domingo, octubre 16, 2011

Y UN HUECO DE AUSENCIA REDONDO COMO EL MUNDO...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




ESTACIÓN DE LAS MADRESELVAS ESCONDIDAS*



Un banco de la Estación , sostiene la pausa y la mujer.
La sustenta como el amor sostiene al tiempo.
Una maleta llena de incertidumbres.
Y un hueco de ausencia redondo como el mundo


El tren se acerca ¿o se aleja? Es una boa de plata.
La mujer se pregunta si la cola de la boa está roja por el llanto.
Arranca sus raíces y le duelen hasta las huellas de sus pasos.
Levita en una butaca con olor a distancia.


El tren desarraiga su sollozo en aceros solitarios.
La mujer se deja mecer suavemente.
En sus sueños, aparece su madre.
Cuando despierta siente en su boca un sabor lejano.
Leche dulce de madreselvas blancas.


El tren llega a destino. No sabe si va o viene.
La mujer comprende que partir es llegar.
Y el tren arraiga entre maternos pechos.
Madreselvas de escondidos aceros.
La sustentan como el amor sostiene el tiempo.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar










LUNA NO CONQUISTADA*


*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar


El idiota que burbujea palabras
o el inventor del invento,
el que abre sus manos con aves flamígeras
o el decorador de horizontes no dibujados,
el que mata por derecho o por matar,
el suicida
el bien informado
el enfermo de sol y arena
el que simula vuelos que no tiene
el que al cerrar los ojos no los cierra.
Todo hombre sin importar rango,
color, genética, continente, lengua,
océanos atravesados, guerras hechas y por hacer,
lunas conquistadas, colonias sometidas,
sueños devorados, palabras inconclusas,
gestos alucinados...
Todo hombre, alto, flaco, bajo, gordo,
atlético, deforme, sedentario.
Todo hombre es una señal habitable,
es un cosmos, es dios en su seno,
es la terrible soledad de saberlo,
es la libertad invernando,
es la duda que mora en la respuesta,
es la verdad inconclusa,
es un cielo a dibujar, es una luna no conquistada.





LANGOSTAS, LUZ MALA, Y AHORRO VANO*

(El inmigrante vencido)


I


Así como algunos pájaros construyen sus nidos con todo lo que encuentran, así él había hecho su casa, o mejor dicho su rancho, con pedazos de tablas, chapas, palos; y los agujeros más grandes los tapó con barro. La hizo en un pequeño claro del monte, bajo los algarrobos y chañares del borde, por lo que estaba un poco en el monte y un poco en la limpiada. Adentro no tenía casi nada,. Dormía en un camastro hecho con palos cortados del monte, y en principio diría que no he visto otra cosa. Media docena de perros lo rondaban, lánguidos y flacos como él mismo.
Menudo de cuerpo, de mediana edad aunque con marcadas y largas arrugas en su cara curtida, de tez oscura, ojos pequeños negros y escurridizos, bajo sus cejas pobladas e hirsutas, de escaso cabello lacio que tiraba hacia atrás; armonizaba todo con una boca generosa de gruesos labios, aún más oscuros, que formaban a causa de su grosor una división al medio, a lo largo de cada uno, que llamaban la atención cuando en su confusa tartamudez, trataba de explicarse en ese idioma nuevo y tan difícil para él, de esa patria extraña a la que recién llegaba.
Labraba un pequeño pedazo de campo, un abra entre el monte, que un vecino le había cedido; con un viejo arado mancera y dos caballos de tiro, que así como los arreos y hasta la ropa, eran aportes de los colonos de los alrededores, que habían sentido pena de la miseria de este recién llegado de la guerra, y viendo sus ganas de trabajar coincidieron todos en ayudarlo. Al comienzo le daban incluso de comer, hoy aquí, mañana en la casa de otro colono.
Todos estaban bastante retirados unos de otros, porque allí en el norte de Santa Fe, en ese entonces, los campos eran grandes extensiones que los colonos sembraban parcialmente. Eran tierras cubiertas y circundadas en gran parte por montes e isletas, que poco a poco, y cada vez más, fueron ganadas para el cultivo.
Mis tíos, que también eran colonos, eran los más cercanos. Todas las mañanas temprano, antes de comenzar sus tareas de la chacra, venía a buscar leche recién ordeñada y un pan casero, que era parte de su alimentación, y a veces la única de todo el día; otras sentía ganas de conversar y llegaba ya anochecido, se agregaba, prendiéndose al mate que adoptó pronto, mientras iba venciendo su timidez y mejoraba lenta, muy lentamente, su lenguaje, y comenzaba a animarse, y entonces poco a poco hablaba de la guerra…
Era polaco, llegó tras la segunda gran guerra, escapado, como decíamos entonces. Había sufrido mucho, eso se veía y se conocía luego por sus relatos. Trabajador riguroso, derecho, simple, humilde y agradecido, se fue adaptando y luego pasó a ser un legendario personaje de la zona, conocido y querido por todos. Generó anécdotas y circunstancias que los mayores aún mencionan, especialmente por su característica apariencia que llamaba tanto la atención, su lenguaje que lo hacía tan pintoresco e incluso lo aguerrido y encarador que resultó luego, cuando su situación material comenzó a cambiar, fruto indudable de su incansable trabajo.



