*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera-
http://galeria.walkala.eu
El Padre*
*De Antonio Dal Masetto.
Cuando pienso en mi padre me
vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de
trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a
veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el
asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba
despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. Si
intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo
frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la
provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un
hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había
ofrecido una participación en su carnicería. Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañia General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: "Para cuando venga Antonio". Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. mi padre dijo "Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes". No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: "Papá murió".
Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: "Qué hermoso era papá". Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo. Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañia, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.
Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañia General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: "Para cuando venga Antonio". Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. mi padre dijo "Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes". No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: "Papá murió".
Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: "Qué hermoso era papá". Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo. Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañia, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.
-Texto incluido en "EL
PADRE Y OTRAS HISTORIAS", Editorial Sudamericana. Buenos Aires, edición
del 2002.
LAS PLURALES AUSENCIAS…
EL PRIMO HUGO*
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
El primo Hugo vivía en el campo.
Su papá había arrendado una pequeña chacrita junto al canal equidistante de
Colonia Catalana y la Estancia La Lydia.
El primo Hugo se ponía contento
cuando yo iba porque entonces podía jugar al fútbol. Bueno, es un decir, porque
siendo solamente dos chicos apenas si podíamos patear por turno una pelota. Y a
lo sumo poníamos dos arcos más imaginarios que reales (porque qué
significan unos bultos o unos ladrillos para hacer entrar la pelota por esa
raya) y que el otro lo evitase o lo tratara al menos.
Algunas veces cuando yo iba a
quedarme unos días, en especial en las vacaciones, claro, él se esmeraba y
hacía dos arquitos con cañas en un potrero, que por más que tratara de
convencerme de que era parejo, frente al recuerdo del piso de la cancha
del club, donde yo jugaba siempre me parecía precario y primitivo.
Y hasta alguna vez traía algún otro chico vecino entre los cuales recuerdo a
Pinino Bonán y a un sobrino del alemán Alberto Schilling, campeón zonal de
bicicleta. Un flaco un poco dientudo que le sacaba chispas al viento cuando de
pedalear se tratara.
Del Pinino Bonán recuerdo
su entusiasmo y su pelo cortado al rape, muy rubio. Tenía un hermano, mayor,
Walter y una hermana cuyo nombre olvidé. Vivía en Colonia Catalana, y él, junto
al sobrino Schilling jugaba en el Baby Fulbol de la Cooperativa. Ese equipo
jugaba con la camiseta de San Lorenzo de Almagro.
Pero esto que trato de recordar,
tirando de una hilacha débil, perdida, muy perdida entre los trigales altos y
las bandadas muy blancas de gaviotas, está seguramente enclavado en ese
lugar donde los sueños recién empiezan y tienen una fuerza y una fantasía que
luego logran ganar un espacio que dependerá de muchos factores causales y
casuales. Por ahora me basta tejer este recuerdo de cuando el primo Hugo me esperaba
con no poca expectación armando sus pelotas de trapo, cada vez más
grandes, cada más ingeniosas y alisando el rincón de un potrero porque yo
siempre me quejaba de esos terrenos que eran para que pastaran las ovejas y él
terminaba quejándose de mi delicadeza extrema.
En esos tiempos, había mucha
diferencia de información entre un chico de ciudad, un chico de pueblo (como
era mi caso) y un chico criado en una chacra como era el suyo.
No obstante con su ingenio
trataba de suplir necesidades y falencias y una vez me esperó con una pelota de
goma. Ya era un avance.
Ese día estábamos solos y
jugamos bastante, con la interrupción obvia del almuerzo porque a la merienda
la pasamos de largo.
Lo que no podíamos dejar pasar
por alto fue darle de beber a los caballos.
Mi tío tenía un sistema
primitivo. No tenía ni molino ni un triste malacate. Había que uncir un caballo
manso a una cadena que extraía por medio de un gran balde el agua de un pozo.
Al llegar al brocal, se volcaba solo sobre una gran canaleta de lata e iba directamente
a los bebederos.
