domingo, febrero 05, 2012

PROMETEME QUE SI LO OLVIDO, LO VAS A ESCRIBIR VOS...



-Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba.





En el misterio de la noche*



El ciempiés con zapatos de charol
La cucaracha con zapatillas de color cobrizo
Zapatean en el calido silencio de la noche
Con el travieso y agudo violín
Del zumbido de los mosquitos
Todos vestidos de gala.
Quieren contarle al grillo
Que su canto no es el único
Que reside en el crepúsculo
También ellos quieren ser intérpretes
De los secreteos y zumbidos de la penumbra.-



*De Azul. azulaki@hotmail.com








UN GRAN PAÍS*


*De Lina Zerón. linazeron@yahoo.com



Vivo en un país tan grande que todo queda lejos:

la educación,

la comida,

la salud,

la vivienda.

Tan extenso es mi país
que la justicia no alcanza para todos.



Lina Zerón
México, 1959. Poeta, (13 libros). Narradora, (4 novelas y 1 de cuentos). Periodista y promotora cultural. Directora de Linajes Editores. Poemas traducidos a 12 idiomas. Aparece en más de 80 antologías, revistas y periódicos en el mundo. Entre los reconocimientos: Trofeo y Reconocimiento por parte del Parlamento Andino. Distinción otorgada por primera vez a un extranjero Perú, 2009. Doctora Honoris Causa por la Universidad de Tumbes Perú, 2007. Mujer del año 2002 en el Estado de México por su trayectoria poética.






Tengo una bronca!!!*



Nosotros vivíamos en el Chaco, todos éramos felices ahí. No había que tener cuidado para cruzar la calle, la mamá no te decía nunca no hables con desconocidos. Tampoco tenías que pagarle al tipo que viene todos los meses a cobrar porque te prestó un lugar para vivir que encima, se llueve todo.
Allá estábamos en el rancho que había sido del abuelo, del abuelo, del abuelo, esos que ni conocí pero que nos dejaron vivir en ese lugar que levantaron con la ayuda de la abuela, de la abuela, de la abuela.
Jugábamos entre los árboles, hacíamos unas escondidas donde nadie podía descubrirnos, mis hermanos y hermanas eran más hermanos y hermanas. Ahora las chicas andan con amigas suyas jugando con muñecos de trapo que parece que te miran pero que si les hacés ¡¡¡buuuuhhhh!!! Ni reaccionan.
En cambio en el Chaco jugábamos a correr a los pollos, ni bien salían del huevo los hijitos, dormíamos abrazaditos con ellos, hasta una vez, sin querer, ahogué uno que se puso debajo de mí y apareció al otro día tan quietito como los muñecos que hoy usan las chicas.
Mi madre ¡cuánto lloré ese día! yo quería cuidarlo al pollo, no se cómo se le ocurrió meterse ahí y ni fuerza que hizo el tarado para salir. La cuestión es que yo sigo llorando cada vez que me acuerdo, como ahora.
El cielo allá era más brillante, las estrellas parecía que estaban ahí nomás, nos subíamos a las ramas más altas de los quebrachos y yatay, estirando los brazos para atraparlas. Claro, igual no podíamos llegar porque éramos muy bajitos.
¡El barro! que bueno que estaba revolcarse y después escondernos hasta que se secara porque si nos veía la mami Dios mío la que se armaba. Ella nos llamaba y nosotros hacíamos shhh, que no nos vea y nos tirábamos cuerpo a tierra muertos de risa. Hasta mis hermanas se divertían embarradas, ahora andan todas perfumaditas, que asco.
Además estaba lleno de sapos y ranas, charcos y lagunitas donde íbamos a sacar anguilas con el dedo gordo de la mano.
¡Cómo se movían! Te chupaban el dedo y no las podías desprender, después íbamos a tirárselas a las chicas que corrían muertas de risa y cuando se quejaban con la mami ella nos decía “vengan p’adentro, manía de molestar a las hermanas”.
Las bobas desde que estamos acá, se asustan hasta de las hormigas, se hacen las finas, son todas “ayyyy mamiiiiiii”.
Un día, cuando llegaron esos tipos blancos como cuero e’chancho nos dijeron que habían comprado los terrenos y teníamos que irnos. ¡¿Qué compraron queeeee?! ¡¿A quién le compraron algo?! Si ya no está el abuelo, mentiroso, además no trajeron ninguna plata ni mi papá quería vender nada.
Mi viejo se resistió enojado pero a la final como los tipos venían armados, le dijo a mamá que nos trajera para Buenos Aires, que nos llamaría de nuevo cuando se aclararan las cosas.
Pero nunca aclararon nada, dicen que hasta tiraron abajo miles de árboles, no hay más sapos, se murieron un montón de bichos de carne que eran los amigos nuestros. Y a papá lo echaron nomás.
A la mami la vemos llorando vuelta a vuelta, p’a mi que lo extraña mucho, entonces para que pare la abrazamos y le juntamos florcitas que no son tan lindas como las que crecían por allá, libres, bajo los árboles, no estaban detrás de rejas y nadie te sacaba a los gritos cuando las íbamos a buscar como hacen acá. Pero a mami igual le gustan las que les regalamos cuando la vemos tan triste, nos mira y sonríe y es tan linda cuando nos abraza y se seca los ojos.
Yo sigo con bronca, no me gusta este lugar donde te miran de reojo y muchas madres les dicen a los hijos cuando nos ven “alejate de ese indio de mierda”. ¡Qué se creerán esas desteñidas! Lo peor es que mis hermanas se quieren parecer a ellas, se ponen bichitos de trapo en la punta de las trenzas. Pavotas.
Que se dejen de joder, que me van a comparar esto con el Chaco; yo me volvería ahora mismo.
Pero es que ni tren que me lleve hay ahora…