II

Yo tendría seis años y mi hermano mayor once.
Estábamos pasando unos días en el campo durante las vacaciones, nos divertíamos y también ayudábamos en algunas tareas. Acompañábamos a alguno de mis dos tíos en sus faenas: arar, sembrar, arrear los bueyes o las vacas. Todavía usaban una yunta de bueyes para tirar el arado. Yo iba en el asiento de hierro dominando toda la acción, mientras uno de mis tíos caminaba con las riendas en la mano, y las rejas volteaban las lotas de tierra casi virgen, y un vaho, como un aliento de las entrañas, con olor a tierra húmeda y cálida, se levantaba entre el crujiente romperse del suelo. Detrás venían y alborotaban palomas, gaviotines; alguna perdiz y un revoloteo de otros pájaros diversos que hacían su suculento almuerzo de isocas y gusanos. Alguna vez la reja cortaba víboras que sorprendía en sus nidos, y por un momento ambas mitades quedaban revolviéndose entre los terrones removidos…
Una tarde desde ese trono chacarero que era mi asiento del arado, vi a uno de los perros, un manto negro, el más inteligente que tenían; peleando contra algo que no podía distinguir al principio, luego supimos que era una víbora y a la tardecita llegó extraño, silencioso y la cara hinchada, la boca babeante; la “yarará” lo había picado, y el magnífico “boyero” murió unas horas después, de un modo tan lastimero que no voy a olvidar nunca. Se llamaba Prince, era manso y obediente, él sólo a un único silbo de mi tío, se ponía en marcha y buscaba hasta el último de los animales que estaban pastando, vacas, bueyes, terneros, a todos iba juntando entre las isletas del monte y los reunía en un claro para arrearlos hasta el corral donde uno de mis tíos los encerraba, Si uno o más de ellos, por mañeros se retrasaban o se perdían en lo más enmarañado, no sé cómo lo llevaba en cuenta, si los contaba o algo así, pero se las arreglaba para que todos sin excepción volvieran en el grupo. Después se arrimaba feliz a buscar el premio de una caricia.
Esa noche el polaco, como decíamos entre nosotros, llegó más temprano, apenas oscurecía, y se sumó a nuestra pesadumbre al vernos a todos tan afectados por lo que había pasado con el perro pastor. Traía puesta su infaltable gorra de cuero y calzaba botas altas con fuelle, también de cuero, y colgando de la muñeca derecha un talero de lonja corta, que usaba siempre que venía a caballo.
Entre mate y mate, recuerdo como hoy, se puso a contar historias de su tierra; y motivado por la picadura de la víbora al “Prince”, citó un hecho acaecido en su pueblo, muchísimo tiempo atrás:
“-Una víbora venenosa había picado a un vecino en una pierna, pese a que llevaba puesta unas botas altas, como las de él. Y se señalaba las botas con el talero. Los colmillos quedaron clavados en la bota y alcanzaron a lastimarlo y el hombre murió en poco tiempo. Un hermano heredó las botas y un día se las puso sin advertir que los colmillos envenenados de la víbora estaban clavados aún en el cuero de la caña, y también murió como el otro con el mismo veneno de aquella víbora…”
Esa y otras historias contaba, aparte de la guerra y sus miserias, haciéndose entender tanto o más por las expresiones, que por sus palabras atravesadas y esquivas.-



III

En ese tiempo habían llegado las langostas.
Cubrieron el cielo con una nube color violeta, parecía una terrible tormenta que se levantaba por el sureste, luego el cielo se fue oscureciendo y a medida que la extraña nube tomaba color, se empezaron a ver movedizos puntos oscuros que pronto se agrandaban y se convertían en las primeras langostas que llegaban, y se hacían miles y millones revoloteando y aterrizando tambaleantes, y cuando se asentaron en las plantas y en el suelo, taparon los montes y las chacras. Las ramas se quebraban al no soportar la pesada carga de las langostas encimadas que las engrosaban.
Revoloteaban en nutridos y desordenados enjambres por todas partes, llenaban el patio, entraban en la casa. No había como pararlas, y se comían todo, hasta pelaban la corteza de las plantas. Los cultivos desaparecían. Dejaban a cambio una cubierta de bostitas como pequeños y cortos palitos verdes.
Cuando comieron todo, al cabo de unos días, comenzaban a levantarse e iban volando otra vez rumbo al norte como tras una misteriosa orden de partida, y en medio día no quedaba casi ninguna…
En las chacras se defendían los cultivos tratando de espantarlas para no dejarlas asentar, y desplegando grandes banderas y banderolas, hechas con sábanas, toallas, bolsas, y hasta con alguna escoba; o lo que hubiera a mano, y también haciendo ruidos infernales con latas y palos. En esto marchaba un pequeño ejército de familiares y vecinos que trataban de hacerlas volar y que fueran a saciar su voraz apetito en los montes o más adelante, donde se volvía a repetir la lucha interminable…
Don Milosz luchaba bravío, siempre al frente, incansable, agregándole sus gritos, como si arengara una tropa en plena batalla. Así compenetrado y luchador quizás libraba su guerra pensando en su patria, combatiendo un enemigo que hacía peligrar su tierra o su hogar… convertido en un feroz capitán al mando de un valiente regimiento…
De todos modos era admirable ver su abnegación y sacrificio, brindado solidariamente, sin reparar que los sembrados salvados podían ser de él o de sus vecinos, indistintamente…

Pero antes de partir las langostas habían desovado. Perforaban pequeños agujeros en el suelo, millones, que llenaban de huevos, y tapaban. Sólo había que esperar unos días… y los agricultores tenían una nueva amenaza:
Las langostas saltonas.
Las recién nacidas, que a su vez tenían que comer hasta estar en condiciones de volar y marcharse en nuevas y gigantescas mangas, ya que todas y paulatinamente, se iban juntando y emprendiendo su interminable viaje…
Las pérdidas en las cosechas eran cuantiosas. La desolación y la amargura eran totales.
En aquel entonces el Gobierno aún cumplía su parte, quizás porqué su economía era directamente perjudicada. Movilizó el ejército y los cuerpos especiales del ministerio de agricultura, con una parafernalia de elementos en la lucha contra la plaga; helicópteros, aviones, flotas de camiones “guerreros”, lo que hoy serían todo terreno, jeeps, y agentes con equipos especiales, pulverizó los campos, los montes, cubrió el territorio afectado con los últimos productos químicos disponibles y en pocos años logró exterminarla. Pero entretanto en cada chacra había que librar una lucha propia. Para eso los colonos recibían todo tipo de ayuda.
Recibían unas chapas galvanizadas lisas, con las que armaban barreras para atajar la langosta saltona. Cientos y miles de chapas se unían unas con otras, cercando cientos y miles de metros en todo tipo de terreno. Disponían también un lanzallamas y combustible. Las pequeñas recién nacidas saltaban y marchaban e iban avanzando y convergiendo por millones. Parecía el repiquetear de un aguacero, cuando las gotas repetidamente caen unas sobre otras, en un silencioso, continuo, y tembloroso tableteo…
Salían de todas partes, pero las barreras las detenían y contra ellas topaban y se iban amontonando a todo lo largo de las chapas, en un montón continuo, que los lanzallamas repasaban sin darles tregua, haciéndolas brasas a medida que seguían llegando. Así decenas de colonos se reunían para acabarlas en los lugares de desove, día tras día en larguísimas jornadas, sin respiro; porqué no debían dejar que traspasaran las líneas defensivas.
Un verdadero trabajo solidario.
También allí Don Milosz se sumaba y sobresalía con su capacidad de lucha, su valiente sacrificio, incansable, prestando su valerosa ayuda.
Fue por eso que uno de los tíos le pidió a mi hermano que a una hora de sol nos fuéramos a lo del polaco a decirle no sé bien qué cosa que trajera a la mañana siguiente, algo del lanzallamas, quizás un bidón con kerosén… Pero mi hermano se acordó cuando el sol estaba casi entrando, y salimos corriendo antes que mis tíos advirtieran que nos habíamos olvidado. Esa fue la vez que visitamos su casa, medio metida en el monte.
El polaco nos hizo ver que se venía la noche, que porqué habíamos ido tan tarde… y en su media lengua nos insistía: Que debíamos haber salido al menos cuando el sol estaba…-“A DOS METROS DE ALTO…”
Cuando volvíamos se fue cerrando la noche y había un buen trecho para hacerlo en la oscuridad y con bastante miedo, asustándonos de nosotros mismos. Se hacía largo el regreso, además era evidente que se hizo de noche por habernos olvidado de salir más temprano. Más adelante mis tíos venían a buscarnos con un buen farol y algunos perros…, pero no nos regañaron como tal vez pensamos; al contrario, se alegraron de que estuviéramos bien.
Los acompañábamos también cuando repasaban las barreras o íbamos a llevarles un refrigerio. Cruzando por encima me hice un corte considerable en la pierna con el canto de una chapa. Yo veía a los demás pasar sin esfuerzo, pero mis piernas eran cortas entonces, y mis pantalones también cortos no me resguardaron para nada. Con pañuelos me fueron parando la sangre y me llevaron a upa hasta la casa, donde me atendieron con métodos caseros, hasta que la herida terminó sanándose, como todas las cosas, con el tiempo y el cuidado suficiente. Lo que sí guardo de aquella vez es una imborrable cicatriz en la pierna izquierda, un poco debajo de la rodilla…
Con el tiempo la langosta, la plaga, fue quedando atrás; si bien el temor a que volvieran perduró muchísimo tiempo. Primero porque se decía que volverían cada siete años; luego porque nadie creía que se hubieran terminado así como así…- Hoy parece mentira que esa pesadilla hubiera existido; y también lo parece que nunca hayan regresado…



