viernes, febrero 17, 2012

EN CADA RESTO QUEDA EL MUNDO...



-Dibujo: Ray Respall.






Noche de azules*


En cada resto queda el mundo
José Luis Fariñas


Escribe un verso, alma mía,
sobre brújulas y barcos de papel,
sobre rosas amarillas en tu infancia
y ese rostro que ves reflejarse en los espejos,
el aroma a misterio de las catedrales,
la eufonía de campanas que brota
en las noches azules del desierto…

Sobre la lluvia que acude a borrar el caos ordenador de la memoria
donde anida un invierno que no quiere ser evocado,
pero vuelve, en la respiración entrecortada de mi amante,
dormitando junto a mi vigilia y ese matiz arcano
que tienen los olivos centenarios cuando sueño.

Deja fluir el anima mundi hacia mis dedos,
no temas las evocaciones,
nada es locura en este mundo irracional,
nada existe más allá del árbol que florece en mi ventana,
hoy mi mente es el vacío que llena todo espacio.

Ven, contempla la luz oscura de mis ojos,
ven y asómate al pozo del recuerdo.

Somos bidimensionales figuritas en papel,
nuestra esencia anida en otra conjunción,
esto es una entelequia de lo que pudo haber sido real,
¿y qué lo es?

Dejo ir a lo que amo,
por ver si Amor toma su mano y lo regresa.
Dime si fuimos uno en otra vida,
si lo somos, si nos reencontraremos…

Pero no me dejes morir en los estruendos de la nada,
no hay tormento peor que ese silencio
donde las palabras pugnan por ser vistas:
cántale al hambre y a los duelos,
cántale a la orfandad del universo.

Hay tanta soledad… tan sin remedio,
que ya ni Dios se asoma a vernos.



*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba










La Dictadura*



No sabía quien le había denunciado, pero los guardias entraron en su casa a las cuatro de la madrugada rompiendo la puerta y llevándoselo preso. No le permitieron ni siquiera vestirse y entre gritos y amenazas le maniataron. Descalzo y en pijama se lo llevaron a las dependencias centrales de lo que llamaban Inteligencia Militar.
Allí pasó dos semanas interminables. Una serie de personajes que parecían cortados por el mismo patrón le interrogaban reiteradamente por los nombres de sus compañeros de la resistencia, Entre golpes y torturas de todo tipo le dijeron que habían detenido a su madre y su a novia, que las tenían en "dependencias" y que serían interrogadas duramente si él se negaba a colaborar.
Aquella dictadura militar que hacía años sufrían, era cada vez más cruel. Se habían perdido todos los valores y la lucha parecía inútil. Acabarían quedándose con todo. "Todo es propiedad del gobierno", decían.
Sin saber como resistió, principalmente porque tenía pocas cosas que decir ya que su carrera de arquitectura le había mantenido al margen de cualquier actividad que no fuera el estudio. Desgraciadamente había una foto suya en la puerta de la facultad en medio de una manifestación. Esa fue su falta.
Al cabo de un mes le llevaron a una edificación en la que no había letrero alguno en la puerta y donde concentraban a los recalcitrantes. Para "ablandarlos", decían. Le metieron en una celda de nueve metros cuadrados con veinte centímetros de agua en el suelo, para impedir que los presos pudieran descansar. El suelo estaba construído con ladrillos colocados de tal manera que cada dos planos había uno en pico hacia arriba, que quedaba justo bajo la superficie del agua. Esta configuración impedía sentarse y dificultaba caminar.