*De Nechi Dorado nechi.dorado@gmail.com
-del libro de cuentos y relatos "Destapando el silencio" Editorial Amaru 2010







Rayo de sol*



Los árboles se vuelcan en un río verde, ella nada en el follaje líquido, mientras una fibra de oro le adorna de alegría el pecho, cómo no sabe si mañana habrá otra, la recibe, se esconde en su tibieza. Ese antiguo juego con el que se aprende a perder y a recuperar. Irse y reaparecer como el día, como la vida.
Siempre lo nuevo como una joya resplandeciente y temerosa. La lluvia dejó sembrada la vereda de pequeñas flores lilas, por primera vez le ganan a la invitación al consumo.

Tapiz enhebrado, palpitante dorado dando saltos en su interior hasta salir como una fiesta de palabras.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com







Sara González: La Cantora de la Revolución Cubana*



*Por Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu




No hubo sorpresa, se sabía de su enfermedad, pero el impacto de la noticia de su muerte no fue menos doloroso, tanto para sus íntimos como para quienes lo éramos menos y no por eso era menos cercana.

El pasado año, en vísperas de la visita de Silvio Rodríguez a los Estados Unidos, una reportera * le dijo que muchas veces se le describía a él como “La voz de la Revolución” cubana y le preguntó: “¿Se siente cómodo con esta descripción?”, a lo que Silvio respondió: “Para nada. La voz de la Revolución Cubana es Fidel. Y, cantando, lo fue Carlos Puebla…” Inobjetable su respuesta. Porque es cierto, eso es Fidel y eso fue Carlos Puebla. Y Sara González, sin temor a equivocarme ni pecar de exagerado, para todo el pueblo cubano ha sido: La Cantora de la Revolución.

Con su voz y canciones recorrió nuestra historia, nos impulsó a defender nuestra causa, que es la de Cuba y la de todos los pueblos, y nos convenció de la victoria.

La seguiremos viendo y escuchando en las Marchas de las Antorchas, en la Tribuna Antiimperialista y en cada esfuerzo por construir una patria y un mundo mejor. Sus cenizas, disueltas en el mar, nos la recordarán en cada ola que abrace la “Capital de Todos los Cubanos”.

No es una despedida a Sara, es un Hasta Siempre.



*Silvio Rodríguez: "La voz de la revolución cubana es Fidel"

-http://www.cubadebate.cu/noticias/2011/04/26/silvio-rodriguez-la-voz-de-la-revolucion-cubana-es-fidel/









