martes, diciembre 20, 2011

TODO PARECE SUSPENDIDO EN EL INSTANTE...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu







MI SUEÑO LLOVIZNA*


El día se transforma
en la espera de la noche
porque allí soy dueña
de todos los espacios.
Y vuelo, me sumerjo
en vaivenes utópicos
y nadie me reprime,
nadie me desborda.
Soy libre en mis sueños,
nadie derrama críticas
y tengo el universo entero
dentro de mis permisos
porque abro las ventanas
y dejo entrar la magia.
Soy dueña de los vuelos
de copiar los pentagramas
que entre astros y estrellas
se forman en el cielo.


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar











Matrioska*



Alma
cautiva en un cuerpo
anclado en una celda
la más oscura celda de una prisión infinita
arraigada en el corazón de una ciudad sin nombre
la más anónima de todas las ciudades
de aquel mundo perdido entre millones
de planetas
estrellas
nebulosas
en constante movimiento.



Y sin embargo, todo
parece suspendido en el instante.






-De Por si mañana no amanece


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
https://www.facebook.com/Sergio.Borao.Llop







Entre líneas*



En un discurso a gritos y llantos
Su alegato de ideas punzantes
Salieron como por arte de magia
Desprolijas ante su enajenación
Reclamaba por la injusticia de no ser escuchada
Y la coraza de su persona se rompió
En sus amenazas e insultos de insatisfacción
Algo de razón tenía en ese arranque incontrolado
Y cruel que le lastimaba su raído corazón-

En su infancia le faltó cariño, comprensión
Su destino fue hasta ahora ir sorteando
Por los canales de la adversidad
Y las críticas eternas se bautizaron carne.

Un eslabón perdido en su ropaje de ternura
Hubiera bastado para no llegar a ser tan perjudicada.-




*De Azul. azulaki@hotmail.com









*




Hansel y Gretel tiraron miguitas para volver a su casa, cuando estaban perdidos en el bosque oscuro.
Muchos años después los golpeadores hicieron del bosque un lugar siniestro.
Desaparecieron a otros niños de su sangre y su historia.
Los niños robados no tenían migas para volver al camino.
Como una maravilla, del cuerpo se desprendieron las llaves del regreso.



*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com









VÍAS ARGENTINAS. Ensayos sobre el ferrocarril.



Partes de guerra de la imaginación técnica argentina*



*Por Christian Ferrer.





UNO



En mi escritorio y ante mi vista hay tres medallas conmemorativas forjadas en bronce. Fueron emitidas por el Estado Argentino entre 1908 y 1911 con el fin de celebrar la inauguración de diferentes obras públicas. En las medallas conmemorativas están congelados los relieves ideológicos de una época, y en su espejada sucesión se despliegan las etapas de la evolución del imaginario tecnológico de un país. Son además, sellos oficiales, picas clavadas en territorio virgen, la yerra con que el Estado se encumbra sobre sus obras. No es posible contemplar estas medallas sin ánimo melancólico: ya no se emiten, ni tampoco se inician este tipo de esfuerzos hercúleos. Quizás podría haber recurrido a otras medallas que marcaran límites geográficos, pero hubiera llegado al mismo lugar. Una de ellas anuncia el comienzo de las obras de la vía férrea que llevaría carga y pasajeros desde San Antonio, en el Golfo de San Matías, hasta Nahuel Huapi, en el sur de la Provincia de Neuquén. La concesión de la trocha estaba a nombre de los Ferro Carriles Patagónicos. El motivo de la medalla muestra una figura femenina “art nouveau” coronada por un gorro frigio -emblema de la república- iluminando con una antorcha el camino de un largo tren. La locomotora lanza una clásica ristra de humo que se pierde a la vera de la Cordillera de Los Andes. Es marzo de 1910, el presidente era José Figueroa Alcorta, el Ministro de Obras Públicas Ezequiel Ramos Mexia y el ingeniero en jefe del proyecto, Guido Jacobacci. Una segunda medalla, emitida en junio de 1911, muestra un barco a vapor navegando el Río Bermejo, límite fronterizo natural entre las actuales provincias de Chaco y Formosa, entonces un territorio no del todo explorado y en el cual los indígenas matacos aún organizaban esporádicas rebeliones. La medalla celebra la ampliación de obras facilitadoras de la navegación, y en su motivo grabado se observa que en ambas orillas por donde el vapor hiende el río la vegetación tropical prospera. El presidente era Roque Sáenz Peña y el Ministro de Obras Públicas seguía siendo Ramos Mexia. La tercera medalla está fechada el 15 de noviembre de 1908, día de la colocación de la piedra fundamental del “Asilo Colonia Nacional de Retardados”, en la ciudad de Luján, a cien kilómetros de Buenos Aires. El motivo de la medalla expone una construcción hospitalaria, un establecimiento “modelo” y amable dispuesto a albergar personas afectadas por anormalidades de tipo mental. Muy cerca, en el pueblo de Open Door, ya existía desde 1899 la Colonia Psiquiátrica Dr. Cabred, y asimismo, desde 1915, en Torres, a pocos kilómetros, la Colonia Montes de Oca.

Apenas un cuarto de siglo había transcurrido desde la finalización de la Campaña al Desierto. En 1879, cuando las tropas al mando del General Julio Argentino Roca llegaron al Río Negro (nombre actual de la provincia donde está emplazado el puerto de San Antonio), parte de la Patagonia era aún poco conocida, al igual que la selva chaqueña, una de cuyas porciones era llamada “El Impenetrable”. Entre 1899 y 1904 se rubricaron los acuerdos que fijarían límites provisorios al territorio nacional, todos ellos arbitrados por distintos presidentes de los Estados Unidos y por el Rey de Inglaterra. Se diría que las tres medallas señalan hitos fronterizos tanto como puntos cardinales. Si el Estado trazaba un “camino de hierro” en el desierto patagónico y deslizaba muelles de madera en el Río Bermejo para que fueran embarcados los frutos del país, superponiendo en norte y sur marcas tecnológicas a las huellas militares de la ocupación, con el Asilo para Retardados de Luján también afirmaba su disposición y poder para hacerse cargo de los hijos no-adelantados de la nación: los enfermos de la mente, los que ya nunca entrarían en razón. No se trataba de argentinos o extranjeros dotados de mala voluntad, pero la magnitud positivista y progresista con la que el Estado Argentino medía y desplegaba sus límites no era capaz de asimilarlos. La escolarización obligatoria podía hacer de un ignorante un argentino, según un anagrama posible; pero los locos eran ininvertibles. Luján, Torres y Open Door señalaban el punto cardinal cero, el vértice de un triángulo positivista destinado a condensar y aislar la locura estadística de la nación. Una utopía, la otra frontera a la que llegaba Argentina.