Al verse en aquella habitación quedó anonadado y perdió las escasas fuerzas que le quedaban. El suelo correspondía a uno de los diseños que había presentado para su tesis de fin de carrera, la diferencia es que él había pensado usarlo como decoración en la pared de su habitación de matrimonio. Finalmente el gobierno se había apropiado también de sus ideas.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es








Jonás*


*Por Guillermo Saccomanno

Para Anselmo




I


Todos los 2 de mayo nos encontramos. Cuando es la fecha dejamos todo de lado, se trate de trabajo o de familia, y nos encontramos. Una vez al año. Nos gusta, al emborracharnos, evocar los que éramos, parte de aquella tripulación. Y no los que somos ahora. Porque ya no somos los mismos. Ya no somos los marinos que fuimos. Kevin ahora es chofer de taxi. Tiene cuatro hijos y una mujer diabética. Michael es vigilante de un supermercado. Es viudo. Tiene una hija heroinómana. Y yo. Yo. Mejor me callo. A mí tampoco me fue mejor. Yo no importo. No es de mí que voy a hablarles. De los tres es Michael quien se encarga siempre de organizar el encuentro, y lo hace con la misma pasión que colecciona películas, fotos, insignias y banderines de barcos de guerra y submarinos. En especial, de submarinos. Los submarinistas somos tipos especiales. Vemos el mundo desde abajo.
Esa noche, Kevin, Michael y yo, al salir del bar y entrar en la niebla del Támesis, tropezamos con Johnny. Estaba solo, una sombra hablándole al río. No lo habíamos vuelto a ver desde entonces. Que se nos apareciera justo en esa noche de aniversario le confería un sentido misterioso a nuestra reunión anual. Kevin fue el primero en reconocerlo. Johnny tenía, como nosotros, no más de cincuenta, pero era un viejo esquelético. Apestaba, como todos los que duermen en la calle. Sabemos reconocer a los derrotados. Y los derrotados somos, a pesar de la victoria, los que estuvimos allí. Allí es las Falklands. Y nosotros, basura bajo la alfombra. Pudimos ver en Johnny al tipo vencido que alguna vez, como nosotros, fue joven y, siendo marino, creyó pertenecer a una estirpe. Uno de los nuestros. Pero el mar, también lo sabemos, se las ingenia para ahogar nuestras pretensiones. Los que fuimos del mar, sin barco, somos homeless.
Creo haberlo dicho: Johnny venía hablando solo. Frases sueltas, algunas más acentuadas. Sonaba a rezo lo suyo. De pronto se calló, mirándonos. A los ojos. Pero no era a nosotros que miraba. Tardamos en darnos cuenta de que pronunciaba nombres. En español. Argies. De memoria los decía. Preguntando a la oscuridad decía cada nombre. Pero nadie le contestaba.
La ballena, le escuchamos decir.
Johnny no estaba borracho.
Y esta es su historia.





II


Mi padre, un párroco de Manchester, nos había contado Johnny. Cuando lo mandaron a Manchester se convenció de que él era Jonás y Manchester, su Nínive. Un enviado del Señor. Con una misión especial: irradiar la fe. Y yo, cuando no trabajaba en un taller mecánico, era el portero en ese templo con goteras. Me reventaba atender los menesteres del culto. La fe era su problema. No el mío. Pobre, mi viejo. Terminó abandonado por el resentimiento de sus feligreses, los obreros en la calle. Cómo convencerlos de que había un Dios si no había un pan. Las fábricas cerraban, aumentaba la desocupación y, en tanto, los irlandeses morían en sus huelgas de hambre. Mi madre, celadora de un colegio que era un reformatorio. Nuestra casa, angosta, de dos plantas: el olor a frito, los pasos en la escalera de madera que suenan como martillo clavando un ataúd, las risas de la tele, un foxterrier viejo y su hedor en los almohadones, una novia escuálida teñida de azul y con granos. Nos mudamos a Londres.
Mi madre limpió las letrinas de un asilo de idiotas en Bayswater. Era mejor que nada. Para mi padre esta mudanza era otra señal de Dios: Londres, su nueva Nínive. Dios no paraba de mandarle señales. Dios y la ginebra también. Porque a esta altura se había vuelto devoto de la ginebra. Se emborrachaba hasta que los renacuajos, las iguanas y las culebras imaginarias le trepaban por el cuerpo. Mi madre movía su culo gordo calentando a los idiotas del asilo.
No tuve suerte como mecánico. Conseguí trabajo en el lavadero de un hindú. Me quedaba una chance más digna: enrolarme. Un sueldo fijo. De acuerdo: te preparaban para matar. Pero no había nadie a quien matar. El imperio tenía cada vez menos colonias. Y nadie ya se acordaba de la última guerra. Me pagaban por lo que nunca haría.
Mi padre cayó en un hospital de mala muerte. Lo visité una tarde. Qué sabía de la ramera babilónica, me preguntó. No le contesté. Tampoco insistió. Lo último que un hombre debe perder es la fe, me dijo. No clamo por tu perdón, Señor. Y agradezco tu castigo. Aun en la desgracia, conservo mi fe. Le conté que me había enganchado en la Marina. Que me habían asignado a un submarino. Antes de marcharme, me agarró la mano. Puro hueso era. Alambres sus dedos. Si Dios nos somete a una prueba, no podemos huirle, me dijo. Dios es el dueño de todo y todo lo gobierna: los cielos, la tierra, el mar. La tempestad y la calma. El mal le desagrada y pide su castigo. Pero es misericordioso y perdona, aprecia el arrepentimiento. No te enojes, Jonás. Tu misión es terminar la que yo no pude. Nínive, me dijo. Puedo verte llevando el mensaje de la fe. Alucinaba: Jonás, me llamaba. Nunca antes me había llamado por mi verdadero nombre. Que me resistía a ver la señal, me dijo. Para él estaba clara la señal, mi señal: la ballena, dijo. Lo único que me faltaba: continuar su misión de fe. No le quise llevar la contra. No correspondía.
Quedé en visitarlo. Cuando volví al hospital, mi padre ya no estaba. Terminó su última botella y su vida en un rincón de Park Lane.
Londres era otra vez Dickens, si es que alguna vez dejó de serlo.




