domingo, marzo 09, 2008

LE PEDÍA A LOS PAJARITOS QUE NO CANTASEN PORQUE LA BELLA DEBÍA DORMIR...


XLVI*



Una cola de angustia
daba vueltas
mi corazón rugiendo
entre la lluvia
como un monóxido
sin fe.


Casi llorando
duraban las delicias
cuando el mar
tendía
tu amor de espaldas
a la lluvia
y yo empezaba a ser feliz.


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
DONDE SUPURA EL AIRE. Nos y Otros Editores. Madrid. 2007






LE PEDÍA A LOS PAJARITOS QUE NO CANTASEN PORQUE LA BELLA DEBÍA DORMIR...




La tierra incomparable*


(fragmento)

*de Antonio Dal Masetto



CUARENTA Y CUATRO


Cuando llegó al centro del pueblo y pasó frente a la igle­sia ya era de noche. Casi no se veía gente. Dos muchachos y una chica permanecían parados en un ángulo de la pla­zoleta, en la zona más oscura. Fumaban pasándose el ciga­rrillo y tenían aspecto de personas que estuviesen conspi­rando. En el otro extremo, en un bar, los pocos clientes miraban hacia arriba y en la misma dirección, seguramen­te a la pantalla de un televisor. Agata bajó hacia el lago, pe­ro no por la calle central, que era el camino más directo y donde estaban los principales negocios. Se desvió por las callejuelas laterales y fue dando rodeos, consciente de que ahora, cada imagen con la que se enfrentaba, la estaba viendo por última vez. Iba mirando con mucha atención, interrumpía la caminata, se despedía.
Se detuvo una vez más al oír que alguien cantaba. En la soledad de la callejuela vacía, donde no resonaba otro ru­mor que el eco de sus pasos, alguien cantaba. Era una voz gruesa, pastosa y pese a todo dulce, seguramente de un viejo. Venía desde una ventana entreabierta y enrejada. Agata se acercó. Adentro estaba oscuro. La canción era una de aquellas que los hombres entonaban a coro cuando Agata era joven. La voz repetía todo el tiempo las mismas dos estrofas, esforzándose por afinar:


Le pedía a los pajaritos que no cantasen

porque la bella debía dormir


El farol estaba casi encima de Agata. Alrededor, las lajas del piso brillaban. En la pared de enfrente había una placa de mármol con el nombre de la calle: Via del Falegname. A continuación, un balcón cargado de flores y un arco de piedra que daba a un espacio abierto que podía ser una plazoleta o un patio, con una fuente sin agua en el medio.
Se quedó un rato parada ahí. Era como si estuviese ro­bando. También era como si, desde aquella casa, desde la oscuridad, cantaran para ella. Se sintió agradecida. Cuan­do se alejó, aquella voz seguía intentando. Se despidió también de la voz.
Desembocó en la explanada del lago, a la altura del puerto. Cruzó y se asomó al parapeto. Junto a ella había una escalinata que bajaba. Las olas, breves, silenciosas, la­mían los últimos escalones. Recordó al muchacho negro de la noche anterior, la cabeza sobre la superficie, entran­do y saliendo de la luz, apareciendo y desapareciendo con el movimiento del agua. ¿Dónde estaría? ¿Por dónde ha­bría salido? ¿Habría salido?
Agata vio la fuga de luces opacadas por la bruma que marcaban la costa, vio una vez más un transbordador que llegaba y otro que se iba, el perfil de las cumbres contra el cielo sin estrellas, y cerró los ojos. Los abrió, los cerró y los volvió a abrir varias veces, como lo había hecho con la ca­sa, ahora para fijar estas imágenes de su última noche en Trani. Y cuando creyó que las había apresado se dedicó simplemente a contemplarlas. Pensó que así las recordaría: tiernas, trágicas y difusas. Nada más que un temblor sobre la línea incierta de la memoria. Apenas un temblor.
Pero eso sería después. Mucho después. Después de Ve­necia, de Roma. Después de abordar el avión y volar otra vez sobre el océano. Cuando estuviese de nuevo en la Ar­gentina, junto a los suyos, y los días volviesen a sucederse a los días en la calma de aquel pueblo de llanura. Y ella tratara de recuperar desde allá la patria que por segunda vez había perdido acá.





