jueves, junio 10, 2010
COLECCIONISTAS DE LA POCA REALIDAD QUE NOS QUEDA...
*Ilustración de Ray Respall Rojas.
-La Habana. Cuba.
MIMOSOS*
all mimsy were the borogoves
The Jabberwocky
Lewis Carroll
- Abuelo, ¿qué criatura es esa que aparece en el cuadro?
- Simpáticos, ¿no es así? Eran nuestras mascotas. Consentidos, limpios, juguetones, muy acomodados a convivir con nosotros...
- ¿Y por qué no he visto ninguno?
- Se extinguieron. No está muy claro en nuestros anales el por qué.
Un día, de pronto, amanecieron muertos. Sin excepción.
- ¡Qué triste!
- De eso hace demasiado tiempo, no te entristezcas. Si te vas a poner así no te traigo más al museo.
- Está bien, dime cómo se llamaban y no tocaré más el tema.
- Como buenas mascotas, cada una llevaba su nombre propio; ahora, si quieres saber el nombre genérico, entre ellos se llamaban: homo sapiens, humanos, personas, gente, individuos, hombres. Nosotros les decíamos los Mimosos, porque se pasaban la vida arrullándose. ¡No sé cómo pueden haber teóricos que digan que se exterminaron unos a otros!
- Tampoco lo creo - dijo la joven cucaracha -, en el cuadro se les ve demasiado delicados para ser violentos.
*de Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
COLECCIONISTAS DE LA POCA REALIDAD QUE NOS QUEDA...
Vivan los de blanco, maricón.*
* Cuento de Eduardo Pérsico. epersic@ciudad.com.ar
- Vea don, a este paraje solía llegar una locomotora de trocha con dos vagones que sobraban para traer y llevar lo que fuera. A usted pueden servirle unas fotos del paradero adonde el trencito arrimaba cada miércoles y se iba como a las tres, - le habló al de cámara fotográfica el carrero don Lindo, quien hacía veinte años con su carretón de cuatro ruedas reemplazaba al trencito viniendo de Totoral, unos diez kilómetros.
El carrero decía su libreto como si acompasara el trote de la yunta; sin renglones ausentes y bien ensayados, acertaba nombre y fecha de las cruces que sobresalían de la huella.
- Vea, yo creo que al fin la muerte no sirve de nada - supo repetir por aquel sendero sin sorpresas que él anduviera de ida y vuelta tantas veces.
Luego del primer rato, parecía que don Lindo, - un apelativo si existen para un carrero- ordenaba cada sentencia con palabras dictadas por esos potreros resecos y cruces de memorar muertes. Tan opacas que no las visitaba ni Dios.
Entonces y por ahí, trote a tranco don Lindo le anoticiaba a su acompañante cierto asunto de dos paisanitos que ni alcanzaban los veinte años cuando se enfrentaron por un mundial de fútbol .
- ¿Y cómo sucedió, don? - inquirió el de la cámara.
- Ni me pregunte, algo feo de verdad. Usted sabe cuánto entusiasman los mundiales y por una de esas discordias sin valor que van creciendo, los dos muchachos sin odio y como en un juego acabaron embistiéndose más allá de todo. El hijo del único bolichero del lugar trenzado con el negrito que
cuidaba ovejas del otro lado del cerro, nada imprevisto pero bien feo.
- ¿Se conocían?
- Desde siempre, de cada día y a cada rato; todas las tardes ni bien el negrito de las ovejas terminaba su trabajo entraba al almacén, se sentaba sobre un cajón y desde ahí se hablaban. El hijo del bolichero alardeaba con su cuchilla de cortar fiambre y el otro fingía esconder algo bajo el cuero que le hacía de chaleco, nada cerca de algo serio, pero llegado un mundial de fútbol se agrandan los enconos menos serios y más baratos. Y por una de esas, - aclaró la voz el carrero- una tarde los dos se hallaron viendo un partido sin más gente alrededor.
- ¿Vos de quién sos? - oyó el negrito. Tal vez dijera que ni sabía quién jugaba, si aquello de mirarse a saltos al fin cubría la ceremonia de pasar el tiempo sin decirse nada; hasta ahí dijo don Lindo y el fotógrafo le malició cierta urdimbre en el relato que no le dijo.
- Sí, yo elegí a los de blanco. ¿Y vos? - apuró el de tras el mostrador.
- Entonces yo soy de los color marrón - dijo el de las ovejas y ambos se callaron. El anochecer se iría insinuando y cuando hubo gol de los de blanco, el chico del boliche se lo gritó en la cara al sentado en el cajón.
