra cosa, el pecho henchido, la frente alzada, como si aún sostuviera el pectoral y la tiara de plata que, decomisados el mismo día de la derrota, viajarán ya camino a Buenos Aires.
Hace un siglo, el tiempo que exigía una toma fotográfica era más extenso que cualquier paciencia. La nitidez con que van revelándose los rasgos de esta india, como cincelados en roca de la cordillera, sólo pueden deberse a una larga inmovilidad. Pero nada indica que esté posando para el fotógrafo.
Sus ojos, que no brillan sino por lo que reflejan, carecen de mirada. Las aletas de la nariz, las manos crispadas en las rodillas, denotan la misma extenuante atención con que, poco tiempo antes de un temblor de tierra, el paisaje espera. Cualquier tiempo pasado así es la misma eternidad, porque es la eternidad lo que se percibe.
Y sin embargo, los araucanos de las pampas se replegaban resueltamente ante ese monstruo híbrido de cinco patas y larga trompa que era por entonces una cámara, dador de una muerte a la que no sigue vida alguna; y si, como los condenados al llegar a una prisión, los indios eran obligados a comparecer ante el pelotón de los fotógrafos, ellos que solían fulminar con los ojos a sus enemigos ahora apartaban cautamente la vista, porque en la mirada está el alma, cimentando en el público de las ciudades una falsa fama de timidez o cobardía. La franqueza del rostro de esta india, enfrentando directamente a quien la mira, sólo puede deberse a una razón: es ciega y está mirando lo que oye. Quien no escucha no sabe ver, dice una canción araucana. Y yo, desandando el camino, miro la foto hasta que logro oír lo que ella escucha.
Más chirriante que el aullido del viento, más perentorio que el golpeteo de los toldos, más perturbador que los quejidos y los cuchicheos de la tribu y el husmear de algún perro entre platos y ollas de latón, oigo el canto de otra mujer. La mujer, que no aparece en la foto, canta con una voz maquinal, raída por el uso como la voz de los locos que monologan para ahuyentar la soledad; pero no es una canción araucana sino una canción de cuna cuya letra descifro apelando a mi propia memoria: yo mismo la aprendí de mi madre que la aprendió de mi abuela que la aprendió de su madre que la aprendió de su abuela. Cuando una mujer canta en la ciudad, convoca ese linaje secreto que nadie adivinaría. Señora Santa Ana, ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido. Cuando canta en el desierto, se deja atravesar por la emoción de quienes la rodean. La soledad del desierto, el miedo de los indios a los blancos, el miedo de las cautivas a los indios, y un odio, un odio casi insensato, todo eso canta por su voz. Todo, menos el chico que ahora mece seguramente entre sus brazos. El silencio de ese niño expuesto a tanta intemperie me recuerda mi propio abandono de hijo cuya madre envejece en la ciudad. Entonces reparo en que debo cambiar la foto de cubeta; tomo el papel con las pinzas (tengo la aprensión disfrazada de asepsia con que operan ciertos médicos) y lo hundo ahora en el líquido que detiene la revelación. Tanteo el espacio de lo oscuro, ubico una silla enclenque y me derrumbo, resignadamente, a esperar.
El efecto de todo un día de trabajo revelando placas —y llevo diez, ajeno a la rueda de las noches y los días que gira en torno de mi casa, porque me han dado sólo un mes para sacar a luz el archivo polvoriento del Museo de La Plata— se parece a la maldición que, según los araucanos, acarrea mirar un eclipse; interponiéndose entre ti y todo lo que veas, llevarás tatuada la imagen del sol y de la luna en su cópula prohibida, y toda tu vida se alterará. Ahora, en la noche de mis párpados, yo sigo viendo la foto. La única diferencia es que el movimiento continuo de los líquidos con que trabajo y las voces que he llegado a oír dotan a esta imagen, también, de animación. Veo de nuevo a la india quieta, sentada frente al toldo, escucho como ella el canto de la cautiva blanca, pero tan pronto se oyen pasos apurados que se acercan, la india vuelve violentamente la cabeza y como si sólo entonces recordara que no puede ver, con un esfuerzo casi doloroso se pone en pie y apoyada en un bastón, espera. “¿Sos vos?”, grita en medio de un silencio que nadie más se atrevería a romper, y en una lengua que nunca recordé y ahora sé que he aprendido. “¿Namuncurá?” Aparece en cambio un indio joven, el torso desnudo, las botas de potro y las bombachas que le ha obligado a usar, seguramente, el ejército nacional: tiene la apostura de un centinela, pero también la dolorida urgencia del soldado derrotado que vigila sólo para evitar que sean los enemigos quienes impongan el control. Su autoridad es el resultado de una negociación. La autoridad de la india, en cambio, es el fruto de una antiquísima sabiduría, capaz de reconocer en el otro a un subalterno apenas por el ruido alarmado de sus pasos.
“¡Muchacho!”, dice temblando de furia, señalando con su bastón hacia el toldo pequeño de donde proviene la voz de la cautiva. “¿La oye? ¡Ha estado así toda la noche, zumbando sobre su cría, sin parar!” El muchacho no le responde, parece excedido, aterrorizado por sus gritos, y da unos pasos hacia atrás, como intentando huir. “¡Muchacho!”, lo reconviene. “¿No va a hacer nada tampoco usted?” Al fin, el muchacho murmura: “No, señora”, y agrega: “Es la ley”.
Entre los araucanos de las pampas, una ley prescribe que durante los primeros meses de la vida del niño la madre sea aislada del resto de la tribu en un toldito cerrado y que sea allí favorecida por la suposición de inexistencia. Durante ese período, y hasta mucho tiempo después, la madre habla al niño en una lengua distinta, que el resto de la tribu finge haber olvidado y frecuentemente olvida a fuerza de fingir: esta lengua es para los indios nómades lo más parecido a nuestra sedentaria noción de patria. Que la cautiva blanca cante ahora para su niño, y que lo haga en una lengua diferente, no quebranta en absoluto esa ley, y nadie se atrevería a decir que la oye. Entonces, ¿de qué ley hablan?
“¿La ley?”, replica la india indignada, como quien dice: “Pero es su ley contra la mía”. Y grita:
—¡Pero yo estoy desde antes...!
Alguien, quizás un milico que vigila los límites del campamento, hace sonar un silbato como para advertir que el escándalo debe cesar, y el muchacho aterrado se acerca a la india e intenta sentarla de un empujón. “Como quiera, cállese”, le grita, imitando la entonación de los vencedores; y aunque no consigue voltearla, sigue camino y agrega: “¿O quiere que la vuelvan a castigar?”.
La india, enfurecida, blande amenazante su bastón (“a mí, m’hijito, nadie me ha castigado”) hasta que al fin comprende que el muchacho ya está demasiado lejos, y como para liberarse de la furia de ser ciega —porque hace poco que es ciega, lo sé, y cada cosa que no ve la hiere como una nueva afrenta—, se pone a caminar frenéticamente por delante de los toldos, con un renguear extraño, desarticulado, como si no tuviera pies. La voz de la cautiva se levanta, casi alegre, casi cínica, y la india se lleva las manos a los oídos, intenta librarse de esa tortura. Levantate Juana y encendé la vela y andá a ver quién anda por la cabecera. El dolor del niño que escucha indefenso entre sus brazos, mucho más que el tormento de la india, me recuerda mi propia angustia de hijo cuya madre se muere en la ciudad. Abro los ojos a la oscuridad del laboratorio fotográfico, veo el reloj que fosforece débilmente en la penumbra, una esfera minúscula y casi ridícula la inmensidad sin tiempo de lo imaginario. Faltan cinco minutos para que termine la revelación: vuelvo a tomar con pinzas el papel, lo hundo en la última cubeta tal como mi madre, en la ciudad, hunde sus últimos vestidos en el agua del fuentón. El recuerdo de sus manos artríticas, torturadas por el frío de este agosto, me devuelve a la imagen del cuerpo agitado de la ciega. Siento que al menos el sufrimiento de una mujer ya muerta, encerrado en el marco de una fotografía, es algo que podré entender. Y en efecto, ese renguear ansioso de la india, su andar sin rumbo en la espera de que una nueva comitiva venga a castigar lo que no pudo reprimir el centinela, son las palabras que prosiguen contándome esta historia.
Entre los araucanos de las pampas, me digo, hay sólo dos causas posibles para esa deformación de las piernas que se curvan tortuosamente hacia fuera, como los flejes de un tonel, y esas causas son opuestas. En los varones, es la marca de años y años pasados a caballo, de la temible simbiosis que los vuelve, en la batalla, poderosos como centauros, híbridos como cámaras fotográficas. En las mujeres, en cambio, es la consecuencia de una mutilación que se inflige a las cautivas pocos minutos después de su secuestro: para impedir que se escapen, el hombre que las ha elegido les descarna la planta de los pies, y ellas, o bien se sumen en una melancolía terminal, o bien aprenden a caminar de este modo inconfundible, como si a la vez fueran extremadamente torpes y estuvieran a punto de despegarse de la tierra. Esta ciega, me digo, debe de ser también una cautiva, y sin duda mujer de Namuncurá, porque sólo ese lazo admite a una cautiva en los toldos del cacique. Una esposa tan antigua, además, como para haber llegado a adquirir, pese a la invalidez, tanta destreza. Pero ¿cuál es aquella ley anterior que ella invoca? ¿Un privilegio de primera esposa, equiparable al escalafón de antigüedad que rige entre los militares? ¿La ley de ese otro pueblo indio al que pertenecía, seguramente vencido por la tribu de Namuncurá?
Por fin se oyen los pasos enérgicos de una comitiva, las voces bajas y perentorias con que, por la noche, los jefes se acercan a calmar los últimos motines. La india se planta frente al toldo, laboriosamente rígida como la tropa a la que un jefe ha de pasar revista, y como tomando fuerzas para cumplir con su papel. Y todo a su alrededor, por entre las aberturas que quedan entre las irregularidades del cuero del toldo, aparecen las cabezas temerosas de una docena de mujeres, de viejas, de jóvenes, de casi niñas. Ninguna tiene la petulancia de la ciega, y no obstante, así como todo silencio se define por los ruidos que lo enmarcan, es claro que esta mujer las representa. Ahora sé que éste es el toldo de las esposas, y que quien se aproxima es el mismo cacique Namuncurá.
De pronto, la cautiva blanca canta aún más alto, como para competir con las indias en la atención de su amo, María lavaba, San José tendía, y el niño lloraba del frío que hacía, y los rostros de las mujeres se crispan en la misma mueca de rebelión. En los cuentos que cuentan los blancos, en los que formarán nuestra memoria, se habla profusamente sobre el desprecio suscitado por las cautivas blancas en las esposas indias, que pronto hacían del gineceo una cámara de tortura, y la explicación, invariablemente, son los celos. Pero estas mujeres que veo ahora, de físicos modelados por el propio trabajo, madres, tejedoras, hechiceras, y además capaces de guerrear y de matar igual que sus esposos y sus hijos, ¿qué podrían envidiar a la mujer del enemigo? ¿Qué dé una belleza blanca que, como la luna, sólo brilla por lo que refleja? ¿Qué dé una educación que las deja mucho más a expensas de su dueño? Las huincas, pensarán las indias, son billetes. Y entonces ¿por qué les molesta que una mujer cante? Violentamente, los dos escuderos de Namuncurá entran en el cuadro de la fotografía y se parapetan uno a cada lado de la india; ella yergue aún más la cabeza, como si se dispusiera a recibir el castigo con una dignidad de desafío. Y entonces dos voces de varón se aproximan, hablando en un castellano que todavía yo no puedo entender.
—¡Señor! —grita la ciega, adelantándose a la llegada del cacique, con la misma elocuencia con que habló al chico, sólo que asordinada de solemnidad. Y despavoridas como gorriones que acabaran de oír un trueno, las mujeres se escabullen hacia adentro del toldo. No soportarían enfrentar, ni por una hermana, el célebre poder de su señor.
Esto es todo lo que sé de él: dentro de quince años, cuando su último hijo sea llevado al Vaticano por la congregación salesiana como prueba irrefutable de su labor evangelizadora, alguien lo presentará así ante el Papa: Es el hijo santo de Namuncurá, rey de un desierto grande como Italia y Francia, exterminador de ejércitos cristianos, torturador de colonos. Sin embargo, cuando ahora veo entrar a Namuncurá en los marcos de la foto, no es más que un viejo diminuto, enfundado a duras penas en el uniforme de coronel del Ejército Argentino que exigió, junto con una cuantiosa indemnización y la posibilidad de elegir el terreno donde habitarán los pocos sobrevivientes de su tribu, como condición para rendirse. La altivez de su rostro, que tanta crónica militar compara con el demonio, esos “ojos de tigre” que le ganaban el terror de la soldadesca enemiga, han dejado paso ahora a una mirada enramada por el dolor, y por el hartazgo del dolor, y a unos movimientos violentos pero indecisos como los de un pájaro recién enjaulado, igual de vacilantes que el español en que habla, prescindiendo por primera vez de un lenguaraz. Quien viene a su lado, vistiendo un uniforme casi idéntico, es el general Lorenzo Vintter, al que un vago malestar, muy probablemente físico, lo hace distraerse a cada rato de su acompañante, como si quisiera quedarse a solas con su úlcera. Después de oír tanto tiempo el araucano, este idioma de los jefes, que yo aprendí de mi madre en la ciudad, siento en cambio que lo he olvidado, y tardo mucho en descifrar lo que ellos dicen.
“Señora”, escupe Namuncurá, sólo para advertirle de su presencia. “¡Señor!”, responde ella en araucano, y señala con su bastón hacia el lugar donde canta la cautiva. “¿La oye?” ¡Ha estado cantando así toda la noche, señor!”
“¿Qué dice?”, pregunta Vintter a Namuncurá, con una impaciencia inconfundible: ahora que ya no mata indios, no sabe qué hacer con ellos. “Esta mujer fue mi mujer, general”, se disculpa el cacique, con la voz baja que un blanco usaría para decir es: es una loca. “Quiso matar a mi hijo. Grita, porque desde entonces el remordimiento no la deja dormir”. Sorprendido, Vintter pasa lista a los hijos mayores de Namuncurá, esos míticos capitanejos cuya derrota se festejaba puntualmente en Buenos Aires con una botella de Veuve—Cliquot, y trata de imaginar qué rencilla de salvajes pudo enfrentarlos con esta vieja enclenque y alucinada. La ciega, aunque no comprenda el español, se sabe engañada de algún modo, y avanza unos pasos, blandiendo su bastón.
“Toda la noche así, señor, zumbando sobre su cría. ¡Robándome la noche...! ¡Y aún no sé ni dónde iremos...!”
Namuncurá la esquiva, escandalizado, como si el solo contacto físico de su esposa fuera capaz de revelar al jefe blanco una secreta debilidad suya, y entonces ella se topa con el general Vintter, le palpa inquisidoramente el pecho uniformado y lo confunde con Namuncurá: galones y alamares barrocos recruzan por igual los uniformes de jefes y subordinados. Satisfecha, afirma en el piso su bastón y con la otra mano golpea suavemente el pecho del general, como quien llama a una puerta.
“¿Por qué la deja vengarse, mi señor?”, dice la ciega. “¿Dónde ha quedado nuestro pacto, Pie de Piedra?” Pero dado que Vintter permanece inmóvil y sólo mira sonriendo al cacique, como preguntándole qué debe hacer, ella, enardecida, empieza a bajar resueltamente la mano hacia los cojones, el comienzo de un ademán que Lorenzo Vintter no puede siquiera imaginar y que, de todos modos, la fusta de Namuncurá intercepta violentamente, y la ciega suelta el bastón y lanza un grito que provoca el alarmado cuchicheo de las esposas.
“¡Deje de joder, perra!”, grita el cacique, mirándola tambalearse como un trompo en el centro de su noche hasta que al fin logra aferrarse al parante del toldo. “¿O quiere que la vuelva a castigar?” Ella nada dice, el dolor es demasiado intenso para permitirle la palabra, sólo frunce entrecejo y párpados repitiéndose, quizás, “a mí nadie me ha castigado, señor”. Y el cacique le vuelve la espalda, como sellando otro pacto, y los dos escuderos se retiran, pues ha pasado el peligro.
Lorenzo Vintter hace rato que ha apartado la vista de la pareja, pensando quizá que el castigo de una esposa debe permanecer tan privado como el acto de embarazarla. Y ahora, desde esa distancia científica que tanto tranquiliza al enfermo y al hombre de armas, repara en la deformidad idéntica que comba las piernas de la ciega y las de Namuncurá: si alguno de sus hijos hubiera quedado vivo y fuera chueco, se dice, no sabría si su malformación es hereditaria, y en todo caso, no sabría de cuál de sus padres la heredó. Namuncurá llega a su lado, se cuadra haciendo entrechocar los talones de sus botas y lo insta a partir, con la expresión tranquilizadora de quien por fin ha logrado poner orden. Se disponen a salir de cuadro. La ciega, que se sabe derrotada y se cree ya sola, se deja caer con la lentitud de una polvareda que se aposenta de nuevo en el camino y se sienta en el piso. No se oye nada de las otras mujeres. Sólo el canto de la cautiva blanca se eleva, victorioso, Señora Santa Ana, por qué llora el niño, por una manzana que se le ha perdido, y de pronto el general Vintter, al oírlo se detiene y entiende: el hijo de Namuncurá que quiso matar la ciega no es ninguno de aquellos capitanejos, sino el bebé de esa cautiva encerrada en su toldito, esa muchacha fronteriza a la que describirá en sus diarios calificándola de loca porque se negó furiosamente a retornar a la civilización. Un mismo horror me une a ese jefe —el castigo, supongo, de mi propia indiscreción— y salto de la banqueta dispuesto a terminar con esta historia: tomo con los dedos el papel fotográfico de la última cubeta y lo cuelgo de la cuerda que cruza la oscuridad de mi laboratorio tal como mi madre cuelga en su patio sus últimos vestidos. Gotas de agua caen de él y se estrellan contra el piso con un sonido antiguo, y hacen subir un perfume suave y tranquilizador; es el sonido con que el siempre ha hablado el cielo, el que duerme a los niños y despierta a las semillas, y el que, en el breve período de oscuridad que debe acompañar al secado de las fotos, me susurra lentamente el final de la historia.
El mundo es agua —recuerda la india ciega, oyendo caer sus propias lágrimas sobre la tierra del desierto, ávida y reseca como la piel de un tambor—, y quien aprende a ver el agua sabe que no hay pérdida completa. Nosotros somos agua, la misma agua estancada desde el alba hasta el anochecer, y todo lo que perdemos regresa siempre en otro estado: no hay muerte en este mundo a que no siga vida alguna. Entre los araucanos de las pampas, los que pierden la vista vuelven a esa casa inconcebible que habitaba Dios antes de separar la luz de las tinieblas, antes de escindirse en la luna y el sol; y son ellos, los ciegos, los únicos que pueden volver a ver con los oídos, y ver más allá del desierto y del cielo, de las ciudades y el mar, hasta encontrar algún silencio donde decir, como Él el primer día: Aquí el hombre hará su casa. Cuando se rindió Namuncurá, cuando él pidió elegir el sitio de su derrota, las esposas susurraron a oídos de esta ciega: Quédate despierta en esta noche, hermana vieja, mientras todo araucano duerme y el blanco carcelero se calla de pesar. Sal a la intemperie, y oye hasta el final el silencio del mundo, más allá de lo que nunca ninguno de los nuestros ha podido oír; y oye también al fondo de tu sangre, allí donde aún hablan los muertos, allí donde un día estuvo Dios...Y dinos si hay algún lugar donde esta noche sea nuestra.
En tiempo de los abuelos, piensa la india, se penaba con la muerte a quien velara sin permiso en la noche del desierto, y aún a quien hablara en lugar de dormir, interfiriendo el diálogo del ciego con el inmenso vacío: era él quien decidía el rumbo a tomar el día siguiente. Y sin embargo, cuando la ciega entró en la primera noche como quien entra en su reino, y la cautiva blanca comenzó a cantar, a gritar hasta aturdirla, ¿por qué nadie se atrevió a callarla? “Sólo un blanco puede creer que está acunando”, pensaba la ciega, batiéndose en medio de la música como un pájaro en su jaula. “Me ha apresado en su poder, que es el envés de su mutilación, ¿y por qué nadie la mata? ¡Si canta para perdernos en la noche...! ¡Canta, y está vengándose de mí...!” Toda pena de ciego oye la oscuridad del tiempo, y ahora, mientras se aferra dolorosamente la mano castigada, el llanto de la ciega llora toda su historia. Ah, ¿cuándo comenzó verdaderamente la derrota? ¿Por qué se rindió su padre y la entregó a Namuncurá? ¿Por qué ella misma se entregó al cacique y le entregó seis hijos? ¿Por qué Namuncurá cedió al consejo de los curas y se rindió a Lorenzo Vintter, que festejó con brindis la muerte de los seis? ¿Por qué puso todo el futuro de la tribu en el vientre blanco de esa perra cautiva? La ciega no tiene una respuesta, pero sí una imagen que cifra todas las preguntas: es ese niño mestizo que la cautiva acuna entre sus brazos, y sólo recordarlo indefenso entre sus manos la consuela. ¡Ah, aquel placer de ser la única esposa que se apiada, y de hurgar entre las piernas de la huinca, cuando ella gritaba y gritaba a punto de parir...! ¡Ah, aquella ira de cortar el cordón a dentelladas y de alzar por fin al niño como un trofeo, como las cabezas de los indios en las bayonetas de los soldados vencedores...! ¡Y ese impulso de estrellarlo contra el suelo, como a los niños débiles, para que todos entendiesen...! Pero la perra huinca aulló a tiempo, y Namuncurá surgió desde la nada: arrancarle al niño de las manos y patear las brasas de la hoguera para que le quemaran los ojos fue todo un mismo movimiento. Las mujeres, mientras trataban de curarla, lloraban y maldecían, como dispuestas a rebelarse, pero ella decía: No es un castigo, ahora veré, todos verán.
Pero si vieron, piensa ahora, escuchando el canto de la blanca como una humillación, ¿por qué me dejan sola? ¿Y por qué él me dijo que me castigó?
La mañana avanza con su pomposa ventolera y sus ruidos menudos, ese lenguaje tan pobre que parece cifrar nuestra más íntima pobreza. Suena el clarín convocando a seguir viaje, y lentamente, con esa lasitud culposa de quien carece, por primera vez, de obligaciones domésticas, las mujeres salen del toldo rumbo a la carpa donde los soldados reparten el mate cocido. Cada una con su jarro de lata, prefiguran sin saberlo a sus propios nietos que, ya abandonada la reservación, se echarán a mendigar por las ciudades de la Patagonia conquistada. Nunca han parecido tan hermanas, y fingen unánimemente no escuchar ni a la cautiva blanca que parece presa de su propia obstinación y sigue cantando hasta mucho más tarde que las demás mañanas, ni a la ciega que llora con los ojos cerrados, temerosa de que alguna le pregunte si ha logrado vislumbrar adónde iremos y avergonzada de tener que responder: Tampoco hoy, tampoco hoy.
Como tras cada noche de vigilia inútil, la ciega siente en cada hueso que un infinito cansancio la disuelve, pero intuye que la batalla aún no ha terminado, y trata de mantenerse en guardia hasta que la cautiva deje de cantar. Ya es pleno día: lo percibe en el calor que le desentumece las manos y convierte poco a poco el poncho en una manta viva. Entre los araucanos de las pampas, cantar siempre tiene una función precisa: honrar al tótem, contar memorias, incitar al combate; pero ¿quién —se pregunta la ciega—, quién podría decirle para qué sigue cantando la cautiva ahora que también su niño debería despertar...? La Virgen se está peinando entre cortina y cortina, los cabellos son de oro, el peine de plata fina. Al principio, la ciega supone que la otra sólo canta para proclamar ante los demás que también esta noche la ha vencido. Pero de pronto, cuando percibe que se ha quedado a solas con su enemiga, comprende que ha de existir algún motivo nuevo, y alertada por el peligro, se interna desafiante y cauta en el canto de la otra, va perdiéndose en él entre vaivén y vaivén de la voz enronquecida, y una misma actividad la hermana con el niño que ha querido matar. Sin percibirlo, así, la ciega misma se duerme una, dos, tres veces, y como acicateada, despierta una, dos, tres veces también, diciéndose incomprensiblemente que si en verdad ahora se perdiera su pueblo ya no sabría adónde ir. Pero es muy difícil volver a la vigilia cuando ésta es sólo oscuridad y un implacable sopor se esfuerza por derrumbarle la conciencia. En los arduos días de la guerra, el terror de los blancos no la dejaba dormir, ahora, en la noche de la otra, no puede concebir peor terror que el de dormirse.
Si pudiera hablar, pedir auxilio, diría que una marejada de canto la arrastra implacablemente hacia el centro del río, o que se halla presa en una telaraña hecha de voz y de vaivén...y la imagen de una araña blanca que espera al fondo de este sueño casi la despierta para siempre. Hasta que al fin, cuando su noche se vuelve al fin igual a la casa adonde Dios mismo ya nunca volverá, y esa casa se puebla sólo de ese canto incomprensible, la cautiva calla, y la ciega oye, como sólo oyen los ciegos, hasta el fondo del corazón de su enemiga, y bajo sus pies se abre un vacío, un silencio tan profundo que nadie puede nombrarlo. Manotea torpemente, igual que cuando aprendía a volver a caminar y temía estrellarse contra el suelo, comprendiendo que fue para esto que la cautiva se quedó entre los indios, pero de nada le sirve. “¡Mamá...!”, dice por fin, sintiendo que la invade una alegría feroz; la alegría de volver a la patria después de un largo exilio, la alegría de una imagen que se libera de los marcos fúnebres de una fotografía, y oye a un tiempo la tierra de los muertos, y el corazón de los suyos... y allá lejos, al fondo del futuro, me oye también a mí. Espantado, me digo que quizá la noche que buscaban, ese silencio, ese vacío, ese papel en blanco soy yo: siento que una mano invisible me alza para que me vean los muertos, dispuesta a estrellarme contra el suelo, el mismo suelo en que fueron derrotados. Pero me aferro ridículamente a la banqueta y me pongo en pie de un salto, con la implacable pericia de quien detiene, fotografiando, el movimiento de una vida. Entonces me froto los ojos, me digo por primera vez que dejaré de trabajar en esto, en este encierro, en esta locura, y me dispongo a archivar la imagen de hoy.
Me cuesta reconocer el espacio del laboratorio a oscuras, y tanteo torpemente, con los brazos extendidos, en busca del interruptor de la luz. Durante un rato, sigue sonando en mi cabeza la canción de cuna de la cautiva, pero la acallo pateando maquinalmente el piso, haciendo volar el polvo que algún día fue señores y señoras. Hago la luz con un ruido demasiado parecido al del obturador como para que no me tranquilice, la luz que a estas horas está inundando las calles de Buenos Aires, la luz que hoy la ciencia hace llegar desde la Araucanía. De la cuerda en la que cuelga la foto casi seca, como de la colada que mi madre ha tendido en la ciudad, caen aún unas últimas gotas de agua, gotas que me servirían para cerrar un artículo si me decidiera a reseñar esta experiencia y si pudiera compararlas con el llanto. Pero me acerco, recuerdo que el día termina y ella me espera para una de nuestras últimas cenas, y el escaso líquido que resbala de la foto es como una vida que se va. La desabrocho, empuño el secador de pelo como quien empuña un Remington, y mientras dirijo al papel el chorro de agua caliente apenas si reconozco la imagen, como si viniera desde lo más profundo, pero también de lo más lejano de mi propia memoria. El desierto, las tolderías, la bandera argentina, la sombra del fotógrafo que podría ser la mía si no fuera por el típico sombrerito de explorador.
Salvo la india, me digo, mirando hasta el fondo el toldo de las esposas. Salvo la ciega, que ya no está.