*Final de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto.






XLVII*


Como un sueño
que abandonáramos tarde
mientras el fuego
ardía
con sus llamas altas
para poder precaver
el acecho
la duda
la traición
la nada rastrera
de los asesinos.

Como ese sueño
perdiéndose en ese fuego
cuyas brasas cuidan
hasta el amanecer.


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
DONDE SUPURA EL AIRE. Nos y Otros Editores. Madrid. 2007







A FONDO: LUIS HORNSTEIN PSICOANALISTA

"Las conductas agresivas encubren sentimientos de tristeza y desvalorización"*


Las depresiones se han convertido en "enfermedades sociales" y requieren una atención sociocultural además de los clásicos tratamientos psicológicos o psiquiátricos.


*Fabián Bosoer. fbosoer@clarin.com


Desde la constante transgresión a las normas de tránsito y el descuido y maltrato en las relaciones interpersonales a la búsqueda de placebos farmacológicos como la "píldora de la felicidad" o los antidepresivos como respuesta mágica o salvadora. Todo estos trastornos en la personalidad, que
observamos y sufrimos a diario, tienen como trasfondo ciertos trastornos del humor. Su tratamiento requiere abordar la noción fundamental de autoestima, la que está determinada por la historia, las realizaciones personales, los vínculos afectivos y los proyectos individuales y colectivos que nutren el
presente.

Es lo que propone Luis Hornstein, destacado médico psicoanalista que preside la Fundación para el Estudio de la Depresión (FUNDEP). Premio Konex en psicoanálisis, es autor de "Las depresiones" (Paidós, 2006).

¿Cuánto hay de síntoma y cuánto de enfermedad en las depresiones?

Los trastornos depresivos son verdaderas "enfermedades sociales" y se presentan como una epidemia característica de este tiempo, al punto que se habla de que vivimos en una "sociedad depresiva", dicho esto sin dramatismos pero sin reduccionismos. Así lo constatan los informes de la OMS (Organización Mundial de la Salud) que ubican a las depresiones, después de las enfermedades cardíacas, como las de mayor carga sanitaria si se calcula la mortalidad prematura y los años que se pierden por incapacidad.

¿Cómo se manifiestan estos trastornos?

En todos los estados depresivos encontramos dos elementos: un sentimiento de pérdida y un retraimiento que agobia a la persona. Los deprimidos presentan una visión pesimista de sí mismos y del mundo, así como un sentimiento de impotencia, fracaso y desesperanza. Hay pérdida de la capacidad de experimentar placer, intelectual, estético, alimentario o sexual. El agobio se expresa en una crisis de la temporalidad, en la desmotivación y en la desvalorización, cuando se piensa "no tengo futuro", "no tengo fuerzas" o "no valgo nada". Y se puede expresar a través de síntomas psíquicos o somatizaciones, como las cefaleas, los trastornos gastrointestinales o cardiovasculares.

¿Qué es lo que permite detectar en estas manifestaciones un cuadro depresivo?

Un denominador común son las decepciones que jaquean la autoestima. En la autoestima confluyen la historia personal, realizaciones, trama de relaciones significativas, así como las expectativas respecto del futuro.

Hablamos de síntomas muy variados y de varios tipos de depresión ¿No cabe el riesgo de atribuir cualquier estado emocional alterado a una depresión?

No hay una depresión, es cierto, sino múltiples formas, por eso hablamos de "trastornos depresivos" o "depresiones". Si bien no toda alteración del humor es una depresión, también ocurre que algunas depresiones llamadas "depresiones enmascaradas" no se manifiestan tanto como tristeza sino más
bien como irritabilidad, consumo de drogas o por actitudes adictivas. Muchos hombres deprimidos no son diagnosticados porque su actitud no consiste en el abatimiento sino en la violencia o la adicción al trabajo.