El hombre que perdió la guerra eléctrica*



*Por Juan Forn


Un hombre en overol manchado de aceite anuncia al mundo que el futuro ha llegado. Su nombre es Thomas Alva Edison y promete que llevará la electricidad a todas las fábricas y hogares de América y luego del mundo.
Edison venía de la nada, se había hecho solo: "¿Qué falta me hace ser ingeniero, matemático o físico? Si necesito uno, lo contrato", era una de sus famosas frases. Para entonces ya había inventado el telégrafo y vendido los derechos de su patente a la Western Union. Con ese dinero había levantado su "fábrica de inventos" en Menlo Park, Nueva Jersey, y aprendido la lección: esta vez no se limitaría a vender la patente de su nuevo invento; esta vez se quedaría él con todas las ganancias. El invento era la bombilla eléctrica y el generador eléctrico que la hacía funcionar. Con ellos se acabarían las lámparas de gas, las velas y candelabros, el engorroso uso de carbón y motores de vapor: el futuro era la electricidad y
Edison era su dueño. Entonces se presenta en Menlo Park un joven inmigrante serbio con una carta de presentación del socio de Edison en Europa. La carta dice: "Conozco dos grandes hombres de este tiempo. Uno de ellos es usted. El otro es el joven que porta esta carta".
El joven en cuestión se llamaba Nikola Tesla y era a la vez el hermano gemelo de Edison y su antítesis. Como Edison, se había formado solo: logró que lo mandaran a estudiar a Praga, pero nunca se registró en la universidad (asistía a las clases de oyente y devoraba un libro tras otro en la biblioteca, sostenido por un régimen de 72 tazas de café al día, como su admirado Voltaire); su cabeza funcionaba demasiado rápido y en demasiadas direcciones, entró como empleado raso en una de las filiales europeas de Edison en Budapest y seis meses después estaba enfrente del jefe máximo en su reino de Menlo Park, y encima tenía el tupé de corregirlo: según el joven Tesla, si la idea era electrificar América, el generador de electricidad de Edison no debía usar corriente continua sino alterna para transmitir la electricidad. La corriente continua sólo podía transmitirse a una milla de distancia; con la alterna se podía llegar infinitamente más lejos. Edison se le rió en la cara: él sembraría el país de generadores a razón de uno por milla; ése era el negocio. Así comenzó el duelo entre Tesla y Edison que se conoce como la Guerra Eléctrica.
Como todos sabemos, la electricidad llegó al mundo por corriente alterna, y eso es mérito de Tesla, aunque para la Historia sea Edison el padre de la electricidad. El asunto fue así: asqueado por la necedad de su jefe, Tesla renunció, logró inventar y patentar un motor de asombrosa sencillez capaz de
transmitir electricidad por corriente alterna y el señor Westinghouse (que se había hecho rico al inventar el freno de aire para el ferrocarril) lo contrató para ir contra Edison en la guerra de la electricidad. Imaginen la escena: un representante de Edison llegaba a una ciudad norteamericana en
crecimiento (y todo estaba creciendo a velocidad pasmosa por entonces, los inmigrantes llegaban en oleadas, las ciudades se expandían de la noche a la mañana, era la gran era de la urbanización) y les ofrecía sus generadores, uno por milla, los que hicieran falta. Y detrás venían los de Westinghouse y
decían: no necesitan más que un generador, lo pondremos en las afueras y desde allí les daremos electricidad a todos. Imaginen quién ganaba la puja.
En un intento postrero, Edison empezó una campaña sobre los peligros de la corriente alterna y logró que un esbirro suyo en el gobierno ordenara que el penal de Sing-Sing ejecutara a sus condenados por electrocución. La perversidad de Edison consistió en que se usara, no su corriente continua, sino corriente alterna para la silla eléctrica, para que el imaginario norteamericano la asociara con la muerte. Pero el banquero Morgan, que era el socio capitalista de Edison, fue más expeditivo: desalojó a Edison de la dirección de su compañía y se sentó con Westinghouse a dividirse el mercado.
A partir de entonces, Westinghouse se encargó de los motores y la General Electric (nombre con que Morgan rebautizó la Edison Company), de la transmisión eléctrica por cableado. Edison podía ser todo lo millonario que quisiera (de hecho, la invención del fonógrafo le reportaría una fortuna), pero los que decidían el destino de América lo hacían sentados en el Waldorf Astoria de Nueva York, cuando cerraba la Bolsa a una cuadra de allí y comenzaban en aquellos salones las verdaderas negociaciones del día, entre los Morgan y los Vanderbilt y los Mellon y los Astor... ya saben a qué caterva me refiero. En palabras de Mark Twain, esos que "querían ganar la mayor cantidad de dinero lo más rápido posible, de manera poco honrada en lo posible y honradamente si no quedaba más remedio".
Así gana siempre la banca, y así fue como la Guerra Eléctrica terminó antes de empezar, salvo para Edison y Tesla, que se odiaron toda la vida. A Tesla lo perdió su caballerosidad europea: renunció a los derechos de su patente para que Westinghouse no perdiera la pulseada contra Morgan y, cincuenta
años después, terminó sus días viviendo de una modestísima pensión que le pasaba la Westinghouse "en atención a los servicios prestados". El sueño de Tesla era la transmisión inalámbrica de la energía por el mundo. En pos de esa quimera inventó sin darse cuenta la radio, el control remoto, el radar, los rayos X, pero no los patentó, o los patentó pero perdió en los tribunales contra los poderosos. En el medio se codeó con Twain y Paderewski y Dvorak y hasta el mismísimo Morgan lo citaba en los salones del Waldorf, cosa que enfurecía a Edison, quien había declarado: "El 95 por ciento del genio consiste en prever lo que no va a funcionar y Tesla es un hombre siempre a punto de hacer algo, vanas promesas sin aplicaciones prácticas".
Por su parte Tesla sostenía: "Mis enemigos han conseguido neutralizarme convirtiéndome en un visionario, un poeta"; es decir, un charlatán.
En 1915 corrió el rumor de que la Academia Sueca iba a dar el Nobel a Edison y a Tesla. Tesla declaró que no lo aceptaría si se lo daban a medias: "Soy un descubridor, no puedo compartirlo con un simple inventor". En Estados Unidos estalló tal fiebre de apuestas y titulares acerca de quién lo ganaría que la Academia decidió no premiar a ninguno. Edison declaró: "Me alegró igual privarlo de 20 mil dólares", monto que daba el Nobel por entonces, una bicoca para él, una fortuna para Tesla. Un último desaire coronó el duelo: en 1917 se le otorgó a Tesla la Medalla Edison, por "su aporte al desarrollo de la electricidad". No tuvo el coraje de rechazarla: la medalla era de oro puro, podía venderla por su peso y con eso pagar los sueldos atrasados de las dos últimas colaboradoras que le quedaban, las únicas que seguían creyendo en la quimera de electrificar inalámbricamente el mundo.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-186826-2012-02-03.html







