viernes, diciembre 23, 2011

TEÑIR EL MURO HASTA EL INFINITO...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




DESVELAR*


“Todo número es cero ante el infinito”
VICTOR HUGO



Tengo un número tatuado en mi frente.
Un código de barras en mi espalda.
Me horroriza mi ingenuidad.
Mi inocencia, mí obcecada tendencia a ser ilusa.
A ser más cándida que una infanta dormida.


Que hago yo, me pregunto, con este muro en blanco.
Con mi pupila ciega y mi mano dormida.
Tantas, tantas peleas con molinos de viento.
Tonta necesidad de reconstruir historias.


Un mundo de cosas me rodean.
El otro es no, nulo, inexistente, también yo.
Pozos en la memoria.
Resistir la tentación de levantar los velos.
De raspar mi frente y mi espalda contra el muro.
Teñirlo en sangre.
Teñir el muro hasta el infinito.
Solo un número hueco, solo, vacío.
Luego, partir.
Conjugar los verbos.
Desmurar. Desmorir. Desvelar.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar












DETENER LA INUNDACIÓN*


La escena transcurre en un salón de tercer grado, la maestra ha dado el tema de los seres vivos y no vivos. Una vez finalizada la explicación, indica a los niños que levanten la mano para dar ejemplos y comprobar si han comprendido.
Seres vivos: Los conejos, las plantas, las mariposas, dicen los chicos.
Seres no vivos: Las piedras, las casas..... los pobres.
¿Cómo los pobres? Cómo los pobres, pregunta la maestra que ha comenzado a reír. El nene, con seriedad, explica, “mi papá siempre dice que la vida de los pobres no es vida”.
No es un chiste, ocurrió realmente en una de esas escuelas donde la ciudad se mezcla con los basurales y se degrada paulatinamente en la miseria de las casillas de cartón y chapa, en una de esas escuelas donde no se entregan las libretas de calificación porque los chicos no tienen un lugar seco, no tienen un mueble donde guardarlos.
Tiempo ha pasado desde que Borges narraba la belleza de la ciudad perdiéndose en el amplio horizonte del campo, las últimas casas confundidas con el atardecer de un cielo limpio y gigantesco.
Ahora las ciudades, todas las ciudades, se rodean de un amplio cinturón de odio. Un odio que brota como el humo de las quemas, como el hedor de los desechos descompuestos y el vaho amargo de las zanjas. Y de gente que no sabe de dónde viene, que solamente posee la seguridad de que su destino la forzará a permanecer dentro de esos paisajes, marcada por la pobreza que la estigmatiza con sus signos.
¿Cómo eran los indios? Preguntó un niñito en el mismo salón. Cómo decirle que los aborígenes eran morenos como él, tenían el mismo pelo lacio, los mismos ojos rasgados. Cómo decirle que él es un descendiente de esos indios por los que pregunta, si decirle esto es una especie de insulto. Si ser un aborigen es un insulto.
Y cómo decirles que ni siquiera son pobres, que la pobreza pertenece a tiempos mejores, y que se ha añadido un peldaño más a la escalera descendente, se ha colocado un escalón suplementario hacia abajo, y tal como los basurales inconfesados rodean las ciudades, la indigencia rodea la sociedad. Y ninguno, ni el lugar físico ni el social tienen salida. Tal como en la caritativa Inglaterra de las leyes azules se marcaba la mejilla de los mendigos con la “s” de slave, esclavo, la indigencia marca el cuerpo y cierra la posibilidad de escapar.
Un adolescente era animado por sus profesores, que entusiasmados por sus logros lo instaban a continuar sus estudios. Demostrando su temprana comprensión del mundo, el chico les preguntó si realmente creían que valía la pena el esfuerzo, porque cuando fuese a buscar trabajo nadie lo iba a
contratar. No con esta cara, no con el dialecto de la villa miseria prendido en el habla.
