*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana Cuba.
EL PEREGRINO (*)
Yo nací un día
en que Díos estuvo enfermo, grave.
CESAR VALLEJOS
Herida rosa
madre de los vientos
El árbol
patriarcal, deglute. Trinca. Traga.
Esta noche he
sentido más que nunca su furia.
... Crujen los
huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la gruta
escondida, crece el odio paralelo al vástago.
He odiado
salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado al
hombre.
Restos
calcinados de incesto, llanto recién nacido,
Despojos de
cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales bocas,
prostitutas del alba
Cambian de
lecho.
Cicatrices
amargas del olvido.
Nostalgias
enredadas entre las medusas del sexo.
Refugio.
Axilas
apretadas, flacidez de los pechos sin leche.
Huida, fragor
de pájaros.
Mierda tristeza
de algas.
Esqueletos
buques fantasmales.
Juegos fatuos.
Descendí hasta
el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he
encontrado
El exilio de
hoy.
No es de hoy,
ni siquiera de ayer.
En mi está el
animal que me habita y me devora.
Me posee en
secretísimos claustros.
Despojos de lo
que fue morada de los Dioses.
Persecución.
Precarios
espacios nauseabundos.
Se
metamorfosea, me confunde.
Huyo, pero
siempre vuelvo.
Lejos ha
quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo, voy y
vengo, él espera, siempre espera.
Al
encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean en do
mayor los huesos.
Piedra pan
hecha de miel y greda.
La brecha se
fragmenta.
Casa vidrio
cerrada.
Puerta piedra
sacra silenciosa.
Llave umbral de
las mareas.
Faro apagado.
A la vera del
mundo, el peregrino.
Por fuera el
Ruido.
Conchas
marinas, cráneos petrificados
Adentro,
silenciosa la soledad aguarda.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
(*)Poema
premiado por la Asociación Civil de Arte y Cultura-Merlo. Bs. .As. (2008)
LA RAÍZ FIRME DE LAS COSAS…
MONTES*
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
José Dalonso me dice que mis
escritos le recuerdan a la escritura de Haroldo Conti. Se lo acepto porque
viene del afecto y porque me conviene, diría Borges, pero en verdad me queda
holgado. Porque el mundo de ese hombre verdaderamente grande se agiganta con el
paso del tiempo y uno puede sentirse halagado no en la comparación, que ni la
sueña sino en la filiación que permite una sugerencia.
Porque su literatura está hecha
de caminos, de gente muy humilde, de naufragios, de sueños y también de
escondidos caminos de llanura.
Esos caminos que ingresan
profundamente en los campos, lejos de las autopistas y las rutas asfaltadas, se
bifurcan en callejones, bordean los alambrados que guardan los animales y los
sembrados verdes o amarillos. De vez en cuando un monte de eucaliptos, de
casuarinas, de acacias, de pinos que la piedad o el buen gusto le
robó la soja, porque rara vez quedan casas. Porque esos montes no
nacieron de la nada ni los puso Dios para regalar sombra a seres humanos o
animales mansos. No. Alguna vez hubo gente habitando, engendrando, creando
allí, trabajando y sus niños yendo a alguna escuelita rural con su mástil, su
bandera y su campana colgada de un árbol para llamar a clase.
Hoy no queda nada de eso. Salvo
la sombra de ese monte ya centenario que recoge el sol con felicidad y
angurria, que en un momento del día recibe la sombra de una nube gigantesca que
vuelve más sombra su sombra, que entre las ramas de esos árboles aunque juntos,
solitarios, porque no reciben voz humana, pero al menos allí siempre están los
pájaros construyendo sus vidas y en el yuyal del piso merodeará
seguramente muy orondo un ejército sinuoso de alimañas.
Me gusta cuando viajo ir mirando
esas islas flotantes y verdes bajo el sol y a juzgar por la cercanía que tiene
un monte de otro uno puede presuponer sin equivocarse que tanta gente fue
vecina en otro tiempo y vivió trabajando en la paz de Dios, cuando las
condiciones de la producción rural estaba más cerca de la experiencia primitiva
y no soñaba con esta explosión tecnológica que resulta una maravilla ver. Pero
todo el trabajo ahora es sin épica sin el sacrificio que yo vi padecer a mis
mayores. Y me alegra mucho que así sea.