DOS



Juan Bautista Alberdi escribió en el siglo pasado: “el ferrocarril, que es la supresión del espacio, obra este portento mejor que todos los potentados de la tierra; el ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles. Ellos son a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos del cuerpo humano: manantial de vida”. Domingo Faustino Sarmiento escribió en el siglo pasado: “el caballo ha ejercido la más destructora influencia en el atraso y barbarie que todavía nos alcanza. En el país de las distancias despobladas, en la democracia de los jinetes, el poder, el prestigio, la influencia, pertenecieron al más de a caballo. Y bien señores; el ferrocarril viene a poner término al reinado de los caballos, suprimiendo las distancias que le dieron su preponderancia; uniendo las poblaciones entre sí, por medios tan civilizadores como rápidos, y extendiendo la influencia de las grandes ciudades, con sus gustos refinados, con sus artes y sus hábitos de cultura, haciendo de la campaña suburbios hasta donde llegue una línea de riego, o se alcance a oír el rugido alegre de la locomotora, este caballo de la ciencia, del comercio, de las artes, del progreso y de la libertad. Los ferrocarriles han hecho más por el adelanto de los pueblos que las más profundas revoluciones políticas. El ferrocarril acabará por abolir las fronteras como ha concluido ya con el pasaporte y tantas otras trabas puestas al libre movimiento de los hombres. El vagón de ferrocarril es el nivelador de las diversas clases sociales".





TRES



Al norte de la línea San Antonio-Nahuel Huapi solía haber otra trocha, la del Ferrocarril del Sud, que se dirigía desde Bahía Blanca a la ciudad de Neuquén. Algunos documentos de la época referidos a esta línea férrea ofrecen un atisbo a la imagen que la clase dirigente de entonces quería para la Argentina. En octubre de 1896, el miembro informante de la Comisión de Obras Públicas de la Cámara de Diputados de la Nación defiende la incorporación de los futuros quinientos kilómetros de ferrocarril al acopio de miles de durmientes y rieles ya cicatrizados sobre el territorio. Decía el diputado Cantón: “Este ferrocarril incorporará varios miles de leguas a la gran causa de la civilización, abandonadas hoy a la más lamentable esterilidad” (...) “Este ferrocarril colonizador permitirá que en las solitarias y fértiles cuencas del Neuquén y el Limay, donde hasta ayer tan solo se oía el alarido estridente del salvaje, repercutan las armoniosas vibraciones del vapor” (...) “Por doquiera se extiendan líneas férreas, surgen en el acto, como por una especie de generación espontánea, numerosos centros de población con las múltiples manifestaciones de la actividad humana, cual si al depositarse los rieles en esta fecunda tierra argentina se convirtieran en maravillosas simientes, propias de la edad de hierro, que al germinar producen villas, pueblos y ciudades”.

Tres años más tarde, el 1º de junio de 1899, el Presidente Julio Argentino Roca viajó hacia el pueblo que llevaba su nombre, Fuerte General Roca, a fin de inaugurar la línea férrea del sud. Una semana antes del evento se enviaron víveres destinados a satisfacer a los invitados, debidamente acondicionados en vagones frigoríficos. Se incluyó champagne y cigarros, y un servicio de mozos, uno cada cinco personas. En el tren especial viajaban Roca y algunos funcionarios y diputados, y también Guillermo White, presidente de la comisión local del FCS, y los señores Wibberley, Krabbé, Allen, Thurburn, Runciman, Munro, Cook, Drysdale, Galeay, Paton, Partridge y Loveday. Pero el tren jamás llegó a destino: el Río Negro se había desbordado, forzando a Roca a leer su discurso ante los invitados en medio del “desierto”, en un paraje llamado Chimpay. Allí, el General Roca rememoró su antigua epopeya: “Para llegar a la confluencia del Limay con el Neuquén, la división a mis ordenes empleó cuarenta días de marcha continua, atravesando territorios de los cuales se tenían vagas nociones y que la imaginación popular poblaba de innumerables tribus guerreras y de pavorosos misterios” (...) “Justo es recordar en este gran día al soldado argentino que vivió en constante lucha con el salvaje y ha sido como el “pioneer” de nuestros progresos, en el espacio inmenso y cercado por la barbarie” (...) “En tales circunstancias el directorio del F.C.S. tendió los rieles de Bahía Blanca al Neuquén, con una celeridad sin ejemplo entre nosotros. Este es un nuevo y hermoso testimonio de los beneficios que debe el país al capital y al genio emprendedor de los ingleses”.

El encadenamiento de las palabras señaladas en itálica arrastra un protocolo de operaciones, el preámbulo ideológico de la imaginación técnica argentina. Si el desierto era vértigo natural, desperdicio en manos salvajes y rival político, el hierro empalmado a la fe en el progreso clausuraría sus misterios. Luego, ya no habría indios sino enormes estancias; tampoco barbarie: “pioneers” inseminarían a la virgen. Medio siglo después, los ferrocarriles serían nacionalizados y estatizados. Y más tarde aún serían nuevamente privatizados. Y clausurados. También efecto tardío del darwinismo social que en medio del desierto fuera celebrado por Roca y sus invitados ingleses. Ya no hay trenes, hay redes informáticas; pero es lo mismo, el impulso y el discurso poco han cambiado. El imaginario tecnológico actual de las elites dirigentes argentinas, de sus castas intelectuales, de sus gremios periodísticos y de sus opositores "al modelo" no se nutre tanto de la aspiración legítima a un mayor confort sino de la obsesión moral que ya hace mucho tiempo viene orientando a la autoestima local: la modernidad a toda costa, conseguida por las buenas, si es posible, y siguiendo un atajo de ser necesario. La generación del '80, Yrigoyen, la Década Infame, Perón, Frondizi, Videla, Alfonsín y Menem han sido sucesivos abanderados que velaron junto a la pica que la modernidad tecnológica clavó en el Río de la Plata. Y los ramales por donde se desplegaron sus metas fueron hilados desde la plaza fuerte que es, además, el artefacto que mejor representa la idiosincrasia argentino-moderna: la Ciudad de Buenos Aires, fantasía eréctil, órgano eyaculatorio. Aquellas palabras oficiales en itálica están sexuadas, son seminales, machas, y revelan que en las fantasías eróticas del Estado argentino prospera el sadismo. Y el racismo. La violación, el ultraje, la inseminación artificial. La marca a hierro. Una cadena oculta vincula esta pasión por el doblegamiento del otro con el Penal de Ushuaia, y a éste con la Escuela de Mecánica de la Armada, donde carne argentina era tirada a la parrilla.

Una pastoral tecnológica.





CUATRO



En 1939 se publica un ensayo de interpretación de la realidad argentina que es, sin duda, uno de los más perdurables e incisivos. Ezequiel Martínez Estrada lo tituló La cabeza de Goliat. A lo largo de sus muchas páginas, sólo en una ocasión se incluyen palabras en idioma inglés. En el capítulo dedicado a la influencia de la radio sobre la escucha de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, Martínez Estrada menciona a los speakers without voice appeal. Tan rara excepción atrae al ojo lector. “Speakers”, y no locutores, título profesional ahora habitual entre nosotros. En 1939, no había aún palabra castellana para un oficio novedoso, nacido apenas quince años antes y de procedencia extranjera. En la época, a los periodistas aún se los llamaba “reporters”, a los programas radiofónicos “broadcastings”, y al conductor del tranvía “motorman”. Tres décadas antes, el sindicato de conductores de vehículos se llamaba “de Chauffeurs”. En Brasil, para recurrir a un ejemplo equivalente, se editaba en los años ‘30 el periódico gremial O Trabalhador da Light, órgano de la Uniao dos Trabalhadores da Light. La empresa que proveía de electricidad a San Pablo se llamaba “Light”, y los propios obreros reconocían a la “razón social” -la “marca” de la empresa- como astilla de una jerga técnica ajena al portugués hablado.