No hay folklore porque lo que los arrasa es la desesperación. La postal pintoresca del niñito barrigudo y el perro flaco no nos debería provocar ternura sino vergüenza. Con horror pensamos en esos europeos que seguían su vida cotidiana mientras a unas cuadras salía de las chimeneas de los campos un humo denso. No entendemos que no hayan irrumpido en las barracas, que los pueblos no hayan derribado las alambradas para detener el espanto.
Nosotros tampoco hacemos nada. Nos condolemos por la suerte de los pequeños que nos ofrecen estampitas, algunas veces somos tan generosos como para depositar una moneda en las manos ávidas. Nos apena que no hayan tenido la fortuna de nacer en una familia con comida sobre la mesa, que no hayan
tenido una biblioteca en sus casas, que no hayan tenido casa. Qué pena. Pero consideramos con juicio la propiedad privada como un derecho inalienable, y nos parece natural que todo se nos haya dado por un nacimiento afortunado.
Es más fácil así, es más seguro para conservar la paz mental.
Y nos dan miedo. “Ellos”, los otros, nos dan miedo.
Quizás sea absolutamente razonable temerles, como los cortesanos temieron a las hordas de villanos que desató la revolución en las calles de París, como los habitantes de Río de Janeiro que saben que una avalancha de brazos y piernas finalmente enfurecidos, finalmente conducidos por su odio
puede descolgarse de los morros.
“Ellos”, los otros, nos dan miedo, porque sentimos que tenemos algo que les pertenece. En el fondo sabemos que disfrutamos de una situación injusta, que el haber quedado dentro de los muros es una suerte y no un derecho, porque sabemos que en algún momento la muralla puede caer como finalmente
caen todas las murallas, y esos hombres que despreciamos se tomarán la revancha de los esclavos. No nos engañemos, no son los pobres amables y simpáticos de Dickens, con sus mejillas sonrosadas y sus sonrisas serviles.
A los indigentes no les dejamos nada de nada, y no nos asiste el derecho de demandarles más piedad de la que les hemos demostrado.
Quizás haya tiempo. A lo mejor aún es posible desarticular la bomba que marca la cuenta regresiva en el cinturón de edificios degradados alrededor de París, desarmar los slums alrededor de Londres, desmontar Latinoamérica, ese gigantesco río que si se desborda puede inundar el mundo.
No será con caridad, será con justicia.
No será con represión y vallas de alambre y equipos especiales de la policía, será cuando se permita que cada hombre y cada mujer y cada niño acceda a la dignidad que requiere su condición humana.
Si no lo hacemos, si no comenzamos a favorecer el cambio, entonces
quizás sea mejor que suba la marea, que los volcanes que ya están secretamente encendidos liberen su fuerza devastadora, que los anillos se vuelquen hacia adentro y estrangulen los centros, que haya un cataclismo social para que se comience de nuevo.
Y que no hallen los alumnos a sus maestras, los mendigos a los dueños de las casas donde fatigan sus súplicas, los aborígenes a aquellos que les quitaron sus tierras. Porque entonces ya no habrá tiempo de explicarles lo que es la economía de mercado, el neoliberalismo, la globalización, de explicarles que nosotros no tenemos nada que ver con su hambre o su ignorancia. No habrá tiempo de explicarles que nosotros estábamos en nuestros asuntos, ocupados en nuestras cosas. No habrá tiempo de decir que
no sabíamos, de mentirles, de elaborar teorías, de culpar al orden mundial, al gobierno, a nuestros vecinos.
Si alguna vez el río de llanura, el río de brazos y piernas marrones se desborda, si alguna vez esto ocurriese, en el momento de ser arrastrados por las aguas vociferantes y de ahogarnos no podremos sentir que es una injusticia ni clamar por nuestra inocencia.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Octubre 2007-