*Leopoldo Brizuela nació en 1963, en la ciudad de La Plata. En 1977 publica sus primeros cuentos en la revista Oeste por consejo de Gustavo Nielsen. Comienza a colaborar como periodista en distintos medios gráficos. Ingresa a la carrera de Letras en la Universidad Nacional de La Plata en 1983, pero abandona los estudios dos años más tarde. Escribe cuentos y poemas, pero ninguna de sus obras logra repercusión. Finalmente su primer novela Tejiendo agua, obtiene el Premio Fortabat de Novela en 1985 y es publicada por Emecé. Inglaterra. Una fábula, novela ganadora del Premio Clarín, le vale la consagración y es publicada en España, Portugal, Francia, Alemania y Brasil. A través del suspenso, el humor, los relatos épicos, la fascinación religiosa, el misticismo artístico y la búsqueda del saber como un destino, Brizuela traza las tribulaciones de una compañía teatral inglesa heredera de William Shakespeare, cuyos miembros se transmiten por generaciones. Con el hábil manejo de los recursos que oculta la palabra, el autor nos sugiere en esta obra el encuentro ineludible de los opuestos: el de la cultura occidental "civilizada" con la apariencia silente de los salvajes sudamericanos; el amor entre una niña y un viejo homosexual; el del idioma inglés con el lenguaje de los indios patagónicos.
Dentro de su obra de ficción se encuentran también: El placer de la cautiva (nouvelle), publicada en Portugal y Francia, en el 2001; Los que llegamos más lejos (relatos), en el 2002. Un libro de poemas, Fado, editado en 1995, dos libros de reportajes y varias antologías sobre el oficio de narrar.
Otras de las distinciones que obtuvo son: Premio Edelap de Cuento, en 1996, y Premio Konex diploma al Mérito en la categoría “Cuento quinquenio 1999-2004”, en el 2004
Desde 1987 da clases de escritura creativa en forma particular y en organizaciones no gubernamentales. Coordinó durante diez años el taller de escritura de la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Es colaborador habitual de Clarín, La Nación y Página 12.


