*Obra de Cecilia Aguado. 
Villa Gesell. Argentina.
LOS ROSTROS DE
LAS HOJAS*
Azrael, no hay
luz sin sombras, ni muerte sin vida.
No hay temor,
sin anhelo y si han olvidado nuestros nombres es porque nos recuerdan... más
que nunca.
... Abrázame
Azrael. Hoy tengo mucho frío.
Frío de rojo
oscuro, de bronce, de cementerio gris.
Abrázame, que
huelo a ausencia.
Huellas de
piadoso olvido. Van y viene. De aquí, de allá.
Reencarnación
que viene desde los desiertos más puros.
Desde la
albahaca, de los crisantemos, de los brezos.
Desde los
salitrales, de los ríos de azufre.
Has escrito y
borrado mi nombre, tantas veces. Tantas.
Lo has escrito
en destellante luz o en ébano
En los serenos
ojos. En los miserables agujeros de la soledad.
Abrázame que
hoy me duelen los rostros de las hojas
Hojas que no
caen. Plurales, singulares.
Las manzanas de
yeso, las estatuas.
El sudor y la
frente y la boca y las naranjas agrias.
Cubre mis
pechos un escorpión insomne.
Una orfandad.
Una patria desnuda.
Lloviznas,
ácidas de egoísmo y envidia
Dioses de
arpillera que huyen.
Y los busco y
los persigo y doblan en la esquina del deseo.
Abrázame que
hoy tengo río
Y me duele tu
condena, que es la mía.
La lengua
descalza hasta la pantorrilla.
El olor a moho,
en el pelo.
En las sábanas
.En las sienes.
El olor a rosa
madre de carne deshojada.
A las urgentes
batallas perdidas.
Abrázame. Tengo
frío de barcos y las huellas, son vagas.
Marcas en la
rosa. En el sedal En la metralla.
Figuras.
Contraseñas. Y cruces.
Y la brújula
esta rota y no encuentro el este.
Y aun no he
podido descifrar los signos.
Y no encuentro
los códigos secretos.
Y añoro, y me
arrodillo.
Y una flecha de
luz emerge de las hojas.
Y se detiene.
Allí mismo. En el mismo lugar.
Se detiene
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
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HAY QUE LUCHAR CON LAS PALABRAS QUE NO ALCANZAN… 
Nuevo cielo* 
Dolores
  estaba parada en el comedor de su casa de espaldas al espejo que llevaba en
  esa pared más de cuarenta años. Sostenía en su mano su libreta de Trabajo y
  aprendizaje, estaba amarilla por el paso del tiempo. La había encontrado
  buscando otros papeles. La libreta, aunque ella no pudiera leerlo, la
  describía a los ojos del funcionario de turno cuando llegó al país: poco
  desarrollo de inteligencia práctica, poco desarrollo de inteligencia técnica,
  ninguna inteligencia abstracta, sólo podía realizar tareas de tipo manual
  como aprendiz de tejedora en la fábrica Argentina de Alpargatas.  
Fue inevitable el recuerdo que la invadió. Estaba en el Highland Princess, uno de los barcos que trasladaba inmigrantes de Europa a Sudamérica. Se encontraba en un catre que compartía con su madre y sus dos hermanas. Había partido de Vigo con dieciséis años. Esa mañana de diciembre de 1950 se despertó con un calor agobiante. Hacía unos cuantos días habían salido de Lisboa, se acercaban a Brasil y Uruguay antes de llegar a Buenos Aires. Después de desperezarse se arrodilló porque era la única manera en que podía llegar a ver, por la minúscula ventana, el mar y el cielo, así juntos y enormes. Ella que nunca había salido de su aldea que llevaba por nombre su apellido, aun cuando nunca supiera el porqué de esa coincidencia: Magdalena. Se desperezó y les dio los buenos días a sus hermanas pequeñas Esther y Rocío de seis y ocho años. Su madre ya se había levantado y estaba sentada cosiendo. Allá en su pueblo no había sido nada fácil separarse de su abuela que la abrazaba sin poder parar de llorar. Dolores se esforzaba por consolarla, se fundió con ella en un abrazo que intentaba ser interminable. Cuando por fin pudieron separarse su abuela se dio media vuelta y se metió dentro de su pequeña casa. Hasta la noche anterior, Dolores había estado trabajando en la porción de tierra de la que su familia se ocupaba, pero que no les pertenecía. En ese momento, en que todos los hombres se habían ido a América, la única que trabajaba la tierra era ella. Su madre, sumida en el rencor y la tristeza, no soportaba la distancia de tiempo y lugar que la separaba de su marido, estaba completamente ausente. Sólo la abuela la ayudaba en lo que podía para garantizar su