Peloteamos con ese esférico de
goma de listones blancos y amarillos hasta que las sombras de la noche no nos
permitieron ver más allá de nuestras narices.
Así fue pasando el tiempo, y los
días se repitieron con esa pelota de goma, a veces jugando solos, a veces con
algún chico vecino.
Y cuando ya mi tío había
decidido dejar de arrendar ese pequeño campito de mala muerte, y mudarse a
Rosario con Hugo y la tía, allí donde estaban sus dos hijos mayores, me vino a
buscar. Cuando íbamos por el camino al Cementerio con el sulky veloz y
traqueteante que tiraba un brioso caballito moro, mi tío me dijo que Hugo me
esperaba con una sorpresa.
Y me esperaba en el inmenso
patio de tierra haciendo picar una hermosa pelota de cuero número cinco, a la
cual no dimos tregua hasta la hora de almorzar.
Pero a la tarde había otra
sorpresa, empezaron a caer de uno, a caballo o en bicicleta, sus vecinos
y amigos.
Allí armamos un partido de hacha
y tiza, de esos que no se olvidan, casi casi como los que jugábamos todos los
días en la mítica cortada de don Ángel Pichichello que también tenía su
gramilla.
LAS PLURALES AUSENCIAS*
Padre,
desde tus máscaras de barro te convoco.
Sé de
tus furiosas armaduras de cartón y acero.
Te
convoco desde mi antifaz de hembra sumisa.
Desde mi
desnudez de niña.
¿Recuerdas
los pelechos de víbora en semana santa?
Despréndete
de cáscaras y escamas.
-Sé que
guardas viejas cicatrices-
Falsas,
algunas; otras, verdaderas.
Descálzate.
Deja al
lado del río tu sombrero, tu saco, tu corbata.
Tus
plurales ausencias.
Tus
sonoros dragones.
Tus
confesos silencios.
Los
migrantes sabores de tu lengua.
Los
pertinaces rostros.
Los
acertijos.
No
atiendas el teléfono.
No dejes
que tu café se enfríe.
Que los
tordos esperen.
Olvida
las antiguas cancelas y tu hambre madre.
Relega
la cimitarra y el alfanje
Recuerda
la rosa enredada a tu muro.
Torna en
púrpura su olor de amante abandonada.
Sé
lagarto. Potro. Pasionaria. Musgo.
Bebe en
ella el vino de la vida.
…Y hazme
de nuevo, padre.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
La mariposa
negra*
Minuciosamente,
Susana procuraba eliminar bajo la ducha, el contacto y la sensación de su
vespertino encuentro con Nacho; la fuerza del agua, puesta al máximo, le
procuraba alivio otorgando laxitud a su cuerpo tenso, casi tanto como su
espíritu magullado luego de la zozobra..
Las manos
recorrieron, obedientes y enérgicas, un trayecto preciso; resbalaban a lo largo
de turgencias y perfiles, rigurosamente cultivados. Su mirada distraída
comprobó una vez más, con equidad apreciativa, que el tiempo no había alterado
la esbeltez de sus formas. Los ojos rasgados, gris verdosos, relampagueaban
fosforescentes, satisfechos con la inspección que, también, suscribían los
confesos, los aviesos y los supuestos indiferentes.
Nacho recordaba
obsesivamente ese brillo demoledor. El enceguecedor sortilegio de una mañana
refulgente de esas, que alguien dispone en lo alto, regalar episódicamente. La
catarata de luz derramada sobre el mundo excedido de sombras.
- La primera
vez que te vi, tenias la cabeza gacha, parecías inofensiva, luego miraste y
allí me quedé para siempre, encandilado, clavado como una mariposa negra contra
la luz. Es notable, cuando brillan resplandecen, pareces un tigre ... un gato
no sé ... especialmente en la oscuridad ...
Así fue su
nostálgica confesión, que ella eludía aceptar en su real dimensión; huía hacia
adelante ... evitando el espejo retrovisor de esa experiencia que trastocaba
años de sensatez irreductible.
