miércoles, noviembre 24, 2010

A ESAS PUPILAS DE AGUA...




*Dibujo: Ray Respall Rojas



EL PERRO DE PUCHO*


-Para empezar -repuso el Gato-, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
-Supongo que sí -concedió Alicia.

Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll


Se encontraba disfrutando de un almuerzo en El Floridita, sintiéndose Hemingway, cuando algo le rozó la pierna. No puede decirse que la culpa fue del hueso que le arrojó, porque Pucho había ordenado filete de pargo.

El perro chino no se le despegó a partir de ese momento. Los bromistas aseveran que se habían conocido en una vida anterior.

Pucho regresó al Taller de Gráfica con el perro detrás. Todo el día, mientras entintaba las piedras y daba vuelta a las prensas, fue el hazmerreír de sus colegas, porque aquel animal gris y pelado era lo más feo que pueda imaginarse.

Hubiera quedado ahí, si al final de la jornada el chucho hubiera tomado su rumbo; pero lo siguió a casa de La Cantante, que lo recibió con el grito de: “¡Para animales contigo me alcanza!”.

Así comenzó el desandar de Pucho con el perro: Abandonó su bicicleta por taxis lujosos, con olor a gente famosa; por autobuses repletos, malolientes a sudores de jornadas laborales; se internó en el Palacio de los Capitanes Generales, con la esperanza de que el aroma de las antigüedades opacara el sentido del perro, pero fue llamado por el altavoz porque el animalito se plantó en la puerta y no dejaba pasar a la directora.

Finalmente, un amigo le sugirió que abandonara la ciudad. Si pedaleaba hasta Caimito del Guayabal - el Caimito lorquiano -, pueblo de las afueras donde vivía su prima, y se internaba allá por el fin de semana, de seguro al regreso el can había encontrado otro entretenimiento...

A la mañana siguiente, estaba Pucho dispuesto a recorrer los kilómetros necesarios para no perder a La Cantante.
Al cabo de dos horas de darle a los pies se sintió libre – ese sentimiento de libertad fue lo más importante -, suspiró y, al mirar al frente, distinguió al perro, esperándolo mientras meneaba la cola sin pelos.
No sabemos si la culpa fue de aquella visión, si de todas maneras la bicicleta iba a volcarse: El caso es que ahora no se nos borra la imagen del perro junto a la lápida de Pucho.

Hay quien dice que el perro es la Muerte y está esperando su próxima víctima; otro anda tarareando aquello de “Cuando salí de La Habana, de nadie me despedí, sólo de un perrito chino, que venía tras de mí...”; yo digo que a lo mejor quedárselo le hubiera dado suerte, porque La Cantante tiene otro marido y pensaba botarlo, con perro o sin él; alguien me responde que cuando viene tu momento, con perro o sin perro, te vas para el “reparto boca arriba”...

La verdad nada más la saben Pucho, y el perro.



*De Marié Rojas Tamayo.

-DEL LIBRO “TONOS DE VERDE”, editorial Drac, Mallorca. (2004 y 2005)









LAS VIUDAS DEL NO OLVIDO*


Hijos míos, he cerrado la puerta y la noche está abierta.
Vuestro padre ha partido, pero no se ha ido.
Las viudas del no olvido, se han vestido de rojo.
Llevan, en el pecho una viudez de insomnio.
Niños enflaquecidos por la fiebre.
No tienen pupilas, las viudas del no olvido.
Cuencas vacías. Tenues parpadeos de limones.
Quedan los amorosos diálogos.
Tambien los tristísimos adioses.
El aljibe, sin agua. El horno sin pan. Mis niños sin zapatos.
Y beben, las penas, el barro y los latidos.
Insaciables.
Caminan por los andrajos de la luna.
Final de golondrina y de verano.
Bajo la plácida sombra del nogal.
Rescriben la fábula. Hijos cebollas y racimos.
Han apagado el padre, amor.
Pero vuele en crepúsculos morados.
Fidelidad de árbol.
Primeras hojas de la tarde.
Leve tropel.
Tatuadas.
Llevamos en el vientre.
Manzana carmesí grana memoria.
Manos que amasan y toman la metralla.
Boca que canta y grita.
Por eso, las viudas del no olvido
Nos vestimos
De rojo



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar








JUGAR CON FUEGO*




*Por Silvia Milos milossilvia@yahoo.com.ar


En el diario del miércoles apareció la noticia. Tres chicos habían desaparecido.



