lunes, febrero 13, 2012

EDICIÓN FEBRERO 2012.



-Dibujo: Cartas de amor, Ray Respall, 2011






1422*


la abrasión también produce ángeles.
José Luis Fariñas



Nadie aplaude a los hacedores de arco iris,
Los mares están llenos de cantos de sirenas
Destinados a apagarse en el anonimato.

La piedra filosofal rueda por los caminos
Y cada cinco segundos muere un hada.
No hay hogueras para los que sobrevuelan los tejados.

Sin violines ni conjuros practicamos la eutanasia
De una vida sin fuego, sin alquimia, sin la duda
De saber quiénes somos, dónde estamos.

Suerte de tus pasos en mi puerta, suerte de tus ecos
En mis sueños - "solo para saber si estás bien. hasta mañana" -
Suerte de la invisibilidad que generamos.



*De Marié Rojas Tamayo.
(en algún momento de febrero, 2012)






CERCOS*



No pregunto por las glorias ni las nieves,
quiero saber dónde se van juntando las golondrinas
muertas
Julio Cortázar




El cerco que cierra el terreno por el sur tiene un tejido romboidal, viejo y oxidado que en parte está como injertado en las antiguas plantas de moras, las acacias y hasta un antiquísimo siempreverde. Luego hay una parte bastante importante que forma una hilera de tuyas que plantó mi hermano en la década del ochenta. Después vienen esos pocos árboles que crecieron solos y en el rincón empieza el tunal que plantó mi madre enterrando tres o cuatro pencas. Este tunal era uno de sus orgullos y un placer para su paladar, ya que las tunas –junto al melón y las uvas- eran su fruta preferida.
Mi madre, tal vez por su herencia de inmigrante, todo lo comía con pan.
Hasta la fruta más modesta, de toda la variedad que hubo siempre en mi casa, eran plantadas por mi padre y a las que él no hacía demasiado honor, salvo los citrus. Hasta los limones eran plantados por sus grandes manos y comidos como la más inocente mandarina. Tenía sobre su mesa de luz un libro sobre el limón donde el autor sostenía que comiendo un limón por día se podían prevenir ciento setenta enfermedades. Ese libro trasegó mi infancia, junto a otros sobre el ajo y la cebolla.
El del limón lo encontré en una mesa de saldos en Buenos Aires y lo compré de puro nostalgioso.
Del otro lado de ese cerco, en mi infancia empezaba el campo. Allí reinaban los zapallares y el maizal de don Clemente Gerlo. Dos veces por años entraba con su pequeño arado de mansera y enganchado de su mansa yegua Chicha, roturaba pacientemente esa hectárea que habría comprado no sin poco sacrificio. Hoy está casi todo construido allí, luego de que pasara la ruta y abrieran esa calle –la Nicolás Avellaneda-, salvo el yuyal que nace luego del tejido y que es el único que no tiene construcción y está cercado por una hilera de acacias espinudas plantadas, no sé por quién.
Ese terreno en épocas del viejo Gerlo me proveía de ejércitos de pájaros para mis tramperas. Con sólo colocarlas estratégicamente en algunos postes que sostenía el tejido bastaba. Sólo tenía que traspasar a una jaula más grande los que iban cayendo influidos por el canto armonioso del llamador, un misto de hermoso plumaje que pereció bajo los picotazos de un gorrión quien al verse entrampado rompió un alambrecito y metió el pico por ese hueco y le dio un estiletazo fatal al pescuezo de mi pájaro preferido. No pude controlar mi furia y descabecé al gorrión asesino. Tal vez hacía horas que había caído y al verse enjaulado no habrá resistido esa desesperación. Después vino la culpa y no puse más las tramperas, pero usé dos postes para dejar atados los barriletes mientras hacía los mandados, hasta que un día al volver de uno de ellos encontré mi preferido caído en el cañaveral de don Eufrasio Campos.
En el invierno, don Clemente Gerlo, luego de juntar el maíz, quemaba el rastrojo. Se levantaba a la madrugada y con un palo al que adosaba un trapo empapado en kerosén iniciaba su tarea. Iba minuciosamente apoyando la llama en las plantas sin espigas hasta que, primero con timidez, luego casi en llamarada, se comenzaba a propagar. Eran como pequeñas estrellas cayendo sobre el ocre de las plantas hasta que buscaban el cielo y como allí las estrellas siempre estuvieron muy bajas era, por un rato, una luz que amenazaba con quemar esa luna fúlgida de plata helada.
Del rastrojo de don Gerlo alguna vez sacamos chalas para las fogatas de San Pedro y San Pablo, cuya ceniza aprovechamos para cocinar unas batatas.
Y en ese cerco un atardecer vimos posarse una gran bandada de golondrinas tardías y también las vimos volar agujereando el cielo, erráticas primero, luego mejor orientadas hasta que se perdieron en el azul casi perfecto que ya manchaba un poco el ocre prematuro del crepúsculo.
Las vimos cómo se fueron empequeñeciendo en lo alto a lo lejos hasta perderse para siempre de nosotros.