Vivencias y recuerdos verídicos

LA MENTIRA Y SU TORMENTO.*


Ve a todos lados con la verdad,
La mentira pesa y ocupa lugar.

1950 Fue declarado “Año del Libertador Gral. San Martín”.- Recuerdo los actos a los que asistimos con el Colegio, el diecisiete de agosto, en la esquina de la Parroquia, frente al Edificio donde funcionaba la Biblioteca Popular y el Teatro Cultural, construido hacía apenas diez años, con aportes de la Nación.- En ese acto también se bautizó con ese nombre a la avenida principal del pueblo, veinte años antes de ser declarado ciudad.
Cuando iban a comenzar las clases ese año, un amiguito próximo a los diez, como yo, compañero de juegos en nuestro vecindario; al salir de misa, me inducía a anotarme como alumno en el Colegio Parroquial, donde él iba. Yo me negaba en principio, porque no lo había hablado en casa, pero él insistió: que igual podría decírselo después que estuviera inscripto, y que debía hacerlo ese día, ya que después podría no haber lugar. Quizás algo más me impulsó, porqué ante el hecho consumado mis padres terminaron aceptándolo.
De no haber sido así, nunca hubiera entrado en ese colegio de excelencia. Mi hermano mayor asistió todo el ciclo escolar allí, ¿por qué yo no?
Además mi amigo decía que no era caro.- Que su papá y mi papá eran compañeros de trabajo en la fábrica, y ganaban lo mismo, tanto uno como el otro…
Comenzaron las clases, y pronto advertí el gran cambio, Nuestros maestros eran todos profesores, sacerdotes católicos de la Orden Siervos de María, de gran formación y vocación por la docencia. Las materias eran avanzadas. El colegio tenía prestigio y había alumnos de otros pueblos, especialmente de
la vecina ciudad de Reconquista.
Había que pagar una cuota mensual, modestamente accesible.
Al concluir cada mes el “Hermano Vittorio”, que administraba la economía del Colegio, además de ser un verdadero cerebro en matemáticas, daba educación física, dibujo y manualidades; se encargaba de pasar a cada uno un sobre con el estado de cuenta de ese mes. Eran cinco pesos, más algún gasto extra
por útiles, u otro cargo. Al día siguiente, o en los días próximos, cada alumno devolvía el sobre con el dinero del pago adentro del mismo.
Era un Maestro de verdad, ya mayor, de cabello blanco, y su figura baja y muy gruesa no lo hacía muy agraciado. Pero lo respetábamos, y ya mayores, los que fuimos sus discípulos lo aprendimos a venerar.
Recibía de él una dedicación especial, aunque le éramos todos especiales, y trataba de potenciar las virtudes que cada uno podía tener; ya sea por el deporte, que le apasionaba, o las demás materias. A mí por el dibujo. Hizo casi milagros conmigo, lograba que aprendiera diversas prácticas y técnicas, y consiguió que yo mismo valorara la facilidad que manifestaba, descubriera mis dones y amara el trabajo en este campo y me esforzara en busca de la creatividad y la perfección, como meta.
El primer sobre mensual quedó en casa esperando la próxima semana, o la otra, o la de más allá. En el cole me sentía incómodo, y trataba de esquivar la situación, mientras reclamaba en casa tibiamente, porqué sabía que el salario era muy ajustado…
Vencido el segundo mes, volvió la ceremonia rutinaria de repartir a cada uno el sobre nefasto. Al dármelo a mí, me daba la idea de sentir una mirada interrogante pero silenciosa.
Esta vez mostré el sobre preocupado, pretendiendo lo regularizaran al día siguiente, o el otro, o el otro… Pero volvieron a pasar las semanas, y volvió a llegar el fin de mes. Qué rápido pasaban los días… Recibí el tercer sobre temblando. No levanté la cara, tampoco nadie me dijo nada, pero yo hubiera jurado que todos mis compañeros sabían lo que pasaba, y me miraban con una burla silenciosa, o al menos con lástima…
Papá dijo:
-En el colegio tendrán que esperar…- Lo mismo dijo al cuarto mes, y el quinto…
Yo veía que era el único en esa situación.
Recibía los sobres, seguramente con la cara colorada, y ahora estaba seguro que el Hermano se detenía conmigo, sin decir una palabra, un tiempo demasiado largo…,esperando algo de mí, y yo a que se alejara para volver a respirar, temeroso. Hasta que llegó el día que me llamó aparte, yo lo escuché apenas entre mis latidos acelerados, e hizo mención muy brevemente de que las mensualidades estaban pendientes. Yo no decía nada, lo sabía de sobra, y no atinaba a responder…, pensaba sí, e impotente me atormentaba, y
deseaba que un día encontrara, no sabía cómo, que todo se había arreglado, y volver a mirar a los demás sin esa tremenda carga…
En esos días papá me dio el equivalente a la mitad de la cuenta, el resto lo pagaríamos la próxima quincena. En vez de sentir alivio, sentí que se me caía el cielo encima…
-No, yo no puedo llevarle sólo esto, después de tantos meses… ¿Cómo hago?
¿Qué le digo? ¿Cómo le digo?
-Dale esto…, más no tenemos…, dentro de una o dos semanas le pagaremos el resto.- Papá fue terminante. Mamá miraba sin decir nada, pero seguramente ella fue la que consiguió al menos eso.