Un tío de July, mi amiga había construido en un terreno a metros de la costa. Estaba a siete largas cuadras del mar, pero no nos importaba. Recuerdo la arena mezclada con tierra, y tantas conchillas que dolía andar descalzos. Recuerdo las carreras sin ojotas para ver quien aguantaba, el que perdía cocinaba. Queríamos vacaciones baratas, ya bastante habíamos gastado con el pasaje de segunda. Con las latas de conservas en las mochilas amuchadas desde el segundo trimestre, cuando las orientativas permitieron programar el verano sin exámenes, nos regalamos este mini viaje de egresados.
Aquí estábamos, Carla, July, Beto y yo. Las tres mujeres lo volvíamos loco, pero a él no le molestaba pasar esos días aguantándonos, siempre y cuando lo dejáramos tomar sol sin tirarle arena o meterle dentífrico en los bolsillos. Lo cargaban por gay, pues nunca lo habían visto con ninguna chica, pero con Carla lo defendíamos a muerte, era nuestro amigo, y nos bastaba con eso. A nosotras nos venía bien que alguien llevara la sombrilla y los bolsos hasta la playa.
La casa tenía apenas dos habitaciones contando la cocina, el baño (si es que puedo llamarlo baño) de tan diminuto apenas entraba el inodoro, y uno mismo por supuesto. Nos bañábamos con una ducha de mano adosada a la pared, y nos secábamos sin estirar los brazos o inevitablemente dábamos los puños contra los azulejos; igual, pese a los cuidados, a los dos días todos teníamos los nudillos rojos. Compensados por el espíritu del mar y la independencia lograda, lejos de pretensiones, nos divertíamos con cualquier cosa que pasaba. En una habitación, la que tenía una ventana que daba al frente, acomodamos las bolsas de dormir y las mochilas. Tiramos todo junto, total no estábamos en nuestras casas y nadie estaba ahí para recordarnos a cada rato la palabra orden. En la habitación de atrás predominaba una gran chimenea que pintaba cada invierno la pared con hollín, y dejaba hasta las telarañas con olor a humo de la temporada pasada. De verdad nos daba impresión, cuando caía la noche las paredes negras se acoplaban con el abismo de afuera y parecían no tener límites. Esa sombra oleosa nos provocaba tal fascinación que al llegar las doce nos sentábamos en círculo. Pobremente iluminados con las chispas de unos leños, contábamos historias truculentas de vampiros y desaparecidos.
La noche en el descampado era una frazada agujereada de luceros, que podíamos tocar con las manos de lo cerca que estaba sobre nuestras cabezas, pero traía de otras dimensiones fuerzas irreconocibles para nosotros. Nos divertíamos, cuando en realidad cada madrugada nos acercábamos un poco más hacia el desastre. Ahora al llegar el verano, un largo escalofrío me atraviesa el pecho quitándome la respiración, haciendo que contenga el aire. Hay cosas de las que todavía me cuesta hablar.
Carla era quien empezaba con el juego mientras pasaba la botella de cerveza ya caliente por las manos y los nervios. Mezclados con el zumo del alcohol, los cuentos adquirían un perfil siniestro. July se reía por no llorar mientras aguantaba las ganas de hacerse encima, y Beto se escondía tras un cortinado horrible para asustarnos cada vez que estábamos de lo más concentradas.
Una noche mientras Carla comenzaba con una nueva historia de fantasmas, y con la segunda botella de cerveza por acabar, notamos que los leños crispaban de forma absurda. Fijamos la atención hacia las sombras chinescas proyectadas por nosotros, y en cuestión de minuto pudimos vernos dibujados sobre la poca pintura clara sobreviviente. Contamos las figuras: eran tres.
Beto, Carla, July y yo volvimos a contar. Tres, luego cuatro, mirando con más precisión, pero a una le faltaba la cabeza.
No sabíamos de quien era. A medias risas bromeamos haciendo gestos como degollando al que teníamos a mano, pero mientras las llamas subían y bajaban con sus tintes azulados, las sombras en la pared permanecían entrañablemente quietas.