*De Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar











DULCE PALPITAR DEL OLVIDO*





Viene rugiendo el león de dos cabezas.
Lo siento en el palpitar de mi rosa.
En la huída de los latidos del corcel.
En el miedo aprendido en catecismos apócrifos.

Viene de lejos.
De una jungla colorada y una niña triste.
Se va, a veces se va, pero siempre vuelve.
Hoy en la cornisa del temor lo espero.
Quiero saber si es fantasma, humo, viento.
Si teme, como yo; si ama.
Si sabe que estoy hecha de lodo.

Necesito saber si pronuncia mi nombre.
Saber si en él está mi morada final.
Me tiendo sobre la pura frente de una lápida.
Y espero.
El león de dos cabezas llega.
Se tiende a mi lado, vacilante.
Ronronea. Las palomas se escapan de sus ojos.
Dulce palpitar del olvido.
Los íconos, rotos, ruedan por la pendiente del descanso.




*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar














SONIDO DE VACAS COMIENDO*




Salgo al camino. De un lado están las quintas cada una con su reja o su tapial, del otro un campo con animales.
Este es un campo cercado por alambres, pero no uno de esos campos inconmensurables de la Argentina ganadera. Este es un campito modesto cercano a las quintas, y su ración de vacas es bastante exigua, lo que se une a otra rareza que es el compartir el espacio con un puñado de ovejas.
Dentro del campo hay árboles; algunos pinos rodeados de piñas abandonadas, algunos álamos que arrojan ramitas para encender los fuegos de los asadores. Las chicharras ponen el crepitar auditivo al aire vibrante de calor del verano, las margaritas amarillas sonríen al sol y a las nubes blancas. Amarillo el sol y amarillas las flores, gusta el universo de los espejos y las repeticiones.
El camino es de arena. Un perro se me acerca moviendo la cola y le digo “qué tal sabalito”, porque su hocico chato me hace recordar al morro de los peces. Salvo el incesante chisporroteo de las chicharras en el oído, el sonido suave de la lengua de Sábalo en el pelaje áspero, mis propias pisadas, nada se distingue como sonido real en el ruidoso silencio de la tarde. No se oye nada, me digo, mientras estallan los insectos en su sinfonía y hace contrapunto el follaje de miles de hojas rozándose en las alturas.
Me distraigo con libélulas y mariposas, descubro trayectorias en las huellas de patitas de pájaro dibujadas en la arena. Pienso en nada, dejo de sentir lo externo y me pierdo dentro de mí.
Entonces escucho el ruido de las vacas comiendo. Arrancan el pasto con un tirón que corta y desarraiga. La lengua envuelve la mata de pasto y es el rasguido nítido que me sorprende.
Jamás había oído comer a las vacas. Las observo con atención y aguzo los oídos.
Primero un toro, después un ternero; algún animal suspende por un momento su confusa consciencia y centra su atención en mí. Alternativamente alguno se detiene en un escrutinio atento pero fugaz, y vuelve a la ocupación de comer mientras se desplaza lentamente de manchón verde crecido en manchón verde crecido. Me vigilan disimuladamente.
He visto vacas en la pantalla, las he visto desde un colectivo o un automóvil. Ahora estoy a pocos pasos, ahora las vacas me ven a mí, y no es lo mismo. Las veo, las escucho, miro las caras de ojos desorbitados que me devuelven la mirada. Las huelo, también. Siento que sin mirarme me vigilan.
Sabalito se rasca una oreja con la pata trasera. Me sigue cuando vuelvo a la quinta esperando que la reja no lo deje afuera, lejos de la cocina con su heladera mágica de donde provienen los alimentos.
Vuelvo a la quinta con el sonido vívido del ganado comiendo y yo, con mis ojos juntos en la cara plana, los ojos frontales que inquietan a los rumiantes. Yo, con mis extremidades con uñas y con mis dientes carnívoros. Yo, que respondo con bastante exactitud a la descripción de los depredadores o carroñeros, yo aliño la ensalada mientras me llega sabroso y acusador el aroma de la carne asada.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com