En aquella década, como por arte de alquimia verbal y en el horno de la oralidad, el engarce popular aprisionaba y asimilaba a la incrustación lingüística en su propio círculo dúctil. Los ejemplos abundan, pero basta uno sólo: la marca de los aparatos rociadores matamoscas, de consumo popular, se llamaba “Fly”. Los rociadores matapolillas eran de marca “Flit”. Pronto comenzaría a aludirse a la imperiosidad de deshacerse de una persona molesta con la frase “echale flit”. El chauffeur se transformó en “chofer”, y los tranways rápidamente en “tranvías”. Cuando apareció el trolleybus por las calles de Buenos Aires, pronto se lo conoció por “trolebús”. Aún más, y a través de un derrape lingüístico despectivo, en el uso popular la palabra “trolebús” fue adosada a la figura del homosexual, aludiéndose a la obligación de subir y bajar por la puerta trasera del vehículo, de lo cual queda aún entre nosotros y ya desvaneciéndose, una suerte de derivación apocopada: la voz “trolo”. La introducción de una tecnología trae aparejado el uso de un neolenguaje que se corresponde al idioma técnico de procedencia y que es desconocido antes en la frontera a la que ha llegado su irradiación. Luego, este lenguaje se “localiza”, e incluso se argotiza. La fuerza de un lenguaje reside en su capacidad de apropiarse del lenguaje técnico ajeno y en transformarlo en metáfora, remate de proverbio, torsión de la forma original, licuación lingüística. El bilingüismo actual, propio de la época de la “globalización”, estaba entonces muy lejos de ser considerado un fenómeno geopolítico “natural”. Por caso, el lunfardo, el argot del hampa o el cocoliche eran frutos naturales de la mezcla antropológica, de la conversación en bares, de los rumores y algarabías propias de la calle, de la inmigración, o de actividades de secta. La argentina de los años ‘30 y ‘40 estaba siendo conmovida por metales calientes, fruto de una colada cultural en la que se licuaban los flujos inmigratorios, las creaciones culturales plebeyas, la cruza matrimonial de identidades diversas, la inmigración interior, la experiencia política de los obreros anarquistas y socialistas y también la modernización de los ámbitos laborales, domésticos, tecnológicos y culturales. Ello no le restó fuerza al “lenguaje argentino”, más bien lo energetizó. El uso del inglés es en la Argentina actual, en cambio, un efecto de la presión lingüística del orden político y económico del mundo. En especial, de su presión técnica.

Light. Tranways. La empresa que comercializaba la electricidad en San Pablo ya no existe. Tampoco los tranvías en las calles de Buenos Aires. Otras combinaciones de capital las han sustituido, otras tecnologías circulatorias las han superado. Pero la introducción de una técnica no es inocente ni gratuita. La primera experiencia con luz eléctrica en Argentina ocurrió en la ciudad de Buenos Aires, y en particular, en el rectángulo de la Plaza de Mayo, centro de gravedad del poder estatal. Pero en Brasil no fue la capital de entonces, Río de Janeiro, la beneficiada, sino Manaos, de donde fluía el caucho, sustancia que lubricaba una zona entera de la economía mundial. Sin embargo, cuando se descubrieron otras fuentes de caucho más baratas, en Indonesia, las industrias extranjeras migraron, y Manaos, que llegó a ser una ciudad rica y orlada con un teatro fastuoso, languideció sin disfrutar, de allí en adelante, de la electricidad. Las marcas que deja la técnica son dolorosas, y a veces, imperceptiblemente imperecederas. Señales obligadas para compatriotas del futuro. Sucede cuando las instalaciones son demasiado costosas como para cambiarlas de signo: la “mano” de la circulación vial se invirtió en este país el 10 de junio de 1945 y desde entonces los automóviles tienen el volante al revés que en Inglaterra. Pero la dirección de tránsito en los ferrocarriles y los subterráneos continúa siendo por izquierda. Al igual que en las Islas Malvinas.





CINCO



El 17 de agosto de 1859 Domingo Faustino Sarmiento, quien sería Embajador en los Estados Unidos y Presidente de la Nación, inaugura las obras preparatorias del Ferrocarril que iría de Buenos Aires al entonces pueblo de San Fernando, cercano al delta del Tigre. En esa ocasión Sarmiento menciona al Río Bermejo, medio siglo antes de que fuera emitida la medalla conmemorativa: “No ha muchos días que se anunció la aparición a la altura de Corrientes de una angada de madera de cedro, la primera que desciende las aguas del Bermejo. Esa angada partida de Orán, será la precursora de millares que le sucederán, con sólo desmontar las orillas del río, desde que se encuentren puertos de fácil arribo a Buenos Aires, y esto solo se obtiene con la habilitación del de San Fernando, por medio de un ferrocarril que las traiga a las puertas de Buenos Aires; y estos resultados que parecen remotos, son de actual valor en cuanto a los productos del Paraguay, Corrientes, Santa Fe, y las costas fluviales de nuestro propio Estado, sin excluir las islas del Paraná, esa Venecia Rural que será para Buenos Aires, lo que Egipto para los pueblos antiguos, desde que su fertilidad, su belleza y su industria naciente, puedan por un ferrocarril, salvar la distancia que las separa del mercado, y ostentar sus encantos a los ojos de la población de Buenos Aires”.





SEIS



Los argentinos suelen evocar la historia de los últimos cincuenta años de un modo nostálgico aunque preciso, como si contemplaran un álbum de familia o revieran el video de casamiento. Pero la historia, incluso la experimentada por quienes aún están vivos, es laberíntica y opaca. Y el recuerdo es, demasiadas veces, interesado, o más bien, adaptable a las condiciones políticas y anímicas del presente rememorante. De tantos trayectos posibles del laberinto de los años ‘60, los argentinos que están ingresando al siglo XXI han congelado esa época en una postal cuyas actividades y personajes están coloreados en tono pastel. Tono que se degradará rápidamente en la siguiente y violenta década. En el retablo suele incluirse la epifanía cultural de la clase media, la experimentación en cuestiones de costumbres, el boom de la literatura latinoamericana, la creciente emancipación de los jóvenes de la tutela conservadora de sus familias, la alianza entre la teología de la liberación y el socialismo, el nuevo periodismo, la resistencia peronista, el despertar político de la clase media a la nueva izquierda en general y al castrismo en particular, los vanguardismos del Instituto Di Tella, el creciente desplazamiento del peronismo hacia su costado tercermundista, la construcción de la universidad moderna, el “Cordobazo”.

Todo verdadero.

Y también falso.

Los ‘60 fueron también años de modernización del aparataje tecnológico en los hogares de clase media, de aparición de oficios y profesiones encastrables a las nuevas facetas del mercado capitalista en este país (investigación de mercado, encuestas, personal técnico empapado de economicismo desarrollista, publicitarios, ejecutivos), de incipiente e impactante presencia en el espacio público de moda y modelos tanto como de canciones cantadas en idioma inglés, de emergencia de un vedette-system gestado en la programación televisiva, en fin, de emergencia de nuevos consumos culturales que irían preparando lentamente el actual acople de las actuales generaciones a la “cultura de la globalización”. También, y por primera vez, se publican en los diarios avisos clasificados de orden laboral con el sonsonete imperativo: “se requiere idioma inglés”, o bien “inglés imprescindible”. De hecho, en 1962 se funda la primera empresa argentina de selección de personal gerencial especializado: “Executives”.