*Fuente: http://www.abanico.org.ar/2006/08/brizuela.revelacion.htm








"SCENT OF A WOMAN"*




Son necesarias hembras que ahoguen
las hondas penas que tengo

Las hondas penas por las que rabio
(las que me miman
las que me matan)
pues no se van

¿Ciego y vivo?



*


Women are wanted,
a relief for my deep griefs

Deep griefs which drive me mad
(which overflow me
which kill me)
as they don't leave

Blind and alive?



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar

"SCENT OF A WOMAN", filme dirigido por Martin Brest.
-Traducido al inglés por Leticia Balonés.






*


Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 6 de abril del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor brasilero Alcyr Guimaraes. Las poesías que leeremos pertenecen a Christiano Whitaker (Brasil) y la música de fondo será de Bandolas de Venezuela (Venezuela). ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067


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viernes, abril 04, 2008

EN EL NOMBRE DE DIOS Y DE LA PATRIA...


El rifle*




Después de pasar por una dictadura en la que estaba prohibido tener cualquier arma y en la que estuve a punto de tener un serio disgusto por llevar una navaja multiusos en el bolsillo el día aquel de la manifestación, siempre había tenido la necesidad irracional de tener un rifle.
Me sorprendían periódicamente las informaciones que llegaban de Estados Unidos en las que un loco armado se apostaba en una escuela, en un parque o en una estación y con un fusil (a mi me gusta más "rifle"), que había acabado de comprar en una tienda de armas (que era legal allá) se había dedicado a disparar contra todo lo que se movía causando multitud de muertos y otros tantos heridos. El tirador acababa siempre abatido por la policía.

Estoy seguro de que eso ocurría porque los americanos están locos y mal educados, ya que el hecho de tener un rifle no hace perder la cabeza a nadie. Estoy seguro de que si me viera en esta situación sabría perfectamente dominar la ansiedad de disparar.

Parece que haya pasado una eternidad y tan solo fue ayer que llegué a Estados Unidos. Hace mucho calor en lo alto de éste campanario. Las manos me sudan de tanto apretar la culata del rifle que me compré por la mañana. Hay cuerpos en el suelo a lo largo de la calle. Parecía que podría resistirme a disparar, pero tener el poder en mis manos... Ahora me encuentro en el ultimo paso: Ser abatido por la policía.



*de Joan. joan@cimat.es





EN EL NOMBRE DE DIOS Y DE LA PATRIA...