Agitó la cabeza
para alejar turbadores pensamientos y siguió, a través del espejo grande, la
inspección desapasionada. Dorian Gray no era un invento, se dijo, en tanto el
diluvio provocado, eran perlas sobre el fondo de su piel atezada, que se
demoraban en deslizar, casi admiradas .
- Color cuero
con olor a esencia... solía decirle Nacho.
Le sonrió a su
imagen, sin dulzura ni tolerancia; una disciplina de tiempos, le devolvía el
cuadro de su majestuosa figura de bronce, reflejada casi como una referencia.
Gozó la satisfacción que el cuerpo firme le otorgaba, mas un velo de
incertidumbre, acompañaba movimientos maquinales, cuando, absorta se asomaba al
futuro. Se le antojó que el tenue vaho, empañando el entorno, era la suave y
silenciosa llovizna, de un otoño nunca confesado.
En la
placentera soledad del cuarto de baño, arrullada por el rumor de la lluvia,
revivió una vez más, el calor, la huella que el cuerpo vibrante de Nacho le
dejaba. La temblorosa y urgente posesión. La marca de la posibilidad. Cerró los
ojos, para paladear con lentitud, la conciencia de saber que todavía podía
inspirar y provocar los fuegos; luego, la tranquilidad y certeza que otorga el
conocimiento inquietante, que su presencia provocaba. Conocimiento imaginado,
muchas veces, en miradas equívocas que su sensibilidad manejó hasta el
encuentro con Nacho. Es que la dualidad de quererse, para que la quieran y no
querer a nadie, la condujo de codicia en codicia y ese riesgo siempre la tuvo
alerta.
Volvió a
sonreír, bajo la cortina de agua, a la confirmación de aquel reverdecer
presentido. Se dejó amar, sintiendo que cada
pulgada de la
piel de él, desde la primera vez, respondía a sus mejores sueños. Recordó las
manos ansiosas sobre su cuerpo, la boca ávida, su trémula exploración y el
abandono voluptuoso, al que todo su ser y los años de aguardo, la impulsaban.
Saboreó el egoísmo de incitarlo, con su calma, a una seducción apasionante; el
deseo abrasador que su entrega provocaba; el dominio embriagante que, supo,
ejerció desde el primer instante, desde el ligero contacto, en las fiestas de
Taqui; el segundo ocurrido luego que la música dio paso a la piel. Noche
predestinada aquella, sin duda, se dijo.
Atrás y de un
manotazo, quedaron telarañas de su no conciencia, de aquel repliegue que un
matrimonio apoyado en ilusiones, diluido por rutinas inexorables, le
permitieron vislumbrar como se avecinaba el final. El tiempo de la hibridez, de
las costumbres y hábitos gastados, que creía definitivos, accidentalmente, como
en realidad suceden las mejores cosas, había sido alterado por la aparición de
ése, de quien ni siquiera sabía pero que, repentinamente, abrió una ventana a
su esperanza; temerosa esperanza; condicionada esperanza; selectiva esperanza.
El fue siempre
la ráfaga de aire fresco que no se propuso analizar. Desde aquel baile, del
primer roce, de ese simulado acercamiento, eligiendo riesgos, optó por el
repliegue y el silencio, aunque tuvo la seguridad que la perturbación, que
creía desterrada de su vida, renacería y volvería a verlo. Maceró la convicción
que él haría lo necesario para encontrarla, aunque su silencio, de aquella
noche, fue cuidadosamente desalentador. Una feroz apuesta consigo y el destino.
Su preparación
para el encuentro resultó ceremonial, nunca desesperó, a pesar de no mediar
proposición alguna, pero la intuición vital, dolorosa, que astillaba hasta los
sentidos, aseguraba plazos; la aceleración de sus latidos no mentían.
La tarde
brumosa y desapacible, guardó la levedad de la lluvia elegida, para aquel té en
casa de Taqui, donde volvieron a encontrarse y se columpiaron en la brevedad de
la proximidad. Recordó que, recostada y con los ojos cerrados, oía el
persistente goteo contra los vidrios de un ventanal que oficiaba la ceremonia,
cuando su presencia inmediata, iluminó esa intimidad, sumida en la penumbra.