supervivencia. Las hermanas eran muy pequeñas para hacerlo. A las cuatro de la mañana ellos disponían del agua para riego que se fraccionaba entre los vecinos. Había que regar el maíz a esa hora o el agua se perdía. Las espinas molestaban en los pies mal calzados. Intentaba pensar que al otro lado del mundo la esperaban su padre, sus tíos y sus hermanos varones. Las cartas que escribía su hermano Armando, el único que sabía leer y escribir, transmitían tanta esperanza que era imposible no entusiasmarse. Se levantó y fue al único baño que compartían con el resto de las muchas familias. Cuando salía se encontró con su amiga Pilar. Pilar era quien la acompañaba para pasar el tiempo. La había conocido en los primeros días del viaje, venía de un pueblo cercano al suyo. Le cayó bien porque sabía leer. Dolores no había aprendido a leer. Desde muy pequeña trabajaba en el campo. Solo conocía apenas unas letras que una maestra vecina le había enseñado dibujando en la tierra. Se reunían en el rincón más aislado que pudieran encontrar, lejos de la gente. Entonces, en un ritual, Dolores sacaba de entre sus ropas las cartas que su hermano había enviado desde Buenos Aires, dobladas y ordenadas cada una en su sobre. Le pedía a Pilar que se las leyera, ella cerraba los ojos imaginando: los colores de La Boca, sus sonidos, sus olores, aparecían como en una pantalla de cine. Arribaron a Brasil. Ni bien bajaron del barco, Dolores se sintió abrumada. Lo que veía era tan distinto a los colores opacos de montaña y luto. La visión de la gente negra bailando y cantando la dejó perpleja. Se notaba que eran personas que habían sufrido, las marcas del trabajo en el cuerpo era algo que a ella, campesina gallega, no le pasaba desapercibido. Sin embargo, esta gente llevaba esas marcas con alegría, se sobreponían al dolor bailando y cantando, algo tan distinto a lo que había visto toda su vida en el pueblo, donde el sufrimiento era una bandera que se llevaba en el luto de las ropas tanto como en el alma, para siempre. A pesar de la admiración que sentía, le alegraba saber que sólo estaban de paso, sospechaba que nunca hubiese podido sentirse parte de un pueblo tan distinto. Tan absorta estaba que no se dio cuenta que su hermana pequeña Esther había soltado su mano. Giró sobre sí misma, sin el mínimo rastro de los bucles dorados de su hermana. Gritó desesperada, su madre y Rocío corrieron hacia ella, que con pánico en el rostro apenas pudo balbucear lo que estaba sucediendo, su hermana estaba perdida. Las tres corrieron por el muelle. Dolores no paró hasta recorrerlo de punta a punta parándose en seco cada vez que estaba a punto de chocar a alguien, incluso llegó a tropezarse, caerse y levantarse más de una vez. Sin consuelo seguía sin detenerse. Hasta que Rocío gritó el nombre de su hermana. La vieron en andas de un hombre enorme que la traía en sus hombros buscando a su familia, Esther venía sonriente comiendo una banana. La abrazaron llorando de alegría en el momento justo en que se escuchaba el llamado para abordar el barco. La llegada tardó unos días más de lo previsto, se acercaba el año nuevo, el Puerto de Buenos Aires no podía recibirlas un primero de enero. Pararon en Uruguay donde iban a recibir el año más importante de sus vidas. El día 3 de Enero, Dolores, su madre y sus hermanas, se asomaron por la baranda del barco tratando de distinguir entre la masa de gente a su padre y sus hermanos. Ahora aferrada a esa libreta, se dio vuelta para mirarse en el espejo, recordó lo que vieron sus ojos aquella mañana: un nuevo cielo, desconocido, sin una nube. 
*Publicado en Certamen
  literario de narrativa breve 90° aniversario "Vivencias de la emigración
  gallega" 
Federación de asociaciones
  gallegas de la República Argentina 1921-2011.  
UNA HISTORIA
  DE AMOR* 
*Por Jorge
  Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar 
Trataré de contar esta
  historia de amor tan fielmente como me fue referida. 
Un soldado italiano vuelve a
  su pueblo luego de haber estado prisionero cinco años en campos austríacos y
  de haber peleado en su Regimiento de Bersaglieri en aquella guerra que iba a
  terminar con todas y que ensangrentó a Europa desde el año catorce. 