Pero cuando los de marrón igualaron el negrito tambén lo gritó y como enseguida ocurrió el segundo gol en contra de los blancos, él salió del local riéndose a carcajadas. Quizá sobre esta misma escena el tiempo hiciera lo suyo, pero el hijo del bolichero no soportó 'la ofensa' y con la cuchilla de cortar fiambre enseguida encerró al otro contra el barranco.
- Vivan los de blanco, maricón - lo encaró de frente y quizá llegara a puntearlo, pero el negrito lo manoteó y juntos se dieron contra ese frontón de piedra despareja, diez metros más abajo. Todo sin el mínimo lamento, - redondéo el carrero y dejó que el de la fotos enfilara al rastro del paradero. Ya contado el asunto al rato volvieron a transcurrir la huella y don Lindo volvería hablando de otra cosa.
-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
EL TIEMPO EN EL CARILLON*
El carillón de la iglesia liberó siete campanadas. Era la hora del desayuno.
Lucía que hacía más de una hora que estaba trajinando en la cocina, comenzó a llamar a su familia.
- ¡Arriba todos! Van a llegar tarde.
El primero en asomarse fue Oscar, su marido, ya listo para salir, portafolios en mano y disponiéndose a tomar el café de pie.
- Oscar, no es un ejemplo para los chicos, siéntate, por favor.
Luego entró Lía, aún sin peinarse y con todos los elementos de la escuela tomados de cualquier manera, total los iba a tirar sobre la primera silla que encontrase. Por último llegó Sebastián restregándose los ojos, medio dormido y rezongando porque no era domingo.
Así desayunaban todos los días hábiles de la semana; el sábado y domingo sólo el viento escuchaba el carillón de la iglesia.
- ¿Cuándo cambió? – se preguntó Sebastián registrando en su memoria.
Pero en realidad tendría que preguntarse cuando comenzó a cambiar. Quedó pensativo un rato.
- Creo – se dijo – que fue cuando Lía comenzó la escuela secundaria; dejó de pelearse por la mermelada, hablaba poco, volaba con su mente y la mirada se le perdía a lo lejos. Al tiempo se supo que Alfredito la tenía loca.
Por esa época la situación económica se puso dura y muchas veces Oscar se iba más temprano a la oficina, ya no desayunaba.
- Mamá intentó por todos los medios mantener la rutina alegre de la familia. – Seguía recordando Sebastián.- Pero, pobre, el paso del tiempo se tornó demasiado vertiginoso y fuera de control.
La figura de Lía apareció muy clara en su mente.
- Si, eso fue...y luego, cuando Lía comenzó la Universidad se quedaba estudiando en la noche, por lo tanto no había modo de que se levantara antes del medio día.
Lentamente se dirigió a encender fuego y calentar el agua para el café.
- Yo tampoco pude detener el tiempo – dijo ya en voz alta. – El estudio, los bailes, las chicas...
Se dejó caer en una silla. Al entrecerrar los ojos creyó ver a su hermana cuando subía la escalerilla del avión con su marido para radicarse en los Estados Unidos.
- ¡Mamá, cómo te deprimió esa partida! Y a papá lo absorbió cada vez más el trabajo. ¡Qué sola debes haberte sentido! Ahora comprendo, tanto como para morirte ¿no? Después de eso siguió un gran silencio invadiendo toda la casa. Papá y yo casi no hablábamos...Al poco tiempo tuve que mandar aquel telegrama: “Lía, papá murió anoche”.
El carillón de la iglesia liberó siete campanadas.
- Hora del desayuno. – Dijo Sebastián. - ¡Qué hermosa la infancia cuando estábamos todos peleándonos por la mermelada! Ahora tomo mi café en silencio
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
El zapato de Montaigne*
*Por Eduardo Febbro
Desde París
La realidad se desnuda de noche. Los puentes sobre el Sena desfilan con sus faroles simétricos detrás de la garúa. Las publicidades cambiantes de los carteles electrónicos se incrustan en un paisaje simultáneo: la ciudad histórica y la urbe que avanza hacia su presente como la fila de vagabundos que camina a lo largo del Quai des Fleurs empujando sus carritos. Los vagabundos cruzan el puente Saint Michel para llegar primeros a la hora en que las librerías del Barrio Latino levantan sus persianas.