III


A Johnny, al principio, le costaba creer no sólo que lo habían admitido en la Royal Navy. También su destino. Y si el padre había entrevisto lo que él se resistía a aceptar, se preguntó. Y si el submarino no era sólo la señal que Dios, padre todopoderoso, le había enviado. Y si el Conqueror era una prueba para que el hijo, convenciéndose de la existencia de Dios, cumpliera la misión que el padre había dejado inconclusa. Y si todo esto era así, entonces qué. Prefirió no pensar en esa dirección. Además, antes, convenía meditar que Dios, de haber existido, le habría concedido a su padre el último voucher de la fe.
A la mierda con Nínive, decidió.
Pero el impulso le duró poco. Nos tocaron misiones de rutina: vigilar a los soviéticos en el Mar del Norte. Johnny ahora estaba metido en sí mismo. A veces su silencio era un sigilo. Aunque ahora formaba parte de un equipo, un seleccionado épico, uno de los nuestros, la Royal Navy, no podía olvidar la profecía paterna. A menudo lo ganaba la ansiedad: no aguantaba la espera, el suspenso. Cierre de escotillas. Una presión en el pecho.




IV


Hay tipos que al volver de la guerra no hablan más del asunto. Otros, para quienes fue lo más importante que les pasó en la vida, no dejan de exagerar su participación, agrandar anécdotas y juntar souvenirs. Michael es uno. Le entusiasman los documentales y los libros sobre Falklands. No se pierde ningún artículo al respecto. Se sabe de memoria la guerra de las Falklands. Como los detalles de nuestro submarino. Y cada vez que puede filtrarse en la conversación, sin pedir permiso, se descarga. Michael le dio precisión al recuerdo:
Con casi noventa metros de eslora, diez de manga y nueve de calado, el submarino nuclear Conqueror provenía del astillero Cammel Laird, en Birkenhead. Lo botaron a fines de los sesenta. Disponía de seis tubos para disparar torpedos Mark 8, Mark 24 y Misiles Arpón. Sumergido podía alcanzar una velocidad de veintiocho nudos. Su tripulación: cien marinos. Nosotros entre ellos. El objetivo, espiar los movimientos de la fuerza naval soviética. En abril del ‘82 anclaba en la Base Naval Faslane. Hasta que un día nos ordenaron entrar en acción. El objetivo ahora era vigilar la flota argentina y en especial un buque que navegaba al sudoeste de Falklands.
Unos militares argies buscaban salvarse y conservar el poder persiguiendo la unidad nacional con una guerra. Alguien dijo que esa guerrita representaba lo mismo para la Dama de Hierro. Johnny no prestó atención. La política no le importaba. Apenas el comandante informó el destino, nos preguntamos qué hacían los argies invadiendo las Shetlands. Creíamos que esas islas estaban cerca de las Shetlands. Shit-lands, bromeó alguno. Por qué no invadieron las Barbados, tan soleadas. Un oficial nos informó que del alto mando pedían que tuviéramos cuidado con las ballenas. Una especie en extinción. Una cosa es la guerra. Y otra la ecología. Que no confundiéramos al enemigo con un cetáceo. Eso les preocupaba.
Johnny sentía el vértigo. Se preguntaba si estaría a la altura de la situación. Kevin era el encargado del sonar y Johnny, el torpedista. Fueron los primeros en advertir el objetivo. El Belgrano se reabastecía de combustible en altamar. Un satélite había detectado al petrolero Rosales, fácil de captar por sus motores diésel. Michael identificó el objetivo en su pantalla. Nos acercamos.
Subimos lo mínimo como para usar el periscopio. Además del Belgrano y el Rosales estaba cerca el destructor Piedrabuena. Informamos a Londres, nos ordenaron perseguir al Belgrano. Que no jodiéramos a las ballenas, recordaron. Ya recibiríamos más órdenes. Dos días después, el 2 de mayo, una tarde de domingo, antes del anochecer, el submarino, a casi dos kilómetros de distancia, disparó sus torpedos.
Johnny los disparó.




V


Michael, el maniático de los datos, con su obsesión de filatelista, busca completar la historia. Con su detallismo, se acuerda de Pearl Harbor: el Phoenix provenía del astillero New York Shipbuilding. Ciento ochenta y cinco metros de eslora, veintiún metros de manga, siete metros de calado. Quince cañones, tres en cada una de sus cinco torres. Ocho cañones antiaéreos. Veintiocho cañones Bofors. Veinticuatro cañones de veinte milímetros. Hangar para cuatro aviones. Dos montajes cuádruples de misiles Sea Cat. Fue botado un domingo de 1938 y por entonces, en un viaje diplomático, ancló en aguas argentinas. Más tarde, en el Pacífico, sobrevivió el ataque japonés en Pearl Harbor. Superstición, se dirá, pero fue domingo el desastre de Pearl Harbor y también sería domingo el día de su muerte. En Pearl Harbor respondió al ataque, pero no fue alcanzado por las bombas japonesas. Le ordenaron que se lanzara tras los portaaviones enemigos. Más tarde, en los años de la guerra, participó en diferentes misiones. Tuvo su gloria en Filipinas. Le causó bajas importantes a la Marina japonesa. Terminada la guerra, retornó a la Argentina. Lo compró Perón. Habrán oído hablar de aquel Mussolini. Trae mala suerte cambiarle el nombre a un barco. Debieron saberlo los argies. Una fecha folklórica le pusieron: 17 de octubre. Pero no fue por mucho tiempo. Unos militares rebeldes decidieron voltear al tipo. Y emplearon el ahora 17 de octubre para desembarcar en Buenos Aires. No tuvieron mejor idea que bautizarlo por tercera vez: el nombre de un prócer. Esos países bananeros.
Si es verdad que no conviene cambiarle el nombre a un barco, los argies desafiaron demasiado la suerte. El Phoenix sufrió dos nuevos bautismos. Dos domingos, dos bautismos, dos torpedos. Un 2 mayo. El Phoenix estuvo maldito desde el mismo día en que cambió de bandera. Y su destino estaba sellado en esa tarde del’82, cuando dos torpedos del Conqueror lo hundieron en menos de cuarenta minutos. El viento soplaba a ciento veinte kilómetros, las olas medían más de doce metros, la temperatura era de diez grados bajo cero. El Phoenix se encontraba al este de la Isla de los Estados y al Sur de las Falklands. De sus mil tripulantes, perdieron la vida más de trescientos.