¿Cómo encaran el problema los tratamientos más conocidos, por el lado de la psiquiatría o del psicoanálisis?

Ningún abordaje aislado puede contrarrestar eficazmente la depresión. La industria farmacéutica suele abogar excluyentemente por la farmacoterapia.
La bioquímica puede aliviar la depresión. Pero los pacientes experimentan la depresión como una alteración de la autoestima en el contexto de sus vínculos y sus logros actuales. Esas frustraciones afectan su amor propio y procesar esas decepciones es el eje de la terapia.

¿Pero no hay un factor biológico importante en los cuadros depresivos?

Postular que las depresiones son solamente biológicas es científicamente falso y humanamente peligroso. Las depresiones tienen que ver también con lo histórico-social y con la crisis en los valores e ideales, con lo que se llama "el crepúsculo del deber" como un signo de nuestra cultura contemporánea. Tampoco en esto disponemos de estadísticas confiables. Pero en la Argentina no es aventurado vincular la depresión a los duelos masivos y traumas devastadores que hicieron zozobrar vínculos, identidades y
proyectos personales y colectivos. Las crisis padecidas en nuestro país han erosionado los valores compartidos. Esta falta de brújula ética afecta los estados de ánimo y genera colapsos narcisistas. Su posible consecuencia es la depresión. Por eso podemos ver a las depresiones como una cara oscura de
la intimidad contemporánea, producto del estrés, el hastío y el vacío de ideales.

Usted atribuye causas sociales -o influencias del entorno social, en este caso- a las depresiones de las personas. Al revés, ¿se podría atribuir a estos trastornos psicológicos problemas sociales como la inseguridad?

Bueno, sí, hay una gama de indicadores, desde las actitudes de maltrato y enojo en el intercambio cotidiano hasta la desaprensión con la que se conduce en las calles y las rutas, los altos niveles de violencia latente o explícita y el consumo de sustancias psicotrópicas, que ha hecho perder ciertos límites que existían en Argentina, donde si bien existía inseguridad, no eran frecuentes los crímenes violentos. Siempre hubo delincuentes profesionales, pero hoy abundan delincuentes cotidianos,
desesperados por lograr los recursos para drogarse. Lo que no se entiende cuando se apela a respuestas reduccionistas es que detrás de las conductas agresivas hay un sentimiento de tristeza y autodesvalorización, por lo cual la violencia es un efecto que debe ser enfocado como un síntoma.

¿El alcoholismo y las adicciones son la otra cara de la depresión?

Depresión y adicción forman un círculo vicioso. Se busca la euforia artificial para escapar de la apatía depresiva, pero el alivio es pasajero. El daño, en cambio, es duradero y acentúa el sentimiento de culpa.

A veces se simplifica el diagnóstico. ¿Influyen los intereses de los laboratorios o la urgencia de pacientes y familiares de tener respuestas rápidas?

Un tema actual en Estados Unidos son las problemáticas del consumo de psicofármacos estimulados por la industria farmacéutica con intenciones de ampliar a todos los individuos el consumo de las llamadas "píldoras de la felicidad". Frente a esta respuesta fácil, debemos poder pensar la depresión no sólo como un problema bioquímico sino como un problema complejo que requiere establecer conexiones entre lo social y la subjetividad. Y al mismo tiempo, alertar a los profesionales de la salud de que cuando están lidiando con problemáticas somáticas, éstas pueden ser la resultante de problemáticas cuyo origen son los trastornos depresivos.

¿Qué es lo que propone este enfoque de diferente al de los tratamientos tradicionales?

Lo que digo es que las depresiones sólo pueden ser abordadas desde el paradigma de la complejidad. Esto significa que el desequilibrio neuroquímico presente en las depresiones es la resultante de una
multiplicidad de factores: la herencia, la historia sociopersonal, las condiciones ambientales, las vivencias y hábitos, el funcionamiento del organismo.

¿Con qué herramientas cuentan sociedades e individuos para enfrentar las depresiones?