El amanecer está cerca. De tanto en tanto, el grupo se detiene a recoger las muchas cosas que vuelan sin destino en la vereda. A las nueve de la mañana ya ocuparon los puestos claves en torno de la Place Saint Michel y el Boulevard Saint Germain. En ese corazón del Barrio Latino están las librerías donde se compran y venden libros usados. Michel es el más reflexivo y enigmático del grupo. Con una mirada burlona de ojos sagaces cuenta que fue escritor. Hace mucho, en otra vida. Sabe de libros y de escrituras. Le aterra el principio moderno que asimila todo a siglas o estadísticas. Antes, en París, los vagabundos eran clochards y ser clochard era pertenecer a una dinastía. Ahora, la denominación dinástica desapareció y se llaman SDF, “sin domicilio fijo”. Cuando el primer cliente sale de la librería Michel dice: “La consagración de un escritor ocurre cuando tiene que vender los libros que escribieron otros para comer. Así se consagra ante la soledad adversa de su destino”. Quién sabe cuántos de los anónimos que salen de esas librerías de usados con cara de pensar en otra cosa o de estar ahí por accidente corresponden al veredicto del clochard. Hay estudiantes y gente de expresión afligida. La pátina pegajosa de la pobreza y las preocupaciones profundas recorren sus rasgos. Michel espera afuera, junto a otros tres o cuatro vagabundos atorados de bolsas y carritos. En cuanto algún cliente deja el local, el grupo lo rodea para pedirle los libros no vendidos. Algunos aceptan y los entregan, otros se alejan con desprecio o espantados por la vergüenza de sí mismos. Los libros recuperados por los vagabundos tendrán un nuevo destino: serán vendidos por peso a cambio de monedas para comprar comida y vino. Michel, en cambio, les da un fin más digno.
Michel despliega una estera en los alrededores del Square Saint-Medard y dispone los libros. El precio varía según el interés del cliente, el estado del libro o la plata que Michel necesita ese día. La escala insólita de esos libros no prueba ni el éxito ni el fracaso del autor. “El éxito es como un terrible desastre”, escribió Malcolm Lowry luego de la publicación de esa obra genial y tortuosa sobre el peso de la culpa y del pasado que es Bajo el volcán. Tennessee Williams fue menos optimista cuando anotó: “El éxito y el fracaso son igualmente desastrosos”. Michel encontró una astucia para vender sus libros: un viejo boleto, una tarjeta de visita, una postal antigua, un papel manuscrito, un señalador, una flor seca entre las páginas, un sobre o cualquier objeto que hubiera quedado cautivo en el volumen funcionan como atractores mágicos que incitan a la compra. Michel piensa que si la gente se los lleva es porque ve en los objetos disimulados en los libros una señal, “un signo providencial”, un llamado que, misteriosamente, les está dirigido. “Ya nadie escribe cartas de puño y letra y las envía por correo. Esos papeles olvidados en libros usados son como una carta enigmática”, dice Michel. Una de esas cartas manuscritas, enviada desde Buenos Aires por Osvaldo Soriano, se había quedado dentro de una novela del escritor norteamericano David Goodis. La obra, Cassidy’s Girl, apareció por sorpresa en los estantes donde se ordenaban los ensayos. El sobre, fechado en Buenos Aires el 28 de diciembre de 1984, lleva el sello rojo de Encotel y está escrito con una máquina de escribir Olivetti. Las palabras París y Francia están en mayúsculas y subrayadas. Las hojas se han vuelto un poco amarillentas. Casi se puede presentir el golpe mecánico de la Olivetti trazando las letras en la madrugada de Buenos Aires y palpar las manos que tocaron esas hojas. Hubo alguien, y hay alguien todavía. El tiempo no aspiró las huellas, sólo le agregó su propio vértigo. La carta dice: “Son las cuatro de la madrugada, largué la página 68 de la novela y me dije que tenía que escribirte. Imagino frío en París, máquinas electrónicas, revistas bien impresas, caras adustas”.
Las computadoras y las redes han desplazado las cartas, pero no abolieron ni la miseria, ni nuestra relación con la providencia, ni siquiera a los clochards, aunque ahora se llamen SDF. La gente vende sus libros en París porque tiene deudas y hambre. Cada lunes a la madrugada Michel peregrina hasta la estatua del escritor Montaigne instalada en la Rue des Ecoles. Se acerca a pedirle que fuerce su destino. La estatua de Montaigne está ennegrecida por la usura de los años y la ciudad, pero el zapato derecho de Montaigne brilla como si alguien lo acabara de lustrar. Miles de personas creen en la influencia providencial del zapato de Montaigne y vienen a tocarlo y pedirle un deseo. Nada predestinaba a este escritor del pensamiento renacentista francés, creador de una obra que lleva un título que luego se volverá un género, Ensayos, a convertirse en talismán de la buena suerte. Los estudiantes vienen a tocarlo para que los ayude en los exámenes, los escritores acuden a acariciarlo para que los inspire. Muchos seres humanos esperan un gesto incomparable del destino y el zapato de Montaigne funciona como la providencia que puede romper los maleficios. Este gran humanista del siglo XV no pretendía elaborar un tratado de filosofía sino un Ensayo de entendimiento: “Sólo apunto aquí a descubrirme a mí mismo, yo, que mañana puedo ser otro si un nuevo aprendizaje me cambiara”. Por encima de los siglos y del polvo y del humo y del hollín que París ha ido depositando en su estatua, el zapato de Montaigne resplandece con la inagotable fe humana en una fuerza que vive más allá de nuestras manos.