IV

Los colonos aprendieron a acanalar las chapas en desuso y se fueron utilizando para techar galpones y hasta las casas en el campo, en un uso similar a las chapas de cinc, que ya eran tan comunes; tanto en techos como en cerramientos, silos pequeños y otras instalaciones agrícolas.
En cada patio, cerca de algún galpón, o de los corrales, solía haber una pilas de cientos de chapas de barreras apiladas, aún lisas, sin plegar, como remanente de guerra, depositadas en el suelo, horizontalmente, apoyadas sobre dos o tres durmientes de quebracho, que las separaba un tanto del piso, como de tres o cuatro dedos. Formaban un verdadero bloque de metal laminado de cientos y cientos de kilos , o de varios “quintales”, como decían …
Creo que en esa etapa en que los colonos iban de casa en casa luchando todos juntos en esa descomunal tarea comunitaria es cuando “Don Milo” como comenzaron a llamarlo, deja de ser “el polaco” y se fue convirtiendo en personaje. Tras la tarea era frecuente que apareciera una damajuana de vino tinto, y él estimulado, comenzaba a contar historias de miserias y privaciones, de sufrimiento, crueldad y hasta de heroísmo; cosas de la guerra. Pero contadas por él, en su media lengua, con sus gestos ampulosos que exageraba quizás para hacerse entender, su cara desdibujada con sus labios anchos y ojos entrecerrados ya un tanto por el vino mismo, tenían una carga propia que era tomada más por el lado burlesco que por el drama que contenía en realidad, y terminaba provocando hilaridad, mientras él se enjugaba una lágrima… Tan poco lo entendían…
En una de esas un vecino que recién lo conocía, divertido, y entre risotadas le dice a mí tío, codeándolo con el jarro de vino en la mano…:
”- Viodi tu, al’ â cuatri labris chel càn dal osti…”- una expresión en dialecto del norte italiano; que es como decir: -“¡Mirá vos!, ¡tiene cuatro labios este desgraciado!”.- Y si bien una mayoría era tan extranjero como él, nadie lo hubiera admitido, Don Milo era el polaco, el extranjero, no como ellos que se sentían poco menos que criollos…
A veces venía con alguno de mis tíos a nuestra casa, y quedaba a cenar, y tras vaso y más vasos de tinto, comenzaba a contar de la guerra… ¡pobre hombre tuvo que huir de su patria! Contaba que dejó su familia, y un hijo pequeño. Contaba tantas cosas, terribles… Pero nosotros, los más pequeños junto con mis hermanas, nos tentábamos de risa, porque no entendíamos nada. Nada de nada. Alguna palabra o frase suelta que más aún nos tentaba. No podíamos aguantar la risa porqué nos parecía todo muy cómico. ¡Éramos mas bien crueles!... El no nos prestaba atención, se excitaba, se posesionaba, gesticulaba, imitaba las explosiones, los tiros; Se agachaba como si se protegiera, o esquivara balazos, hacía ademanes a falta de palabras, y sólo entendíamos:
-“BRINM…, BRAMM…, BRONM.., BRINNNG…!!!,- A viva voz en cuello, y eran tantos los aspavientos que el pobre hacía que terminaran todos riéndose, porqué era imposible no reírse. Pienso que él no lo advertía, o necesitaba transmitirlo sea como fuera… ¡Pobre!
El caballo lo volteó una vez por el alambrado de púas haciéndose un feo corte en la pierna. Se levantaba la bombacha campera y mostraba la herida, comentando en su media lengua; y queriendo decir que temía le diese el tétanos, recuerdo:
-“Dotor decir que vacunar, sino gararme la teta”-, era tan sorpresivo su accidentado lenguaje que era imposible comportarse sin terminar riéndose, máxime si uno ya se tentaba de entrada.