Sin intentar
alejamientos, ni estimular retiradas, recibió en la comisura de los labios el
saludo que se detuvo un segundo más de lo necesario, lo suficiente, como para
volver ligeramente la cabeza y permitirse que su boca generosa, nunca antes
bien explorada, fuera cubierta primero suavemente, disponiendo de la
permanencia y a medida que sus labios se entreabrían, con mayor avidez, llegaba
aquello que no creía posible y se convertía en realidad, pues la boca de él
colmaba, sin sabiduría, apetitos demorados, plenilunios de imaginaciones; era
la ansiedad total de la espera y se dejó estar, lo sentía temblar, vibrando,
era la cuerda recorriéndola en una caricia que presagiaba. La calidez y el
clima del lugar, fueron socios eficaces para lograr la eternidad que,
deliberadamente, no se propuso alentar, decidida únicamente a gustar, a
saborear, sin respuesta, aquel instante de hambrienta sensación, que le
devolvía la vida.
Nunca hubiera
creído poder almacenar tanta expectativa de revanchas no precisas; desde esa
tarde comenzó a vivir experiencias jamás presentidas, cada instante que el
estuviese dispuesto a compartir. Porque sigilosa, dubitaba, sin resignar el
control de sus decisiones, donde administraba las sorpresas.
Manejó los
tiempos de los encuentros y las formas, con exactitud, maravillándose por la
seguridad que sentía progresar. Presintió y luego comprobó, que desde el primer
fuego consumido, había ganado la partida. De a poco, todo fue acomodándose,
adecuándose a su realidad, a un cierto orden que su personalidad, acostumbrada
a conducir, necesitaba en forma imprescindible. No era negociable nada que le
impidiese conformar y conformarse. Las concesiones eran graciosas entregas,
animales entregas, que atenuaban la administración de esa relación que quería
preservar sin dejar de preservarse.
El aportó una
tibia ingenuidad, con algo de galante sacrificio ...
- Debes hacer
de cuentas que soy tu obelisco. Cuando estás en el centro de la ciudad y no
sabes donde, levantando la cabeza puedes guiarte fácilmente. Bueno, conmigo
debieras proceder de la misma forma, yo siempre estoy ahí, donde me necesites.
Levanta la cabeza y búscame ...
Su prevención
natural le hizo, desde un principio, sopesar algunos arrebatos; indefinibles
dudas la circundaban ya que no solamente era el tratarse de alguien más joven,
sino su aire de desarraigo, de desamparo, de niño grande, perdido en decisiones
que lo desbordaban; una visible confusión, en los aspectos materiales o de
responsabilidad común, donde daba la sensación de proceder a destiempo.
Muchas cosas en
él le atraían, esa dualidad de quien parece moverse en planos diferentes,
alejados entre sí. Pensó y luego superó la sospecha de cierta perversidad
maternal, sobre todo cuando guiaba las comuniones de piel. Ella necesitaba
retener, demorar, congelar el fuego dentro suyo, para cultivar y almacenar
plenitudes.
Volvió a buscar
en el espejo y, distraídamente, comprobó que el vapor abandonaba la escena,
dejando impreso, con tenues gotas, el cristal; comprendió, aunque sin aceptar
plenamente, su actitud de atención constante. La resistencia a compromisos
decisivos se nutría de la gama irreverente que la razón esgrime, sobre todo
cuando los sentidos no se piensan.
Lo puso a
prueba. Llamadas imprevistas y encuentros consecuentes, siempre significaron la
respuesta aceptando. Nunca una excusa. Buscó mayor imprevisión y lo encontraba;
se fabricaba justificaciones, para el eventual caso que no ocurría; lo
acorralaba con momentos donde, suponía, era casi imposible satisfacerla. Pero
él siempre estaba allí.