“Cada hombre lleva en él la forma entera de la humana condición”, decía Montaigne. Hay muchos misterios de nuestra propia condición en esos clochards que deambulan por las calles. Las evoluciones tecnológicas hicieron de los vagabundos parisinos arqueólogos de la modernidad, coleccionistas de lo ínfimo. Recorren la ciudad de un lado a otro y recuperan lo que encuentran bajo la mirada burlona de los transeúntes: cuentas de restaurantes, tickets del metro, paquetes de cigarrillos vacíos, sobres abandonados, papelitos manuscritos, publicidades, entradas de museos o cines. Ellos rescatan los restos del derroche universal de la memoria material. Son coleccionistas de la poca realidad que nos queda por palpar antes de que las computadoras se traguen nuestras huellas, antes de que, en vez de una biblioteca llena de libros o una caja con cartas manuscritas, heredemos un disco duro con libros digitales y correos electrónicos. En la esquina de la Rue Cujas y la Rue Saint Jacques, un clochard instaló su hogar a cielo abierto. Un enjambre de cartones constituye su casa. El clochard lleva puesto un gorro andino y usa las rejas de la Universidad de la Sorbonne para colgar sus pertenencias. El hombre suspendió en las rejas una enorme bolsa transparente repleta de latas y papeles. Afuera, escrito a mano, pegó un cartel que dice “no se vende”. La tecnología convirtió a los clochards en seres que viven en un mundo apartado del nuestro a fuerza de ser real. Pero son ellos quienes recuperan en la calle los testimonios de nuestra materialidad. Michel no se queja. A las siete de la tarde acomoda en su carrito los libros recuperados y sale en busca de una morada donde pasar la noche. Como los demás, huye de la policía y de los servicios de asistencia. Renunció a vivir nuestra vida moderna y confortable. No cuenta por qué, pero dice que si el lunes no toca el zapato de Montaigne la suerte no estará a su lado. Seis siglos nos separan de Montaigne. La historia ha depositado muchos horrores sobre la humanidad, pero algo irracional como la poesía y el amor, algo perfecto y feliz como la música continúan brillando en el corazón humano. Un destello de contenidos entre tantas luces vacías. El zapato de Montaigne irradia en la noche de París el sueño redentor de la providencia, y el otro, más esencial y universal, de un humanismo que nos salvará, a veces, de la inhumanidad que nos acecha.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-147281-2010-06-10.html
COMUCYBERNICACION*
Y no se. Te habré dejado sin palabras porque "hablamos" con los dedos, meta tecla y pantalla. Diálogos que no logran transmitir la emoción de un encuentro, la belleza de una nube, la dulzura de una sonrisa o las ganas de gritar ¡amo! o ¡Tengo miedo!
"¿En que consiste la belleza de las palabras? Las palabras, como las personas suelen tener belleza física y emocional". La física depende de su resonancia melódica y la emocional (detesto la palabra espiritual), de su capacidad de sugestión.
Por ejemplo para un tipo enamorado no hay palabra más dulce (reitero que detesto la palabra espiritual) que el nombre de su amada, aunque ésta se llame Enriqueta Eulogia.
Indudablemente algunas palabras suenan mejor que otras, tienen melodía.
Paloma mejor que madrastra; arroyo mejor que cloaca, libertad mejor que picana, Ana mejor que Internet.
El bodrio de hoy es que podemos "hablar" con todo el mundo diciendo nada y escuchando menos. Faltan los gestos, las sonrisas, los tonos de voz, los sonrojos, las posturas. Una máquina jamás logrará tal magia.
Las palabras nos hacen únicos en este estúpido globito que habitamos.
Entonces pues, hablemos a toda garganta y oigámonos a todo oído.
De otro modo sigamos transformando en ceros y unos las soledades y las esperanzas.
Tecleando hasta quedarnos sin palabras, para luego encontrarles todo lo que logran transmitir y toda su belleza física y espiritual (ahora que detesto la palabra emocional).
Toda esta lata es para escribir a dos dedos, frente a una pantalla: Enriqueta Filomena ¡Te amo! Pero te soy infiel con la Eulogia. Sabé disculparme.
*De Beto Casquero. beto_casquero@hotmail.com
Los inquilinos del poema*
a Luigi Pirandello
Caos - infancia - mar - exilio, arman el regazo
La belleza intrusiva de las naranjas penetra
por el vacío de la ventana abierta hasta alzar la memoria.
La ausencia es un dolor bordeado de poesía
*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
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