VI


El mar estaba encrespado y los torpedos iban a cinco metros de profundidad. Los argies no pudieron verlos. Podíamos imaginar lo que pasaba en el Belgrano. Un marino que camina por un pasillo siente una explosión. Todo se mueve. Tiembla el piso. Se corta la luz. La oscuridad más negra. El silencio que aturde. Alguien grita: “¡Tranquilos, que no pasa nada!”. Entre una y otra explosión hay treinta segundos. El primer torpedo impactó en la sala de máquinas de popa, cerca del comedor y los dormitorios. Los muertos, los heridos. El olor a petróleo intoxica. La onda expansiva provoca una chimenea de quince metros y atraviesa las cinco cubiertas. Treinta segundos. El segundo torpedo acierta en la proa. Se eleva una columna de agua y hierros. Desaparecen quince metros de buque. Más tarde se dirá que de los trescientos muertos del Belgrano la mayoría murió con el primer impacto. Mientras se arrojan al mar las primeras balsas, la tripulación todavía no escucha la orden de abandonar el barco. Marinos desnudos, envueltos en llamas, se retuercen aullando. Los compañeros quieren arroparlos, pero es tarde. El Belgrano se inclina, las balsas siguen cayendo al agua, los marinos saltan. El Belgrano se hunde. Una humareda densa se recorta en el cielo gris. Los náufragos buscan poner distancia del barco. Al hundirse, puede tragarlos. A las cinco de la tarde, cuando los náufragos se alejan del Belgrano, lo ven hundirse. En menos de cuarenta minutos sólo flotan en el océano los cuerpos de los sobrevivientes y las balsas. Es casi de noche.
Divisan unos buques escolta. Pero los buques se esfuman temiendo otro ataque. Unas horas después, un temporal sacude las balsas. Las olas amenazan darlas vuelta, impiden la atención de los heridos. Los marinos vomitan. Les cuesta cerrar los techos de lona. El termómetro baja. En la noche de tormenta, las olas, cada vez más altas. Las balsas se inundan. Los hombres usan su calzado para desagotar. El frío mortal. Los náufragos mean las bolsas recolectoras volviéndolas bolsas de agua caliente. El viento arrastra las balsas hacia la Antártida.
En tanto, el Conqueror, aplicando la lógica de cualquier submarino después de un ataque, se alejaba de la zona evitando ser localizado por las fuerzas enemigas que pudieran acudir en ayuda.
Cuando el submarino ya se encontraba fuera de peligro, algunos nos preguntamos dónde estaba Johnny. Lo encontramos. En su camastro, agarrándose las orejas, tapándose los oídos, en posición fetal, temblando, murmuraba. La ballena, murmuraba. Perdón, Señor, murmuraba. Se agarraba la cabeza, se tapaba los oídos.




VII


Ahora, esta noche, Johnny terminaba de contarnos su versión. Su suerte siempre estuvo escrita, dijo. Una maldición, dijo. Dios lo había traicionado, dijo. Estuve por decirle que la salvación del alma no puede depender de un libro. Menos de uno de fábulas. Qué otra cosa es la Biblia. Pero me callé. Michael también se calló. Con todo su coleccionismo de batallas navales no supo qué decir. Kevin, siguiéndole la corriente a Johnny, lo quiso consolar: al fin de cuentas, sus torpedos habían librado a Nínive de los militares. La historia avanza sobre cadáveres.
Johnny nos miró como perdonándonos.
Se perdió en la niebla balbuceando más nombres.