DOMINGO SERENO*





No debo amarte en domingo sereno

ni por el miedo de una tarde de rezos,

ni ahora que los recuerdos son retazos

de gemidos feroces

y tu imagen aviva los ojos de la hoguera.



No ahora que mi piel se mece en la nostalgia de tu piel

y llora,

ni aún cuando todos mis vacíos

están habitados por tus silencios

y tus caricias dejan caliente rastro en mi memoria.



Necesito estar fuerte para enfrentar tu narcótico sexo,

tus devastadoras manos que destilan veneno

y distraerme de tu cuerpo seduciéndome altivo

sobre el lomo del aire.



Necesito imponer cordura a mi nervioso vientre

para no amarte como si todo el mundo fuera tu boca

y los mares y los ríos tu indomable lengua

y mi sed nunca estuviera satisfecha.



Quiero dejar de sentir hambre de ti/de mi.



Si los océanos fueran tu sexo

bebería cada gota de mar

y devoraría cada grano de arena

sobre la playa firme de tu cuerpo.



Necesito calma en la espera,

música de alas al viento

para volver arrojarme al precipicio de tus besos.



Y si de ti algo queda después de la explosión del agua

sólo entonces volveré amarte.



*De Lina Zerón. linazeron@yahoo.com








BALCÓN AL ABISMO*


Las quintas son lugares donde la gente siembra vegetales, donde se cosechan frutas y el quintero recolecta sus repollos o pimientos con sombrero de paja y camisa a cuadros. Eso eran las quintas en mi librito de segundo grado; sin embargo, aquí las quintas son lo que queda de ese pasado campesino. Nombrarlas es decir caminos de arena con enormes eucaliptus, álamos que imitan el sonido del mar con el follaje abundante, perros acostumbrados a aquerenciarse a cualquier vecino con asado en la parrilla, pájaros y chicharras estridentes, casas de campo en cuadrados más o menos espaciosos, alguna lancha bajo un tinglado de chapa, quizás, un montón de piñas para encender los fuegos de la noche, gente haciendo ocio, podando las ramas indisciplinadas, pintando con pincelito de fin de semana los sillones de hierro.
La quinta, falso rancho, falsa vida cercana a lo montaraz, ilusión de naturaleza y lejanía, una vida salvaje encuadrada, regada, podada y con abundante cloro para mantener el agua impoluta. Hasta el río tan cercano, marrón y violento, está enjaezado con embarcaciones prolijas como un inquietante semental cepillado y limpio en la Sociedad Rural.
Es lo que podemos tener de silvestre, es lo que en realidad podemos tolerar a estas alturas de toda una vida de caminar con zapatos y usar acondicionador de cabellos.
Un poco más allá del alambre tejido del perímetro comienza la oscuridad, los abismos de los cielos estrellados, el arrastrarse de alimañas entre pastos sin segadoras ni rastrillo. Un poco más allá del orden se crece un caos de seres innominados, desconocidos, se crece un espacio excesivamente vasto. Es el abismo con su oscura muerte agazapada.
No deseamos tanto al fin y al cabo. Como quien busca la dosis de vértigo en una montaña rusa de feria, nos satisfacemos con la suficiente ilusión de naturaleza propiciada por el césped amable, la rectamente recortada porción de agua en la piscina celeste.
Decimos que amamos la naturaleza mientras nos untamos con protector solar, vacunamos al perro, le sacamos una foto de lejos a la culebrita verde que apareció muerta al lado del limonero. Me encanta la vida de campo, decimos, abriendo la garrafa de gas como quien arriesga una picada en el monte donde no hay señales, como quien se entrega con la canoa a los meandros incognoscibles y complejos, como quien oye el mono aullador y sabe que está solo en la maravilla atroz de la selva que oculta sus cadáveres y sus insectos.
Y para qué más.
Que otros buceen en los abismos. Los tiburones son meras referencias culturales, los leones son metáforas, el tigre nos remite a Borges en su biblioteca de fractales, con lámparas de cristal verde y libros editados en ocho cuartos, tapas de pasta. Pero el olor del tigre, pero el erizarse de chillidos, pero la presencia ominosa.
A otros la cercanía de la verdadera oscuridad. Y sin embargo esos resquicios, esas junturas que no termina de sellar el mundo seguro, sin embargo y así las cosas.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