SIETE



Aire acondicionado, oficinas modernas, secretarias ejecutivas, coiffeurs, estereocombinados, computadoras, melenudos, automóviles poderosos, vida de club, grupos de rock nacional, snack bars, “beautiful people”, decoración en acrílico, tarjetas de crédito, posters, piletas vinílicas, poufs, pistas de baile, conjuntos “beat”, sociología científica, happenings, viajes psicodélicos, viajes al exterior, viajes a la luna.

Gran parte de la imaginación técnica argentina contemporánea fue irradiada desde un semanario seminal de los años ‘60. La revista Primera Plana estaba dotada del discurso “modernizador” más influyente de la década, dirigido a hacer mella en ambientes económicos, culturales y políticos. De hecho, el periodismo argentino actual, en gran medida, aún se nutre de las innovaciones formales y culturales promocionadas por esa revista. Buena parte de los Jefes de Redacción de los principales diarios y revistas argentinas se iniciaron profesionalmente en ese semanario centrado en la política y la cultura, del cual se “tiraban” 60.000 ejemplares, y que impuso un nuevo estilo periodístico para nuevos lectores (cultos, “modernos”, informados o “enterados”, “inteligentes”), estilo que supuso una transformación del lenguaje periodístico, en complicidad con el lector. La revista buscaba esa complicidad, entre otras cosas, a través de ironías, jerga propia, juegos de palabras, terminología psicoanalítica y sociológica. La revista es impensable sin su creador, Jacobo Timmerman, quien había trabajado en la revista Qué, de ideología “desarrollista”. La característica profesional de Timmerman era la audacia. La revista tenía una amplia capacidad para generar tendencias, modas y estilos de vida y de ese modo devino vocera de una nueva opinión pública, “moderna”. Sus lectores abarcaban la nueva estructura gerencial del país, los estudiantes universitarios, los sectores de la cultura, en definitiva, un tipo de lector producto de la epifanía de la clase media porteña.

La palabra “modernización” era el conjuro mágico del momento, una obsesión de la época tanto para las ideologías tradicionales de la argentina como para las estructuras académicas, los artistas de vanguardia y los partidos de izquierda. En los ‘60 se renovó el personal y las funciones de numerosos organismos estatales tanto como las modalidades de la “Investigación de Mercado” y la contratación de personal gerencial. No debería sorprender la numerosa publicidad de que disponía la revista. Había publicidades de Sony, Pentax, Paidós, Fiat, Ginebra Bols, Siam Di Tella, Pirelli, Kodak, IBM, ESSO y de muchísimas empresas argentinas y extranjeras. La revista se hizo famosa, o in-famosa, a posteriori, por apoyar el golpe de estado del general Onganía o, más bien, por preparar el ambiente psicológico que condujo hacia el golpe. Retrospectivamente, Jacobo Timmerman meditaba sobre lo hecho de esta manera: “Decir que yo apoyé un golpe, es cierto. Con todo, he cometido ese error. Pero en un contexto. Uno de los golpes era para derrocar a Illia, pero tampoco era solo para derrocar a Illia. Era también para que los azules, la generación joven del ejército, trajeran un proyecto de modernización del país que parecía probable, mientras que Illia tenía al país inmovilizado y paralizado (...). Yo no apoyé el golpe contra Illia, no tenía nada contra él, nada a favor ni en contra. Yo apoyé que los azules, que habían dado una batalla contra la derecha del Ejército, para que esos jóvenes coroneles, brillantes, inteligentes, cultos, que tenían un proyecto moderno, pudieran sacar a este país del pantano en que lo tenía Illia” (entrevista a Jacobo Timmerman en revista La Maga, 10 de junio de 1992). ¿Era la “modernización” un valor superior a la democracia en los años 60? Lectores cultos, incluso izquierdistas, podían absorber los relieves ideológicos de la modernización “técnica” pero no sus supuestos democráticos, menos aún el exigente fondo ético de raigambre socialista que es previo a cualquier consideración técnica o eficaz en política.





OCHO



El 10 de abril de 1930 dos gobernantes inauguran la conexión telefónica entre Argentina y Estados Unidos. El presidente norteamericano, Herbert Hoover, saluda primero y luego Hipólito Irigoyen lee en su discurso estas palabras: “acentúo mi convencimiento de que la uniformidad del pensar y el sentir humanos no ha de afianzarse tanto en los adelantos de las ciencias exactas y positivas, sino en los conceptos que, como inspiraciones celestiales, deben constituir la realidad de la vida. Los hombres deben de ser sagrados para los hombres y los pueblos sagrados para los pueblos, y en común concierto reconstruir la labor de los siglos sobre la base de una cultura y de una civilización más ideal, de más sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de la Divina Providencia”.

El desierto y la barbarie habían sido domeñados y mensurados hacia varias décadas. La ciudad proponía urgencias al pensamiento. Y si el Chaco o la Patagonia son impensables sin el ingeniero de caminos o de vías férreas y sin el pionero, la ciudad requiere de centralitas telefónicas, subterráneos, entretenimientos y símbolos del confort que acondicionen los cientos de miles de estuches domésticos a fin de resistir la presión del trabajo y la angustia metafísica de la urbe. Ya no eran el positivismo y el progreso las doctrinas movilizadoras de la nueva conformación étnico-espiritual de la Argentina, sino ontologías y políticas que no se evidenciaban aún por completo y que pronto se licuarían en poderosas modalidades de la imaginación y la protesta plebeyas. En el discurso de Irigoyen late una advertencia. También un peligro.





NUEVE



Estas meditaciones no dejan de ser un poco inútiles en este país, cuyo impulso actual lo hace acoplar a cualquier slogan globalizador y cuyos lenguajes ya hace tiempo que están siendo formateados por el pánico económico. Hasta tanto no se acepte a la palabra técnica como una de las más complejas de la cultura humana, tan compleja como las palabras Justicia, Verdad, Dios, Música, Fiesta, Juego, Bien y Mal, poco avanzaremos en el conocimiento de nuestra actualidad. De allí que simples criterios de saber parezcan osadías en un terreno “tomado” por publicitarios de la técnica. Primero, las tecnologías no son equivalentes a la técnica -una fuerza que nos constriñe a aceptar el moldeado tecnológico del mundo-. Las tecnologías que habitan nuestro entorno son numerosas: grabadores, hornos a microondas, automóviles, computadoras. Pero la fácil accesibilidad a ellas no quiere decir que su significado lo sea. Todo objeto tecnológico nos está proponiendo una pedagogía, instrucciones de uso, modos de acoplarnos a su sistema de engranajes con el que ordenan el mundo. Y también suponen una erótica. Una herramienta solía ser poco más que una extensión del brazo, en cambio un reloj es un autómata que funciona según su propia temporalidad: nosotros “bailamos” al son de su bastoneo. Segundo, es preciso historizar a los acontecimientos. En las ciencias de la comunicación, expuestas como ningunas al impacto constante de la actualidad centrípeta, las fuerzas deshistorizantes actúan con potencia inusitada. La historia ayuda a combatir el terrorismo de la actualidad y nos conecta con la memoria social, los dramas históricos de una nación y con los ecos etimológico-sonoros que todo lenguaje arrastra. La historización de los acontecimientos técnicos no tiene como función acumular datos sobre su genealogía. La operación va mucho más allá de la “genealogía de los inventos”, a la que son tan afectos los teóricos postpositivistas de la ciencia y la técnica. La historia enseña, asimismo, a problematizar el futuro. La nuestra es la primera generación humana que le está legando al futuro problemas de los que no sabemos si los hombres posteriores van a estar en condiciones, no ya de resolverlos sino siquiera de si va a haber alguien allí para hacerse cargo de ellos: los “residuos atómicos”, cuya vida “útil” supera los siete mil años, constituye un ejemplo clásico. La polución de los mares, efecto, por primera vez, de la Revolución Industrial, es otro. Y al fin, es preciso desnaturalizar los productos de la organización técnica del mundo. Las tecnologías se nos presentan como naturales, como si fueran útiles, lógicas, como si nada hubiera que criticar en ellas. Pero no solamente tienen una historia, sino que en cada una de ellas está impresa la historia de luchas sociales cuyos desenlaces momentáneos han forjado éste, nuestro mundo. Para decirlo sencillamente: no se le puede creer a un discurso aquello que dice de sí mismo; no se puede describir la realidad con las categorías con que la “realidad” ha elegido justificarse a sí misma. Por otra parte, “desnaturalizar” supone situarnos en condición de asombro ante el acontecer del mundo y el obrar de los seres humanos.