Yo resolví no llevar el dinero. Sentía que no me atrevería. No tenía el coraje y sentiría una enorme vergüenza ante el Hermano y los chicos. Decidí que dentro de una semana cuando papá me completara, iría con todo el dinero junto, y muy dignamente saldaría toda la cuenta. Si entretanto me reclamaban, obraría una vez más como siempre, total, en pocos días lo arreglaba…
Escondí el dinero en uno de los cajones grandes de la cómoda de mamá, bien al fondo, debajo de toda la ropa. A la vuelta del colegio, pasada la media tarde, merendé con apetito como siempre, pero sintiéndome distinto; como que tenía un secreto, algo que debía esconder, tomaba conciencia que había
mentido, y tenía que ocultarlo. Me encontré cauteloso y reservado, callando, como si de golpe hubiera perdido un grado de inocencia, y debía cuidar que no se me notara, y menos compartirlo con nadie.
Respondí a mamá sin poder eludirla, mintiendo a conciencia, necesariamente:
-Si mamá, está todo bien, no hubo problemas…-
Pasaron quince días, y algunos más. Papá no podía completar por ahora el pago…
-Esperarán al mes que viene…-
Resolví llevar entonces la parte del dinero y hacer la entrega, porqué no iba a haber más dinero por ahora. Era lo mejor. Peor era no llevar nada…
Antes de salir al colegio pasé disimuladamente al dormitorio y busqué en el cajón rápidamente donde había dejado el dinero… y no lo encontré… Busqué un poco más, y tampoco… Sería mañana… Hoy no tenía más tiempo. Al día siguiente, impaciente, esperé un momento propicio para volver y buscar mejor… Tampoco encontré nada. Busqué al regreso del colegio aprovechando que mamá estaba afuera… Busque removiendo la ropa… Busqué y rebusqué. El dinero no estaba, o al menos no lo encontraba… No quería aceptarlo. Debía seguir buscando, así varios días. De noche pensaba en el lío que tenía… Me despertaba desesperado… ¿Qué habría pasado? ¿Alguien podía saber algo? No podía preguntar, estaba en una trampa… La única esperanza era encontrar el dinero, y seguía buscando, ya no en ese cajón, sino en todos, y por todos lados… ¿Dónde estaba?
A fin de mes volvió el sobre de mis pesadillas. A la salida dejé a los demás y volví sólo, caminaba despacio, mirando sin ver las grevileas de la plaza recortadas contra el cielo. Esa tarde tardé muchísimo en llegar a casa.
Escondí el sobre y guardé otro secreto en silencio, sabiendo que estaba tremendamente solo. Casi no podía dormir. Seguí escondiendo el sobre… Hasta que mamá me preguntó, como nunca, si me lo habían dado… Casi me muero… Tardé un buen rato antes que me saliera un poco de voz…:
-Nnno…,Nno…, No-nno me lo dieron…- mentí al fin, una vez más…
Era terrible, evitaba a los de casa…, trataba de esconderme en el colegio…
Mamá y papá, supieron que algo no andaba bien. Me volvieron a reclamar el sobre… ¡Antes nunca me lo pedían!
Volví a mentir… Me exigieron que lo reclamara… (¿Para qué?...), y al fin el sobre apareció… A esta altura estaba dispuesto a mentir y seguir mintiendo, ya descaradamente.
El sobre estaba equivocado…: ¡No estaba descontado el dinero de la entrega!.
-¿Por qué? - ¿Entregaste ese dinero, no?, ¿Cómo no está descontado?...- me las tenía que ver con mamá, ya le tenía menos miedo, debía seguir mintiendo...:.
-¡Claro que lo entregué! …- Al otro día papá le dejó dicho que reclamara en el colegio… ¿Qué iba a reclamar? Yo tenía ganas de llorar y escaparme del mundo. Pero, sólo pensaba en intentar una nueva mentira; y terminé diciendo que el Hermano me dijo que no recordaba que yo le había efectuado la dichosa entrega…
Y allí entró a tallar papá. Al principio seguía sosteniendo que yo llevé el dinero y que en el colegio me lo negaban…, pero fue cuando resolvió…:
-Bueno, vamos a ir con vos a hablar con el Hermano Vittorio…- Y me miraban firmemente a los ojos, ya esperando que me retracte… Yo todavía resistía empecinado en sostenerme con más mentiras, tan encerrada estaba en el mundo que me había creado, que ni siquiera me daba cuenta que todo era inútil. El tormento de tantas noches me había vuelto insensible, y me había cambiado de tal manera, me notaba tan desconocido, que tenía la sensación que era un extraño el que hablaba por mí… y sabiendo que estaba descubierto, seguía y seguía negando.
Hasta que me largué a llorar, y lloré rompiendo por fin en pedazos la gruesa coraza, que me oprimía tan fuerte, desde hacía tanto tiempo…
Pasó un largo rato, y algo más calmado, vi que estaban todos reunidos alrededor, y me sentía tan destruido, que no me importó verme descubierto, ni reconocía la tristeza que me carcomía por dentro…, sólo yo sabía cuantos disgustos me había deparado…
Y todo por una mentira.
Mamá terminó aclarando todo:
Había encontrado el dinero sin saber de qué era, y necesitándolo, lo ocupó en cosas de la casa. Más tarde entendió lo que había pasado, pero no acababa de comprender mi actitud. Allí dije casi sin aliento, que yo no me animé a llevarle sólo una parte, y lo escondí entretanto, pero luego no lo encontré y traté de ganar tiempo mientras lo buscaba, y rebuscaba. Después fue tarde, una mentira, trajo la otra.
Fueron a hablar en el colegio, y finalmente se arregló todo.
Yo comprendí que la mentira lleva su propio tormento.
No vale la pena.
La mentira tiene patas cortas.
Me costó caro aprenderlo.
Pero nunca volví a mentir, al menos concientemente.