Viernes, 04 de Abril de 2008

Armagedón Inc.*



*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona


UNO

Afuera, en la ciudad, todos miran al cielo y rezan porque caiga la lluvia y que Barcelona se moje para así poner fin a la sequía más grave en medio siglo. Ya han entrado en vigencia normas que establecen multas para el que lave el auto, el que llene la piscina y, dentro de poco, para el que transpire de más. Se viene un verano literalmente ardiente. Los vecinos no quieren que se trasvasen sus ríos para prestar agua y ya se acercan desde el horizonte barcos cisterna cargados con "el precioso y líquido elemento" o "el oro transparente" o lo que prefieran. En un futuro más cercano de lo que creemos, las batallas ya no se librarán en nombre de ese jarabe oscuro que hace correr a los autos y andar a las máquinas sino por el H2O que mueve a los hombres. Literal sed de guerra. "Si el agua hubiera sido inventada después de la Coca-Cola tendría un éxito bárbaro", teorizó alguna vez Bioy Casares, nativo de otro lugar, de otro afuera, del alguna vez llamado "granero del mundo" donde, por estos días, bueno, ya saben...


DOS

Mientras tanto, refiriéndose a un afuera todavía más afuera, George W. Bush insiste en que todo va todo lo bien que cabía esperarse y yo leo un libro sobre el asunto. Un ensayo de esos que lo cuentan todo y que juran decir la verdad y nada más que la verdad y, de golpe y sin anestesia, nos enfrentan
al hecho de que la realidad cada vez es menos realista y cada vez se parece más a una película de los Hermanos Marx. El libro se llama Vida imperial en la Ciudad Esmeralda, está firmado por Rajiv Chandrasekaran y es una de las cosas más graciosas (por todas las razones incorrectas) que he leído en los últimos tiempos. Porque lo que cuenta Chandrasekaran es el modo en que los norteamericanos, luego de la caída de la capital de Irak, fundaron y organizaron lo que se conoce como "Zona Verde": el supuestamente seguro oasis made in USA donde intentan reproducirse absurda, automática y compulsivamente los rasgos más distintivos del american way of life para mantener el buen ánimo de los soldados y para que los hijos de los amigos de Cheney & Rumsfeld & Co. (jóvenes destinados allí para realizar tareas para las que no suelen estar capacitados) no extrañasen las bondades de la patria
durante la catastrófica gestión del virrey L. Paul Bremmer III. Un lugar demencial cruza de Disneylandia con la Freedonia de Sopa de ganso que muy pronto comenzó a ser conocida con un nombre que se refería a otro clásico del cine: Ciudad Esmeralda, aquel lugar donde moraba el supuestamente
todopoderoso pero finalmente insignificante Mago de Oz.


TRES


Y las páginas de la crónica de Chandrasekaran pasaban a varias risas heladas por minuto y en la televisión pasaron No End in Sight, documental de Charles Ferguson cuyo título en español sería Sin final a la vista. Otra de norteamericanos en la Zona Verde. Entrevistas puras y duras a personas que,
en principio, pensaban que estaban haciendo lo correcto pero... Miradas fijas y vacilantes a cámara y palabras que, en ocasiones, cuestan oír por lo que se dice y porque se dice en voz baja y trata más de The War on Error que de The War on Terror. "Sabíamos que había dos o tres maneras de hacer las
cosas bien y unas quinientas maneras de hacerlo mal. Lo que no podíamos imaginar es que iban a ponerse en práctica todas y cada una de esas quinientas maneras", dice allí alguien con el impecable humor negro de ciertos escritores.


CUATRO

Y, sí, mientras yo leía Vida imperial en la Ciudad Esmeralda todo el tiempo se me aparecían los fantasmas de dos de los escritores que mejor narraron la guerra porque supieron ver en ella la posibilidad de contar armoniosamente un caos que desbordaba de posibilidades anecdóticas. Me refiero a Joseph "Catch-22" Heller y a Kurt "Matadero-Cinco" Vonnegut. Heller y Vonnegut marcharon y volaron y fueron bombardeados durante la Segunda Guerra Mundial, esa guerra que marcó a fuego el inconsciente colectivo de los Estados Unidos, una guerra donde fueron buenos indiscutidos e indiscutibles y aquélla en cuya memoria, de tanto en tanto, salen despedidos para caer en sucesivos y cada vez más esperpénticos desastres. La Segunda Guerra Mundial fue la guerra que les tocó sobrevivir para contarla a Heller y a Vonnegut pero -leyendo sus dos novelas más justamente célebres- está claro que tanto uno como otro ya están anticipando y poniendo por escrito a Vietnam y a todo lo que vino y vendrá después. Vietnam es la guerra/estigma/maldición que todavía no ha terminado. Vietnam es la puerta que ya nunca va a cerrarse.
Vietnam queda en el Atlántico Sur, en el País Vasco, en la selva colombiana y en la Zona Verde de Bagdad donde sólo se sirven cereales norteamericanos para así elevar la moral de las tropas.


CINCO

Y no hay mal (la muerte de un genio) que por bien no venga (la publicación de un libro del genio que probablemente el genio no habría publicado nunca).
Y así acaba de salir a la venta Armaggedon In Retrospect: recopilación de textos dispersos, cuentos primerizos, cartas, apuntes (y un apocalíptico último discurso que no llegó a pronunciar) de Kurt Vonnegut sobre su rol en el frente y en la destrucción de Dresde. Y hasta la lista de la compra de
Vonnegut es importante y digna de ser leída; pero lo especialmente interesante de este volumen póstumo es que muestra cómo el escritor decidió no seguir el rumbo natural y reflejo de otros colegas soldados -como James Jones, William Styron, Norman Mailer y, antes, el fundante Ernest Hemingway- para optar por hacer con la materia de la guerra algo muy diferente. Así, cuando alguna vez le preguntaron a Vonnegut por qué no había escrito nada autobiográfico sobre su experiencia como prisionero de guerra, respondió: "Es que fue una experiencia definitivamente pasiva... Mierda, yo no hice nada. Fue a mí a quien le hicieron todo. Así que no es algo acerca de lo que te guste hablar". Cuando, años más tarde, Vonnegut decidió "hablar" al respecto en una novela, bueno, como apuntó un crítico, "le salió algo un
poco raro". Eso "un poco raro" fue Matadero-Cinco.


SEIS

¿Y qué fue lo que hizo a Vonnegut un escritor diferente? Sencillo y complejo: el darse cuenta de la imposibilidad de escribir sobre la Segunda Guerra Mundial (la auténtica "madre de todas las batallas") como si se tratase de una "guerra buena". Lo intentó pero no le salía. Sobre esa "imposibilidad" trata Human Smoke, el polémico y reciente libro de Nicholson Baker subtitulado "Los comienzos de la Segunda Guerra Mundial y el final de la civilización". La tesis del obsesivo y revulsivo Baker -recordar libros como La mezanina o Vox- es, apoyado en fragmentos de información recortada de la época, que entonces hubo malos muy malos (los nazis) y buenos no tan buenos (Roosevelt y Churchill). Y Human Smoke ya ha sido atacado desde varios flancos así como defendido por críticos y lectores que no pueden creer lo que están leyendo porque, por fin, comprenden que toda guerra es básicamente increíble y, aun así, por desgracia, hay tantos graciosos que -en el nombre de Dios y de la Patria- siguen creyendo en ella. El resto, nosotros, aquellos a los que les hacen todo, somos los prisioneros de guerra.



*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-101812-2008-04-04.html









El pánico de la huida considerada ataca de nuevo (un milagro)*




*Rodrigo Fresán



La idea -me explicó ella pocos días después de su llegada- era aprenderse de memoria todos esos lugares del libro de Hopper co­mo si se trataran de oraciones en un libro. Como cuentos cortos. A ella los cuadros de Hopper siempre le habían parecido cuentos. Miraba esas figuras fundidas en sus reposeras, apoyadas contra la horizontal de bares, detenidas en un camino en busca de una ca­sa, buscando una salida o una entrada desde la ventana de una oficina. Aprendía esas paredes blancas y esa insinuación de los océanos creciendo junto a las puertas entreabiertas.
No, no son cuadros, son historias, se decía a sí misma. Puedo leerlas y lo que más me gusta es que no se conforman con ser ape­nas un instante en la inmensidad del tiempo. Ya sé: los cuadros de Hopper es como si tuvieran un antes y un después. Como cuentos, como historias.
Y se reía.
Por eso se prometió no ser "un instante en la inmensidad del tiempo". A veces ella se avergonzaba de las palabras grandilocuen­tes que usaba para pensar, tan diferentes de los monosílabos a los que condenaba toda conversación. A veces decía en voz alta sus pensamientos y algo cambiaba en la perspectiva de la tarde. Por eso hoy está aquí y mañana allá y cualquier foto de ella debería resignarse a salir movida. Por eso sólo Hopper podría hacerle ple­na justicia a su rostro.
Me gusta -para empezar- no decir su nombre, no revelar su identidad.
Prefiero pensarla así, como una leyenda desconocida, como un strannik de la Rusia medieval, un peregrino que se ha suscrip­to de por vida al método hesychat de plegaria que nos es enseña­do en la Philokalia. Así puedo oírla: orando sin cesar en algún lu­gar de la carretera desierta. Señor Jesucristo,
ten piedad de mí, una y otra vez, sin siquiera mover los labios -cinta de Moebius, monó­logo de contestador telefónico- mientras cabalga una Harley Da­vidson con su pelo rubio flameando como una bandera que ha conocido muchas batallas y ha ganado algunas. El walkman car­gado con casetes de Roy
Orbison, el cantante preferido de su pa­dre por razones obvias. El cromo y el acero que atrapa entre sus piernas en franca colisión con el aire que respira.
En serio.
Nunca he visto una mujer más hermosa.

El día en que le regalé la reproducción de Hopper (Rooms by the Sea, 1951) y la colgamos sobre la cama, en la habitación que jamás supuse se convertiría en la habitación de huéspedes. Ese día fue cuando me confesó por qué se movía todo el tiempo, por qué no se quedaba más que unas semanas en cada lugar, por qué volvía a cerrar su mochila y salía disparada como un espejismo ruidoso.
Si me mantengo en movimiento, dijo ella, La Cosa no va a en­contrar un lugar de dónde agarrarse y tal vez así pueda ganar al­go de tiempo y derrotarla.
Nunca la había escuchado decir tantas palabras seguidas. De­bo confesar que el asombro pudo más que la curiosidad y me pa­reció de mal gusto preguntar de qué era "La Cosa" y de dónde iba a "agarrarse".
Enseguida, como si se diera cuenta que había hablado dema­siado, se cubrió hasta las cejas con la frazada y cerró los ojos y di­jo: "Papá siempre viajaba todo el tiempo y a mí se me debe haber pegado... Aunque nos perseguían cosas diferentes".
Y yo apagué la luz y salí del cuarto.