Es imprescindible hacer una autopsia de la época, en especial de las facetas asociadas a lo que queremos llamar “modernidad tecnológica”. Cuando se hace una autopsia de una época nada de lo que se muestra es agradable: encontramos el esqueleto de la dominación, las vísceras de la historia ocultada y los secretos de la “familia política” y de Estado que pasaron desapercibidos. Toda autopsia (y la etimología de la palabra significa “mirar con los propios ojos”) y toda tarea de interpretación histórica es una tarea, en buena medida, ingrata. Se revela que lo “real” podría ser de otra manera, y lo que solemos considerar como “pasado” quizás haya sido distinto. Adorno y Horkheimer escribieron que “el conocimiento no consiste sólo en la percepción, en la clasificación y en el cálculo sino justamente en la negación de lo que es inmediato”. De modo que la dilucidación de los secretos y las facetas que se ocultan tras la palabra “técnica” es quizás una de las tareas teórico-críticas más complejas de la actualidad, no solo porque la técnica se nos aparece como un núcleo duro de las sociedades contemporáneas que no parecen requerir otra cosa más que la celebración, sino también porque todos los artefactos sociales se pretenden ahistóricos y necesarios. En cambio, cuando no las celebramos queda en evidencia un acuciante problema ético-político: el inmenso poder que está a cargo de personas que combinan destrezas tecnológicas muy sofisticadas con principios religiosos y morales pobrísimos. De allí que sea imprescindible analizar el proceso moderno de racionalización de la vida, que ha supuesto tres operaciones reductivas: de los muchos modos de ser en el mundo a uno solo, la racionalidad técnica; de la razón como capacidad cognitiva y conversacional a las meras funciones del cálculo y la manipulación; y al fin de la voluntad ética y política de la población a las relaciones de dominio escamoteadas a la conciencia. En el caso argentino, estas tres operaciones se encastran a una situación política riesgosa: en los últimos treinta años las elites dirigentes en casi todos los órdenes institucionales del país (empresas privadas, estado, academia, sindicatos, microemprendimientos asociados a nuevas tecnologías comunicacionales, responsables de los grandes medios masivos de comunicación), especialmente si se trata de camadas jóvenes, carecen de escrúpulos morales, disponen de escasa o ninguna adherencia a las tradiciones culturales o intelectuales nacionales, y sólo confían en criterios técnicos de decisión y en comportamientos “eficaces”.





¿Qué sabemos acerca de la influencia cotidiana de los objetos técnicos? Poco y nada, más allá de la descripción de su uso y de sus organigramas operativos. Pensemos, por ejemplo, en un artefacto habitual como el teléfono. El primer abonado argentino a la telefonía fue el Ministro de Relaciones Exteriores, que ahora es una calle: Bernardo de Irigoyen. El segundo abonado, hoy una avenida, se llamaba General Julio Argentino Roca. Pensemos en un teléfono celular. Cualquiera celebra, evidentemente, la libertad proxémica que él habilita. Pero al mismo tiempo no solemos pensar que nuestras relaciones sociales cada vez más dependen del conmutador telefónico. Pensemos en los raudos movimientos de un cuerpo cuando atiende un teléfono, en los micromovimientos de las manos, de los dedos. Pensemos en sus gestos faciales: de agrado, desagrado, aburrimiento, impaciencia; en las estrategias lingüísticas que se usarán según el interlocutor de turno: jefe, familiar, persona molesta o amigo que hace mucho del que no se escucha su voz. Pensemos en las estrategias matinales, cuando se revisa la agenda, en la cantidad de microactividades que una persona es capaz de hacer al mismo tiempo que habla por teléfono. Pensemos en los servicios de control de llamada que nos indican si la persona que está llamando amerita ser atendida o no, en los garabatos que se dibujan mientras se habla en blocks de notas colocados ad hoc, en las estrategias que elige una persona para grabar un mensaje en el contestador. Pensemos en los problemas jurídicos que le puede traer a una persona el uso del teléfono. Es sólo porque colocamos el aparato en el altar del confort que no nos resulta extraña nuestra conducta fisiológica–perceptual en relación al teléfono, tecnología que ya tiene ciento veinte años de existencia.



La ideología del confort (versión materializada, especialmente en el espacio hogareño, de los ideales del progreso) se transformó en el espacio de comprensión de la tecnología y opera como un pase mágico. Esta asunción es propia de la subjetividad burguesa, para la cual la casa un “estuche” protector, resguardo frente a las inclemencias causadas por el espacio industrial. Como pliegue personal, la casa protege o acomoda al hombre moderno a lo largo de la “lucha por la existencia”. En ese espacio, la tecnología deviene la puerta de acceso al esparcimiento y garantía de una vida confortable. Es un “acolchador” del sufrimiento. Por eso mismo, un objeto tan habitual como un teléfono opera como artefacto “psicofísico”, como superficie somática que evidencia nuestra condición humana a la vez que reorganiza nuestra experiencia sensorial, psíquica y antropológica. ¿Qué significa la palabra “acolchamiento”? Arthur Schopenhauer suponía que la existencia es, básicamente, sufrimiento, y que el sufrimiento es inmutable, ineliminable de la vida. Esto no supone que la vida no sea también alegría, placer y serenidad, sino solo que la densidad de sufrimiento es parte constitutiva de ella misma. Las utopías sociales del siglo XIX se propusieron eliminar en lo posible el dolor. Así, la ciencia se propuso reducir el poder de la naturaleza sobre la vida humana. El ejemplo más banal lo encontramos en el pronóstico del tiempo que consultamos diariamente. Por otro lado, la ciencia social también se propuso reducir el sufrimiento generado por el orden laboral. Entonces, dos ambiciones utópicas: reducción del poder del azar, reducción del rango de la injusticia social. En nuestra época histórica, “sentimental” -como la llamó Ernst Jünger- se huye del dolor, pero no se pertrecha al alma para que esté preparada para ese contacto. ¿Por qué razón? Porque en la modernidad no hay diferencia entre alma y cuerpo: lo único valorado es el cuerpo, sea como fuerza de trabajo en al ámbito laboral o como apariencia en el mundo de las relaciones sociales, ya sea como mercancía carnal o como cuerpo performativo. El cuerpo carece de defensas auténticas cuando entra en contacto con el sufrimiento: recibe el impacto en toda la línea. De allí la importancia del confort, que tiene como función resguardarnos de las inclemencias de la vida industrial y urbana moderna, en la que el sufrimiento opera como una suerte de “arma arrojadiza”, como amenaza indiscriminada. Pues el dolor ya “no culpa a nadie”, por ejemplo, a los “ricos”, la “oligarquía” o al “imperialismo”. Entonces, la lucha por la existencia, ideología propia del “darwinismo social”, regula la existencia en la época sentimental. Y solo el refugio de la intimidad permite eludir momentáneamente a los mandatos despiadados de los procesos laborales o de la soledad urbana o del tedio u aburrimiento modernos o bien del juego de relaciones sociales en los que hay que venderse como “apariencia”. La tecnología ofrece confort a este hombre asediado y le concede esparcimiento en un mundo inclemente: nos anestesia contra el dolor. Ella asume la función del discurso y las prácticas consolatorias propias de una época anterior en la que la religión apaciguaba el dolor, ofreciéndole un sentido. Como la modernidad técnica supone un tipo de vida que somete al ser humano a las mismas exigencias que se le hacen a una máquina, fue necesario definir y construir un tipo caracterológico de ser humano a fin de poner en marcha la máquina de la sociedad tecnificada. En el siglo pasado todavía se podía hablar de “individuos singulares”, de entes liberales, pero el siglo XX insertó a los individuos en organismos de rango estadístico, sean sindicatos, empresas de seguros de vida, tarjetas de crédito, jubilación garantizada por el Estado, la industria farmacéutica que trata con los síntomas depresivos, las terapias intensivas que prolongan artificialmente la vida o la hipoteca bancaria sobre el propio futuro. Al dejar de ser el cuerpo la coraza protectora del alma, solo los “acolchonadores artificiales” nos permiten sostener la relación con el dolor.