*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
–Avellaneda. Santa Fe;







¡A escena, actores!*



Helia Pérez Murillo, mi compañerita en las clases de interpretación, así como en las de expresión corporal, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba
a los grupúsculos más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de reviente. No todos la querían (nunca ocurre) y menos aún, la comprendían. Detalles simpáticos la adornaban: en substancioso revoltijo portabas tijerita, carreteles de hilo blanco e hilo negro, dedal, aguja, alfileres de gancho. Costurera ambulante, un botón me cosiste apenas nos conocimos. Por años trazamos un mismo derrotero estudiantil. Realizamos, a propuesta mía, los seminarios de maquillaje y de foniatría. Hicimos “de pueblo” (categoría “figurante”), bajo contrato, en la tragedia campestre “Donde la muerte clava sus banderas” de Omar del Carlo, en el Cervantes.
Vos, como “mujer ribereña”; yo, detrás de una decena de ursos también disfrazados de montoneros, en un cuadro secundábamos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) peleando a facón con su padre, el general Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el segundo acto. Se te veía en el escenario. A mí, en cambio, como dije, cubriendo las espaldas del pelotón, con barba y gorro, el más bajo, sólo se me hubiera distinguido con la perspicacia de la que mi padre y su primo Boche carecieron cuando recibíamos los aplausos. De ese saludo en la función del estreno, conservo una foto: allí estamos: vos, sobre la derecha, empollerada y con pañuelo en la cabeza; yo, en el otro lateral, inclinado, con poncho y lanza, respetuosamente.
Nunca olvidaré aquella friega entusiasta que me propinaras con linimento Sloan, antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la galería de la Sala Planeta. Ese calambre fue de lo más genuino, y por mí la pantorrilla hubiera podido quedarse agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te habría ofrecido todo mi territorio recontracontracturado. Te deseé con continuidad.
Me enfebrecitabas al cerrarte el sacón de vizcacha o cuando te instilabas el colirio. Virginidad agazapada, Helia, vos, transida y amagante con tus treinta y cuatro años en ristra, mientras yo, con ocho menos, te alcanzaba mis versos esotéricos, mis silvas a la metalurgia y a la agricultura, mi única lectora, siempre una palabra amable, como una novia. También siempre tuviste hermanos mayores, todos machitos, y siempre confundía yo la voz de tu mamá con la tuya, por teléfono. Tu padre, siempre, además, fue un anciano delicado de salud. Vivías en una mansión de ésas que emputecen a un pequeño burgués que como yo la otearía desde afuera y de noche, a bordo de su Ami a dos tonos de colorado, bien de chapa, con vos sin terminar de despedirse ni de nada, en una callejuela de Adrogué, mucho árbol y parejo empedrado, mucho, muchísimo parque alrededor de la casona. Yo te dejaba, Helia, precisamente en el portón que se abría a toda esa manzana lóbrega y rodeada por ligustro.
Estuve casado durante los dos primeros años de tratarnos. La conociste a Viviana. Te amedrentaba su independientismo enérgico, y su desconcertante labilidad. Por entonces, con Antonieta y Alejandro concurríamos a los café-concert, previa presentación de nuestros modestos carnés de la Asociación de Estudiantes de Teatro. Sucesos que acontecían cuando te mandaste con Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, incorporando los diálogos de Ionesco en “Delirio a dúo”. No te notamos más que ligeramente turbada cuando tu ducho partenaire te lamía a través de la malla amarronada y te besuqueaba en la nuca y se entretenía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispados dedos de su pie derecho, el mocoso. Nos quedamos boquiabiertos, y encima el texto no molestaba, abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes, el adolescente aventurado y la ex-catequista. El recuerdo de tus desmandadas acrobacias me impulsó a la paja, admito, las nítidas imágenes de aquel recíproco adobe juguetón.
Durante un tiempillo disfrutaste de popularidad, pero tus remilgos, opiniones y falta de swing te remitieron a tu primitiva ubicación.
María Palacini me informó de tu presencia en una velada de gala en el Teatro Colón con un joven británico, alto y rubio, con el que platicabas en su idioma. Al salir, con levedad, él te había tomado del brazo, según la chismosa que los siguiera hasta una parada de taxis.
Nos extasiabas recitando en inglés los sonetos de Shakespeare. Y no te hacías rogar. Ya más nacionales (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos memorizando escenas, tirándonos almohadones, para automatizar la incorporación de la letra.
No me gustaba ni medio que te trataras con un psiquiatra, que fueras a recibir consejos y medicación de ese vetusto chanta catolicón, amigo de tu padre. Te costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, súbita sudoración, lipotimia y taquicardia de origen emocional. Circulabas también con la farmacia a cuestas, y el kiosco: pastillas de menta y mandarina, Genioles por las dudas, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de azúcar, saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus carterones? ¡Ah, y el asma! El
asma que habías superado tratándote con ese doctor, lo que hacía que sintieras por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, su cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En tus jornadas de retiro espiritual te imaginaba incandescente, aunque fuera por el divino Jesús, y después retornando a mí, aún sin el alivio procurado. Retornando, digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo ocurría y tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías una ropa fantástica, calzabas zapatos acordes y todo
así.
Remanida en expresión corporal, tus progresos fueron magros al principio.
Allí se expuso ejemplarmente tu confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que resumabas. No por tus pies planos y jirones de pintoresquismo, menos eras un volcán. Gocé cuando me embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas las prácticas cosmetológicas y de caracterización: Ratón Mickey, villano, mariquita; cíclope, linyera, marciano, bucanero. Jamás desprovista de ahínco deslizabas tus algodones por mi cara.