DES_EMBRUJANDO*



Mikilo está embrujado
No hay siesta sin Mikilo
El corazón del monte se desangra.
Se han robado las sombras
¡Ay, pausa de la siesta!,
clama el clavel del aire.
Solo descansan los huesos de los muertos,
Las piedras y uno que otro lagarto
refugiado en las pajas.
Mikilo yace, exhausto, al pié de los cardones
Vigilantes, alertas, los viejos centinelas
inertes, lo acompañan.
Crepitan ambos y en rescoldos de luna
se consumen.
El río se evapora. El sol, con un tridente
se disfraza de gnomo.
Intermitente. Agudo. Con prisa inenarrable
asola el vendaval de fuego.
Deshace las estrellas, en lluvia incandescente
se derraman
...y el bosque es una hoguera...
Detrás de un tronco adusto, el sapo enamorado,
viejo conocedor de embrujos y de lunas,
asoma su cabeza.
Le habla al oído al viento.
Le canta al viejo río.
Su lágrima es una perla suspendida
... y una alquimia de sombras se posa en los cardones...
¡Ay, pausa de la siesta!
Goza el clavel del aire.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar

-Del Poemario Poemas Des-nudos.







PEPA*


Crónicas del Hombre Alto (n° 75)


Desde alguno de los patios vecinos ha comenzado a llegar el ritmo pegadizo de un cuarteto. Recién salida del baño, envuelta aún en su toallón de flores azules, Pepa tararea la melodía casi sin darse cuenta e imagina el festejo de Nochebuena que se está preparando en aquel patio. La postal que
se dibuja en su cabeza -mesa larga, mantel a cuadros, vino vertiéndose en los vasos, trozos de carne asándose en una parrilla- la remonta a otra Nochebuena, a otro patio, lejos de Córdoba, el patio de la casa de su infancia en San Cristóbal. La remonta al tiempo en que era la niña consentida de la familia por ser la menor de los ocho hermanos. Cuando estaban todos vivos y juntos, cuando San Cristóbal prosperaba alrededor del ferrocarril y la vida era sólo un juego de naipes que parecía fácil de
jugar. Cuando las barajas del mazo todavía no estaban tan arbitrariamente repartidas.
Enciende la luz y el ventilador de techo. Sobre la cama, impecablemente planchada por sus propias manos, descansa la ropa que ha elegido para esperar la medianoche: una blusa blanca y una pollera negra estampada. Al pie de la mesa de luz, aguardan sus zapatos más nuevos, esos de taco imprudentemente alto. Se para frente al espejo que está sobre la cómoda y empieza pacientemente a batirse el pelo.
El silencio actual de su casa contrasta demasiado con la algarabía de la escena recordada. Pero Pepa no se angustia. Al contrario, siente un especial orgullo por haber recibido nada menos que tres invitaciones de familias amigas para pasar la Nochebuena en compañía. Agradecida, las ha rechazado a todas con amabilidad pero con firmeza. En parte porque a sus 70 años el bullicio de los niños ya no le resulta fácil de tolerar, en parte porque esa semiceguera que la aqueja por culpa de su diabetes crónica le dificulta bastante el andar y prefiere desplazarse en territorio conocido.
"Está bien, Pepa", le dijo Mirta, "acepto lo que usted decida pero con una condición: prométame que no se va a deprimir pensando en las cosas feas que le han pasado". Y como Pepa es mujer de palabra, ahí está, tarareando la música bailantera que viene desde el patio del vecino mientras termina de batirse el pelo.
Pepa no va a repasar su frondoso inventario de naufragios y pesares. No va a pensar en lo duro que fue separarse ni en lo mucho que tuvo que trajinar para mantener a sus dos hijos, preparando viandas, recibiendo pensionistas, cuidando niños ajenos o lavando los platos sucios de otra gente hasta borrarse las huellas digitales. No va a pensar en las incontables preocupaciones que le trajo el bracito defectuoso con el que nació su hijo menor. Menos aún, claro, va a recordar el accidente que la privó de ese hijo para siempre, justo el día en que cumplía 14 años. No habrá de pensar, tampoco, en el otro hijo, del que la separan diez mil kilómetros de distancia y ocho años de ausencia. Pepa es mujer de palabra y no hará nada de eso. Optará, en cambio, por reírse sola acordándose del estrafalario pensionista de la casa de calle Belgrano al que ella apodó "Tonteraje". Evocará los bailes del Racing, cuando deslumbraba a todos con la gracia de sus movimientos. Meneará la cabeza con gravedad en señal de tierna reprobación recordando cuando sus hijos le robaban la silla de ruedas a la abuela para salir a dar una vuelta por el pueblo. No cederá a la melancolía, aunque la tentación esté ahí nomás, al alcance de la memoria.