Entonces, July prosiguió la historia enganchada con las figuras chinas. Remontó una leyenda en la cual se podía anunciar la muerte de una persona cuando la sombra de la misma no se podía reflejar por lo leños de forma completa. Si eso sucedía, era seguro que a uno de los invitados al fogón le faltaría el alma la mañana siguiente. A todos nos hizo gracia. Apagamos el fuego con el resto de cerveza, y pronto nos fuimos a dormir amontonados y temblorosos como conejos, sin atrevernos a emitir comentarios. El terror ya no era una palabra.
Sentía bajo mi cuerpo la humedad del piso frío, y cada tanto tocaba con mi pierna salida de la bolsa a la bolsa de July que estaba a mi lado. Era tonto pensar que si me dormía, no iría a despertar y calculaba que a esas horas solamente yo tenía la cabeza enfrascada por esa historia. Beto y Carla roncaban unos centímetros más lejos haciendo casi imposible que el sueño venga. A ellos les costó muy poco debido a la cerveza y al cansancio, yo había bebido menos, y July apenas, le hacía mal al estómago. Igual, ella pudo cerrar los párpados aunque daba igual tenerlos abiertos ya que no se veía nada como de costumbre. El hecho era poder dormir. Y a las cuatro de la mañana yo era la única que estaba completamente despierta mirando el techo, intentando memorizar la cantidad de arañas por centímetro cuadrado. Con sus ojitos rojos igual a las cerillas, amenazaban con tirarse encima mío. Cuando el sol comenzó a clarear el cielo me dormí tan profundo como jamás lo había hecho.
Fue entonces que pasó lo peor.

Estaba soñando con la playa, iba paseando a mi perra (algo idiota típico de los sueños, ya que “Buby”estaba con mis padres), cuando de pronto caigo de bruces en la arena, y con la cara hundida empiezo a moverme de forma compulsiva. Parecía un gusano gigante peleando por ganar un agujero. Pero lo que en verdad pasaba era que Carla y Beto me estaban sacudiendo, tratando de que me despertara. A los gritos me contaron que July no estaba en la casa. El sabor amargo del miedo me recorrió la garganta, la busqué con la vista desesperada, mientras ellos revisaban sus cosas y constataban que las llaves seguían colgadas junto a la puerta. Apenas nos vestimos fuimos hasta la playa, caminamos hacia ambos lados y preguntamos a cada persona que encontramos sin obtener nada. Pasamos la tarde sin comer, tirados en la plaza de la terminal, hasta que resolvimos esperar en la casa. Ella debía volver.
Todos negábamos el detalle más importante: July nunca había salido.

Exhaustos y esperanzados, cuando nuevamente se hizo de noche, nos relajamos. Era una broma típica de July hacerse pasar por otra, usar ropa de la madre y caminar como ella imitándola, cosas de las más comunes para alguien que vive con la idea de ser actriz, concluimos.
Cenamos, cada tanto asomándonos por la ventana como si con eso nos aseguráramos de que estaba bien, y a las doce, simple como un anillo, encendimos el fuego. Carla retomó la historia de July dándole un toque denso y espeluznante. Beto liquidaba la única botella de cerveza que nos quedaba, mientras escuchaba atento el hilo que trazaba mi amiga con su grave acento. Yo también estaba ensimismada, al mismo tiempo una parte de mí comparaba sus personajes con nosotros, no podía relajarme del todo porque en cada leve pausa desviaba la mirada, contaba las figuras y volvía al cuento. En un instante que no puedo precisar detalladamente, Beto se levantó y fue al baño. Yo continuaba contando las figuras sin notar su ausencia. Eran dos. Si acudo a la lógica está bien, Carla y yo, dos. Pero el hecho es que al regresar Beto, seguía contando dos. Siempre había contado dos. La tercera figura estaba descabezada, girando sola, como salida del fuego del infierno. No quería volverme paranoica, ni que pensaran que lo estaba, así que callada me levanté y salí a fumar un cigarrillo, mientras ellos se fueron a dormir. Pasaron apenas cinco minutos de aire helado cuando Carla se acopló conmigo en la vereda. Dijo que le costaba cerrar los ojos, prefería estar afuera chupando frío que estar adentro. Así, juntas nos quedamos charlando de novios y de las carreras que habíamos elegido, evitando nombrar a July, hasta que llegó el amanecer. Muertas de cansancio entramos, queríamos tomar unos mates calientes y acostarnos. Más tranquila y con la pava a punto, llegué a la habitación. Carla estaba sola. Tuvimos de golpe una sensación tan pavorosa que nos quedamos mudas.