V

Con el tiempo fue disponiendo de algún dinero. Era cuando se lo escuchó alguna vez hablar de regresar a su patria.
Hubo varios cambios en él…
Entonces los sábados y domingo solía emborracharse con vino tinto de su ya tan familiar damajuana.- Compró un revólver y una escopeta. La escopeta era para cazar, perdices, palomas, liebres, que abundaban; o tirarle a los zorros que llegaban vuelta a vuelta a comerle algunas gallinas. Pero el revólver lo llevaba al cinto y cuando se emborrachaba llegaba al pueblo, un pueblo rural muy pequeño, y daba vueltas con su carro a todo el galope de sus caballos, tirando tiros en plena noche y desafiando a los gritos…
Hasta que el comisario comenzó a apresarlo y tenerlo encerrado hasta el día siguiente. Pasada la borrachera volvía a ser el mismo Don Milo de siempre y en paz saludaba sin rencores al comisario y a todo el mundo y volvía a su semana de trabajo. Pero ese fin de semana, o a lo sumo al siguiente, Don Milo volvía a sus andanzas: Galopes y carreras, gritos, tiros, amenazas… y de nuevo a dormir en la comisaría. El comisario, Don Sindo, y él, iban siendo casi como viejos conocidos; lo encerraba y se iba a dormir, al lado, en su casa, pegada a la comisaría, y a la mañana lo soltaba…, y amigos como siempre.
Una noche el vino fue demasiado y el polaco se descompuso… Tenía que ir al baño. Llamaba pero el comisario dormía bastante lejos, no lo oía, y Don Milo se retorcía gritando cada vez más fuerte… Despertó a todo el vecindario con su letanía:
-“¡Don Sindo…!, ¡DON SIIINDOOO!...¡Abra porta!...¡Mira que sinó lo cago qui drento …!-
También lo tentó el amor.
Conoció una compañera de la cual no se supo origen o procedencia, de allí no era, apareció un día y se afincó en el rancho. Mis tíos quisieron saber qué proyectos tenía, sobre todo mis tías que pensaban en qué debía casarse, -“¡y no vivir en pecado!”-; pero Don Milo tenía ideas propias…:
-“Mira “Yaco”, mira vos “Tito”, a mujer lo traje…: “¡DE PRUEBA!”.- Aquella vez una respuesta así escandalizaba al más prevenido o hasta al más libertino. Pero evidentemente la mujer no pasó la prueba, o tal vez fue él quien no la pasó, porqué dos semanas después el polaco volvió a quedar sólo en su rancho, como había sido siempre.


VI

Algunos rumoreaban que en su casa guardaba fuertes ahorros y había quienes pensaban que era una fortuna. Eso le dio cierto halo de prestigio, como cierta fama que inspiraba algo que iba más allá del familiar respeto que le tenían, pero por otra parte lo exponía riesgosamente. Era una fama que pasó a ser peligrosa. Viviendo como vivía, solo en la soledad del monte, no dejaba de provocar en algunos ciertas tentaciones. Gente de mala entraña, nunca se supo quienes, lo asaltaron una noche sorprendiéndolo dormido. Lo golpearon, revolvieron sus cosas, buscaron la fortuna como quién va en busca de un tesoro legendario; pero no había tal, entonces le quitaron hasta la ropa, lo ataron al camastro con alambres apretados, y escaparon dejándolo allí desguarnecido y lastimado, sólo en medio de la nada…
Cuando lo encontraron, muchos días después, con heridas infectadas, medio muerto; de milagro pudieron salvarle apenas la vida, y le llevó un buen tiempo sanar y superar tan feo trance…
Pero era hombre duro, la vida lo había curtido de cuerpo y alma. Al cabo de un tiempo volvía a ser el Don Milo de siempre.
La idea de volver a Polonia fue haciéndose carne, quizás lo comenzó a empujar el temor, o quizás la tremenda nostalgia, y sobretodo porque el ahorro hacía posible costearse el regreso. Le confesó a mis tíos que había ido guardando dinero durante muchísimo tiempo. De cada cosecha consiguió guardar el importe de una, o a veces, dos toneladas del algodón vendido cada año… así que tenía ahorrado más que suficiente.
-“¿Pero cómo?,- decían mis tíos, -Revolcaron toda la casa, te desarmaron hasta la cama, buscaron hasta dentro del pozo, y no encontraron nada para robarte…-¿Dónde lo tenías guardado?-
Don Milo los llevó cerca del pequeño corral donde tenía dos vacas y un ternerito, les mostró la pila plomiza de chapas de barrera abandonadas aparentemente en la intemperie, como todo el mundo, y les mostró que debajo, entre el suelo y las chapas, en ese pequeño espacio escondido, había mantenido ocultos recipientes como tarros y frascos de todo tipo, con miles de billetes de todos los colores…



VII

Una noche cerrada, de nubes bajas, volvía del pueblo en su carro, sosteniendo las riendas con una mano, rumiando recuerdos de su patria, de lo que dejó en Polonia, de su nueva tierra, abrazando su damajuana; cuando de pronto vio algo espantoso, y sintió miedo por lo desconocido y por la pavorosa soledad que lo envolvía, rodeado de una profunda y obscura picada entre el monte.
Una luz, un resplandor, grande como diez lunas, surgió de pronto entre las nubes, pasó una, y al tiempo otra vez sobre su cabeza, bajo el cielo negro y encapotado. Y esa luz, esa mancha luminosa surgía del horizonte y enseguida daba vueltas encima ,sobre él y volvía haciendo un círculo hasta perderse de nuevo en el horizonte; pero al momento volvía y hasta juró que la luz le silbaba cada vez que pasaba. Temblando se tumbó en el carro y le tiró los dos tiros de su escopeta cuando pasaba arriba, recargó a tientas y volvió a tirar hasta que terminó los cartuchos y luego vació el cargador de su revolver y al final se puso a rezar temblando… Así lo contaba días después.
En verdad no era el único asustado. El que estuvo afuera aquella noche seguro que no quedó indiferente… Nadie había visto cosa así que se tuviera memoria, ni los más viejos, ni los más sabios. Se habló de luces malas, de una señal divina, del fin del mundo, de ánimas, de avisos…

La base aérea, instalada en aquellos años había utilizado un poderoso reflector que rastreaba aviones en la noche, con un alcance de decenas de kilómetros. Estarían haciendo un ejercicio nocturno, o localizando un avión extraviado.
El efecto de que el rayo de luz no se divisara pero sí se veía cuando alumbraba la capa de nubes tan compacta y obscura. Una mancha luminosa en una noche negrísima, que surgía de la nada y giraba pasando por encima, era para asustar a cualquiera.
Pasaron decenas de años y otras veces se vio el reflector de la base, pero nunca se dieron las condiciones de esa noche, ni volvió a verse un efecto semejante.
¡Cómo no se iba a asustar el polaco, Don Milo, sólo con su damajuana y perdido en un picada obscura del monte norteño!