Acaso*


Un tajo en la sombra
La hendidura
abre un posible cielo.

La herida irregular bordea de espera celeste la navaja.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com






NÁUFRAGOS*



*De Guillermo Saccomanno.



No hace mucho que dejó de llover y amaneció en el campo. El rastrojero avanza a los tumbos enterrándose en el barro. La marcha es cada vez más lenta. El motor se ahoga. En la caja del rastrojero viajamos la abuela, mi madre, mi hermana y yo. Viajamos apretados ahí atrás, entre valijas, bolsos y paquetes, protegidos por una lona. Es enero y vamos de vacaciones. Unos parientes de la abuela tienen una casa en Santa Teresita. Y nos invitaron a pasar unos días.

A mi padre estos parientes no le caen bien. Una hermana de la abuela se casó con un electricista alemán. Sus hijos son mecánicos y montaron un taller en Castelar, donde fabrican piezas para Fabricaciones Militares. Según la abuela, sus parientes prosperaron porque son trabajadores. Si ellos pudieron tener una casa en la costa es porque se la ganaron. Dios ayuda a quienes trabajan, dice. Y lo mira a mi padre: No como algunos. Mi padre le contesta: Nazis. Eso es lo que son sus parientes.

La abuela se calla. Los ojos le brillan con malicia. Es cierto que la abuela admira a esos parientes suyos. Pero, mirando la situación desde otra perspectiva, cuando la abuela comenta la invitación a ir al mar que hicieron sus parientes esa admiración resulta, como nunca, otra forma de rebajar a mi padre, quien al hacerse delegado en cada sastrería en que empieza a trabajar, al poco tiempo es despedido por la patronal, y tiene que buscar otro empleo.

Me cuesta comprender por qué si mi padre desprecia a estos parientes de la abuela, no se opuso a que mi madre, mi hermana y yo viniéramos al mar. En estos días mi padre se empleó en otra sastrería, Belfast. Como es nuevo, apenas le darán unos días de franco. Y no se sabe cuándo. Vendrá a visitarnos apenas pueda. Los tiempos no están para andar haciéndose los ricos, dice la abuela. Así es que con mi madre y mi hermana subimos a la caja del rastrojero de los parientes rumbo a Santa Teresita.