El cuento por su autor*



*Por Guillermo Saccomanno


El enemigo se me parece. Tanto. ¿No seré yo? Como en la dialéctica del doppelgänger de Poe en William Wilson, si elimino al otro, morimos los dos. Esta puede ser una vuelta intelectual para comprender una guerra, pero no alcanza. En la superficie están los nobles valores patrios que encubren los intereses de los poderosos y por debajo, tendales de muertos inocentes. Aunque no creo que la literatura pueda arreglar demasiado en este aspecto, escribí, como tantos, sobre la Guerra de Malvinas. Transcurría el 2008 y Esther Cross y Angela Pradelli me llamaron para participar en una Biblia por escritores. Pensando en Melville, en Conrad, en Stevenson, pensé en el mar y pensé en Jonás, su prueba de fe dentro del vientre de la ballena. Y pensé, al mismo tiempo, en Malvinas. La prueba de fe que dos gobiernos hambreadores (los milicos argentinos de este lado, la Thatcher del otro lado) exigieron a pobres pibes asolados por la mishiadura económica. A los milicos y a la Thatcher la guerra les vino fenómeno para patear la pelota afuera. Un pensamiento perverso, pero que puede ser realista: la democracia se la debemos a los ingleses. Soy consciente de que este argumento irritará a muchos. Especialmente a los veteranos que asumieron la prueba de fe. Miren los retratos de Juan Travnik de los ex combatientes y díganme dónde fue a parar la fe patriótica de los que se jugaron en nombre de causa patria. Las imágenes sobre Malvinas son siempre estremecedoras. Y su literatura no se queda atrás. Desde el pionero Fogwill a la fecha hay narraciones que vuelcan diferentes perspectivas, pero que coinciden en un punto: la guerra es un crimen. Y los responsables no la pagan. Dal Masetto, Feinmann, Soriano, Pron. Rivera, Borges, Esteban, Gamerro, Rodrigo Fresán (con ese cuento memorable del pibe argentino que ansía ser prisionero inglés para llegar a ver a los Rolling, cuento que expresa una contradicción de la que no se habla), hasta llegar a las crónicas tristes y afinadas que escribió Belgrano Rawson post Malvinas, son solamente algunos de los autores que describieron el horror. Y, no me cabe duda, seguirán escribiéndose más. Y más. Porque la herida no se ha cerrado. Pero uno de los testimonios que más me impresionaron siempre fue el libro documental del soldado británico Vincent Bramley. Terminada la guerra, Bramley vino a nuestro país y buscó reencontrarse con sus “enemigos” y conversar reconstruyendo la desgarradora experiencia compartida en el terreno. Al venir al país, al andar por los suburbios, al adentrarse en el conurbano, lo sorprendieron lo parecidos que eran los combatientes de ambos frentes en su pobreza. Bramley comprobó también que la suerte de los pibes argies que combatieron en Malvinas no había sido diferente de la de los ingleses. Pertenecían a barrios miserables, no lograban reinsertarse, seguían destinados a una vida de explotación, marginalidad y sometimiento. Del mismo modo que Gran Bretaña escondió a sus héroes víctimas bajo la alfombra, Argentina también. La guerra no había existido. Era una pesadilla que convenía olvidar. Entonces pensé en escribir un cuento desde otro lugar, desde el otro, mi semejante. ¿Era este semejante mi enemigo? ¿O lo era un sistema, el capitalista, cuya mayor industria rentable, además de la farmacológica, es la bélica, y su conjunción, porque suelen trabajar juntas? Por más monumentos que consagren los nombres de los muertos, el crimen sigue y seguirá impune. Dificulto que un relato, cualquiera, pueda modificar lo ocurrido. Pero quizá sirva para advertir que Vincent podía llamarse Vicente. Y haber estado de este lado. Las coincidencias que Vincent pudo encontrar entre las víctimas de aquel lado y de este fueron los detonantes de este cuento. Pensar que uno siempre es otro. Y al liquidar al otro, eso que muere en uno es uno. Una última reflexión: el Dios que salvó a Jonás, no salvó a los chicos de la guerra. Es un Dios sin culpa que instiga las incontables guerras que se desarrollan en el mundo mientras ustedes leen esta línea. Porque Dios quizás es el socio más interesado en el negocio de la muerte, que desde el comienzo de los tiempos no es otra cosa que la facturación de la culpa.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161431-2011-01-30.html