VIII


Don Milo arregló sus cosas, como para estar mucho tiempo fuera de su casa, de su tierra y del país. La idea era ir un tiempo y volver, o quizás no. Había escuchado que ya Europa había cambiado, que las cosas estaban mejor, que en tantos años de paz, la prosperidad estaba volviendo.
En cambio aquí con los gobiernos peronistas él no compartía, se sentía enfrentado, porqué al ir mejorando su posición se sentía casi empresario y no obrero, y decía que Perón sólo protegía y valoraba a los peones y no a los patrones, que estos más trabajaban y más le sacaban… y hasta vaticinaba que así las cosas, a la corta o a la larga iban a terminar mal…
“-Bueno pero a Ud. No le fue tan mal, Don Milo…”- les decían mis tíos, sumándolo como siempre a la rueda del mate; sintiendo la ausencia que tendrían por delante, al irse este polaco que tanto había luchado y acriollado en estos años de trabajo en la tierra argentina.
“-No Minuth, -como a veces le decía a mi tío Yaco- Yo querer mucho a ustedes, a todos, estar agradecido, querer este lugar…, yo querer volver…”- y luego más decidido afirmaba:
“-¡Yo querer volver!, país va a salir adelante, ¡si señor!...”
Y así partió un día para embarcarse para Europa, detrás de sus sueños, de su nostalgia por su patria natal, su vieja tierra… empujado por sus recuerdos, reclamado por su sangre…
Su rancho quedó sólo, abandonado bajo los árboles del borde del claro. La ausencia de Don Milo se sentía en el aire. Pero todo volvió a ser casi como antes, el trabajo, los días, las noches, y las anécdotas que empezaban a rescatarse…
Sin embargo no pasó mucho tiempo. Apenas semanas.
Una siesta, en plena mateada, previa a la continuidad de las faenas cotidianas, tras un rumor de caballos y pertrechos, el carro del polaco apareció por la entrada doblando detrás de la quinta de frutales y la cancha de bochas, paró casi debajo de la sombra de los paraísos, cerca de mis tíos, pero no se bajó, se quedó en silencio, cabizbajo… casi ni levantó la vista para saludar, se quedó allí callado.- Todos quedaron callados…
Nadie sabía qué decir…
“-¿No pudo viajar?, Don Milo, ¿Qué pasó? …- No volaba una mosca…
Pasó un largo momento…
“-No…- No poder…- Plata no alcanzar…, decir que ni para viaje de ida, ni barco, ni nada…”-
Mis tíos habían visto sus ahorros de años, todo allí en efectivo…
“-¿Pero qué pasó..?, ¿Lo volvieron a robar…? Lo perdió? …
“-No…-“Suspiró hondamente…
“-Decir que inflación, que no sé, que plata ser vieja, que no valer nada…“, - y allí se deshizo, se desmoronó, y comenzó a moquear…, sus hombros se sacudían imperceptiblemente…
Y rompió a llorar.
Por primera vez vieron lágrimas; ríos de lágrimas, en la cara fiera y curtida de aquel valiente vencido…
Vencido por algo contra lo que él no sabía luchar…



*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
-Texto incluido en "Los días felices" Avellaneda, Santa Fe; 06/05/04







Preludium*


*De Tomas Tranströmer


DESPERTAR es un salto en paracaídas del sueño.
Libre del agobiante torbellino, se hunde
el viajero hacia la zona verde de la mañana.
Las cosas se encienden. Él percibe -en la vibrante
postura de la alondra- las oscilantes lámparas subterráneas
del poderoso sistema de las raíces de los árboles. Pero a fl or
de tierra
-en abundancia tropical- está el verdor
con los brazos al aire, en escucha
del ritmo de una bomba invisible. Y él
se hunde hacia el verano, se descuelga por
el cráter cegador, hacia abajo
a través de grietas de edades verde-húmedas
palpitantes bajo la turbina del sol. Así es detenido
este viaje vertical por el instante y las alas se ensanchan
hasta ser la quietud del gavilán sobre aguas torrenciales.
Tonos desamparados
de las trompetas de la Edad de Bronce
cuelgan sobre el abismo.
En las primeras horas del día, la conciencia puede abarcar
el mundo
como la mano oprime una piedra entibiada por el sol.
El viajero está bajo el árbol. ¿Se extenderá,
después de la caída por el torbellino de la muerte,
una gran luz sobre su cabeza?


*FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/1412351-los-poemas-del-flamante-escritor-galardonado






CUENTOS DE LA REALIDAD



La malaria de Malabia*



*Por Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com



Yon estaba en la luminosa cocina de "Pigalle", dando instrucciones a Pierre, el cheef. Los amplios ventanales derramaban cascadas de luz, en este otoño caliente del 2004.

El declive del parque, verde esmeralda, daba al ambiente un bucólico aire silvestre, propio del mediodía francés. En realidad era algo que se habían propuesto las propietarias, amigas del esplendoroso gris de ausencia, que hace posible lo imposible. Ni Ludmila ni Anna necesitaban esa Casa, ni otra, pero cuidadosas del estilo, conservaban para su elite, gustos y pertenencias que más tenían que ver con aristocracias en extinción, que con nuevos pudientes, de una clase condenada. Porque esos ricos advenedizos, para ellos, no encontrarían ni las ruinas de los modales y les llevaría tiempo construir otro jet set, sustituto. Sólo traían glamour, pero de consumo masivo, algo que las elites detestan. Pensé en Stalingrado, San Petesburgo y la resistencia rusa que incendiaba en retirada, para que franceses antes y alemanes luego, sólo recibieran escombros ardientes sobre tierras nevadas.
La mejor forma de no dejar huellas de sí, en eso de hacer la guerra y no el amor.

No obstante, en tales círculos, estrictos en la admisión, la murmuración no cesa y "todo el mundo" conoce los asuntos de todos. En realidad una conspiración que parece proceder tanto del amor, como del miedo. Sucede que esa compulsión expositiva suele alimentarse de cosas que algunos dicen o mejor que no habían dicho, pero escalaban con sus miradas y el modo en que miraban, hasta que alguien se reprochaba "no; hago mal y no puedo perder este tiempo; no puedo malgastarlo", y se marchaba.

Pasaba revista a estas imágenes como si se hubiera bajado el volumen y no me llegara el sonido de las instrucciones que daba el vasco.
- La "piperada" es un clásico popular de la cocina vasca - decía - y en la versión francesa lleva huevos, cebollas medianas, ajíes medianos, uno rojo y otro verde, medio kilo de tomates, un diente de ajo grande, dos cucharadas soperas de aceite de oliva, una lonja de panceta ahumada, magra, sal y pimienta negra molida -.

Cuando iba a transmitir la preparación, vi la delgada línea dorada que, pensativa, se apoyaba en un ceibo, milagrosamente rojo. Una mujer meditando provoca distracciones y, por lo tanto, la asesoría en cocina vasca se me escapó hasta la hora de comer, momento en que, seguramente, se evaporaría la mujer dorada, rumbo a otra mesa.

Al salir crucé a Paul, el somelier, que se repetía - toda la gama de Pinot Noir, Retini, Marcus Reserva, Santa Julia -, en un soliloquio monocorde, complementario del plato que Yon dejaba como herencia vasca a "Pigalle".

Los rumores del bosque silenciaron otras voces que venían a contar. Alguna referencia tuve al ascender al Alfa gris, esa misma media mañana.
- Hay mucha gente nerviosa por el tunel de Malabia - me anunció Yon, como motivo del viaje y sus extrañas reuniones.