En aquellos tiempos raramente
había un tractor. La tracción a sangre era de rigor. Por esa razón cualquier
chacrita tenía sus grandes caballadas que se uncían con arneses a esa
complicada red de balancines y cadenas a los arados, las sembradoras, las
cortadoras de cardo, sólo la cortadora de alfalfa era simple: una estructura de
hierro que incluyera un asiento para un hombre (el mismo que se usaba en los
arados de dos rejas) una gran lanza de madera en el centro y a sus costados los
balancines para los dos caballos, una guadaña larga al costado que se inclinaba
a lo alto y se ponía horizontal para el trabajo. Esta cuchilla tenía sus
dientes externos para acomodar el alfalfa que caía al costado con su profundo
olor a trébol y una lluvia de mariposas amarillas, naranjas y blancas. Era muy
hermosa verla trabajar, porque allí había algo de poético que las otras tareas
no tenían.
Salvo las trilladoras que sí
eran con motor y venían por las últimas calles del pueblo con su casilla, su
carrito aguatero y su caterva de perros. Y cuando entraba en los campos
amarillos de trigo era un jolgorio bajo el sol de los eneros porque ese canto
del motor se me metía en la sangre.
También estaban las rastras para
romper los terrones más grandes de la tierra recién arada. Había que prepararla
entonces para que pasaran las sembradoras.
Se ataba uno o dos
caballos de tiro, sobre un enrejado de grandes cuadros de hierro con
punzones gruesos.
Allí iba parado un hombre, en la
soledad bajo el sol y a veces una llovizna finita que calaba los huesos. Cuando
llovía fuerte había que parar, como en toda tarea al aire libre. Por
supuesto.
Pero esos eran otros
tiempos pasados al fin, que son los que alimentan la memoria y
la nostalgia. De la mano, siempre en buena sociedad.
De todos modos cuando viajo o
cuando una felicidad extra me permite acercarme a esos lugares hondos de sombra
propicia, disfruto esa quietud bucólica y me entretengo pensando que ya las
voces de los niños que aprendieron a caminar, bajo esta sombra espesa serán
hombres.
Y tal vez alguno recuerde esta
delicia que ahora sólo quede para el canto de los pájaros, el vuelo de
las garzas muy blancas que se elevan bien alto buscando alguna de las
pocas cañadas que quedan escondidas entre un millar de juncos.
SEMILLA*
Acontece
y germina lenta
y fiel al llamado.
No hay forma.
No hay manera.
No hay postura
que la haga
renegar del llamado de la luz.
Y se hicieron
humanos*
La lengua de
fuego en el cruce, en la frontera, pequeña chispa originada en el
espacio oscuro de las estrellas muertas.
Tanto brillo
apagado guardaba la semilla de un incendio. Ella se escondía en cavernas. Él
loco por encontrarla, se decía de una forma imprecisa, porque el
lenguaje no estaba inaugurado, "la voy a hacer hablar".
Ella rodeada de bisontes salidos de su mano, él rodeado de dragones, hacía
restallar un bastón luminoso, la galaxia era excesiva para los dos,
luceros perdidos que podían alumbrar respuestas a preguntas no
formuladas. Las nubes se detuvieron ante la caverna que reunía un espacio
extraño. Alguien, agazapado en la penumbra de una idea se deslizó oscuro como
un presagio. Tendió un mantel de hojas, estrujó las frutas para hacer
pintura del jugo rojo, se volvió a esconder. Ellos mojaban los dedos
en esa pasta, los pasaban por las paredes de la cueva, se hacían humanos.
Luego, el arte fue a los cuerpos. Como en un sueño hipnótico, él desvanecía el
blanco del cuerpo de ella con fuertes soles. Ella se animaba apenas, le tuvo
cierto miedo, por el resplandor con que se presentó y esas armas de la cacería
que el portaba, pero empezó a tatuarlo y se encontró con el alma, la embebió de
colores. El alma luz, sombra, pozo, cumbre, ella lo palpó con perfumes,
él ejecutaba música sobre ella, con ella, la hizo su
instrumento, su concierto, su partitura, le arrancaba notas, por fin
palabras, era el encuentro de todas las citas. Inocentes, perversos se
hundieron en el abismo, cuando se despertaron, comprendieron
que ese abrazo profundo, era un pequeño cielo Perdieron el terror a
ser puntitos en el mar de las galaxias.
Mientras tanto
el perverso, salió del escondite buscó su inventada tinta y con
lo que quedaba escribió prohibido, prohibido, prohibido, incesante, rabioso,
perdido.
Pero era tarde
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Amor*
*De Clarice
Lispector.
Un poco
cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al
tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar.
Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de
satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían,
se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina
era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era
fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando
las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía
enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella
había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas
mismas. Y los árboles crecían.