–Beto-me dijo titubeando, señalando al bulto de sabanas-Beto no está.

-Cuando sea de día lo buscamos. Debe estar escondido por ahí, para darnos un flor de susto, ya sabes como es -dije para calmarla.

Ella asintió sin emitir palabras, tomó con avidez el mate que le ofrecí y aunque se quemó la lengua no chilló. Por supuesto no dormimos. Cuando fueron las once salimos a preguntar por él disimuladamente. Lo que nos faltaba, que la primera vez de vacaciones solas regresemos acompañados por la policía. Cuando al atardecer Beto seguía sin aparecer, decidimos armar las mochilas y salir antes de que la tramposa noche nos vea.
Sin embargo, con los bolsos hechos, (incluidos los de Beto y July), con las ventanas cerradas y la llave en mano algo nos hizo detener. Ambas tuvimos el mismo pensamiento: ellos podían volver. Obviamente era un absurdo, pero no estábamos para pensar, estábamos ahí de vacaciones, estábamos ahí para jugar.
Prendimos el último leño y comenzamos a reír como locas, si algo de razón teníamos, la dejamos junto a esa pared plasmada de sombras chinas. Una excitación malvada retornó cuando Carla recordó la historia real, lo que le había pasado a Eduardo, el tío de July que nos prestó la casa.
–Dicen, que desaparecieron sus hijos el verano pasado. Salió en el diario.
Automáticamente juzgué que los había matado, aunque el tipo estaba libre, vivía en Buenos Aires, imposible, deduje, eran mentiras.
-También dicen-prosiguió-que la casa se prendió fuego sola, sin que nadie la habite.
Carla siguió hablando, sólo que yo no la escuchaba. Miré la pared cubierta de humo negro, miré las puertas de las habitaciones, también negras, me levanté y caminé hacia ellas, con la luz encendida comprobé que estaban tiznadas de arriba hacia abajo. No había en esa casa un solo lugar que no estuviese negro. Todas eran sombras.
Figuras enlutadas de gente muerta.

-Vamos-le propuse-, salgamos ya, tomemos el micro.

Pero Carla no contestó. Giré para apurarla, y decirle que terminemos esto, sin embargo estaba sola y con una figura de mujer, réplica exacta de ella, planchada contra la pared de la chimenea. Un fuerte olor a pelo quemado predijo el humo, y de repente costaba ver y respirar. Sin saber de dónde había salido comenzó a prenderse de mi ropa, no podía gritar. El aire comenzó a ponerse rancio, y la oscuridad se volvió absoluta cuando el último leño fue pisoteado por mis zapatillas. Sé que corrí y corrí, hasta que alcancé el autobús casi sin aliento.


Regresé a la ciudad, y pensé en sacarme las llaves de encima. Busqué la dirección de Eduardo, el tío de July, y llegué hasta donde vivía. Todavía las sentía calientes adentro de mis bolsillos. Tintineaban, al principio suavemente, luego parecían rebotar en mis oídos hasta que se convertirse en una palabra: jugar, jugar, jugar…
La gente me chocaba y me miraba extraño, tal vez se daban cuenta de que algo estaba quemando mi cabeza, tal vez por mis ojos un brillo se estaba escapando, ese brillo de cordura, el que te hace confiable. El que asegura que no vas a cometer locuras.
Las llaves, no tenía porqué dárselas, después de todo era un simple juego. Los chicos aparecerían, estaba segura que esconderse era parte de las reglas.

Me acerqué, el auto estaba sin entrar. En el garaje la Pick up afuera tenía el baúl levantado, adentro había bolsas del supermercado encimadas, desprendían un intenso olor a podrido. Estaban ahí hacía por lo menos dos días. Algo andaba mal. Sin tocar nada salí, y me quedé con las llaves.


Cuando me animé voltee hacia la casa, estaba prendida fuego.