Ayer me dijo que una de las evidencias incontrovertibles de que el mundo estaba llegando a su fin era que en su Penguin Dic­tionary English-Spanish / Spanish-English figuraba la palabra "reloco".
Lo sacó de su mochila -ese lugar que parece no tener fondo o por lo menos contar con una docena de pasadizos secretos- y me lo mostró. Edición de bolsillo muy usada. Página 425. Reloco: crazy, crackers, bananas, bonkers.
Le dije que no veía la conexión.
Me explicó con un suspiro resignado, me explicó pensando en voz alta que "una cultura que se resigna no sólo a buscar una pa­labra para la demencia sino que, además, se preocupa por aumen­tar la intensidad de su poderío, bueno, ha perdido toda esperan­za en el futuro".
Le dije que sí, que ahora entendía. Lo que no me quedaba del todo claro era por qué insistía en mantenerse en movimien­to si todo estaba perdido, por qué no quedarse a esperar el fin de todos los días en un lugar agradable o, por lo menos, conocido.
No hay nada más trágico que resignarse a esa idea: que el ina­pelable destino de toda la humanidad deba ser el mismo que el de una insignificante persona, me respondió ella con la más tris­te y sabia de las sonrisas.

Llegó hace tres días. Detuvo su motocicleta frente a la cabaña y me pidió si podía darse un baño. Ofreció pagar. Le dije que no hacía falta. Se metió en el baño con su mochila milagrosa y, casi dos horas más tarde, salió en un vestido de lino blanco. Que no tuviera una sola arruga se debía, sin duda, a
las propiedades má­gicas de su mochila.
Me dijo que le gustaba mi casa, que el paisaje era limpio y que uno se acostumbraba enseguida al silencio del lugar. Por eso se había quedado tanto tiempo en la bañadera. Me pidió que la dis­culpara por eso, pero que hacía mucho se había resignado a du­chas apresuradas en terminales de ómnibus y estaciones de tren; que la visión de una bañadera grande y rebosante de agua calien­te le pareció una tentación imposible de rechazar.
Le dije que la entendía a la perfección.
Me gusta mi bañadera. Es uno de esos piletones de loza anti­gua, apoyado sobre las garras de un dragón benigno. Uno de esos valles blancos que parecen haber sido diseñados con mucha más sabiduría que cualquiera de los valles de este mundo.
Ella salió a la galería que rodea la casa, estiró los brazos, hizo crujir sus dedos por encima de su cabeza y sonrió. Igual, casi igual, dijo. Y sin darme tiempo a preguntarle a qué se refería fue hasta su mochila y sacó un libro con reproducciones de un pin­tor norteamericano llamado Edward Hopper.
Buscó un cuadro para mostrarme. Tenía razón; el paisaje y mi casa dentro del paisaje eran casi iguales a ese cuadro del libro. Sólo que no pasa ningún tren junto a mi casa, me excusé. Mejor todavía, dijo ella.
Me invadió una rara forma de felicidad. O tal vez era una felicidad perfectamente normal y lo que descubría era que, bueno, hacía tanto tiempo que no era feliz.
Soy feliz porque creo que ella va a quedarse, pensé entonces.

Nos movíamos por la casa sin entrometemos nunca en el ca­mino del otro, sin superponer nuestras voces. Cuando uno habla­ba, el otro se sentía encantado de escuchar. Y todas y cada una de nuestras actividades -que en un principio parecían completamen­te imposibles de conciliar- pronto parecieron reconocer una coreografía común y una correspondencia secreta por la que nos de­jábamos llevar con el mismo placer que otros se entregan al abrazo imprevisto de una ola o al vértigo anticipado de una mon­taña rusa.
No tardé en descubrir que la interrupción de una rutina por una forma diferente de rutina puede ser una de las tantas versio­nes del paraíso.
No había libros, ni radio, ni televisión y el pueblo más cerca­no -desde donde me traían provisiones una vez cada quince días-­ quedaba a cincuenta kilómetros.
Me disculpé por eso como si fuera mi culpa.
A ella le pareció perfecto, la situación ideal.
Necesitaba separarse un poco del mundo antes de volver al mundo, me explicó.
En algún momento me sugirió que nos contáramos partes de nuestras vidas o mentiras que funcionaran como recuerdos de esas vidas.
Fui el primero en mentir: le dije que mi vida no había sido in­teresante pero que lo interesante era que yo me había propuesto que así lo fuera. Por lo tanto, continué, he tenido la más intere­sante de las vidas para mí y la más estúpida de las existencias pa­ra los demás.
Se rió como si no me creyera demasiado pero con la conside­ración que merecía semejante respuesta. No quiso saber más; en cambio, pareció pensar cuáles episodios dispersos ofrecerme de su biografía.
Me va a venir bien pasar las cosas en limpio, dijo. Lo bueno de contar historias es que se gana tiempo, continuó; de una ma­nera u otra siempre se cuentan historias para ganar tiempo.

Hace tanto que no veo a mis padres, dijo después; mi madre desapareció en una fiesta el 31 de diciembre de 1999. Siglo nue­vo, vida nueva. Era hermosa mi madre, pero estaba un poco loca. En eso debo haber salido a ella. El otro día leí en algún lado un proverbio swahili: "Las hijas de los leones son leones también". Acá tengo una foto de ella. Mi padre... nunca se recuperó del gol­pe. Se habían juntado y separado varias veces. Pero creo que, es­tén donde estén, todavía se aman, a su manera. Como leones. A mi padre hace mucho que no lo veo. Un día dejó todo y se fue a vivir a la finca de la familia. Acá tengo una foto.
Es una foto vieja: un padre antes de siquiera pensar en ser pa­dre, vestido de soldado, mirando a cámara, como se mira a un pe­lotón de fusilamiento, como se mira la última página de un libro que no se quiere terminar.
Durante un tiempo viví con un científico, me dijo otra noche. Un tipo que quería aislar a Dios. Decía que Dios era un virus. O una célula. O una neurona. O una enfermedad. O un cromosoma. No sé; algo por el estilo. Decía que los que creían en Dios tenían abundancia de eso en la sangre. O en los huesos. O en el cerebro. O en algún lado. Y los que no creían eran inmunes al virus, o ca­recían de ese cromosoma, y no podían ser contagiados. Estaba se­guro de eso. Lo que le interesaba era aislar a Dios e inyectárselo a
personas que no creyeran para ver qué pasaba. Quería ver en qué mutaba un agnóstico terminal al ser inyectado. Quería ver si una dosis masiva de Dios capacitaba a alguien para hacer milagros. Ca­minar sobre las aguas y esas cosas. Quería ver si un Dios inyecta­ble era el remedio para todos los males
de este mundo. Un día tu­ve la pésima idea de contarle que, cuando yo era chica, pensaba que Dios era una gran tortuga y que nosotros vivíamos en su ca­parazón y que Dios asomaba su cabeza de vez en cuando. Enton­ces me preguntó si yo creía en Dios. Le contesté que a veces sí y que a veces no.
Nos separamos a los pocos días.

Estamos entrando en la temporada de las lluvias, y con las llu­vias mi humor cambia. Ahora que está ella, descubro que estos cambios se me notan.
Ella me pregunta qué me pasa, por qué estoy distinto.
La lluvia; me pone nervioso, le contesto. El agua en movi­miento me pone nervioso.
Me pregunta por qué.
Cuando era chico casi me ahogué, le miento.

Alguna vez leí que Jesucristo había aparecido en forma de ár­bol, dijo ella varias noches más tarde. En un sic amaro en la pla­za central de un pueblo llamado Canciones Tristes.
Fue hasta su mochila, sacó el recorte y me lo mostró. Un dia­rio local de hace un par de años.
Fue en la época esa que Jesucristo aparecía por todos lados y todo el mundo veía a Jesucristo, dijo. Fue durante los primeros días del siglo XXI.
Jesucristo estaba de moda y las mejores fiestas eran aquellas donde Jesucristo decidía aparecer. Había agencias que alquilaban Jesucristos. Rent A Jesus. Actores sin trabajo. O tal vez fueran los mismos que hacían de Santa Claus en Navidad. Se ponían a dieta y volvían a engordar cuando llegaba diciembre. Bueno, dijo, la cuestión es que yo había estado en Canciones Tris­tes cuando era chica. Así que me subí a la moto, viajé dos días, y ahí estaba el árbol. Rodeado de personas que decían "ah" y "oh" y "tiene los brazos extendidos" y "parece estar llorando" y "yo me lo imaginaba con la nariz más chica". Todo el mundo veía a Jesu­cristo en el árbol, pero nadie parecía tener ganas de preguntarse por qué Jesucristo iba a querer aparecer en un árbol. Pensé que, tal vez, mi científico tenía razón: Dios era un virus, después de to­do. Había una epidemia en Canciones Tristes: gente rezando a los pies del árbol y velas encendidas y ofrendas.
Un chico me dijo que la primera en verlo había sido una nena ciega. La nena iba ca­minando de la mano de su padre y de golpe señaló el árbol sin verlo y exclamó: "iPapi! iPapi! ¡Veo a Jesús!". De verdad era raro, le dije. Un árbol aparece en medio de la noche donde antes no había nada y es descubierto por una nena ciega. El chico me dijo entonces que no, que el árbol siempre había estado ahí. Ah, le di­je yo, pero antes tenía otra forma. No, el árbol siempre había si­do igual. Le dije que no entendía. Me dijo que la gran diferencia era que el árbol ahora era Jesucristo. Fui a buscar un teléfono pú­blico para llamar a mi científico. Me atendió una mujer. Corté sin decir nada, mientras me preguntaba si ella creería todo el
tiempo en Dios.

Ayer no se levantó en todo el día. La puerta de su cuarto esta­ba cerrada con llave. Le pregunté si se sentía bien. Me dijo que sí pero que necesitaba pensar, estar sola, que por favor pusiera su motocicleta a cubierto si empezaba a llover.
Le dije que no se preocupara: Dios protege a todas las moto­cicletas.

A la mañana siguiente se levantó antes que yo. La oí cantar mientras preparaba el desayuno en la cocina. No quise interrum­pirla. Me quedé en la cama, intentando atrapar las palabras que de tanto en tanto se desprendían de la melodía.
Cuando entré en la cocina la encontré ligeramente cambiada. Tan parecida a él. Sí, ya me había mostrado la foto. Pero fue re­cién entonces cuando supe que era ella. Que las casualidades no son -como miente el diccionario- "combinaciones de circunstancias imprevistas o azarosas".
No, las casualidades son un idioma que no se enseña y que unos pocos aprenden en el momento menos pensado. Yesos po­cos a quienes se les revela el secreto de este lenguaje quedan pri­sioneros de él para siempre. Fue entonces cuando toda mi vida pasó frente a mis ojos y descubrí que nada había sido casual, que todo era parte de un plan preestablecido que me había conduci­do a este momento y a esta mujer.
Por un momento me mareé y me apoyé en el respaldo de una silla.
¿Qué te pasa?, me preguntó ella.
Debe ser la edad, respondí yo.
¿Cuántos años?, quiso saber.
Depende del día y de la hora del día, le contesté.
Nos reímos los dos.
Y, fingiendo a la perfección que disfrutaba una taza de café, me senté a esperar instrucciones o casualidades que, estaba segu­ro, no tardarían en enviarme desde algún lado.