Se observa en el espejo como puede, a través y a pesar de esa molesta niebla que se ha instalado delante de sus ojos últimamente. Se observa y se gusta. Mueve los hombros con suavidad para terminar de acomodar los pliegues de la blusa, se alisa la pollera buscando cancelar inexistentes arrugas.
Ladea la cabeza en una y otra dirección para verificar que esos grandes pendientes son los indicados para el collar de fantasía que ha elegido. Se lleva una mano al pelo y, con un toque delicado de los dedos, comprueba que la flor blanca de tela está debidamente ajustada al cabello. Corrige levemente el maquillaje del pómulo derecho y se perfuma. Después, rebusca en un cajón el abanico de nácar que perteneció a su madre, supervisa todo otra vez y siente que ahora sí, la tarea está concluida. Ya está lista para asistir a su fiesta solitaria.
Avanza lentamente hacia la puerta de calle. Recoge en el camino el sillón plegable de tiras rojas y sale. Pepa irrumpe en la noche de barrio San Martín Norte con sus irreductibles ganas de vivir, y es tal la prestancia que irradia su estampa, que los niños que se divierten tirando rompeportones abandonan su juego unos segundos, y los vecinos que toman fresco en la vereda interrumpen sus conversaciones para admirarla. Alguien siente que la única manera posible de homenajear la coqueta entereza de esa mujer es aplaudirla. Y entonces la aplaude, y otro lo imita, y otro, y ella, asombrada, se ruboriza ante el inesperado halago. Sonríe complacida y responde con una reverencia, como si fuera una reina.
La brisa del norte ofrenda un concierto de nueve campanadas que se mezcla con los ruidos de la avenida cercana. Sentada en su sillón plegable de tiras rojas, Pepa se abanica y disfruta de la noche del mismo modo en que ha aprendido a disfrutar de la vida: no permitiendo que la adversidad desbarate su alegría. De vez en cuando, es cierto, la tristeza la visita.
Pero cuando eso sucede, ella la mira a los ojos, le descerraja una carcajada fulminante a quemarropa y la tristeza, entonces, no tiene más remedio que huir avergonzada.



*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar











RENACER*



Poesía Haiku


El viento hila
recuerdos y promesas
que agonizan.


Pregonan desvíos
de caminos híbridos
muertos al nacer.


En mis canteros
maduran las semillas
que planté ayer.


En primavera
habrá flores azules
luciendo allí.




ARABESCOS*


Cristales vacíos
esculpen arabescos
como palabras.


Dejan misterios
escondidos, esclavos
a viejos ritos.


Blanca arena
cuentas hora por hora
en cárcel cristal.


Eternamente
define vida, muerte,
amanecer, fin.



*Poemas de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar








PICA-PAO*




El pájaro carpintero es al principio un ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es arrancada en alarma y grito silencioso.
Las series de golpes secos son desiguales, aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro árbol.
Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.
Este no es el famoso pájaro loco de los dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.
Me viene a la memoria el nombre “pica-pao” y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.
Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en un polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas por el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero. El tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento que resurge al lado de una tapia sin revocar.
Digo tío Polo y llega desde la nada, desde el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo, la carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los costados.
El olor de la madera, el olor de la cola de carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las esquinas.
El toc-toc-toc del pica-pao me trae de vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la mañana.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







ÁNGELES*



Todo ángel es terrible.
Rainer Maria Rilke



I


Los vampiros sobrevuelan la noche,
Las gaviotas abren sus alas al sol.
Los ángeles ya no vuelan,
Hay demasiados aviones… desde hace un tiempo
Miran al mundo, posados en los rascacielos.
(Y con todo y ello, los amamos)



II


Todo amor es imposible,
Toda amistad es probable,
Hasta tanto no se demuestra lo contrario.
En cada cuna duerme un ángel, en cada tumba…
Amar no es “aceptar los defectos” – a pesar de, con todo y ello -,
es adorar los defectos, parte imborrable de la esencia.