Lo primero es tomar conciencia de que éste es un problema serio, no solamente en los países desarrollados sino en países donde la situación personal está puesta en jaque en mucho mayor grado en función de situaciones sociales. Que no está afectando sólo a los indicadores económicos sino que hay indicadores subjetivos que han sido demasiado afectados. Tomar conciencia de que hay cierto tipo de actitudes colectivas que hacen que la convivencia sea menos tolerable; de que muchas de las cuestiones que hoy tienen que ver con el consumo de drogas se relacionan con la imposibilidad para mucha gente joven de imaginar una salida menos destructiva para su vida. Tomar conciencia de que cualquier maltrato a un sector de la sociedad tiene efectos en el resto. Y de que es necesario tener reglas claras, y que
la falta de reglas, más que libertad, a lo que conduce es a una situación de enorme incertidumbre y de mucha angustia. Todo esto tiene que ver con una acción preventiva sobre la depresión, y me refiero a aquellas condiciones que hacen que el amor de las personas por sí mismas no solamente se sostenga
por lo que ellas han vivido en su pasado sino también por aquello que las ayuda a preservar un proyecto de vida deseable.


Copyright Clarín, 2008.


MALESTAR EN LA CULTURA. "LAS DEPRESIONES TIENEN QUE VER CON LA CRISIS DE
VALORES, CON LO QUE SE LLAMA 'EL CREPUSCULO DEL DEBER'", EXPLICA HORNSTEIN.



La depresión es una crisis de futuro

¿Hay conflictos específicos de las depresiones? ¿Cómo lucha el depresivo contra la depresión?

El psicoanalista Luis Hornstein explica que sólo cierta constelación conceptual puede dar cuenta de este padecimiento: "la relación del sujeto con sus valores, los baluartes narcisistas, la tramitación de duelos pasados y presentes, los efectos de la vida actual en las realizaciones anheladas.
El meollo de la depresión está en la relación entre el sujeto y sus valores y metas. La autoestima se alimenta de la cercanía entre el sujeto y sus ideales. Una frustración puede precipitar una depresión al producir un colapso parcial o completo de la autoestima si el sujeto se siente incapaz de vivir acorde con sus aspiraciones".
Cuando se le pregunta si algo de esto puede relacionarse con conductas homicidas o suicidas como la de los chicos que se mataron corriendo picadas en moto en la ciudad de 9 de Julio, Hornstein dice: "Los chicos jugando a la 'ruleta rusa' con las motos, las personas relativamente involucradas sabiendo que iba a pasar una desgracia; las fuerzas vivas, de las cuales muchos de esos chicos son los hijos, paralizadas, sin poder influir como corresponde. Y luego, los chicos desfilando sin casco. Es una metáfora siniestra de una cantidad de otras cosas que están ocurriendo: la crisis de autoridad, la dificultad para cuidar al otro, la confusión entre poner límites y ser represor, la burla sistemática a las reglas de trán sito y de
convivencia. Creo que la pregunta que debemos hacernos es cuánto de esto tiene que ver con la falta de cuidado consigo mismo y de maltrato social que se les ha inculcado como ejemplo. Y otra pregunta clave: ¿cuál es el grado de incertidumbre por encima del cual es imposible imaginar un futuro? Las depresiones son precisamente eso: una crisis de futuro".


*Fuente: Clarín.
http://www.clarin.com/suplementos/zona/2008/03/09/z-03615.htm






Kanashibari*



*De Paola Kaufmann.
(1969-2006).

"I have been sleeping, and now, now I am dead!"
E. A. Poe, The facts in the case of M. Valdemar.