Alimento necesario*


Recuerdo la torta de queso centroeuropea que vendían en un almacén en la calle Uriburu. Dos finísimas capas de masa y un relleno suave, alto, orgulloso, erguido. Leche que se volvía sólida. Era como morder la vida, reternerla en la boca. Cuando acababa el trabajo tumultuoso del parto, Norberto iba a buscarla. Antojo apenas perfumado. En la ceremonia de ofrecerme como alimento, ella me construía. Necesitaba su consistente resguardo. Ni recargado ni empalagoso, ni la mezcla de muchos sabores, ni sobreactuado, ni lujo. Soberbia simplicidad. Si se tratara de literatura, una síntesis que resalta lo verdadero. En mi boca, con la pequeña boca prendida a mi. Bien metidas las dos y él que la proveía, en la boca de la vida. Con el dolor y la alegría de un pueblo exilado atravesando tierras con sus recetas, hasta llegarme. La estaba esperando, la elegí. La torta de ricotta italiana de mi familia era la que quizas me estuviera destinada, más dulce, más conversadora, con la luz opulenta, sin ambiguedades, del paisaje de Sicilia. La otra, de dulzura parca, parecía contener la palabra y el silencio. Materia vital que abrillantaba la lengua y, por lo que guardaba sin decir, al lenguaje.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com







El rectángulo en la mano*



*Por Juan Forn



Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita
su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe "Las babas del diablo". Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo. En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: "Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up".
Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia.
Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda. Unos meses antes del estreno de la película de Antonioni, Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana.
Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo.
Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín.
Nacido niño bien en Santiago, había desoído el mandato familiar (su padre era el arquitecto estrella de Chile), abandonó una carrera universitaria en Estados Unidos y se volvió a su tierra a sacar fotos, a principios de los años '50. Una serie suya sobre los chicos de la calle que vivían en las alcantarillas del río Mapocho, en pleno centro de Santiago, llegó a manos del gran Edward Steichen cuando dirigía el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Steichen compró dos de su bolsillo, las donó al museo y le escribió a Larraín que por favor siguiera sacando fotos. Con ese cheque de Steichen, Larraín partió a Valparaíso, se pasó un año vagando por sus calles y el puerto e hizo un libro maravilloso, chiquitito, en el que casi todas las fotos son verticales, y cualquiera que haya subido al funicular de Valparaíso entenderá que no hay otra manera de ver esa ciudad: todo es vertical ahí, todo sube o baja por esas calles que caen al mar. Una imagen legendaria de esa serie es conocida en el mundo de la fotografía como "la foto mágica": una nena sube por unas escaleras al sol, otra nena va bajando en segundo plano por las mismas escaleras, una viene hacia la cámara, la otra se aleja, nos da la espalda escaleras abajo, son asombrosamente iguales las dos, el mismo pelo, el mismo vestido, la misma actitud corporal, sólo que una parece la otra tres años después, como si por bajar escalones pasaran los años.