-¿Y que le pasa a la gente con el tunel de Malabia? -, repetí como una letanía.

- De todo y lo peor es el aumento de las violaciones, mucha basura, muchas caras difíciles y mucha gente, incluso de la Universidad (de Lanús) preocupada -, sumó referencias.

- ¿Y eso como se arregla?-, acoté con mi originalidad recién planchada.
Fastidiado por regalar otra mañana de sueño.

- La violencia ya no tiene arreglo, en todo caso proponer prevenciones y quiero que vengas - singularizó - porque hay mucho "amarillismo" periodístico y aunque vos no escribas, vale la pena que escuches lo que pasa - resumió, ostentando una autoridad discutible, sobre mi libertad condicionada, pero estaba habituado a sus excesos de cimientos egoístas.
El Alfa adormece cuando la marcha ocurre por rutas parejas y este era el caso.

Como siempre me adormecí, para apropiarme de mis sueños, algo que me quedaba y el placer no se comparte en estas situaciones.

Ahora, el rumor tomaba tonos enfáticos. En una mesa tendida bajo los almendros, el mantel de hilo blanco era el equivalente, en la tierra, de la única nube que cruzaba, soberbia, el cielo insufriblemente azul.

Los reunidos, de aire serio, guardaban semejanzas en la forma de expresar sus miedos. No sé porque, pero a mí ese día, las cosas me resbalaban como agua por el lomo de un pato; añoraba una tranquila placidez y no este aburrimiento progresivo, que paraliza.

Las presentaciones sobre los vecinos, fueron escuetas, como le cuadra al vasco. Tres hombres jóvenes y dos mujeres mayores que ellos, eran un mosaico de coloridas diferencias y una sola calamidad.

- No hay seguridad en ese lugar de Malabia (por el puente) -

- Existe gente que duerme debajo, en el tunel -

- La basura se amontona y complica la circulación y la salud -

- Para peor, se reúne gente pesada y ahí se negocian cosas, las mujeres que intentamos cruzar, estamos en peligro -
- Los chicos y chicas que van y vienen de la Universidad, son víctimas propicias -
- Ni la policía, ni la municipalidad, parecen darle trascendencia a la zona y, hasta el puente carretero, todo parece librado a la mano de Dios -
- Y Dios está ocupado; no atiende en Remedios de Escalada -
- En realidad, la Rectora parece ser la única que reclama seguridad y hay una suerte de servicio de apoyo y protección para los estudiantes que transitan por la zona aledaña al ferrocarril en los horarios de cursos -
- Pero todos los vecinos estamos amenazados, cada vez más. Es casi un territorio y pronto nos van a cobrar peaje, para pasar de este a oeste -

El balance de lamentos era variado pero con un elemento común, la inseguridad, el miedo. Ninguno de ellos tenía realmente, en común, algo más que aquello que las circunstancias les habían impuesto; un compañerismo forzado, que los encadenaba.

Yon había ordenado, para servir a los visitantes, tartas heladas, pasteles de crema, jaleas, bizcochos, un servicio de té a la hora en que la gente almuerza. No nosotros, por supuesto.

Intuí que el debate iba rumbo alguna "prueba de vida" y eso, para mí, significaba un nuevo desplazamiento que me gustaba menos, por no tener decisión, sobre la presunta decisión.

Cada tanto, Yon me observaba, de reojo, para evaluar cuanta atención concedía a la reunión. Como siempre, era un misterio porque y para que, la gente buscaba al vasco y le trasladaba sus problemas. Algo esperaban de él.
Estos tiempos de desconcierto, prueba que la gente deposita sus esperanzas a plazo fijo, en martingalas inciertas, jugadas en casinos de ceniza.

Este desorden que provoca el vacío de poder, instala la rosa de los vientos.
La diáspora de soluciones, a veces antagónicas, recorre el abanico de la desesperación, que no siempre es buena consejera. Pero también las ausencias, los espacios, pueden ser ocupados por nuevas insatisfacciones, fruto de nuevas instalaciones.

Los últimos tres años lo probaron, con la aparición de fenómenos sociales emergentes, clasistas y nuevos voceros para viejos reclamos, porque la historia de la desigualdad, la injusticia, la discriminación, son tan antiguas como el hombre.

Los visitantes, como la proyectada sombra del alero abandonaban en grupo la zona de reclamos. Luego de agregar precisiones sobre sus necesidades, intercambiar números telefónicos y recibir la respuesta de Yon, sobre una vaga gestión en su favor, vaya a saber ante quien.

Nos trasladamos a otra mesa más pequeña, donde el Pinot Noir transpiraba las delgadas copas de cristal, para menguar la fortaleza de "La piperada" y su fuerte sabor vasco. Tres Pinot después y luego de saludar a las propietarias, efusivamente por parte de ellas con el vasco y este, moroso en las caricias, extendía murmullos en oídos ansiosos de escuchar otras promesas.

Entre las dos luces finales del día, partimos. Las sombras avanzaban raudas, claudicaciones astrales que le dicen. Circulamos por Alsina rumbo al paredón y después, hicimos el giro reglamentario, para retomar como Dios manda, suponiendo que Dios se meta en estas boludeces, y pudimos apreciar que el paisaje era, por lo menos, inquietante.

El Alfa gris despertaba codicias y algunas babas se deslizaban presurosas de un grupo de bocas codiciosas acodadas en un Fiat Regatta blanco, que ya había hecho la campaña del desierto, por lo menos en Punta Indio.

La gente, sentada buscando el útero en sus posturas, instalada debajo del puente, parecía no permitir la circulación. El vasco detuvo el auto, me ordenó con un gesto conducir; descendió, decidido a cruzar a pie de este a oeste rumbo a la avenida Hipólito Yrigoyen que ya me parecía un espejismo del futuro, su paso tranquilo, casi a la mitad del trayecto, se detuvo junto a un trío que pareció envolverlo. No tuve claro si seguir - soldado que huye sirve para otra batalla- o detenerme y hacer número para la parada.

No fue necesario. Minutos después, no sé cuantos, si los bocinazos enloquecidos a mis espaldas - 115 -, el vasco palmeó a cada uno y siguió remontando la cuesta del camino.

Yo llevaba la espalda empapada cuando lo recogí al final de la trepada. No obstante actué con indiferencia. El sonrió sin mirarme, sólo acotó - ya se que pasa y vamos a tratar de arreglar las cosas -, dijo se acomodó la ropa, sobre todo la camisa suelta y allí volví a ver la oscura forma del arma,
discretamente situada en su cintura.