Desde el instante mismo en que leí "Los hechos en el caso M. Valdemar" supe que yo ya conocía el final de ese cuento. Varias veces hice en vano el esfuerzo de recordar, tantas como retomé Historias Extraordinarias para detenerme con minuciosidad en los detalles de Valdemar, y así tratar de reconstruir la identidad de aquella historia, tan evasiva para mí. De que se trataba exactamente, cuándo la había leído y en dónde, eran precisiones que se escurrían de mi memoria como anguilas entre la oscuridad de las rocas.
Sin embargo tenía la impresión muy clara de que la lectura, o lo que fuera que me había acercado esa anécdota, había ocurrido hacía mucho tiempo, lo cual no me dejaba más espacio que aquel más bien improbable de la infancia.
Y un día fortuito, recorriendo los estantes de una librería de usados, encontré la respuesta en un libro de mitos japoneses para niños. Ese libro había llegado a nuestra casa del Valle gracias a mi abuelo, un hombre que solía viajar mucho y casi siempre por países extraños. El que encontré aquel día era el mismo libro, la misma edición de tapas doradas, hojas espesas y algunos dibujos color escarlata y negro. Contenía tres historias solamente; una de ellas resultó ser la que no conseguía recordar, Kanashibari, y tenía que ver con el sueño, aunque no con el hecho de soñar como proceso fisiológico, ni siquiera fantástico, sino como un proceso aberrante. Al igual que buena parte de los mitos en Japón, este pertenece a la Isla de Kyushu, al sur del país, una versión más vasta, geográficamente al menos, del Olimpo. Allí vivía un trabajador humilde llamado Yakumo, hijo a su vez de trabajadores humildes que nunca habían pretendido nada mas allá de procurarse la comida de cada día, y un techo simple para cobijarse. No sabían leer ni escribir, creían en los dioses, y en la bondad infinita del emperador. Yakumo, por el contrario, había nacido rebelde. Trabajaba junto a sus progenitores, pero no por placer, no porque considerara el trabajo una suerte de obligación moral, sino apenas un medio de subsistencia. Tuvo una educación elemental, al igual que sus dos hermanos, y una adolescencia insensata, al igual que todo el mundo, solo que a Yakumo le duró más. No había cumplido diecisiete años cuando se enamoro de la hija de un poderoso del lugar, llamada Aya, y quiso contraer matrimonio de inmediato. No hubo
castigo ni súplica que lo hiciese desistir de su elección, y como resultado de su obstinación Aya fue descastada por su familia, que la dejó librada al cuidado de su esposo rústico y pobre. Cuando se casaron, Aya era poco más que una niña. La juventud de los dos, la fuerza de carácter y la complexión
sana de sus cuerpos los salvaron de la miseria los primeros años. De a poco empezaron a construir un hogar más o menos sólido, rodearon la casa de caminos ramificados para confundir a la mala suerte, y plantaron mimbres y jacintos cerca de la puerta de entrada. A su modo inexperto y laborioso eran
felices. Entonces, cuando ya estaba todo preparado para pensar en un hijo, Yakumo se fue. Una noche dijo a Aya que sentía necesidad de conocer el mundo, y a la mañana siguiente ya no estaba. Aya era muy joven cuando pasó esto. Los padres de Yakumo intentaron consolarla. Sus propios padres, sin embargo, nunca dieron marcha atrás en su decisión de no volver a verla. Yakumo anduvo por las regiones contiguas, y después mas lejos, liviano y necio como un farolito de papel flotando sobre la corriente dócil y que a
la larga se despedazara contra las piedras. Cuando se canso de vagabundear encontró a otra mujer, Maki, y se casó con ella. Fue después del matrimonio que Yakumo empezó a sufrir los embates de un sueño espantoso. El sueño lo embargaba cuando aún no se había dormido, en cualquier lado, incluso en los
brazos de Maki: soñaba que el fantasma de una mujer se sentaba en su pecho y no lo dejaba respirar. La mujer se sentaba de espaldas de modo que no podía verle la cara, pero las guedejas negras de sus cabellos le metían por los ojos, por la nariz y por la boca, impidiéndole respirar o gritar. La mujer