Lentamente, la
capa de recelo nacida de antiguos escozores, comenzó a agrietarse para dar paso
luego, aunque lentamente, al tiempo de los temores nuevos. Asomarse a cosas que
uno, a ciertas alturas, no suele atreverse. El y su aire de inocencia, pegado
como una etiqueta, a veces la estimulaba. Lo cierto es que la suma de los
encuentros iban, en ella, operando la transformación. De aquel abandono
voluptuoso había pasado a una participación cada vez más activa. Sentía que sus
caricias, le eran profundamente necesarias. Se rebeló consigo, por las ansias
incontenibles de devolver sin reservas todas las ternuras, de recorrerlo, tal
como él lo hacía, sin descanso, con la misma sed nueva de su piel pero, sin
saber como ni porqué, lograba fuerzas para resistir y graduar su respuesta.
Ese progresivo
cambio, que le producía placer y temor, generaba encontradas sensaciones que su
personalidad, metódica para las practicidades, enfrentaba dificultosamente. Se
debatía en una permanente controversia entre el alma, la piel, los sentimientos
y la lógica, que no cedía su espacio. Estaba convencida que necesitaba negarse
a que aquello desembocara en amor; algo que si alguna vez conoció, hasta su
olor había olvidado.
Buscaba la
seguridad de conciliar tanta necesidad y armonizarla, para que tuviese un lugar
cierto y determinado, sin excesos, en su vida. Comenzó a convertirse en
objetivo, diciéndose que de no encasillarlo así, podría volverse loca. Su
relación familiar transcurría sin mayores sobresaltos. A cierta distancia, en
la vida, si se sabe manejar la situación, los climas familiares suelen
deslizarse, rutinarios, sin grandes oscilaciones, era el mejor timonel de
tempestades, que conocía y nadie mejor que ella para dar fe, aunque algunas
cuestiones la traicionaban. Su fiesta interior, la trascendía.
- Tienes un
brillo especial ... pareces iluminada desde dentro ... le decían.
Todos, de
alguna manera, lo notaban pero, atribuían ese aire saludable, al metódico
orden de vida y la espartana pulcritud para con sus actividades cotidianas. Lo
creciente y cierto, era el desasosiego que, como en ese instante de sábado por
la tarde, que se otorgaba para un descanso y estar enteramente sola consigo, le
hacía cavilar sintiendo, a pesar de alguna reflexión, el poder de aquellas
manos sobre su cuerpo y el ardor sorprendente, que una pasión constante, le
regalaba cada vez. Se inquietó presintiendo que debía, por lo menos, intentar
acomodar aquel sentimiento, a pesar suyo, al de una mujer fuerte.
Es que siempre
fue el palo mayor de la nave familiar donde se aferraban todos, en los no muy
numerosos casos críticos vividos. Un cierto fastidio, ante algo impuesto, la
aprisionaba, conduciéndola a someterse, sin egoísmos, al examen escrutador de
aquella expectativa. Sonrió, recordando las veces en que lo había culpado, en
silencio, de tribulaciones que suponía superadas o fuera de su alcance.
Comprendió, repentinamente, que no deseaba apurarse en conocer la respuesta.
Temía enfrentarla. El tiempo de las elecciones fundamentales, había quedado
atrás.
Cada vez con
más frecuencia, cuando la emoción y la reflexión pugnaban por hacer tablas, en
su ajedrez íntimo y sucedía este desenlace, no quedaba conforme. Sentía que
postergaba algo no muy claro para ella asustada, al mismo tiempo, de que la
revelación total la defraudara, impulsándola a fronteras hostiles que la
desestabilizaran definitivamente. Se reprochaba sobre si ese temor era
suficiente. Si perdería alguna vez, realmente, importancia para ella. Un buen
consuelo, era la periodicidad, que el tiempo establece para cada cosa. Pero,
realmente, no se conformaba, la vieja ley de la ambivalencia, la perseguía.
Cada acto, inevitablemente, genera dos sensaciones opuestas y ella no estaba
exenta de cumplir aquella ley.