La casa de los parientes es un chalecito que se levanta en el campo, a unas cuantas cuadras del mar. Esta casa en la playa es otra ventaja de los parientes sobre mi padre. La abuela la aprovecha como propia. Los días se hacen largos, interminables, como las caminatas con mi madre por la playa. Para encontrar un almacén también es necesario caminar bastante. Santa Teresita es un pueblo diseminado entre cardales quemados por el sol, extensiones apenas alambradas que empiezan a delimitarse. El viento áspero y caliente levanta polvo y arena. Por las noches el viento trae el sonido del mar. Es bueno dormirse escuchando el oleaje.

Un sábado por la mañana mi madre nos lleva al pueblo. De un micro baja mi padre. Besa a mi madre, levanta en brazos a mi hermana y me palmea campechano. No, no trajo equipaje. Ni un bolsito, se ríe. Vino con lo puesto. Apenas esta campera que ahora se cuelga al hombro. Es que se quedará apenas el fin de semana, porque el lunes debe estar otra vez en la sastrería. No quiere perder tiempo, me dice. Que lo acompañe al mar, me pide.
Es temprano todavía, pero el sol calcina. Con seguridad será un día sofocante. En lugar de ir a la casa mi padre prefiere ver antes el mar. Mi padre camina con agilidad y rapidez. Y, a medida que nos aproximamos a la costa, mi madre y mi hermana van quedando rezagadas. Yo lo sigo al trote. Mi padre encara un médano. Trepamos. Mi padre primero. Y yo detrás. Hay un instante en que lo pierdo de vista. Mi padre ya pasó del otro lado del médano. Yo todavía estoy intentando alcanzar la cima. Y cuando la alcanzo, lo veo otra vez.

Allá abajo mi padre corre por la playa, hacia el mar. Se quita la campera, después la camisa. Sin perder el envión, los zapatos, las medias, los pantalones, hasta quedarse en esos calzoncillos anatómicos que usa. Corre sin parar hasta las primeras olas. Se zambulle. Una y otra vez asoma en la espuma y vuelve a clavarse en las olas. Mi padre no es un nadador experimentado. Y se nota en la desesperación de sus brazadas. Su silueta apenas se divisa a lo lejos. Pronto lo devoran las olas más altas y violentas.

Me apuro detrás suyo, juntando la ropa que dejó tirada en la arena. Freno antes de llegar al agua. Con terror advierto que su figura, una silueta hace un segundo, ha desaparecido después de unas olas altísimas. Ahora mi madre y mi hermana están a mi lado. Asustada, mi madre lo llama. Grita su nombre. Varias veces, al borde del llanto, lo grita. Mi voz se suma a la suya. Para mi hermana estamos jugando. Y se ríe imitándonos. La desesperación se apodera de nosotros. Gritamos al mar.

Mi padre tarda en insinuarse en la distancia. Cada tanto una ola vuelve a ocultarlo. Intentan volver. La corriente lo tironea mar adentro, pero él, con su tozudez, obstinado, se las ingenia para nadar hacia la playa. Cuando emerge de entre las olas, ahora haciendo pié, levanta los brazos con una alegría de pibe, invitándonos a una zambullida. Recién al acercarse, cuando está ya con nosotros, se fija en la expresión angustiada de mi madre. El susto de mi madre lo divierte.

Esa noche, hay luna llena y, después de cenar, mi padre quiere volver a la playa. A la abuela le molesta que no permanezcamos en la mesa con sus parientes. Pero que mi padre haya venido por tan poco tiempo es una buena razón para que se de el gusto en el poco tiempo que tenemos. Es una noche tibia. Mi padre le propone a mi madre que pasemos la noche en la playa. La abuela se enoja como cuando en casa dormimos en el patio. Pero esta vez, por vergüenza a una escena frente a sus parientes, se calla.

La playa está cerca, del otro lado de un médano. Con mis padres doblamos unas mantas. Y las cargamos al hombro. Mi hermana viene atrás, tropezando en la arena. Tendidos en la playa, miramos las estrellas. Parecen estar al alcance de la mano las estrellas. El mar brilla con una fosforecencia. Mi padre está feliz. Y también mi madre. Nunca los he visto tan felices. Esta felicidad debe ser como la de los náufragos que encontraron tierra. Así acostados en la playa, envueltos en las mantas, los cuatro tenemos algo de náufragos.
No me tengo que olvidar de este instante, dice mi padre. Tendría que escribirlo.
Y hacia mí:
Prometeme que si lo olvido, lo vas a escribir vos.




*

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