III


Todo ángel es el comienzo de lo bello,
El final de lo terrible cotidiano
Que nos acosa.
Porque ver un ángel
Es el principio de la muerte.
(y, a pesar de ello, los amamos)



*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba










Dulce de leche*



*pseudo memorias de Marta Zabaleta, mzabaletagood@gmail.com


DE PASEO CON ARIEL SALE LA NIÑA

1



El obelisco ya no debe existir, pensé, y me entró una de esas ondas introspectivas que tanto detesto. En ellas, como en los sueños, la Argentina se me aparece como lo que Perón repetía durante su última presidencia: una 'Argentina potencia', una patria hasta la desesperación, un país cuyo recuerdo parece que me intoxica.
Y ahora de repente y de la nada, aparecés vos, y me escribís y contás que en Buenos Aires hay hoy 60.000 o más personas, de carne y hueso como yo - o como vos, más bien, que estás ahí-, que con el apagón de la compañía de electricidad chilena, no tienen luz, ni agua, ni ascensor. Ni nada de nada
más, tal vez debiste agregar, pero ya me estoy saltando el tejo. Eso ocurre hoy en la capital de la Argentina peronista postpotencia.
¿Y vos que te creíste? ¿Qué porque yo soy mitad inglesa, me vas a despertar un complejo de culpa ajena? ¿Acaso no tenemos ya bastante los ingleses, con esas niñas curdas quemándose vivas hoy frente a la Embajada de Grecia en Londres? Esa pobre muchacha curda que aparece hoy envuelta en llamas en la
portada de los diarios londinenses- [sorry, esto no significa que tenga acceso a las noticias del Medio Oriente muchas horas antes que tú] -, que se inmola en la tradición servil de su género y place a un padre que incluso lo proclama así en la TV, en el Noticiero de las seis de la tardeen la BBC, con
gran orgullo y en inglés, por supuesto. Oh, divino idioma de la globalidad humana sacrificada en aras de las ganancias privadas...
Y el hombre lo explica así:
- Penoso es que la hija de uno se prenda fuego y se queme entera, - casi jubiloso de captar el ojo de la TV internacional, y lleno del más elemental universal orgullo machista-, pero eso es lo que nos impone la tradición a los curdos. El sacrificio por nuestros derechos.
Es cierto que les han puesto preso al más importante de los líderes, y que en Turquía lo van a 'juzgar' y seguramente lo irán a matar sin apelación a nada ni nadie.
Y yo digo: ¿para qué mierda sirve, ni siquiera a los curdos, una tradición así? Que una joven mujer se inmole por un líder religioso o político, por importante que este sea. ¿Sería deseable que ahora un hombre viejo se queme vivo mostrando de motu propio que tragedia es lo que hizo la joven curda?
No es, por cierto, que yo esté en contra de los curdos, entendéme bien. Es más, ellos y su causa entraron por primera vez en mi vida por la puerta grande de mi corazón, cuando llegué al destierro desde la Argentina, en 1976. Cuando vivía enterrada viva en aquella especie de tundra que era el parque universitario de la Universidad de Glasgow, Grascube Estate, adonde vivimos por dos años en un Hall de Residencia, el Wolfson Hall, en el barrio de Bersdein, Escocia, cielos que parece que se vienen abajo, sol espía, Glasgow-tundra, pero quien hubiera dicho que yo iría a terminar queriendo a ese país, y que adoptaría a esa ciudad no políglota como si fuera 'my Scotland'.
Fue allí que uno de los que más le tendiera una mano cálida a mi pequeña hijita, Yanina, fue un joven estudiante universitario curdo, que también vivía en ese hall: todos los días venía a verla, la sacaba a pasear por el parque, le contaba cuentos curdos, le explicaba la solidaridad internacional, en curdo, por supuesto, y Yanina lo miraba con sus grandes y arrobados ojos de Mafalda en el exilio.
Yanina pronto entendió inglés: tal vez se demoró como una semana en entender el nuevo idioma. A diferencia mía, que todavía lucho desigualmente por entenderlo, aún en sus más relamidos, claros acentos. Tal vez se entendían tan bien ella y el curdo porque este usaba bigotes, como su papá, y como todos los revolucionarios perseguidos de aquella década. Así conocí la causa curda: en traducción al porteño de la chilena Yanina. Claro: desde entonces quise a los curdos. Fui introducida a las tragedias de su desarraigo, a las memorias y miserias de un pueblo que no figuraba hasta entonces en mi mapa político. Bueno, a decir verdad, cuando llegué aquí, mi mapa era bastante esquemático, para serte honesta. El centro y la periferia, a lo de la teoría de la dependencia, de la que varios de los autores fueran mis maestros y amigos. Creo que me explico. Y si no, lo siento.
Pero vos no sos ni curdo ni mi amigo todavía, sos tan siquiera y por ahora, a través de este capítulo que indefenso muestra un poco de mi pasado, apenas mi paciente lector electrónico y sin embargo, ya sientes que tienes el derecho de preguntarme acerca de cual fue la metáfora de una existencia que a mí me ha costado tanto vivir. ¿Tendrás derecho? Pero en fin, vos también sos un desplazado, vos también te rajaste de tu país, vos también sos diferente, entonces, démosle nomás, si al fin de cuentas en el infierno
todos vamos a acabar... Somos todos los hijos de la diáspora, digo, digamos.
¿Y por qué a vos; o a vos, qué? ¿Y a quién más le podría interesar esta parábola? Dudas que pasan... Y eso tengo de común con una prostituta: que si no sé cual es el aspecto comercial de una operación forzosa como lo es esta en que me has metido, mejor me retiro a tiempo. Y a hacer ¿qué? ¿Cómo decís?
Gritá más alto, gaucho, que no se te oye. Está el charco de por medio.
Ah, sí: a enfrentar una los años, la soledad, la cuasi-desesperanza de un vivir cotidiano sin una razón mayor que la de darse comida y techo a sí misma. Poco en verdad me quedaría ya que contemplar, con aburrimiento, que los pies hacia adelante y en mi tumba, si no fuera que me sigo imaginando un mundo futuro, en donde cada una y cada uno van a valer lo mismo. O como lo puso el otro día mi querida ex-supervisora de tesis, aquel mundo futuro con el cual ella también sueña, porque, dijo, 'deseo un mundo donde las sociedades sean justas, equitativas y pacíficas; en el cual las mujeres tengan una voz igualitaria en la toma de decisiones a nivel local, nacional e internacional, para beneficio de todas y de todos.' (Dr. Kate Young, palabras al tiempo de su jubilación como Directora Ejecutiva de WOMANKIND WORLDWIDE, 12 de junio de 1999, en Londres).