El British Council de Chile lo mandó becado con unos pesos a Inglaterra. Larraín se sumergió en el Londres blanco y negro de posguerra y salió con otro librito igual de austeramente impreso, pagado con los francos que le dio Cartier-Bresson por una de esas fotos (que tuvo colgada en una pared de su estudio hasta que murió). La foto es vertical, una toma de las escaleras mecánicas del metro de Londres vistas desde abajo: gente que se acerca por un carril, gente que se aleja hacia arriba por el otro, un oficinista en primer plano, borroso, como si estuviera por chocar contra nuestro hombro.
Además de comprarle esa foto, Cartier-Bresson invitó al chileno a formar parte de Magnum. Ese es el Larraín que Cortázar conoce callejeando por París en los '60. Hay dos partes bien nítidas de los '60 y Larraín corresponde sin discusión a la primera, por afinidad digamos espiritual. En todas sus biografías dicen que a fines de los '60 se volvió de Europa, asqueado del naciente star-system que empieza a haber en el fotoperiodismo. Yo creo que es fácil ponerle fecha de inicio a ese asco: cuando se estrenó Blow-up en 1966, aunque hay quienes dicen que fue un año más tarde, cuando volvió de Persia, de sacar fotos de la coronación de Farah Diba como emperatriz, y la Magnum no consiguió interesar a nadie en esas imágenes que mostraban la otra cara de la coronación en las calles de Teherán.
Lo cierto es que Larraín se volvió a Chile, sus envíos a la agencia se hicieron más espaciados y el interés de la agencia por él decayó igualmente.
Una sola cosa le interesó de esa segunda mitad de los '60: el misticismo y sus variantes. En esos años hace contacto con Jodorowsky y Claudio Naranjo, toma LSD, viaja por el desierto, empieza a meditar, conoce en Arica a un sincretista boliviano llamado Oscar Ichazo, que combina Gurdjieff, Jüng y Esalen en su ashram del norte de Chile. Desde allá rompe famosamente con Magnum. Cuando Cartier-Bresson le pide por carta que recapacite, Larraín le dice que ha dado su obra fotográfica por terminada, que se retira del mundo.
Es el año '71. Nunca más volvió de ese retiro. Pasó el gobierno de Allende y el golpe y la larga noche pinochetista y Larraín siguió viviendo en una casa junto a un río en las montañas del norte de Chile. Cada tanto alguien se acordaba de él y le ofrecía por carta hacerle una nota, organizarle una retrospectiva, recordarle al mundo que existía un fotógrafo llamado Larraín.
El contestaba que había quemado todos sus negativos. El gran Josef Koudelka, que lo veneraba, se tomó el trabajo de rastrear en los archivos de Magnum y entre los fotógrafos europeos todo el material que pudo encontrar de él y, sin avisarle nada, le organizó una muestra hoy célebre. Larraín siguió rechazando notas y viajes y exposiciones, y la semana pasada, a los 81 años, se murió.
Se supo tarde, porque se lo creía muerto de mucho antes. Dicen que, además de dar clases de yoga, meditar y cuidar el río y las montañas, había seguido sacando fotos, pero abstractas, que revelaba él mismo en el cuarto de al lado del lugar donde meditaba todos los días, en su casa a la orilla de un
río en las montañas del norte de Chile. En ese cuarto lo velaron sus compañeros de meditación, repitiendo un mantra: "El presente no es el camino. El presente es la meta". En el entierro, en el cementerio del pueblo, no se podía sacar fotos, por expreso pedido de él. Una vez que un sobrino suyo le pidió consejos, Larraín le mandó una carta extraordinaria sobre lo que significaba la fotografía para él, que aparecerá en Radar el domingo, en la que decía: "Cuando paseo la mirada por ahí afuera, con el
rectángulo en la mano (así llamaba a la cámara: el rectángulo en la mano), es en el interior de mí mismo que busco". Así fue como se supo por fin de quién era la respiración que creíamos oír en sus fotos: era, bendito sea, la de él.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187760-2012-02-17.html