Como tantas
otras veces, sacudió su corta cabellera, algo húmeda todavía y se dirigió al
dormitorio. Un ritual elaborado por la costumbre; cerró la ventana, corrió las
cortinas para que la penumbra ganara espacio y ayudara al descanso y se tendió
sobre la cama cálida y conocida. Antes de dormirse comprobó que la puerta de la
habitación estaba cerrada. Su costumbre de dormir desnuda, la obligaba a
guardar precauciones y pudores que no recordaba ya, de donde venían. Se dejó
envolver por la calma y el cuerpo dócil, obediente, se disolvió en la bruma del
reposo.
Nunca supo
cuanto tiempo había transcurrido. Despertó, repentinamente. Un ligero roce; un
imperceptible zumbido en el aire, le devolvió la atención. No conocía el
origen. Buscó. Giró, lentamente, la cabeza y su mirada, sin curiosidad, rastreó
el motivo hasta que, sobre la blancura de la cortina, casi contra la luz –ya se
marchaba la tarde -, vio la mariposa ... grande ... negra ... hipnotizada por
la claridad, luego del breve vuelo.
El sobresalto primero,
al recordar que todo estaba cerrado, sin presencia posible o visible, le ganó a
cualquier sensación. No se movió, buscando la identificación de cierto repique
familiar, que no podía precisar. La puerta del dormitorio se abrió para dejar
paso a Pablo, su marido, quien pareció dispuesto a saludarla, con la atención
habitual. Su gesto se detuvo, a medio camino, cuando notó la dirección de su
mirada perpleja.
- No te
inquietes ... yo me encargo ...
No tuvo tiempo
de detenerlo. Obró más rápido, o así le pareció, que su propio pensamiento.
Un movimiento,
el golpe seco, breve, letal, definitivo. La mariposa, lentamente, como
intentando quedar, se deslizó al piso.
- Ya ves ...
nada debes temer ... –con cierto aire de broma ligera- ... para eso estoy
yo ....
Ella cerró,
lentamente, los ojos. No era la claridad externa. Era la luz de la revelación
interna. Quiso sobreponerse, pero dos lágrimas ardientes, únicas,
gruesas, trazaron sus mejillas. Nada más. Dos exclusivas lágrimas que dejaban
un surco profundo en su piel. Seguía de ojos cerrados. Le bastaba con una
frase, que golpeteaba en sus oídos y en su memoria; cadenciosamente, eran
campanadas cada vez más lejanas, eran aquellas palabras, sus palabras, era su
propio miedo, ahora inútil, tardío. Era la luz que la dejaba, eran aquellas,
sus palabras ...
- La primera
vez que te vi, tenías la cabeza gacha, parecías inofensiva ... luego me miraste
y allí me quedé para siempre, encandilado, clavado, como una mariposa negra
contra la luz ...
Intentó
dormirse nuevamente; un gran cansancio, flamante, la había invadido.
ARMADO DE UN DOLOR CASI PERFECTO.*
Hay golpes en
la vida, tan fuertes... ¡yo no sé!
César
Vallejo.
Trato de
que bajes la mirada,
de que
pongas los pies sobre la tierra,
para
hacerte más suave la caída
y te
olvidas
de que
el tiempo gira y gira
y sigues
empeñado en descubrir nuevas estrellas.
Te
invito a escoger las utopías,
a abrir
de par en par las puertas y ventanas;
a
disfrutar el Sol, aun con eclipse
y sigues
empeñado en lagrimear bajo la Luna.
Trato de
consolarte y no hay consuelo
que te
lance de nuevo a los caminos.
Tú te
empeñas, amigo,
en
continuar paseando las veredas
armado
de un dolor casi perfecto.
Sé que
hay dolores tan fuertes en la vida,
que la
fe se pierde así, así de golpe.
*De Miguel
Crispin Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
Acueducto*
*Por Antonio Dal Masetto.
Cuántas cosas se veían desde el
acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo, sostenido por una doble
hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de las copas de los árboles.
Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía usar como atajo para ir
desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro. Se ahorraba tiempo yendo
por ahí, porque no había que bajar ni subir y se avanzaba siempre en línea
recta. Se oía el agua correr bajo los pies.
El día que anduvimos con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.
El día que anduvimos con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.