*


Me pregunto qué es el arte?
quizás sea ver el más allá
de lo que conforma el uno mismo
será una pausa
en lo gris de la monotonía
donde uno puede mirarse
en los espejos de su historia
saltar, transitar en su efímera figura
como los duendes que habitan
en el jardín de enredaderas
que mueven y respiran
las hojas verdes,
sumergidas en el vapor del viento.
Enamoradas del color confundido
y animado de luces
No todos pueden vibrar
en el cielo de lo fugaz
de lo intangible.
lo desmesurado del tiempo.
En un abrir y cerrar de los ojos
hay un espacio
donde todo se vuelve inmaculado
la presencia de las rosas
el calor de su perfume
está en un libro de poemas
señalando el augurio del bienestar
los blancos jazmines
hacen eco
de una mirada más aguda
de un silencio que se oye
convidando y brindando
en la osadía.-



*de Azul. azulaki@hotmail.com







Los últimos ritos*


*Por Marta Dillon



Mi madre fue asesinada el 3 de febrero de 1977, a las 2.05 de la madrugada, en la esquina de Santamarina y Chubut, Ciudadela. Su partida de defunción dice: "Múltiples heridas de bala. NN femenino, delgada, 1,65, cabello rubio teñido". Nada de sus ojos celestes. Tal vez haya apretado los párpados el instante antes de que la fusilaran. A lo mejor estaba oscuro en la morgue o se habían acumulado demasiados cuerpos o les pareció en vano anotar un dato tan estúpido cuando la poseedora de los ojos celestes estaba muerta y a esas pupilas de agua sobre las que caían sus pestañas como una marea sólo les esperaba la corrupción.
Mi madre es ahora, concretamente, un cráneo con pocos dientes, un maxilar asignado morfológicamente, tibias y fémures, radios y cúbitos, clavículas.
Seguro me equivoco en la enumeración de los huesos, lo cierto es que su torso continúa desaparecido.
Ella, no.
Ahora puedo trazar un recorrido de sus años de silencio. Sus años bajo tierra. Su asfixia en el anonimato.
¿Dónde estaba yo la noche en que la mataron?, me preguntó una amiga. No puedo saberlo, tenía 10 años y la estaba esperando. Como he esperado hasta ahora aun a sabiendas de que no iba a volver.
Algo de ella ha retornado con los restos de su cuerpo, con los rastros de su último día.
Mi hermano preguntó si la habían fusilado de frente o de espaldas.
Hay cosas que nunca podremos saber.
Tiene un disparo en la pierna. Hasta el '85 su cráneo estaba rosado. Había restos de carne, restos de aquello que yo había besado. Restos que volvieron a la tierra sin una caricia sin un consuelo para la larga muerte del anonimato. Fue exhumada, fotografiada, catalogada y vuelta a enterrar. Se terminó de descomponer en una bolsa, su cuerpo se entreveró con otros que también fueron acribillados la misma noche, que fueron recogidos de una esquina en Ciudadela después de que los represores terminaran su tarea y empezara la suya la burocracia del Estado. Por eso mi madre tiene su partida de defunción firmada y sellada mientras la esperábamos o esperábamos alguna noticia suya.
En esa época solía preguntarle a mi padre cuándo íbamos a poder verla. Me imaginaba que estaría presa, al fin y al cabo eran policías los que habían entrado y destrozado la casa en la que vivíamos ella, mis hermanos y yo; su amiga, Gladis Porcel, su novio, Juan Carlos Arroyo. Los tres desaparecidos que el Equipo Argentino de Antropología Forense nos devolvió, 34 años después, para que finalmente podamos despedirnos. Porque hasta ahora no terminábamos de hacerlo. Y ahora mismo, cuando sé que lo que queda de ella descansa en una caja junto a tantos esqueletos todavía sin nombre, a la espera de una inscripción oficial y de los ritos que inventemos para ella; ahora mismo no puedo terminar de despedirme. Aunque el tiempo se haya comprimido de golpe y yo me sienta igual que la niña de 10 años que escuchó su voz por última vez mientras un represor la interrogaba y hasta le prometiera "por mí te daría una rosa, pero vos no me estás ayudando". Ella no estaba ayudando y eso me basta para saber de un gesto de dignidad que probablemente estrujaran hasta el hartazgo en una mesa de tortura. No quiero pensar de qué se trataba esa rosa pero nunca pude dejar de indagar sobre el ensañamiento de los represores contra las mujeres cautivas.