Cuando en pleno auge grotowskiano, Guido y Jorge se desnudaron recreando las circunstancias de un cuento originariamente infantil, vos eras observada al menos por mí: impávida, simulando, negándote al impacto visual. Retaceaste, luego, el imprescindible comentario.
Vivía solo cuando me insinué y me disuadiste: nada cambiaría entre nosotros.
Yo, en broma atropellaba: “Soy el hombre de tus...” Y apelabas a mi compostura. Me descubriste besando a un minón por el obelisco; y ciñendo de la cintura a una espigada pendejita del Bellas Artes, en la esquina de Quintana y Libertad. Y de esos encontrones, ni una palabra. Astuto, te sugerí preparar para el fin del cuarto año lectivo una pieza corta de Tennessee Williams: “Háblame como la lluvia y déjame escuchar...”
Aceptaste de inmediato, conmovida. “La mujer alarga el brazo, un brazo delgado que sale de la deshilachada manga de su kimono de seda rosa y coge el vaso de agua, cuyo peso parece inclinarla un poco hacia adelante. Desde la cama el Hombre la observa con ternura mientras ella bebe agua.”
Ensayaríamos en mi departamento una vez por semana. Con el texto nos meteríamos cuando la etapa de improvisaciones estuviera avanzada. En los dos primeros sábados estuvimos trabados. En el tercero ubiqué mi cabeza en tu regazo y me amparaste. “En la ciudad le hacen a uno cosas terribles cuando
está inconsciente. Me duele todo el cuerpo, como si me hubieran tirado a puntapiés por una escalera. No como si me hubiera caído, sino como si me hubieran dado puntapiés.” En el siguiente sábado me acariciaste, no sin algún grado de entrega, breve, claro está. En el quinto, te retrajiste: previsible. “Me metieron en un cubo de basura que había en un callejón, y salí de allí con cortes y quemaduras en todo el cuerpo. La gente depravada abusa de uno cuando se está inconsciente. Cuando desperté estaba desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo medio derretidos.” En el sexto sábado, como había mucho ruido en el palier, nos mudamos al dormitorio. Incluimos el borde de la cama (matrimonial). En el séptimo, y habiendo adoptado ya ese ambiente, apagué la luz y susurré, mi voz entrecortada, la tuya opaca,
neutra. “Recorreré mi cuerpo con las manos y percibiré lo asombrosamente delgada e ingrávida que me he quedado. ¡Oh, Dios mío, qué delgada estaré!
Casi transparente. Apenas real, ya.” En el otro fin de semana nos reunimos, además, el domingo. Vos arderías subrepticiamente, y yo, agitado sufría y cerraba la puerta, te invitaba a trastornarte con el auténtico temporal que zarandeaba la persiana, apagaba la luz y en completa oscuridad intercalaba
frases de Williams, mientras con impericia me libraba del gastado pantalón de corderoy (de bastones anchos) y de la polera. Algo se me anunciaba desde la médula, al tantearte; sofrenado me encimé y desgarré de indeseado semen, todo mi ser ridículo y perentorio, me ofrendé al slip de nailon. Destemplado justifiqué el recule, atiné a desdecirme y vos te adaptabas, Helia querida, módica, en lo tuyo. Me fui vistiendo con ocultado desdoro, encendí la luz, alegué desconcentración y desánimo, tomamos mate con bizcochitos de anís en la cocina.
Durante los días subsiguientes recobré ímpetus. Un tropezón no es caída. Mis antecedentes de eyaculación precoz habían sido aislados y en circunstancias atípicas o calamitosas. El ensayo de la obra, no obstante lo viciado del procedimiento, nos conformaba. Y fuimos consubstanciándonos con el texto.
“Tendré una habitación grande, con postigos en las ventanas. Habrá una temporada de lluvia, lluvia, lluvia. Y me sentiré tan agotada después de mi vida en la ciudad, que no me importará estar sin hacer nada, simplemente oyendo caer la lluvia. Estaré tan tranquila. Las arrugas desaparecerán de mi cara. No se me inflamarán nunca los ojos. No tendré amigos. No tendré ni siquiera conocidos”: tu largo monólogo final, el poético y enrarecido clima de la pieza. El punto era cómo enajenarte, cómo enajenarte y mandar, mandar la escena al carajo. “Sus dedos recorren la frente y los ojos de ella. Ella cierra los ojos y levanta una mano como para tocarle. El le coge la mano y la mira volviéndola, y después oprime los dedos contra sus labios. Cuando se la suelta ella le roza con los dedos. Acaricia su pecho delgado y liso, como el de un niño, y luego sus labios. El levanta la mano y desliza sus dedos por el cuello y el escote de su kimono a medida que se afirma el sonido de la mandolina.” Creadas las condiciones de río revuelto, pescar, arrebatar los numerosos peces, los peces de tu soterrada lujuria. Y así, otra vez a oscuras la escena, impregnado, mórbido, con suavidad te bordeo, nictálope, busco tu boca con mis dedos, rozo tu nariz, beso tus párpados con alevosía, me desenvaso de las incordiosas prendas, doy contra tus dientes
interceptando mi lengua, sin arredrarme aplasto tu mano con mi sexo, te aplasto, tenaz y corroído, te encepo los pies, girás la cabeza como que te dispararías, pero yo te sigo en el giro sin separarme, y resistís también con las piernas, aunque tu mano no pugna por zafarse de mi aplastamiento. Es más: me siento aferrado; advertirlo me nutre de renovadas ínfulas, no cejo, y tu boca y tus piernas algo se distienden; yo confío, me arrellano, tu lengua soliviantada no atina a organizarse; ¿qué es esto?: esto es mi nobilísimo tironeo de tu ropa, la cual desparramo, te quito las medias, te dejo en aros y en crucecita. ¿Y quién piensa en el inmenso dramaturgo norteamericano, si hiendo tus pezones y debajo te tenemos, transpirada y silenciosa?; “...el viento limpísimo que sopla desde el confín del mundo, desde más lejos aun, desde los fríos límites del espacio ultraterrestre, desde más allá de lo que haya más allá de los confines del espacio”; y tus brazos a los lados, como desmembrada, y a no distraerme, que esto en
cualquier momento se quema, ya adviene lo superlativo, y se quemó cuando subiste las rodillas. Costó un poquito pero percibí que me alentabas.
Respirabas mejor, acordáte, después de los espasmos.