No quise preguntar, menos averigua Dios y perdona... a veces ...







¡EL VIVE! Y ese sombrero negro de ala ancha*




*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com



Dicen los viejos del pueblo que ella nunca duerme, que pasa las horas un poco acá, un poco más allá. Dicen que sus ojos son tan poderosos que pueden ver tanto de día, como de noche lo que ocurre en el norte o en el sur. Que no la mojan las lluvias ni la oscurece la noche. Igualito que sus hermanas, aunque algunos juran que en algún tiempo todas ellas, eran una.
Dicen que eso fue hasta que manos intransigentes comenzaron a trazar barreras y a imponer límites a tanto amor y similitud que hacia daño a quienes tenian por corazón un clavo encarnado, donde el óxido corroyó hasta el esqueleto de lo anecdótico.
Fue entonces, cuando cada una tuvo, forzadamente, un espacio a muchos kilómetros de las otras. Con lo que no pudieron fue con la fuerza del amor que era como un cordón umbilical que las unía a pesar de las barreras y del odio.
Una mañana resplandeciente, el pueblo se vistió de fiesta. En cada casa comenzaría la novena y la jaculatorias en honor a la Purísima, Patrona del lugar. Las mujeres cortaban, delicadamente, ramas de madroño en flor para adornar los altares. Con verdadera unción ubicaban cada ramita en los cuencos artesanales que rodeaban la imagen venerada. Todas querían dejar su ofrenda, ese tributo místico que nacía en lo más ondo de los corazones suplicantes y agradecidos.
El aroma a incienso impregnaba el lugar extendiéndose hacia los alrededores, dando un marco de sacralizad a la zona donde se ultimaban los detalles para la celebración religiosa.

Contemplando los preparativos, rondaba por allí esa mujer tan hermosa como sus hermanas, las que hablan el mismo idioma y se comunican a través del trino de las aves, de la explosión de color de las flores, del verde de la hierba y del ronroneo del mar acariciando las arenas de las costas.
Por esas cosas tal vez sin explicación que producen las imágenes conmemorativas, capaces de sacudir como a una alfombra los baúles de recuerdos atesorados en la sangre, desde la noche anterior, ella evocaba la memoria de uno de sus hijos.

Los amaba a todos por igual, fueran hembras o varones, pero hubo uno especial que quedó tatuado para siempre con la terquedad que se instala en el alma de una madre dolida. A la vez que el recuerdo entretejía las hebras de un ayer lejano, con el presente, la nostalgia comenzó a dibujar surcos de dolor instalándolos en sus mejillas morenas.


Era de contextura pequeña, pero dueña de una esencia capaz de cobijar congojas y alegrías en el mismo momento, respetando cada cuevita donde se alojaran.
A lo lejos sonaban las campanas, la Purísima sería honrada con oraciones y ruegos, con el canto emanado de las boquitas tempranas que recibirían como incentivo a la devoción, confites y gofio. Era la hora del Angelus que terminaría nueve días después cuando las plegarias comenzaran a guardarse para el año siguiente. Más allá del misticismo que conlleva la advocación mariana, la mujer sabía que por lo menos, durante esos nueve días nada separaría a sus hijos, las diferencias se alejaban por “la gritería” que nacía en todas las almas y la brisa las desparramaba hasta las bocas abiertas de los volcanes dormidos.
-¿Quién causa tanta alegría?
-¡La concepción de María!

La Patrona del lugar, la que cumplía cada pedido, menos algunos, como siempre pasa.
Entre pan de elote, confites, dulces, frutas, velas y banderas, lucecitas incandescentes para iluminar el viaje eterno, sin regreso, de los mártires caídos y los que partían por otras circunstancias, el pueblo celebraba y la fe agitaba las conciencias hasta que las matracas y las flautas de bambú entonaran su melodía programada en vísperas del noveno día.
La bellísima mujer de ojos aindiados vestía túnica blanca con una faja que sostenía los pliegues que parecían de espuma. Era muy parecida a la de sus hermanas, porque fue creada bajo el concepto maravilloso de unidad entre todas ellas cuando aún no había barreras dando permiso de tránsito sólo a las alimañas.
Esa faja constaba de dos franjas azules conteniendo a una tercera, blanca. En el centro también la historia dejó su simbología, ya que allí se destacaba un triángulo de oro. Más abajo, quedó estampada la topografía del lugar mostrando cinco volcanes verde amarillentos unificados entre los azules que representaban los dos mares que rodeaban el lugar. Un gorro frigio era el ideograma de la libertad, rojo brillante como la sangre que corre por las venas dando vida. Iluminaban la escena bordada, rayos de luz blancos nacidos en el centro del triángulo.
La sublime obra de arte que perduró en el tiempo, como si hubiese sido poca su belleza, atrapó también a un arco iris de siete franjas nacido desde las montañas hasta cobijarse en el gorro, donde descansaba su sueño de paz para la mujer y sus hermanas. Letras de oro remataban la belleza, con una frase que al igual que el borde del triángulo, pretendió representar las riquezas minerales del país.

Riquezas sobre las cuales reptó Chiquita-bra. Sobre las cuales también dejó sus huevos pintados de odio que tomaron cuerpo y vida, o mejor dicho, que tomaron muerte, porque la osamenta de las bestias está formada por hojas de muerte osificadas, artrósicas, anquilosadas. Chiquita, pese a ser reptil tenía huesos, claro, expropiados a los trabajadores que deglutía luego de embalar los cajones de bananos que irían a parar al centro de la estatua de acero, cobre y concreto.
La mujer trenzó sus larguísimos y renegridos cabellos colocando esa trenza azabache sobre la redondez de su hombro izquierdo. Sosteniendo el entrelazado, una flor de sacuanjoche desenrollaba su color blanco hueso, cuyo centro parecía un corazón amarillo.
Un guardabarranco fue el que la entretejió en la trenza con la devoción con que un hijo acaricia la cabeza de su madre, mientras trinaba suavecito en el oído de esa hermosa mujer que esa mañana apareció tan triste por el recuerdo de ese hijo ausente, arrebatado de su lado traicioneramente por cometer el “delito” de pretender cubrir de libertad la falda de su madre y los cuerpos extenuados de sus hermanas y hermanos.
El guardabarranco sabía que la ausencia de ese hijo era brasa encendida en el corazón de la mujer. Sabía también que ese hijo conoció las vísceras de Chiquita, una por una. Sabía que el reptil no aceptaba que una sola persona, cargada de tanto amor, fuera capaz de interrumpir su paso.