"Toda mi vida se me viene encima", dijo su amiga Laly cuando supo de la identificación de los huesos de mi madre, en España, donde también estaba yo, aunque la suerte quiso que ese día no podamos abrazarnos. Mi vida también se me vino encima. Y esa última noche sobre la que algunas incógnitas empezaron a disiparse como niebla al mediodía se convierte en nuevas preguntas: ¿Quiénes escucharon los disparos? ¿Quién avisó para que retiraran los cadáveres? ¿Llevaba puesta una de las polleras que ella misma pintaba? ¿Alguien le dio la mano antes de que la ráfaga los desarticulara como a muñecos de estopa? ¿Quién vio sus ojos azules? ¿Quién supo que ya no habría caída de sus pestañas para conquistar en ese gesto todo lo que necesitaba? ¿Tenía los zapatos puestos? ¿Dónde quedaron las plataformas de
las que nunca se bajaba?
Hay algo de lo real que empieza a tomar cuerpo. Mi madre fue asesinada en la madrugada del 3 de febrero de 1977. Yo tenía diez años. Mi hermano Juan apenas dos. Santiago, ocho. Andrés, cinco. Los cuatro te extrañamos, mamá, y hasta ahora hemos hecho lo que pudimos con tu ausencia y tu presencia
intermitente.
Hay una página de un libro que ella me regaló poco antes del final, está escrita con su letra y dice: "Para Martita, mi compañera, que está aprendiendo a sentir como propias las alegrías y las luchas del pueblo latinoamericano". Pomposa dedicatoria para una niña que con 44 quiere seguir siendo Martita y aprender eso en lo que estaba cuando vos estabas conmigo.
Ahora acabo de casarme, por primera vez, enamorada y con una familia imposible pero bien constituida: mi amor, Albertina, mis dos hijos con veintiún años de distancia entre ellos, una nieta, tres perros, dos gatas, una cantidad de amigos y amigas sobre los que sé que puedo derrumbarme y levantarme con los ojos cerrados. A nadie le importan estos detalles, salvo a mí porque son la prueba de que he sobrevivido. Más que eso, he vivido todos estos años y buscándote es como fraguó mi familia. O buscando justicia
para vos. O buscando un lenguaje en el que poder nombrarte.
Alguien me contó una vez que en el campo de concentración donde pasaste tres largos meses, las mujeres se cambiaban de ropa entre ellas para sentir que se vestían por la mañana. O por esa hora difusa que el encierro convertía en mañana. Esa anécdota te nombra, mamá.
Lloré como una nena sobre ningún hombro o sobre el de todos mientras los amigos del EAAF me relataban lo que sabían de vos. Amorosamente te rescataron de una fosa común en el cementerio de San Martín. Amorosamente me dijeron "hay un coxal que todavía podría ser de tu mami", con el mismo amor
con que mi amiga Raquel me dijo que quería ser mi velority planner. Un resto de humor negro para salvarnos a todos y a todas de este naufragio en tierra que significa haberte encontrado, mamá.
Más calma, Raquel me llamó más tarde para decirme, ella que había sido baleada en el pecho en un enfrentamiento entre policías y ladrones en el que nada tenía que ver, que las balas no duelen. La muerte propia, me imagino, no duele. Lo que duele es la vida que sigue como si nada, diez, veinte, treinta años. Y duele sobre todo porque también ha encontrado sus bálsamos.
Todas palabras desordenadas y debidas para el entierro que todavía no sucede, ahora que se cumplen 34 años de tu desaparición y apenas un mes desde que volviste de la asfixia bajo la tierra, del anonimato, del consuelo de un rito que arranque de una vez por todas a la niña que sigue aferrada a la ventana esperando que el toc toc de tus plataformas en la vereda te traiga de vuelta.
De todo esto y de todo lo que todavía no puedo nombrar se trata haberte encontrado. De un punto final para un texto que voy a seguir escribiendo, para un duelo del que tal vez empiece de una vez a desprenderme.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-157409-2010-11-24.html






L Í M I T E S *


uno tiene límites
todos tenemos un último borde

el miedo tiene límites
el amor tiene límites
el dolor

la filosofía tiene límites
la locura la risa
la poesía
el silencio del hombre tiene límites

lo que no tiene límites
es la muerte



*Rubén Vedovaldi. rubenvedovaldi@netcoop.com.ar





*


Inventren Próxima estación: HERRERA VEGAS.



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