Cuando me fui de Canciones Tristes, continuó ella como si se tratara de otra escena de una misma película, me detuve para llevar a un tipo que hacía dedo sentado en un banco de la plaza. No sé por qué paré, nunca llevo a nadie. Bah, sí sé. El tipo era igual a Jesucristo. Podría haberse hecho millonario
como un Je­sucristo de alquiler. O no. Era demasiado creíble; quiero decir, no era un Jesús perfecto como el de las estatuas y el de las igle­sias. Era bajito. Sí, ya sé. Todos los estudiosos dicen que Jesucris­to era bajo, pero el problema de este Jesús era que parecía dema­siado... demasiado... terrestre. Creo que el tipo se daba cuenta y por eso trataba de parecerse lo menos posible a Jesús. Estaba ves­tido con una de esas camperas de esquiador, tenía el pelo recogi­do en una trenza y usaba anteojos negros.
Dijo que iba cerca, a un hotel con un nombre largo. Algo de los Santos.
Tenía que ir a retirar una valija que había guardado en el depósito. Ahora que lo pienso, tal vez lo llevé porque me divirtió toda esa gente co­mo hipnotizada por un árbol donde veían a Jesús mientras, a po­cos metros, tenían un tipo mucho más parecido a Jesús que cual­quier árbol, ¿no? Lo más gracioso es que llegamos a este hotel rarísimo y enorme justo en el momento en que se estaba incen­diando y un tipo salía gritando algo sobre la comida del hotel. Le dije al hombre parecido a Jesús que mejor no entrara. Me dijo que no había problema, que estaba acostumbrado a estas cosas y que estaba dispuesto a pagarme con la respuesta a cualquier pre­gunta, que le preguntara lo que quisiera. Le pregunté si Dios exis­tía. Me contestó que lo importante no es que Dios exista sino que es un gran personaje. Le dije que eso no era una respuesta. Me contestó que lo mío, si lo pensaba un poco, tampoco era una pregunta.
Ayer por la noche ella se desmayó mientras desarmaba el mo­tor de su motocicleta. La llevé a la cama. Cuando abrió los ojos me dijo que se alegraba de verme, que en el momento en que se desmayaba pensó que no iba a verme más.
Le pregunté si ya le había pasado antes.
Me dijo que no, pero que tal vez Dios la haya contagiado fi­nalmente. O tal vez fuera hora de ir empezando a creer, por las dudas. Que tal vez hubiera algo del otro lado.

Hoy ella me contó la historia más corta de todas.
Jesús se le apareció a papá y le dijo que esa noche hiciera el amor con mi mamá y así fui concebida, me dijo.
Me quedé esperando el resto de la historia y ella me gritó que qué esperaba, que eso era todo, que dejara de mirarla así. Y se le­vantó y salió a la galería a fumar un cigarrillo.
Después me pidió disculpas sin demasiada convicción, del mismo modo en que uno se disculpa cuando pisa a su pareja du­rante un baile.
Le pregunté por qué todas las historias de su vida tenían que ver con Dios y Jesucristo.
Sin darse vuelta me contestó que esa era una pregunta muy es­túpida y que ella no era un Rent A Jesus.
Hay mujeres, pensé entonces, a las que recién se las conoce del todo cuando se las oye llorar de espaldas por primera vez.

Sueño que ella es una heroína en medio de la tormenta atada al mástil de un barco fuera de control. Truenos y rayos y marine­ros entregándose a la desesperación de un naufragio sin tierra a la vista y ella atada al mástil.
Atada al mástil, la pálida heroína as­ciende a los cielos.

Me despierto y sé exactamente lo que debo hacer. Alguien me dicta en voz baja todos y cada uno de mis movimientos. Alguien a quien no puedo ver pero escucho claramente.
Nunca desconfíes de lo invisible.
Su mochila es una prueba irrefutable de que hay otras dimen­siones que, de vez en cuando, interceptan con la nuestra. Lo que quiero decir es que no pueden entrar tantas cosas en tan poco es­pacio. Esta noche descubro algo que las otras noches, estoy casi seguro, nunca estuvo allí y que ahora se ha materializado como por arte de magia: un corto cilindro de plástico negro.
Lo abro y extraigo un rollo de radiografías con una etiqueta y el nombre de ella escrito a máquina. Las miro a contraluz y ahí está la respuesta. Ahí está "La Cosa" que la mantiene en constan­te movimiento para no ofrecer un lugar "de donde agarrarse".
Lo más extraño de todo es que lo que veo no deja de ser her­moso. Porque algo me permite ver más allá de lo que muestran las fotografías. Algo me permite ver ahora dentro de ella durmien­do en la habitación de al lado: los finos trazos de la metástasis es­cribiendo su organismo con la más elegante de las caligrafías, la sorpresa de sus médicos cuando descubrieron que había huido del hospital, la fecha de vencimiento al final del camino.
Oigo un ruido a mis espaldas y me doy vuelta y ahí está la mu­jer más hermosa que vi en mi vida, desnuda, y con el rostro cu­bierto por una extraña máscara que, seguramente, escondía en al­guno de los pliegues
espacio-temporales de su mochila.
A pesar de no verle los ojos, nada me cuesta adivinar que es­tá llorando y que no está mal que así sea.
No me sacaba nunca esta máscara. Cuando era chica. Es una tortuga. Una de las cuatro Tortugas Ninja. Donatello. Todavía me la pongo. De vez en cuando.
Cuando me ataca, como decía mi padre, el Pánico de la Huida Considerada.
Esto es lo que dice Selene.

Un día, tanto tiempo atrás, cuando yo tenía ocho años de edad, mi tía Ana me llevó a ver una película de dibujos animados llamada Fantasía.
Escobas fuera de control.
El aprendiz de brujo.
Vi una y otra vez El aprendiz de brujo (el resto de la película nunca me interesó demasiado) y seguro que se han encontrado más de una vez con un amigo íntimo o un perfecto desconocido que les habrá dicho que cierta película "me cambió la vida, en serio".
No les crean a ellos. Exageran. Tengan en cambio -aunque apenas me conozcan desde un par de días atrás o quizá desde al­gún tiempo- la infinita gentileza de creerme a mí.
Porque ese episodio de una película llamada Fantasía cambió mi vida y -de algún modo y sin siquiera proponérmelo- las vidas de todos aquellos que me rodeaban.
Antes de desaparecer -de hacerme invisible para todos aque­llos que me habían conocido- supe que era demasiado podero­so... o diferente... o que no encajaba en el esquema general de las cosas. Supe que podía llegar a ser peligroso. Supe que lo me­jor era esfumarme sin aviso alguno, sin motivo aparente, como por -sí- arte de magia.
No creo haber solucionado nada.
Simplemente desaparecí.
No hubo nuevas fotos mías y así, con los años, acabé siendo tan sólo esas viejas fotos.
Cuando esas fotos perdieron sus colores o, sencillamente, se perdieron, conocí el raro privilegio de dejar de ser incluso ese recuerdo para empezar a ser corregido de maneras siempre dife­rentes.
Hasta las locuras que habían convertido mi juventud en leyen­da dejaron de ser verosímiles y pronto fueron rumores de viento sobre cuya verdad nadie se atrevería a jurar ni siquiera por un pe­rro llamado Fido. Pronto fui perfecto en la memoria de los otros.
Nadie que me conoció entonces podría reconocerme ahora. He cambiado y está bien que así sea.
Lo extraño es que, de proponérmelo, yo podría reconocer hoy a todos aquellos que poblaron mi pasado, por más que sus rostros hayan cambiado tanto como el mío.
Un par de años atrás, sin que él se diera cuenta, compartí el camarote de un tren con mi hermano menor Alejo. Me pidió ocupar la cama de abajo. "Siempre me caigo de la de arriba...", me explicó.
Hablamos toda la noche -Alejo parecía haber extraviado en algún momento o lugar la definición de la palabra sueño-, conver­samos apenas iluminados por el resplandor intermitente de esta­ciones cuyos nombres ignorábamos y de trenes cuyos destinos no nos interesaban. Me mintió que era feliz, que su
esposa lo amaba más que a nadie en el mundo y que su hija era una exitosa abo­gada. No habló de su hermano mayor. Ni siquiera para mentir otro poco.
Entonces comprendí que era mejor no revelarle mi identidad. Cuando las personas desesperadas ni siquiera te inclu­yen en sus mentiras significa que nada desean más en la vida que el olvido o tu inexistencia.
La tarde en que desaparecí -la tarde en que dejé de existir pa­ra casi todos menos para Alejo-, recuerdo que llovía como en la Biblia y el mundo me pareció, de improviso, repleto de infinitas posibilidades. Me rendí ante su fuerza, había voces en esa lluvia, me dejé llevar por un torrente de palabras en el agua. Órdenes que se superponían impidiéndome discernir la perfección y la se­guridad de un mensaje claro, de un mandato digno de ser ejecu­tado. Semanas atrás me había ocurrido lo mismo en Londres, en un
restaurante.
Con el correr del tiempo sólo volví a sentir lo mismo apenas dos o tres veces. No me pidan que explique cómo se siente. Diga­mos que es lo más parecido a tener una lamparita encendida flo­tando dentro de un globo por encima de la cabeza. Como en las historietas.
Tuvieron que pasar todos estos años, tuve que intentar desci­frar en vano la verdad bailando bajo tantas lluvias -monzones en el Pacífico, huracanes en el Golfo, tempestades en las montañas- ­para encontrarme con esta mujer llamada Selene y con esta lluvia que ahora entiendo hasta en la más secreta de sus inflexiones con una sabiduría que trasciende por encima de la frontera de unos pocos minutos dorados.
Dios no es un árbol. Dios no es un virus. Lo único que im­porta es que, exista o no, Dios es un gran personaje. Un persona­je digno de ser imitado.