Aún hoy, años después, ensayamos de vez en cuando la escena. Nunca presentamos en el curso nuestra versión libérrima. Nunca toleraste que encendiera la luz ni que subiera la persiana. Nunca me permitiste pasar a los papeles sin el ritual de “el suelo de aquel departamento junto al río...cosas, ropas... esparcidas... Sostenes... pantalones... camisas, corbatas, calcetines... y muchas cosas más...” Nunca te permitiste fuera de contexto un ademán extra-compañeril. Nunca aludimos al diafragma que aportaras a nuestros encuentros. Nunca me dejaste ni un mísero recado en la mensajería, en fin, ni un mísero recado de tinte qué ganas que tengo, y siempre arreglaste con prontitud para reunirte conmigo a ensayar cuando, como hasta ahora, te lo propongo.

Helia: siento urgencia por descristalizar esta trama. No te amo. Todo es perfecto. Quiero más con vos. Ansío secuestrarte. Variados argumentos. El epitalamio, el epitalamio. Pronto me mudo. Ensayemos otra obra. Proponé vos: Beckett, Jean Genet, Arrabal, Harold Pinter, Sartre, Schiller, García Lorca,
Osborne, Ibsen, Armando Discépolo, Strinberg, Pirandello, Eurípides, Valle-Inclán, Racine, Benavente, Adellach, Camus, Albee, Leroi Jones, Aristófanes...