DIEZ



¿Nostalgia por épocas mejores? Ninguna. No hay épocas felices atrás nuestro, nunca las hubo. A veces conviene retroceder y recurrir a una época pasada para que sirva de contraluz a fin de hacer visible algo poco aprehensible. Cada época ha tenido sus propios problemas. Nosotros tenemos los nuestros y seguramente el futuro encontrará los suyos. La nostalgia es una operación sentimental conservadora y reaccionaria. Otra cosa muy diferente es la mirada melancólica, que nos ayuda a humanizar las cosas: un despliegue del ánimo. Y tampoco el futuro está dado de antemano, como parecen creer demasiadas personas en Argentina. Los giros políticos y ontológicos ante la actual situación histórica suceden únicamente cuando las dosis habituales de ilusión ceden su espacio emocional y espiritual a la esperanza.





ONCE



Los cientos de mecanismos y artificios electrónicos que gobiernan sobre nuestros actos cotidianos nos suelen pasar desapercibidos. Pero en un proceso técnico, como en un simple botón o control remoto, hay algo más que confort o función: en ellos anida una metafísica. Sea a partir del patentamiento de la cerradura Yale en 1844 como en la adquisición de una bandeja giradiscos Wincofon a mediados de los ‘60 o del programa Word for Windows en la actualidad. Son los imperceptibles engranajes, palancas y poleas que permiten a la ciudad comenzar su función. Pero los actores que son parte de su elenco estable poco se imaginan que están siendo reclutados para un teatro de operaciones diferente. Pues un engranaje, un electrodoméstico o una computadora son piedra de toque y no despliegan únicamente una pedagogía, también una erótica. Luego, y de acuerdo a troquel, los objetos se aparean unos con otros, en especial las redes telefónicas, las informáticas y las televisivas. Las variaciones en la programación televisivo-informática se constituyen en las variadas provincias de un país imaginario donde nunca se pone el sol, y cuyas fronteras comienzan y terminan en el control remoto o en el mouse. En esa programación, y en las franjas comerciales de la ciudad, se muestra una suerte de “cubismo publicitario” cuyo poder sobre las membranas libidinales de la población ya había vislumbrado el arte pop. Así, los ubicuos teléfonos públicos de los ‘60 contribuyeron imperceptiblemente a la aceptación del correo electrónico y de las “autopistas” informáticas, y la aparición entonces de la tarjeta de crédito internacional y los cajeros automáticos potenciaron una mayor abstractización del dinero tanto como despotenciaron los símbolos locales. Del mismo modo, la abundancia de espejos a mediados del siglo pasado y la iluminación artificial y la gráfica mural a fines del mismo abrieron cauces al cine y a la detrascendentalización de la visión. Y así también los satélites internacionales de comunicación, los simuladores de vuelo, los viajes lunares y las técnicas de espionaje electrónico orientaron la imaginación colectiva hacia Internet y hacia el bluff político de la “guerra de las galaxias”. Los aparatos emiten mensajes que son captados por las antenas del futuro.

Es posible que existan pueblos que carezcan de juguetes, pero de cada pueblo que tiene los suyos se desprenden los futuros espirituales de sus niños. Una vez olvidada la canción de cuna, se colocan los primeros eslabones de la seriedad. Del estanciero al trencito de juguete y de allí al cazabombardero interplanetario de un videojuego, la juguetería industrial no solo faceta costumbres; constituye también una guía ideológica: reproduce "a escala" el formato de los símbolos tecnológicos del progreso, tanto como, en otra escala, la Estación Central de Ferrocarril y las Redes Computacionales son, sucesivamente, maquetas de la organización burocrática del Estado de principios de siglo y de los flujos financieros e informacionales contemporáneos. En el “Meccano” o en el “Rasti” se ocultaba un proyecto de sociedad y un método de avance escalafonario para las nuevas generaciones, tanto como el torneo medieval suponía otras habilidades y simbologías. Es posible que ya en los años '60 se estuviera sembrando el imaginario tecnológico de la juventud actual: en el walkie-talkie de plástico de los juegos infantiles se anunciaba la aceptación de Internet tanto como en los surcos chirriosos que anillaban los temas en los viejos long-plays ya estaban implícitos los huecos que serían ocupados por los separadores de MTV. Es un tema viejo del siglo: el tiempo de ocio se recupera en beneficio de la circulación y aprobación de la mercancía, y aunque las conexiones parezcan insólitas o caprichosas, ellas pueden evidenciarnos las “fuerzas anímicas” que rigen una época.





DOCE



Es enero del año 2000 y revisamos los diarios del día.