Ahora llueve, llueve y salgo y camino bajo la lluvia y Selene duerme.
Miro al cielo y abro la boca para que entren en mí todas esas palabras que no son tantas pero se repiten una y otra vez como si no estuvieran del todo seguras, como si quisieran cerciorarse de que me las he aprendido de memoria, que las llevaré tatuadas en mí hasta el día que me muera y que no me moriré hasta po­der llevar a cabo su piadoso designio. Porque al final de una lar­ga espera se me ha honrado con la posibilidad cierta de un mi­lagro.
Miro a los cielos, muestro los dientes, alzo mi puño y grito: "¡Sí, voy a curarla!".
Y juro una y otra vez, aunque no sea necesario, por el solo placer de jurar hacer algo de lo que me sé capaz. La lluvia me cree y comienza a amainar y ahora la bofetada del diluvio cambia a ca­ricia de llovizna.
Comprendo que -después de tanto tiempo y de tantos paisa­jes- he conseguido detener la infernal danza de todas esas esco­bas por mis propios medios, sin ayuda alguna.
Recuerdo las palabras que había leído en un libro mucho tiempo atrás: "No hay coincidencias. Ese término es sólo utiliza­do por gente ignorante. Todo en el mundo está hecho de electri­cidad. Y, si son lo suficientemente poderosos, los pensamientos de un hombre pueden cambiar al mundo que lo rodea".
Ahora pienso en mí como el fantasma de esa electricidad, el cable conductor, la poderosa máquina de donde brotan todos los relámpagos.
Por eso me quedo ahí, bajo la lluvia. En el lugar exacto que -de ser posible el trazado de un mapa con tal fin- resultaría ser el centro mismo del universo. Consciente por primera vez de que nunca les dije mi nombre, que nunca les describí mi rostro o les revelé mi color preferido.
Creo que no es importante y ya es hora de dormir.
Léanme como a un cuadro de Hopper. Como a alguien que siempre tuvo un antes y que ahora descubre la posibilidad de un después.
No me pidan mucho más que esto.
Confórmense entonces con el modo en que se me describe por estos lados.
Cuéntenle a sus amigos que yo soy "ese tipo que sonríe todo el tiempo... ese que camina como si flotara a un centímetro del suelo".




*Rodrigo Fresán nació en Buenos Aires, Argentina, en 1963. Ha ejercido el periodismo en numerosos medios, escribiendo sobre gastronomía, música, crítica literaria y cine.
Su primer libro, Historia Argentina, fue elegido por la crítica como la revelación narrativa de 1991, y publicado en España y Francia. Varios cuentos de ese libro aparecieron en diversas antologías en Argentina, España, Inglaterra, México y Venezuela.
La velocidad de las cosas fue una de las mejor novelas argentinas publicadas en 1998. Y su última novela, Jardines de Kensington ha cosechado encendidos elogios.
Actualmente reside en Barcelona. Entre sus obras podemos citar: Historia argentina, 1991; Vidas de santos, 1993; Trabajos manuales, 1994; Esperanto, 1995; La velocidad de las cosas, 1998; Apuntes para una teoría del lector; Mantra,2001; Jardines de Kengsington, 2004.

*Fuente: http://www.abanico.org.ar/2007/03/fresan.panico.html







Cazador*



Disparador de mis sueños
Catalizador de mis angustias
Escultor de mis deseos
Descifrador de enigmas
Creador de la sensualidad
Más íntima, inimaginable...


Disfraces de la vida
Que encubre miles
De sensaciones
De sentidos profundos,
Intensos,
Que se dibujan
Al desnudo de
Nuestros encuentros,-



*de Azul. azulaki@hotmail.com






*


Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 6 de abril del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor brasilero Alcyr Guimaraes. Las poesías que leeremos pertenecen a Christiano Whitaker (Brasil) y la música de fondo será de Bandolas de Venezuela (Venezuela). ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



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jueves, abril 03, 2008

EN LA LÁGRIMA DEL MUNDO...


Los disfraces de la muerte*




A ella, que tiene fama de triste y trágica, le encanta disfrazarse. Lo hace habitualmente y lo mejor de todo es que disfruta con ello.
Esta mañana ha decidido vestirse de señora mayor con unas zapatillas grises a cuadros muy desgastadas por los años, un abrigo raído, demasiado gordo para la temperatura de este mayo y un bolso viejo y flaco. Va caminando por la calle hasta que encuentra a la persona que busca. En el cruce, hay un policía uniformado que está haciendo su ronda. Ella se le acerca, y tomándole del brazo, acerca su cara al oído del policía y le dice, poniéndose de puntillas, en un susurro: "En la farmacia van a matar a un hombre".
El policía sale corriendo hacia la botica. Mientras corre, va sacando su pistola de la funda. Cuando entra se encuentra con el farmacéutico que está solo en la botica y le mira sorprendido al verle entrar tan violentamente. Al ver que no hay nadie, guarda el arma, extrañado del aviso de la anciana. Se abre la puerta y aparecen dos atracadores, que al verlo, sobresaltados y sin mediar palabra, le disparan matándole en el acto.

Fuera, en la acera de enfrente, una joven parturienta, que ha intentado abortar, va caminando con intensos dolores y una fuerte hemorragia, en busca de un taxi para que la lleve urgentemente al hospital. La muerte ha cambiado de disfraz. Esta vez es un taxista que no se detiene.




*de Joan. joan@cimat.es






EN LA LÁGRIMA DEL MUNDO...





La palabra, la metáfora, el silencio*




Creo que lo primero que existe es el silencio
Luego viene la palabra
En silabas, en frases
Que engloban muchos otros vocablos
Afecto, apego, confianza
Prontamente empezamos a imaginar
A creer y apreciar
Es allí en la dimensión de los sueños
Donde asoma el universo de las metáforas
Y la majestuosidad del arte.



*de Azul. azulaki@hotmail.com






A Antonella




*


a veces
una espuma sonora energiza este río
este cauce de luz al abrazo
este canto de lunas de hierbas
de suspiro de hileras
del límite celeste inabarcable
donde las flores meditan su destino
otras
es apenas un otoño de palabras amontonadas en "la lágrima del mundo".




*


tengo ásperos los ojos
cuando la esperanza no tiene remedio
y el consuelo es sólo una palabra que no alcanza.




*


dónde estás?
dónde caminas osada y valerosa adolescente?
brisa y perfume dormitan en la rosa
y tu memoria es día y noche entre los pájaros.
donde estés
tu risa vestirá de nostalgias la huella que te besa
y lloverás en el viento...
lloveremos.



*


busco un sueño adormecido, mientras oigo el crepitar de las rosas, su alma,
su cosmogónico silencio de primaveras y callo.




*

un piano te espera bajo el sol
cada rosa dejará su pétalo en el teclado
la música en las nubes
el ángel en la sala
presumiendo las manos que te abarcan
un piano te espera
y en la espera
grita la sangre
padre
origen
libertaria
acunando el despertar a tu cielo
sin preguntas
sin preguntas.

un piano te esperaba...
en tu vuelo blanco de palomas
hizo silencio el tiempo demorado.




*Poemas de Ana Lia Gattás. analia_gattasz@speedy.com.ar






*



Arden en el piano las manos buenas
renuncian de potestad entre tecla y tecla
cuando los sonidos armónicos gritan y gritan
sobre cuerdas destrozadas.
Gritan.
no ha de haber una palabra en las palomas del pentagrama
no ha de haber una lluvia tan dolorosa que cante.
No hay hospitales del silencio
ni piano en las camas del pasado
Arden las llamas idas.
Subieron tan ávidas de luz y color.
Creyeron los ángeles cantar un día.
Invoco el trozo de cielo que hay en mí
bajo la palabra y recuerdo en silencio.
Caigo sin verme y cuando respira la luz
salen palomas, abanicos, puentes que retroceden años.
Caigo sin muerte
Muerte que cae al abismo del pasado.
Subo hasta la angustia donde ya no queda verbo.




*


nosotros alzamos el hambre del dolor
justificamos patria
dolemos miseria
apretamos los ojos al cielo
y hasta mordemos la lágrima del jornal.
nosotros andamos en la escena
pariendo siempre una muerte
pero la muerte es muerte de luces tan pronto.
valiente el alma que conquista en la rosa
su perfume al rocío.
Tengo en mi garganta
el mismo silencio de murciélagos
que la pradera del día.




*Poemas de ricardo mastrizzo.







Vida*



El eco de la música en mi cabeza
esa música hecha desde el alma

con llanto en la garganta
porque emociona dejarlo fuera.

Una noche de ensueño y magia
donde se renovaron mi alma y mis ganas
y sentí lo lindo de la vida,

eso que palpita,
a veces muy por debajo,
pero que no deja de estar.

Pero esa noche todos los ángeles estaban ahí
para alumbrar, para transmitir,

un grupo de personas haciendo lo que desean,

y yo...escuchando sus llantos, sus risas,
escuchando sus vidas

porque eso hicieron, mostrarme sus vidas
y son todas bellas vidas

y yo por un momento me había olvidado
esa belleza que tiene lo esencial que cada uno lleva dentro.

Yo me había olvidado, por detenerme en batallas perdidas, en tiempos
perdidos.

Qué lindo volver a recordar
abrir los brazos y sentir

que estalla el alma cuando
en apenas una voz, la vida está ahí.



*de Julia Irigoitia juliados@hotmail.com
-Enviado para compartir por Horacio Rossi.terrazio@ciudad.com.ar





Romance*



1


Lo primero que al hombre le llama la atención, cuando llega a la casa de su viejo amigo Camargo
-inventor-, es la gallina. Un animal gordo y vivaracho, pese a todo lo que le falta. Al verla, dispuesto a hacer comparaciones, lo primero que a uno se le ocurriría es que se parece a alguien que acaba de volver de la guerra. El hombre sabe que Camargo ama desmedidamente los animales. Su casa no es un zoológico por una simple razón: no soporta los ruidos. Ningún ruido. Las paredes están revestidas con planchas aislantes. Las ventanas y las puertas son dobles y están tapadas con gruesas cortinas. Acá se habla en voz baja. El amor que Camargo siente por los animales choca con esta imposición de silencio. Porque, desgraciadamente -según él mismo se lamenta-, casi no hay bicho que no ladre, bale, maúlle, rebuzne, ruja, silbe, muja y demás variantes. Ruidos y ruidos. Esta fatal contradicción entre su necesidad y su afecto es lo que condena a Camargo a la soledad. El hombre sabe todo esto y se dice que la presencia de la gallina dentro de la casa debe tener su historia.
Es así como más tarde, entre mate y mate, cuando la gallina se desliza con paso incierto frente a la puerta, el hombre, con voz distraída, pregunta: "Y esa gallina?" El relato no es simple, pero sí creíble. Un día, en una de sus escasas salidas, Camargo presenció como un coche atropellaba a una gallina. La levantó, comprobó que estaba viva y se la llevó. En su casa, después de revisarla, llegó a la conclusión de que sólo tenía una pata rota. Se la entablilló. Depositó la gallina en un canasto de mimbre y se dedicó a alimentarla, mientras esperaba la lenta curación. Seguramente agradecida, la gallina soportaba su dolor y guardaba silencio.
Pasó el tiempo y Camargo advirtió alarmado que la quebradura no soldaba. Al contrario, la infección amenazaba extenderse. Tomó una decisión drástica. Decidió amputar. con un brebaje de su invención atontó al animal y después, con una tijera de podar, cortó donde consideró conveniente. Volvió a desinfectar y a vendar. Abandonada en el fondo del canasto, la gallina callaba. Poco a poco, se fue animando. Camargo supo que estaba salvada. Quitó el vendaje. Buscó una varilla de madera, la cortó a la medida adecuada y la ató firmemente al muñón de la gallina. En pocas palabras, le colocó una pata de palo.
Al comienzo, la gallina no se animaba a moverse. A lo sumo, se arrastraba un poco. Siguió un período de aprendizaje. Camargo la paraba, la sostenía de las alas, le hablaba, la alentaba, la impulsaba a caminar. Y así, primero a los tropezones, luego con más seguridad, la gallina fue aprendiendo a desplazarse con su pata artificial.
Acá surgió el primer problema. Durante el día, durante la noche, comenzó a oírse por los pasillos de la casa el toc-toc-toc de la patita de palo. Y es probable que el animal estuviese realmente entusiasmado con la nueva adquisición, por que no paraba de moverse. Mientras tanto, Camargo se volvía loco. Individuo de amplios recursos, encontró una rápida solución. Colocó debajo de la patita un taco de goma y el golpeteo desapareció. A partir de ese momento siguió una larga temporada de pacífica y amorosa convivencia. Hasta que llegó la primavera. La gallina, impulsada por el aire nuevo y vaya a saber por qué extraño arrebato de rebeldía, comenzó a cantar. No ponía huevos, pero los anunciaba a cada rato, de día y de noche. La casa se había convertido en un infierno. Camargo se había encariñado demasiado con la gallina como para echarla a la calle. Y menos podía hacerlo en esas condiciones. una noche, arrancado violentamente del sueño por un estruendoso cocorocó, se levantó, tomó a la gallina, puso a funcionar la piedra esmeril y le limó el pico. Se lo limó hasta la mitad. La gallina anduvo varios días muy desconcertada. Pero después, Camargo comprobó que con lo que le quedaba de pico volvía a alimentarse. Seguramente había aprendido la lección y ya no se la oyó cantar. Con lo cual la convivencia volvió a ser grata.
Esa es la historia. Camargo le alcanza otro mate. El hombre mira hacia el extremo del pasillo y ve lo que había visto al entrar. una gallina caminando con una pata de palo y con el pico por la mitad. Piensa que, sea en el nivel que sea, en este mundo no hay relaciones fáciles.