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar








El hermano muerto*


*Por Juan Forn


Mark Twain tenía un hermano gemelo en su infancia. Para diferenciarlos le ataban a cada uno una cinta a la muñeca, de un color diferente. Un día los dejaron solos en la bañadera y uno se ahogó. El chapoteo en el agua había desatado las cintas, de manera que nunca se supo a ciencia cierta cuál de los dos había muerto. "Desde entonces no sé si yo soy yo o mi hermano", remataba siempre la anécdota Twain.
Philip Dick también nació con una hermana melliza. La llamaron Jane. La madre creyó que la leche que tenía alcanzaba para amamantar a los dos, que no iba a necesitar refuerzo. Los bebés pasaron hambre durante semanas, hasta que la pequeña Jane murió, y así fue cómo el pequeño Philip pasó a recibir
la ración de leche materna que necesita un bebé para sobrevivir. Déjenme agregar que la mamá de Philip Dick tenía una hermana que, años después, también tuvo mellizos. Cuando los bebés eran pequeños murió la madre. El viudo dijo haber recibido un mensaje de ultratumba de la difunta en que le pedía que se casara con la cuñada. Fue a informárselo a la madre de Dick.
Brevísimo perfil de la madre de Dick: era secretaria, era progre, crió sola a su hijo en el ambiente libertario de Berkeley, despreciaba en el marido de su cuñada todo lo que había despreciado en su propio marido (lo que ambos tenían de americano medio) pero, para sorpresa de todos, incluido el propio viudo, aceptó como una autómata la última voluntad de su hermana y hubo boda. Se celebró cuando Dick tenía 24 años. Desde entonces hasta que murió, treinta años después, Dick confesó a quien quisiera oírlo que su madre crió al más perfecto american style a los hijos mellizos de su hermana después de matar de hambre a uno de los mellizos salidos de su propio vientre y de repetirle al otro durante toda su infancia que quien debió haber muerto era él. A diferencia de Mark Twain, Dick tuvo desde su más temprana infancia quien le recordara cada día que él no era el muerto, que él era él y no su hermana.
Quizá no se deba a eso, o al menos no enteramente, pero Philip Dick es El Paranoico Que Tenía Razón: el hombre que entendió mejor que nadie las implicaciones del Gran Hermano de Orwell de una manera que ni el propio Foucault pudo hacer, y ni hablemos del pobre, heroico, admirable Orwell. En 1971, cuando llevaba publicadas treinta novelitas de ciencia-ficción y varios años sin escribir, Dick volvió un día a su casa y se la encontró devastada. Con el módico monto del premio Hugo por El hombre en el castillo, se había comprado un enorme archivador metálico con cerradura donde guardaba todos sus papeles, toneladas de papeles. Que se llevaran su adorado equipo de música y sus discos (Dick era un melómano terminal, trabajó durante diez años de vendedor en una disquería) no le importó tanto como que hubieran despanzurrado su cofre, su ataúd de metal, su caja de Pandora. No eran meros ladrones si habían usado esa clase de explosivo y se habían llevado sus papeles. Por eso, lo primero que sintió Dick al toparse con ese espectáculo no fue desazón sino una satisfacción eufórica, que le duró escasísimos
segundos, pero tuvo la potencia de un pico de anfetamina: "Yo sabía que no era paranoia. Yo sabía que tenía razón".
Por supuesto, el flujo de ideas no se detuvo ahí. Continuó, imparable, y acto seguido Dick ya estaba pensando que venían por él, que lo mandarían a un campo de concentración en Alaska, que Nixon era un rojo, un comunista infiltrado en las filas macartistas para llegar al poder y convertir al país de la libertad en una colonia criptosoviética. Nixon se había abierto paso como Stalin, eliminando rivales, ¿a quién otro habían favorecido los asesinatos de Jack y Bobby Kennedy y Martin Luther King y el atentado a Wallace? A Tricky Dick, a Richard Nixon, al hombre que reía como una hiena: su némesis. Como todos sabemos, el duelo entre El Hombre Que Ríe y El Paranoico Que Tenía Razón lo ganó Philip Dick. Ya no escribía, y creía que no escribiría más, cuando estalló Watergate. Ya se lo habían comido los demonios (había entrado en su etapa mística, para desazón de sus fans: ellos querían oírlo hablar de Ubik, de los clanes de la Luna Alfana, y él les decía que el Imperio del Mal era en realidad el Imperio Romano y que él era San Pablo y su misión era "contar la verdad"), pero igual celebró como un derviche la caída de Nixon, aullándole al televisor y hablándole a su doble, un cristiano de las primeras catacumbas llamado Tomás que habitaba en su interior y que, según Dick, era su coequiper en la tarea de difundir el mensaje, la verdad. Hasta aquel instante en que Dick desvió los ojos del televisor, le dijo: "Se acabó, ganamos". Y descubrió que Tomás ya no estaba, que no tenía con quien celebrar aquel triunfo, que tendría que ocuparse solo de pregonar la verdad.
Volvió a escribir. Ya no necesitaba anfetaminas, tenía adentro una droga más potente: el suero de la verdad, el verdadero Suero de la Verdad. Esas ocho mil páginas son sólo para los fans terminales de Dick, que por supuesto las consideran la cima de su obra, la verdad revelada. Y están quienes lo prefieren paranoico, antes de que supiera que tenía razón: esa especie de Kafka bestia, electrificado, corcoveando como cable de alto voltaje en la tormenta. Una vez le preguntaron cuándo y cómo había empezado a escribir ciencia ficción, y contestó que fue después de leer un cuentito de Fredric
Brown en que un grupo internacional de científicos construye la computadora más compleja imaginable, le almacena todos los datos del saber humano y, cuando está lista, le hacen la primera pregunta ("¿Dios existe?"). Y la máquina contesta: "Ahora sí".
Dick le adjudicaba a Jung una frase que en realidad era su propia conclusión de lo que había leído en Jung: "Los dioses de antaño se han convertido en enfermedades para los hombres de hoy". En Ubik escribió: "Lo real es aquello en lo que Dios cree" (ubik por "ubicuo": el que está en todas partes).
Cuando empezaron a admirarlo en los '60, dijo: "He escrito y vendido 23 novelas, y son todas horribles menos una, y no estoy seguro de cuál es".
Como dijo inigualablemente Pablo Capanna, lleva más tiempo leer sus libros que el tiempo que le llevó a él escribirlos. Pasa igual que con Arlt, dijo Piglia: no importa dónde uno tropiece con las torpezas, no se puede salir del trance. La última de las esposas de Dick le decía, en cambio, que era el nuevo Dostoievski, el hombre que lo había entendido todo.
Cuando Dick murió, en 1982, apareció el padre a retirar el cuerpo y se lo llevó a enterrar a la parcela donde estaba enterrada la pequeña Jane. Era una parcela doble y tenía una doble lápida, con los nombres de los dos hermanos. Sólo hubo que grabar la fecha de muerte en la que correspondía a
Philip. La doble lápida estaba esperando a su segundo ocupante con la fecha de deceso en blanco desde el lejano día en que habían enterrado a la pequeña Jane, cuando el pequeño Philip era un bebé de cinco semanas.

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-179921-2011-10-28.html







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