*De Antonio Dal Masetto.
-Texto incluido en "EL
PADRE Y OTRAS HISTORIAS" Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.
Madrugada*
Madrugada.
Algunos ronroneos
no muy precisos
resuenan calle afuera.
Algunos ronroneos
no muy precisos
resuenan calle afuera.
El llamador de ángeles anuncia
viento
y la leve llovizna,
que el día ocupará su hacer en desmalezar la luz.
En tanto, el silencio ronda mi estancia.
Mis mundos giran
con la lentitud necesaria del estar.
y la leve llovizna,
que el día ocupará su hacer en desmalezar la luz.
En tanto, el silencio ronda mi estancia.
Mis mundos giran
con la lentitud necesaria del estar.
Estoy celebrando, con la
palabra, este ritual
- muy íntimo, por cierto -
que me permite percibir
la distancia de los vuelos
la mirada de los pájaros
el leve crecimiento
de un pétalo
unos ojos de soledad
un paso al vacío
una sonrisa clara
una llanura de voces
el crecimiento de las manos
el arco del dolor no
dicho.
- muy íntimo, por cierto -
que me permite percibir
la distancia de los vuelos
la mirada de los pájaros
el leve crecimiento
de un pétalo
unos ojos de soledad
un paso al vacío
una sonrisa clara
una llanura de voces
el crecimiento de las manos
el arco del dolor no
dicho.
Estoy celebrando con la palabra
este ritual
del simple estar en la luz
de sus cadencias.
del simple estar en la luz
de sus cadencias.
*de Oscar Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
La previa, cuarenta años no es nada*
En
una tarde de domingo entre mates, cerveza y vino tinto nos reencontramos en una
casa llena de luz y armonía. Allí donde las mandalas y los colores de la
vitalidad nos acogían recorrimos cada quien nuestra historia.
Ese
encuentro me pego en lo más profundo hasta llegar a la emoción de poder dejarme
fluir en ese paso que trae el tiempo.
Tomé
un boleto de ida, no me imagine que iba a volar por tantos lugares y aventuras.
En
su inscripción decía reunión de egresados por los cuarenta años de bachilleres.
Con
pudor palpé su textura y sentí en mis manos una tremenda sensación de
inquietud. Quizás no me sentía preparada para enfrentar tantos años en tan poco
tiempo, y resumidos como en un bello cuadro impresionista. Pintados con colores
estaban las caras de mis compañeros.
Con
música lenta y con unas copas de más, fuimos relatando nuestros episodios más
trascendentes. Observamos cada período con nobleza y respeto. Recorrimos noviazgos,
aventuras locas y anécdotas jocosas, era como podía describirlo una línea de
tiempo circular, pues habitaba el pasado y el presente en forma paralela.
Como
en una hermosa red de telaraña plateada cada recuerdo al vibrar encendía otro.
La
suntuosidad del dialogo estaba en primer lugar. La escucha era el valor más
interesante. Dejando flotar las palabras no había juicios sentenciosos, más
bien eran experiencias que filtraban en nosotros. Yo era más que yo, entrabas
vos, y vos y aquel. También aquellos.
Aún
tengo la emoción de haber sido tan franca. Sin tapujos fuimos denudándonos en
las confesiones del pasado y del ahora.
Entre
silencios y discursos nos quedamos buscando el amanecer. Entre los tilos y
jacarandas la luz se hizo participe de nuestra reunión.
Bebí
el aire perfumado de la compañía, reí con las mejillas sonrojadas, bucee por
las profundidades del océano, también lloré por los que no están. O mejor dicho
por los que siguen estando en nosotros.
Amé
la adolescencia con furor hasta tal punto que no quiero dejar de serlo. En ese
paraíso de proyectos e ideales me cubrí con una capa azul, un edificio antiguo
y un timbre para la entrada y salida.
En
este día tan especial, extasiada por la emoción quiero decirles que las huellas
de nuestro paso por el colegio seguirán germinando en nosotros aunque haya
pasado tanto tiempo.
*De
Azul. azulaki@hotmail.com
***
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