2


Aunque no se lo confiese, es probable que la razón por la que el hombre vuelve a visitar rápidamente a su viejo amigo Camargo sea la presencia de aquella gallina con una pata de palo y el pico cortado. Apenas llega, después de los saludos, echa un par de miradas alrededor: el animal no está a la vista. El hombre no hace preguntas, evita ser indiscreto. Por lo tanto se sienta y escucha al amigo Camargo hablar pausadamente de esto y lo otro mientras va preparando el mate. Pero su atención está puesta en otra parte. No pasa mucho tiempo antes de que su oído alerta detecte que algo se está moviendo en el pasillo. Es la gallina, sin duda. Tarda en aparecer. Lo que finalmente el hombre ve asomarse es algo que no se parece a una gallina ni a nada que haya visto antes de esta tarde. Pasada la sorpresa, logra recomponer la imagen del ave y se dice que buena parte de su desconcierto ha sido provocado por el hecho de que el bicho no camina hacia adelante sino para atrás. Al moverse se contorsiona todo el tiempo, como si algo le molestara. Y ya no se trata solamente de la pata de palo. Hay más novedades.
Salvo la cabeza y la cola, todo el cuerpo de la gallina está cubierto por una gruesa camiseta de frisa. Debajo de la camiseta, por lo que se puede adivinar, no hay plumas. solamente aparecen dos mechones en las partes descubiertas: cabeza y cola. Aparentemente se ha quedado pelada. Ante esta nueva pérdida, como compensación, su pico ya no está cortado por la mitad, sino que luce entero, afilado, firme y lustroso. La gallina pasa junto a ellos, desplazándose siempre hacia atrás y retorciéndose. Desaparece por la otra puerta.
El hombre mira a Camargo de reojo y se aguanta la pregunta. Prefiere esperar a que el amigo toque el tema. Camargo le pasa un mate y, con tono fingidamente distraído, dice: "¿La viste?" El hombre asiente: "La vi." "¿Qué opinás?" El hombre no sabe qué contestar, ignora lo sucedido, pero si algo está pensando es que ese animal, últimamente, no anda con mucha suerte. De todos modos, calla. Evita correr el riesgo de parecer irrespetuoso. Finalmente se anima: "¿Qué pasó?" Camargo confirma lo que ya había percibido: "Se quedó pelada." "¿Repentinamente?” "Repentinamente" El hombre ensaya un gesto que pretende ser de comprensión. Pregunta: "¿Por qué le pusiste esa camiseta?" "Primero para que no pasara frío y segundo por un problema estético. Me pareció que era una forma de ayudarla a superar el mal momento. ¿Qué te pasaría a vos si te quedaras pelado de un día para el otro?" "No sé" "Te sentirías avergonzado. " "Seguramente." "A ella le pasa lo mismo."
Durante un rato, el hombre conserva un prudente silencio. Busca en su cabeza alguna frase adecuada para acompañar los sentimientos de Camargo. Dice: "Pero no se le cayeron todas, le quedó un mechón sobre la cabeza y otro en la cola." "Perdió absolutamente todo -explica Camargo-. Con sus propias plumas le fabriqué una peluca y con un pegamento le coloqué ese mechón en la cola."
Ahora, cada vez más, el hombre se siente obligado a hablar. Dice: "Le quedan bien." Camargo no contesta. El hombre pregunta: "¿Por qué camina para atrás?" Camargo: "Tomó esa costumbre desde que la vestí. Además hace todos esos movimientos extraños, ya viste, parece una contorsionista. Estuve pensando en eso. La camiseta se la coloco por la cabeza. Tal vez ella piense que retrocediendo pueda llegar a desembarazarse de la ropa." "¿Y si probaras a colocarle la camiseta por la cola?" "Es una idea, se podría intentar." "Noté que ahora tiene el pico entero, ¿cómo hiciste?" "Fabriqué la parte que faltaba y se la pegué." "Casi ni se nota." Camargo asiente, seguramente reconfortado por la observación.
Vuelve a entrar la gallina, con su pata de palo, la peluca, la cola postiza y la camiseta de frisa. Cruza la habitación, siempre reculando y contorsionándose. Desaparece hacia el pasillo. Camargo deja pasar unos segundos y confiesa: "Ya sé que no tiene muy buena pinta, pero yo la quiero igual." El hombre acepta otro mate y piensa que sobre la tierra no hay sentimiento más poderoso ni más noble que el amor.





3



El hombre visita nuevamente a su amigo Camargo. Apenas cruza la puerta mira alrededor, tratando de descubrir a la gallina. No la ve. paciente, acepta el ritual del mate. Después, tímidamente, pregunta: "¿y la gallina?" el amigo sacude la cabeza, en un gesto que el hombre interpreta como una señal funesta. Se prolonga el silencio. Finalmente, se atreve de nuevo:
"¿que paso?"
La que sigue es la historia contada por Camargo.
Todo iba bien. La gallina había superado el peso de sus calamidades y se había adaptado maravillosamente al ritmo de la casa y a las exigencias de su dueño. Iba y venia con su pata de palo, tenía recorridos fijos, horarios, tal vez también aburrimientos. Hubiese sido difícil intentar adivinar lo que pasaba en su pequeña cabeza, bajo aquella peluca fabricada con sus propias plumas. De todos modos, Camargo estaba seguro de una cosa: la gallina no se sentía infeliz. Y así pasaban las semanas y la vida se iba deslizando en un clima de apacible medio tono, agradable para el amigo inventor, que tanto odiaba los ruidos y las estridencias. Hasta la mañana en que la gallina canto. No había vuelto a hacerlo desde aquella vez en que Camargo se había visto obligado a limarle la mitad del pico.
Desde el fondo de la casa, desde aquella habitación donde estaba el canasto de mimbre, llego el ronco sonido triunfal. Impreciso todavía, tembloroso, debido seguramente a la falta de practica y quizás a una incontrolable emoción.
Después, la gallina canto por segunda vez. Entonces, el amigo Camargo acudió para ver que ocurría.
Y ahí estaba, la desplumada, la mutilada, detenida en el centro del cuarto, en actitud solemne y marcial, igual que si estuviese en una parada militar, firme como nunca sobre su pata de palo. Y canto por tercera vez. El amigo Camargo se asomo al canasto de mimbre y se topo con lo inesperado: Un huevo.
A partir de ahí todo cambio. Una nueva realidad acababa de instalarse en la casa. La gallina comenzó a empollar el huevo. De tanto en tanto, Camargo llegaba hasta la puerta de la habitación y espiaba. Si la descubría en las escasas oportunidades en que salía para comer, se acercaba y miraba el huevo. No era un huevo diferente de todos los demás, pero ahí, en ese canasto, tan blanco, solo, desvalido, era como un descubrimiento, como un testimonio de los primeros días del mundo. Millones de huevos antes de ese huevo. Pero, para esa gallina, un huevo único. Y ella se obstinaba noche y día en su puesto, derramando torrentes de amor sobre él.
Ahí seguía el animal quieto, los ojos fijos, viendo más allá de las cosas y del tiempo.
Ahí estaba la gallina sin plumas, con su camiseta de frisa, su peluca, su pico emparchado, su pata de palo, la gallina con todas sus carencias, lanzada sin embargo hacia la vida, obedeciendo el mandato primordial de su especie. El amigo Camargo no ignoraba que, sin la participación previa de un gallo, aquel huevo jamás daría a luz una cosa viva. Pero no quería detener aquella historia, lo conmovía esa maternidad sin esperanza.
Hasta que un día ocurrió la catástrofe. Por distracción, por exceso de confianza, al volver al canasto, la gallina manejo mal su pata de palo, piso el huevo y lo rompió. De aquella promesa de vida no quedaron más que pedazos de cáscara y los restos de la clara y de la yema filtrándose a través de las varillas de mimbre. Consciente del desastre, la gallina salió de ahí, se arrastro hasta un rincón del cuarto y se echo. Un par de veces pareció intentar caminar, pero ya no supo manejarse y se desplomo. Rechazo todo alimento y, seguramente agobiada por la culpa de su crimen involuntario, ya no hizo un solo esfuerzo para seguir viviendo. Ella, que había superado la amputación de una pata, la pérdida de medio pico y todas sus plumas. No duro mucho. Una mañana, Camargo la encontró muerta.
Esa es la historia. El hombre ha escuchado con atención. En un gesto de solidaridad, estira la mano y pega un golpecito en la rodilla del amigo Camargo. Llega la hora de irse. En la puerta de calle, gira la cabeza y mira el pasillo vació que lleva a la pieza del fondo. Se despide, se marcha.
En su cabeza ronda una frase como un patético estribillo: el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada.


*de Antonio Dal Masetto.
-Publicado en "Ni Perros ni Gatos" Torres Agüero Editor, Buenos Aires. 1987








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