Dicen los viejos del lugar, porque en todos lados los ancianos siempre guardan arcones repletos de recuerdos ambarinos y los van transmitiendo a quienes quieran oírlos; que ese hijo conoció a las hermanas de su madre, las que abrieron sus brazos para recibirlo cuando la miseria lo expulsó hacia donde ellas estaban.
Y dicen que en todos lados encontró huevos y pudo ver sus interiores aún antes que los cascarones estallen. Dicen, además, que hay gente capaz de ver lo que no está a la vista y eso molesta tanto a las bestias y por eso van cavando sus propias tumbas en cada trajinar de sus talones heroico sobre las esquirlas de la abominación.
Dicen que mueren un poco en cada palabra lanzada al viento con fuerza de reproducción poniendo en riesgo el futuro convocado por esas vidas que repugan aún antes de infectar al sol y antes de apresurar las tinieblas.

Seguía el repique de campanas, seguía la procesión de hombres, mujeres y niños su marcha hacia la parroquia. La mujer hermosa veía en ellos a ese hijo que no dejó de odiar la injusticia por más que llegara con la fuerza acorazada empujada desde las paredes de acero, cobre y concreto, donde se guarecía el cerebro acariciado por esa otra mujer hermosa que nunca quiso entenderse con sus hermanas.
Recordaba, la mujer hermosa de rasgos aindiados, que aquella fue la causante de la muerte de sus hijos e hijas, de su pueblo y de su historia.

La que envió hordas de carne mercenaria para arrancar el esbozo de sonrisas que iluminaban los rostros en una etapa de tanto esplendor como el rostro de la Purísima, en esa mañana de celebración y madroños.
El guardabarranco observaba desde el hombro de la mujer, la escena de devoción que se vivía en el pueblito. Su trino parecía querer acompañar el tañido de las campanas que llamaban a misa.

El recuerdo seguía torturando a la mujer, seguía pensando en su hijo, imaginándolo nuevamente a su lado. Veía al pueblo feliz, sabía que ya no había niños que no supieran leer, que ya no padecían el hambre que padecieran tiempo atrás. Sintió que la sombra de su hijo iluminaba el lugar, a la vez que su luz limpiaba la sangre
derramada de las arterias nobles de sus hermanos, tanto los que siguieron su conciencia como los otros, los que se convirtieron en esbirros siendo víctimas también de aquella historia.
Sabía que él dejó sembrada una semilla que logró germinar muchos años después de su asesinato a traición.
Desde un humilde altar, la Purísima, parecía sonreír como hacía mucho tiempo no sonreía, era como si hubiera tomado vida su cuerpo descascarado por los años.
Entre ramitos de sacuanjoche, poincianas, jenjibre azul y helechos, la tenue luz de las velas parecía danzar con los acordes de una melodía que regresaba al pueblo y que tal vez llegara hacia los lugares donde las hermanas de la mujer bella, seguían esperando.

Desde algún lugar lejano, vuelto a la tierra por la memoria de su madre, ese hombre vivía sus más de setenta años lejos del mundo. El había heredado el don de su madre, el de ver a través del tiempo y de la distancia.
El de permanecer vivo, entre los muertos.
El de sentir cuando los sentidos se asfixian pero se resisten a morir ahogados.

También cuenta la sabiduría de los ancianos que eso sucede porque alguna gente no parte para siempre, mucho menos cuando cargaron moléculas de amor que no aceptaron escapar por los agujeros sanguinolentos que dejó el plomo, cuando la vida fue obligada a rendirse ante el poder fáctico, impúdico, de la muerte.
Los guardabarrancos, alternando su vuelo entre los hombros de la mujer y los madroños, de pronto volvieron hacia ella con un chismecito inocente pero grandioso.
Era tal el griterío emitido desde esos piquitos y desde las raquetas de las colas que torpemente chocaban, que la mujer, olvidando por un momento su congoja, trató de calmar el alboroto acariciando cada cabecita enmascarada bajo un turquesa iridiscente. Las aves, con gracia y desparpajo irrefrenable lograron hacerla sonreír logrando el despliegue de toda su hermosura. La almendra de sus ojos se redondeó de pronto cuando los picos obligaron a apuntar su mirada a la distancia por donde llegaba una sorpresa.
Ella irrumpió en llanto de alegría –sabemos que el llanto es cosa dialéctica, experto en realizar contorsiones acrobáticas que le permiten realizar saltos mortales pasando de túnel de la congoja a la risa, del amor al odio,
Fue cuando divisó a una bandada de guardabarrancos que se acercaba hacia donde ella estaba. Imitando a la procesión que seguía a la Purísima, formaban la comitiva alada tortolitas colilargas, palomas piquirroja y collareja, chocoyos y loros multicolores.
Llegaban con la misma unción con que los habitantes del pueblo honraban a su Patrona, trayendo entre sus picos un sombrero negro de ala ancha que depositaron respetuosamente ante los pies descalzos de la mujer.
Era el sombrero usado por su hijo cuando emergió de las entrañas putrefactas de Chiquita, antes de seguir su recorrido escapando a la miseria y a la explotación.
La procesión de aves hizo silencio, la brisa sopló suavecito para que los cabellos rebeldes no entorpecieran la imagen de ese espectáculo sublime. Ella trató de atajar las lágrimas que comenzaron a desbordar de sus hermosos ojos, tratando de sortear la muralla de espesas pestañas arqueadas.

-El ha vuelto con nosotros! Exclamó la mujer emocionada mientras las aves continuaban su danza interrumpida alrededor del sombrero.

-¡El VIVE! Gritó también la Purísima desde un altar adornado en el patio central de la casa de otro hombre que jamás pudo olvidar la obra trunca de su hermano pues llevaba en la sangre la herencia de su legado.

-¡EL VIVE! Fue el grito reproducido que llegó hasta la boca de los volcanes que parecieron abrirse más que en los bostezos.

Las hermanas de la mujer, esperando el milagro de la sinonimia que parecía renacer en esos lugares, causando la indignación de la hermana que observaba desde la estatua mientras preparaba las visas para el viaje inmediato de sus sicarios.

Algunos ya estaban en la casa de la otra hermana, la que tenía el cabello recogido sobre su nuca, en cuyo centro colocó una enorme orquídea que picoteaba con ternura una guacamaya.

Esa hermana hacia donde la otra, la descastada, la que habla diferente, enviara a sus esbirro, tiempo atrás, con la orden de asesinar a los hijos de la que seguía gritando con la Purísima con el cortejo de aves multicolores:
-¡EL VIVE!
Abrió sus brazos la mujer del hombre redivivo, para que las aves y la brisa acompañaran a ese sombrero negro de ala ancha en su vuelo libre hacia la historia sempiterna que regresaba de pronto.


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