Algunas publicidades aterrorizan al consumidor: quien no tiene el producto, no existe; hay que actualizarse a toda costa y a todo coste; la diferencia entre viejos compradores y consumidores modernos abre aguas. Delonghi se autopromociona: “El radiador dragón de Delonghi calienta un 170% más rápido. ¿Es tu abuela capaz de destejer pulloveres tan rápido?”. La serie de publicidades referidas al inescindible par tecnología-comunicaciones es proliferante e inabarcable. La palabra “comunicación” en sí misma opera en Argentina a modo de moneda de cambio. “Se lo leían a Bill Gates de chico antes de dormirse”: la publicidad de un manual de instrucciones está dirigida a hacer mella en los terrores paternos. Lo que en una época significaban la mecanografía y la estenografía, o el conocimiento del idioma inglés, hoy está asociado a las destrezas que ofrece el conocimiento de “lenguajes” de computación. Abrir las puertas del futuro depende de Gates. IBM presenta un servicio comercial en Internet llamado “e-business” con metáforas belicosas para un mundo cuya geometría es informacional: “Dar a conocer su empresa en Internet. Sumar clientes leales. Conquistar nuevos mercados”. Dos avisos retoman mitos clásicos y oficios populares y los reenvían a la creciente extensión de la red informática en la vida social, pero a su vez resultan vagamente amenazantes. En el primero Telefónica promociona su website reyesmagos@infovia.com.ar, sugiriendo descartar al camello, medio de viabilidad anacrónico, incluso para la imaginación infantil: “Y Baltazar le dijo a Melchor: -si no tenemos dirección de e-mail, no existimos”. El otro aviso, del suplemento de informática del diario La Nación, muestra un cartel hecho a mano por un picapedrero y que solía encontrarse en casi todos los barrios porteños. El cartel dice:“Pica-Pica.Bajadacordón.WWW.Pica-pica.com.ar”. Pedagogía y terror. La letra, con publicidad, entra. En una propaganda comercial de Whirlpool se nos muestra una heladera y se dice que “cuando pensábamos en el año 2000, nos imaginábamos gente con brillantísimos trajes plateados subiéndose a naves espaciales súper aerodinámicas, y abriendo heladeras como esta”. La anticipación está vinculada al consumo clásico de seriales televisivas y películas de “trasnoche”, y a su vez la tecnología asociada a la conquista del cielo exterior es “bajada a tierra”. Hay en esta publicidad algunas constantes de los noventa: la recurrencia al idioma inglés (“No Frost”) como lenguaje superior y global, por más que exista traducción castellana del concepto; y la mención de conceptos incomprensibles (“Tecnología Zyrium”) como modo de prestigiar el producto. Pero no es preciso traducir ni explicar: todos prestan oídos al sermón de la mercancía global. Urbi et Orbi. Curioso: las grandes huelgas de la Patagonia de 1921-22 que culminarían en tragedia se iniciaron con la reivindicación obrera de que se tradujeran los carteles instructivos destinados a los trabajadores, pues no los entendían: estaban en idioma inglés.





TRECE



“!Fuck You!”, ¡Shit!”. No es tan raro escuchar estas palabras en las calles porteñas, especialmente en sus barrios pudientes. Están siendo incorporadas al ajuar lingüístico de sectores de las clases medias juveniles. El impulso que lleva a estos jóvenes a adoptar a las ovejas negras de un -muchas veces- unfamiliar language, no es necesariamente el morbo sino el deseo de proximidad afectiva con el triunfador. En Norteamérica, a las “puteadas”, se las llama four letter words pues, por un curioso afán de geometría gramatical, la mayor parte de las palabras "sucias" no sobrepasan el formato de las cuatro letras. Dentro de la panoplia de las fórmulas lingüísticas belicosas, las malas palabras podrían ser ubicadas dentro de la zona de las armas arrojadizas, las que solo pueden herir a distancia aunque, justamente, lo que logran es aproximarla bruscamente. La distancia así acercada señala una mutua pertenencia. ¿Pero en que cunas se ha nutrido esta afectividad por el lenguaje popular norteamericano? Quizás como consecuencia del consumo de películas subtituladas en la televisión por cable. No ha de descartarse incluso que los adolescentes estén aprendiendo argot erótico, pornográfico y callejero en los canales “para adultos” de cable suscriptos por sus padres. Así también, en los ‘60 descifraban una nueva sensibilidad juvenil en las “letras” de las canciones de rock.

Evidentemente, treinta años atrás había en Buenos Aires severas academias en las que se aprendía el idioma inglés, la “Cultural Inglesa” o “Toil & Chat”. Pero el prestigio de un objeto de importación made in USA trascendía el saber lingüístico y se acoplaba a un imaginario de consumo de signos que subterráneamente avanzaba bajo la línea de flotación de los discursos “antiyanquistas” de entonces. El “ejecutivo”, modelo profesional deseable de los años ‘60 y triunfante en la actualidad, se articulaba en la superficie con la necesidad de personal especializado para el desarrollo de la industria nacional, pero más oscuramente con experiencias emotivas tales como la estadía en grandes cadenas hoteleras o el “bagayismo” de revistas Playboy. Una lengua universal llega antes a los afectos que a la conciencia. Pero lo que llega no es necesariamente lo mejor sino la medianía de la -por otra parte- intensa cultura popular americana. Hoy sería posible decir “compacto”, pero los argentinos prefieren llamarlo compact, o incluso CD. Ya no se pronuncia el nombre de una tecnología (por otra parte no traducida: un walkman) sino su marca: un Sony, un Aiwa. Un Jacuzzi, un Spa. El ciclo que comenzó a principios de siglo con los “hombres-sandwich” culmina en la ropa en la que se estampa el logo empresarial en letra tipo catástrofe. Extraña situación social: el walkman e Internet coexisten con el departamentucho de un ambiente, el desempleo, la villa miseria y el desvencijado ventilador. Somos víctimas del desarrollo desigual y combinado de las relaciones entre imperativos técnicos y pauperización económica, como desigual y combinada es nuestra relación entre la publicitación fervorosa de avanzadillas tecnológicas (clonación, implantes de siliconas, lectura del mapa genético) y la moral colectiva. Pero esto ya ocurría en los ‘30, aunque más amortiguado: la radio a transistores y la tabla de lavar, el automóvil y el calentador a querosén.

Los nuevos medios técnicos no afectan inmediatamente las creencias sino la conversación cotidiana. Así también, los modelos de vida deseable dejan muescas y esquirlas en los usos lingüísticos de la comunidad. En especial, cuando no hay contrapesos. Ese contrapeso podría llamarse “lenguaje argentino” -una cuestión que Jorge Luis Borges o Witold Gombrowicz, mucho mejor que las doctrinas nacionalistas, supieron tratar-, pero ese lenguaje se nutría de una creatividad social y de una imaginación plebeya hoy desvanecientes. La articulación informática-televisión impone ahora una “forma universal”, y su voluntad de poder está apenas en la mitad de su curva de ascenso. Una especificidad argentina consistió en su amalgama de imaginación plebeya y de cultura política ya desde la época de los anarquistas y los sindicatos obreros de principios de siglo. Lo “plebeyo” no se confunde con la cultura “popular” o con la cultura de masas: las supone pero también las conecta a un cauce político que trasciende a las opciones partidarias. Del anarquismo al irigoyenismo y de allí al peronismo, lo plebeyo fue minando a los símbolos y a la ideología de las clases dominantes en Argentina, y luego del peronismo las obvió e incluso las desmoronó. El peronismo logró introducir un lenguaje político novedoso, que vinculó las significaciones obreristas maceradas por décadas de socialismo y anarquismo a una lengua política de índole mística, sentimental y bíblica. No ha de concedérsele menor importancia al hecho poco mencionado de que el peronismo se apoyó en un discurso reivindicatorio de las razas discriminadas en Argentina, los “cabecitas negras”, los “grasitas”, los “negros”: el mestizo. Epifanía del trabajo, bucolismo popular y plebeyismo cultural. Pero quizás, y de modo opaco y perverso, sea también esa corriente plebeya lo que permite vincular a la Confederación General del Trabajo (CGT) con las películas pseudopornográficas de Isabel Sarli, a la festividad movilizada de los 17 de octubre con la dispersión de muchedumbres en discotecas y bailantas de la actualidad, a la pareja Perón-Evita con el wincofon y la telenovela, y a los 36 millones de juguetes entregados por la Fundación Eva Perón entre 1947 y 1955 con el fervor argentino por el derroche de dinero en sus viajes al exterior. Ya en los ‘60 el plebeyismo comenzó a ser absorbido por los signos de consumo de la incipiente globalización técnica, de los cuales las publicidades de Primera Plana son su testimonio. A su vez, esta absorción de un lenguaje por otro es efecto del fracaso en construir una nación, aunque se haya construido una gran ciudad, antena receptora de estímulos externos. Demostramos ser una nacionalidad débil.