no se movía de su pecho hasta que le daba la gana moverse, no importaba lo que hiciera, pensara o se obligara a dejar de pensar. Nunca aparecía cuando ya se había dormido, sino cuando estaba a punto de hacerlo. Era el kanashibari, la pesadilla de la duermevela, que perseguía a los criminales, a los indiferentes, a los traidores. El kanashibari era un castigo secreto que no podía compartirse con nadie, y duraba tanto como tardara al culpable en pedir perdón, o reparar el error. Durante diez años Yakumo sufrió las visitas, al principio esporádicas, mas tarde regulares y hasta cotidianas, del fantasma de la mujer desconocida. Diez años aplastándole el corazón casi todas las noches. Yakumo envejeció prematuramente. Aún así tardo en darse cuenta de su significado, porque Yakumo no era hombre de reparar en el dolor ajeno, aunque el mismo lo hubiese provocado. Yakumo era naturalmente ingrato, por eso no supo enseguida quién era el fantasma del kanashibari. Y cuando lo supo su arrepentimiento fue como una marea de tristeza, algo que llegaba y se retiraba, pero que no cesaría más. A pesar de eso, el fantasma seguía llegando noche a noche, seguía sentándose sobre su pecho y quitándole un año de aliento cada vez. Diez años mas tarde de su partida súbita y caprichosa, Yakumo era un hombre viejo. Maki no comprendía que pasaba con su marido, hasta que al final se hartó y le preguntó directamente si en su vida pasada había algo que tenía que esconder de ella. Yakumo, agobiado, le contó de Aya, de la región donde vivía, de sus padres, todo abandonado por un antojo imprudente de su juventud. Maki era una buena mujer. Pocos días después, Yakumo partió de regreso a buscar a Aya. En el otro extremo de la
isla las cosas no parecían haber cambiado, al menos no sustancialmente. Pero sus padres no lo reconocieron, ni sus hermanos. Todos ellos vivían y seguían trabajando, inmutables, comiendo las mismas cosas, durmiendo bajo el mismo techo. Yakumo, al ver todo eso, sintió deseos de huir otra vez, pero aquella noche, en la posada anónima donde se alojaba, el kanashibari reapareció con una malevolencia inusitada, el fantasma de la mujer abarcaba ya todo el cuarto, como una montaña, y de su cabello salían insectos que hincaban sus aguijones en los globos de sus ojos, taladraban las membranas de sus oídos y
mordían su lengua esta vez no solo impidiéndole moverse o gritar sino también infligiéndole un dolor atroz que lo atenazaba más que el miedo. Esa noche la mujer se dio la vuelta y lo miro de frente, y en aquella solidez horripilante Yakumo vio en plenitud a su verdugo. Al día siguiente, sin haber dormido, fue a su antigua casa rodeada de mimbres y de jacintos y de senderos interminables. Las varillas cubrían todo el sitio, y los jacintos se habían transformado en flores macilentas, ganados por una gramilla áspera y por macizos de ortigas. Yakumo se abrió paso entre ellas, lastimándose las manos y los brazos, hasta encontrar la puerta, sepultada por el resto, como toda su vida, bajo la espesura del olvido. Para su sorpresa, Aya estaba ahí, sentada en el piso en posición de loto frente a un mantel de seda, donde había además dos platos de comida y una jarra de té. Estaba esperándolo, del mismo modo en que solía esperarlo cuando Yakumo era joven y volvía de trabajar, con el cabello negro y limpio exactamente igual que la última vez que la había visto. Yakumo pensó que ella no lo reconocería, o que lo echaría, pero se equivoco. Aya le hizo un gesto para que se sentara, y después lavó sus manos y sus pies con paños calientes y limpió sus raspaduras con aguas de jazmín. Él le pidió clemencia, le suplicó perdón;
ella no contestaba, se limitaba a mirarlo con una mirada amorosa, de a ratos extraviada, de a ratos nostálgica. Yakumo trató de contarle lo que había pasado pero fue inútil: Aya era una especie de grabado salido de su memoria, mudo, repitiendo un ritual de hacia diez años como si nada hubiese pasado entre ellos, ni siquiera el tiempo. Yakumo se abandonó a ella implorando su perdón, llorando sobre su regazo y rogándole que no lo atormentara mas, que se había arrepentido, que no volvería a irse. Ella, sonriendo, le acariciaba la cabeza y secaba sus lágrimas. Pasó la noche junto a su primera esposa. No