Crecía su
rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la
pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con
los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del
edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su
corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora
de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no
precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida
que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que
cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género.
Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a
transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo
decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber
descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se
prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del
hombre.
En el fondo,
Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso
le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a
caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo
hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de
verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior
le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy
pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había
encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien
trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana
antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una
exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una
insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible,
una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su
precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la
casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la
familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón
se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir
ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían
transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o
llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía
con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso
del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De
mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba
los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En
cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves
del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había
querido y elegido ella.
El tranvía
vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento
más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora
inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un
aire de mujer.
El tranvía se
arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de
descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La
diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie,
sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa
había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba
pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego
masticaba chicle.
Ana todavía
tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón
le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego
profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la
oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar,
lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de
sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese
tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez
más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia
atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio
un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba;
el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para
recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no
usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible.
El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se
habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se
pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de
masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir
lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la
bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el
tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes
después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego
masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de
malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La
bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no
sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el
mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se
había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con
dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban
precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había
transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas
se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la
calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en
la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que
ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que
Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como
si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran.
Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el
placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor
se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más
altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a
estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire
cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura
impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y
las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una
señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una
mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y
el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había
calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo
en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban
claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película
de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego
masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le
aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente
entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En
la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía
con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de
huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en
medio de la noche.
Era una calle
larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba
inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto
continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el
rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un
poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba
pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el
Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí
se quedó por algún tiempo.
La vastedad
parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro
de sí.
De lejos se
veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra
de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor
se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los
"cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más
apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba
rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado
suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió
rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil
un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa,
desapareció.
Inquieta, miró
en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un
gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber
caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella
comenzaba a apercibirse.
En los árboles
las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos
de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de
jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol
se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila.
El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo
que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes
dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el
abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era
fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles
estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que
había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta,
como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra.
Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros
pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban,
monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían
amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La
descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran
vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por
la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana,
más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella
tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi
noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo (1) pareció volar con la sombra.
Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era
fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando
recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió
con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y
alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su
soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando
la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no
llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre.
Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué
sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el
mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La
sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las
ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un
instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera
moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas
largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza,
con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el
mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en
que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de
asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo
casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el
hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo.
Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy
bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría
sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de
ellos...
-Tengo miedo
-dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó
su llanto asustado.
-Mamá -exclamó
el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
-No dejes que
mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas
sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la
habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había
recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en
una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía
vergüenza?
No había cómo
huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se
escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía
vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su
corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si
estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco
se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de
los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la
revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo
-¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a
besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó
hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún
pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo
que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en
su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada,
sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también
sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado
por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos.
Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy
con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a
la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la
estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El
pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde
descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el
horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo
trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó
con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo
temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los
abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror.
Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la
crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de
una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor.
Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno
ardía en sus ojos.
Después vino el
marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los
hermanos.
Comieron con
las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando
en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba
buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con
los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un
poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente,
después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos
rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir,
bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y
humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una
mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para
siempre.
Después, cuando
todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que
miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el
ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría
envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los
chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera
el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El
ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera
un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó
corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
-¿Qué fue?
-gritó vibrando toda.
Él se asustó
por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
-No fue nada
-dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el
extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia
sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que
te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por
lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó
sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la
tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima
humorístico, triste.
-Es hora de
dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que
no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola
consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado
el vértigo de la bondad.
Había
atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un
momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una
vela, sopló la pequeña llama del día.
***
(1) Pequeño
mamífero roedor.
*
Cuando venías
pájaros de
nubes ganaban el cielo,
pero no era eso
lo que anticipaba
tu pie en mi
huerto,
era la sal en
los vientos,
era toda la
tierra gritando mi sed,
era toda la
tarde oliendo a besos.
Cuando vos
venías
algo en mi se
desnudaba
para esperarte
así
vestida solo
con lo imprescindible
Y vos llegabas
y los pájaros
se desmigaban
y se volvían
lluvia
y la sal
y la miel
y la tierra
y la tarde
olorosa de besos
entraban en mí
como una primavera
*De Alejandra
Morales.
* * *
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Inventiva Social no puede asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.
Respuesta a preguntas frecuentes
Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.
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