CATORCE



En abril de 1982 una multitud en estado de delirio celebraba en Plaza de Mayo la ocupación militar de las Islas Malvinas. Ya algunos medios gráficos de entonces hicieron notar que las banderitas argentinas que cientos de miles de personas agitaban ante el General Leopoldo Fortunato Galtieri tenían sellada la formula Made in Hong-Kong.





QUINCE



Alguna vez la actual ciudad de General Roca se llamó Fisque Menucó. Pero entonces no sólo no había llegado el tren, tampoco lo habían hecho los argentinos. Por este tipo de parajes, y antes de los militares, suelen pasar seres atípicos que individualmente reconocen la región: antiguos conquistadores que buscaban una ciudad dorada, un francés que se autotituló “Rey de la Patagonia”, exploradores, científicos. Caravanas, expediciones o errancias de extravagantes. Extrañas son las leyes humanas del espaciamiento, en cuya jurisdicción rigen el esfuerzo y la imaginación tanto como el clima y la reticencia de la naturaleza. El explorador siempre ha sido un adelantado del Verbo: nombra los ríos, clasifica la flora y bautiza los confines; pero el agrimensor, notario estatal, mide, calcula y diagrama el terreno. Entre ambos, divisiones de ejército. Y los militares no se retiran sin dejar su marca: los grados militares de variados coroneles y generales están hoy esparcidos en la toponimia de las Provincias de Buenos Aires, Neuquén y Río Negro, itinerario de la campaña al desierto. El habitante llega después, en compañía de agrónomos, ferroviarios, y de una tecnología que es a su vez fundamento simbólico de la buena vecindad: el alambrado de púa. De allí que la toponimia señale un secreto estatal de origen, la historia del poder. Y del dinero. El señor Allen, funcionario inglés del Ferrocarril del Sud, quien había acompañado al presidente Julio Argentino Roca en su viaje frustrado a inaugurar la línea, fue homenajeado por el Estado imponiéndosele su apellido a un pueblo. Ocurrió el 25 de mayo de 1910. Antes, su nombre indígena era “Tiene Sauces”. Huahuel Niyeo, lugar por donde pasaba la línea ferroviaria San Antonio-Bariloche, fue rebautizado en 1926 con el nombre del ingeniero en jefe del proyecto, Jacobacci, quien había muerto cuatro años antes. No sólo desaparecía el poder del indio en aquellas regiones, también sus nombres.

Cuando Sarmiento inaugura las obras del ferrocarril al Tigre imagina al Paraná como un nuevo Río Nilo y a las islas de su delta como al pórtico de Venecia. La gran república comerciante e imperio naval y el antiguo y majestuoso Egipto: nombres mitológicos que se invocan del fondo de la historia para fundamentar la imagen de una Argentina prospera y potente. Es el sueño de un hombre animoso y positivo. Civilización y Barbarie eran términos que suponían polos magnéticos irreconciliables y era imprescindible que uno de los dos mundos de vida venciera al otro y se transformara en lema nacional. Al enemigo geográfico -las distancias argentinas- había que reducirlo por la tecnología, cuya aureola anunciaba la buena nueva laica: el progreso. Un estadista como Sarmiento percibe correlaciones entre tecnologías de ocupación del espacio, regímenes políticos y configuraciones culturales. El pie del jinete en el estribo anuncia el grito de guerra bárbaro así como las vías del ferrocarril transportarían algo más que cereal y ganado: urbanidad. El caballo era al caudillaje lo que el tren a la república. Y sin duda, las correlaciones funcionaron. Pero algo falló en el engranaje cultural. Hoy, el país se ha convertido en una frenética zona mediático-informática: uno de los países más "cableados" del mundo. De hecho, la globalización mediática, financiera y tecnológica ha logrado que todas las grandes ciudades del mundo se parezcan mutuamente. Una aplanación de relieves antropológicos y lingüísticos nunca antes conocida. Pero inútil y peligrosa es la reivindicación de un irredento localismo, cuya defensa está hoy a cargo de ridículas expresiones religiosas y nacionalistas, pues lo que contradice lo global no es lo local o lo nacional sino lo cosmopolita. Y aquella energía de los lenguajes que sea capaz de traducir la presión global de la técnica.





FINAL



Argentina ha llegado al siglo XXI. Pero el triángulo político que se forma en la desembocadura del Río Bermejo, al cual Sarmiento idílicamente transmutaba en imágenes mito-históricas y que la medalla con que iniciamos estas meditaciones celebraba, es hoy un páramo. La provincia de Corrientes se declaró en bancarrota a comienzos del año 2000, y las de Chaco y Formosa constituyen economías paupérrimas. El cercano Paraguay no es más que una maraña feudal caótica. La única industria que allí ha logrado prosperar en los últimos treinta años ha sido el contrabando. Los ferrocarriles patagónicos que la segunda medalla celebraba ya no existen. Dejaron de transportar pasajeros en 1992. Los rieles semienterrados adquieren lentamente fisonomía de fósil, y los pobladores cercanos desmantelan parte de las viejas estaciones y se llevan los durmientes acumulados. Y al fin, el triángulo positivista destinado a albergar y estudiar a los enfermos mentales está en ruinas, tanto como los geriátricos que en la Ciudad de Buenos Aires estacionan a los ancianos. La sola mención de ambas instituciones suscita en la imaginación popular la figura de la “casa del terror”. En efecto: en 1985, una médica de la Colonia de Alienados Montes de Oca, la Doctora Cecilia Giubileo, quien ya tenía en su haber dos cuñados desaparecidos durante la dictadura, y quien investigaba el tráfico de órganos extraídos a los pacientes para su posterior venta clandestina, desapareció a su vez. La búsqueda de su cuerpo en ese lugar y en la cercana colonia de Open Door reveló túneles secretos donde se encontraron huesos humanos. Una inspección oficial de los archivos de aquellos psiquiátricos reveló asimismo que entre 1976 y 1991 habían muerto 1321 pacientes y que otros 1395 estaban desaparecidos. Una calamidad dotada de la fuerza de un sismo o una inundación parece haber atravesado Argentina. Y yo no puedo sino contemplar a las tres medallas en mi escritorio detalladas al comienzo como lápidas irónicas para una nación.



*Christian Ferrer




Bibliografía



“Medalla conmemorativa del inicio de las obras de los Ferro Carriles Patagónicos”. Marzo de 1910.

“Medalla conmemorativa de la navegación en el Río Bermejo”. Junio de 1911.

“Medalla conmemorativa de la inauguración del Asilo Colonia Nacional de Retardados de Luján”. 15 de noviembre de 1908.

Martínez Estrada, E., La cabeza de Goliat. ALA, Buenos Aires 1940.

Sarmiento, D.F.,. Discursos. Biblioteca French, Buenos Aires 1915.

“Boletín de historia ferroviaria” nº 5, en revista Todo es Historia. Buenos Aires, septiembre de 1996.

Revista Primera Plana.

Revista La Maga nº 22. Buenos Aires, 10 de junio de 1992.

Diarios actuales.

Datos enciclopédicos.

Noticias periodísticas.



*Fuente: VÍAS ARGENTINAS. Ensayos sobre el ferrocarril.
milena caserola. 2010
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