Agradecimiento*



*De Wislawa Szymborska.
(1923-2012)


Debo mucho
a quienes no amo.

... El alivio con que acepto
que son más queridos por otro.

La alegría de no ser yo
el lobo de sus ovejas.

Estoy en paz con ellos
y en libertad con ellos,
yeso el amor ni puede darlo
ni sabe tomarlo.

No los espero
en un ir y venir de la ventana a la puerta.
Paciente
casi como un reloj de sol
entiendo
lo que el amor no entiende;
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.

Desde el encuentro hasta la carta
no pasa una eternidad,
sino simplemente unos días o semanas.

Los viajes con ellos siempre son un éxito,
los conciertos son escuchados,
las catedrales visitadas,
los paisajes nítidos.

Y cuando nos separan
lejanos países
son países
bien conocidos en los mapas.

Es gracias a ellos
que yo vivo en tres dimensiones,
en un espacio no-lírico y no-retórico,
con un horizonte real por lo móvil.

Ni siquiera imaginan
cuánto hay en sus manos vacías.

"No les debo nada",
diría el amor
sobre este tema abierto.


-De "El gran número" 1976





El Palacio de las Bellas Durmientes*


El extraño leve erotismo que acerca la vida y la muerte, frontera imprecisa que se desarma en el juego del deseo. La vigilia y el sueño, el ruido del mar y la voz que habla hacia adentro, y la que habla desde el cuerpo. La cabeza, un mundo surcado de caminos, de tiempos , diluido el bien y el mal, anverso y reverso, fantasía y realidad. Lo masculino y lo femenino. La razón y la oscura fantasía. La fiereza, la furia, los olores, la tenue densidad de la dulzura. La primera caverna y la civilización


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com









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Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID


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