-Marta Zabaleta, Epping, 11 de febrero de 2012












Libros*



Varado entre murallas y gaviotas. Seis entradas en la bitácora de Maqroll el Gaviero es una guía de la obra de Álvaro Mutis escrita por Diego Valverde Villena. Varado entre murallas y gaviotas es un vademécum que nos ayuda a recorrer las páginas mutisianas, un mapa literario de las rutas del Gaviero.
Diego Valverde Villena -viajero como Cendrars, connaisseur como Morand, lector como Larbaud- entra en la bitácora del Gaviero y nos ofrece las claves de su mundo.


Diego Valverde Villena (1967) es licenciado en Filología Hispánica, Filología Inglesa y Filología Alemana y magister en Literatura Inglesa. Ha realizado estudios de doctorado en Literatura en las universidades de Oxford, Heidelberg, Tubinga, Chicago y Complutense de Madrid. Desde 1992 ha sido profesor en varias universidades europeas y americanas. Su poesía aparece en numerosas antologías y ha sido traducida a varios idiomas. Sus ensayos, guiados por lecturas de un hedonismo borgiano, exploran la
literatura universal, con especial dedicación a la literatura hispanoamericana.




-Si está interesado en adquirir este libro, envíenos un correo electrónico a info@auroraboreal.dk

con la referencia Varado entre murallas y gaviotas.



-Fuente: Aurora Boreal.

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1119:libro&catid=76:lo-mas-soliticitado&Itemid=205












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Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID


(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)


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