había en ella un solo rasgo diferente de lo que él recordaba, ni la piel fatigada, ni un cambio de estilo de su ropa, ni una mancha en su cuerpo o un signo de cansancio. Nada. Aya se había conservado perfecta e indemne al paso de los años, como embutida en ámbar o en hielo. Yakumo, por el contrario, desde el momento de su traición, había empezado a pagar con su propia vida.
Esa noche en su antigua casa Yakumo durmió por primera vez sin el kanashibari sobre su pecho, creyendo que a la mañana siguiente Aya estaría a su lado, tersa como un durazno a punto de caer del árbol, y que él, rejuvenecido por el descanso, empezaría a vivir otra vez. Yakumo se durmió abrazado a la cintura de su antigua mujer creyendo que la Naturaleza estaba en orden nuevamente. Pero la Naturaleza no estaba en orden. Raramente lo está, y aquella no era una de esas excepciones. Porque Aya, la primer mujer de Yakumo, la casi adolescente esposa de Yakumo, había muerto, o algo cercano a eso, pocos días después de la partida de su marido. Encerrada en la casa como en una crisálida, mientras afuera crecían los mimbres y se marchitaban los jacintos, ella permanecía muerta, sin que un solo centímetro de su piel se alterara con el paso de las horas, ni un solo gramo de su carne, ni las delicadas hebras de cabello negro, con el paso de los meses, y los años. Durante las noches Aya resucitaba a una especie de sueño agitado, y a la mañana reposaba en la paz de su muerte detenida, como si ese sueño la
hubiese tranquilizado de modo misterioso. Los padres de Yakumo sabían de esta muerte en vida, pero para el resto, Aya había muerto definitivamente después de la partida de su esposo. Hasta que Yakumo volvió, arrepentido, avejentado por el sufrimiento que le oprimía el cuerpo. Nadie supo, salvo
Yakumo, que Aya había vuelto a la vida por completo, antes de que la muerte le arrebatara todo. Como el cuerpo de Valdemar, sujeto a la realidad por el delgadísimo hilo de la hipnosis, el cuerpo de Aya fue retenido por el amor, o por el rencor, o tal vez fueron los dos sentimientos los que sustrajeron su cuerpo a la muerte absoluta durante mas de diez años. Por eso Yakumo no despertó abrazado a la cintura de su mujer, sino a una masa podrida de huesos y carne escarbada infinitamente por los gusanos, de la que apenas quedaban, reconocibles, unos manojos de cabello negro despegados del cráneo. Hasta acá el mito japonés. Ignoro si Poe lo conocía, si lo utilizo o lo recreo para su propio relato. Francamente poco importa. Como él mismo dijera un día, cuando le preguntaron acerca de la influencia que tenían sobre su obra los maestros alemanes del terror: "el verdadero horror no proviene de Alemania, ni de ninguna parte, sino del alma".


*Fuente:
http://elmonorojo.blogspot.com/2006/10/kanashibari-de-paola-kaufman.html






Ambas con la vigilia*


Ambas con la vigilia
a hombros
y un airecillo insondable

¡No te nos escaparás!

con nuestros corazones
en tu fibroso trinchante.




Rengueando*


Amanecí ardua
(escasa por el insomnio)
rengueando de la equidad
(mis patitas
del medio).



Enamorada*


Enamorada de mi miedo
es mucho el frío que hace
donde me interno:

la tapa de mis sesos.




A un país*


A un país
súbitamente lejano

se me van
espantadas

la senectud de mi amado
y mi niñez.



*Poemas de "Ardua" de Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar





*

Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 9 de marzo del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor argentino Pablo Espada. Las poesías que leeremos pertenecen a María Elena Solórzano (México) y la música de fondo será de Machu Picchu (Andes). ¡Les
deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067





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