Este muchacho era el mayor de
  diez hermanos y fue reclutado a los diecisiete años, tenía la mirada altanera
  y era alto y robusto. 
Este muchacho altivo iba a ser
  luego mi abuelo. 
Había nacido en el pueblo de
  Orsogna, provincia de Chietti, en pleno Abruzzo celeste. Mi madre tenía una
  foto donde se lo ve de uniforme con ese  gran sombrero aludo, con su
  pluma inmensa y en el pecho tres medallas como condecoración de guerra. 
A la fuente de la plaza
  principal del pueblo iban cuatro hermanas con sus cántaros a buscar agua
  todas las mañanas. 
Un día Antonio  pasaba
  con un hermano ambos de a caballo ya que eran campesinos, cruzó la plaza y
  reparó en una de ellas, que tenía el cabello muy negro y los ojos de un
  extraño color celeste. 
Averiguó el nombre y habló con
  su padre porque quería casarse con ella. 
El padre de Antonio ensilló su
  caballo y le expuso a su paisano la razón de su visita. Cuando este le
  preguntó por el nombre, sin vacilar dijo Elisa. 
-Ah –le dijo Domingo que así
  se llamaba mi bisabuelo- pero Elisa es la segunda, y hay que seguir la tradición.
  Hay una antes, que se case con ella. 
Volvió mi otro bisabuelo a
  consultar o mejor dicho llevarle la decisión del padre de la muchacha de la
  cual estaba enamorado. 
Como la respuesta fue negativa
  volvió al otro día a ensillar su caballo y negociar el deseo de su hijo.
  Volvió a exponerle sus razones y antes que siguiera argumentando lo que él ya
  sabía lo cortó: 
-Domingo, Antonito la quiere a
  Elisa. 
-Entonces, no va a poder ser,
  fue la respuesta abrupta y tal vez inferida por el otro. 
Pero estos hombres no contaban
  con la decisión de un muchacho que casi había muerto de intoxicaciones en un
  campo de prisioneros y que volvió cuando todos lo daban por muerto. 
Una mañana como todas las
  muchachas fueron a buscar agua con sus cántaros y de pronto ocho jinetes que
  estaban escondidos detrás de la iglesia irrumpieron en la plaza. Uno de ellos
  era Antonio, mi abuelo, quien invitó a Elisa a la grupa de su caballo oscuro
  y fueron saliendo del pueblo. Al llegar a las afueras los otros siete
  jinetes, es decir sus siete hermanos,  tomaron otro rumbo y los dejaron
  solos. Antonio al paso lento de su caballo fue hasta su casa donde estaba
  reunida la familia y allí presentó a su prometida. 
Es un misterio ya para siempre
  saber qué hablaron en ese trayecto y si estaban de acuerdo antes del rapto
  por algún celestinaje o mediación anterior. Mi abuela, las veces que me contó
  esta historia, ante esta pregunta, me miraba pícaramente y sólo se sonreía,
  con esos hermosos ojos celestes llenos de luz 
Cuando Domingo se enteró.
  Corrió con su caballo. No sin antes cargar una escopeta. Pero allá se
  encontró con su ya consuegro de facto, quien lo calmó mansamente: 
-Domingo, no hagas locuras.
  Mejor andá a buscar al cura porque la chica no se va de esta casa. 
Esta fue suscinta y
  apretadamente la historia de amor de mis abuelos maternos. 
La primera parte, la más
  romántica, lo que de todos los modos rescata el amor de dos jóvenes ante las
  convenciones inútiles. 
La segunda parte tiene que ver
  con esta pampa sufrida, que tal vez un día me atreva a escribir aunque
  resulte muy triste. 
 * 
Para escribir poesía o
  recibirla  
Primero hay que saber sufrir,
  después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento 
Para escribir poesía o
  recibirla  
 hay que llegar  a
  las   preguntas   imposibles  
Para escribir poesía o
  recibirla  
hay que  luchar con
   las palabras que  no alcanzan  
 desarmar 
la mirada de lo visto  
velarla y desvelarla 
hasta que el dolor se amanse  
y acariciar  
el pequeño infinito de un
  garabato fuccia dibujado en el  aire 
 racimos  de flores  
vertidos  
por la jarra del cielo o de la
  noche 
*De Cristina
  Villanueva.  cristinavillanueva.villanueva@gmail.com 
SUCESOS DE CALLEJÓN*
A partir de las nueve de la
  mañana, podía vérsele sentado en una esquina de la Plaza de la Catedral, con
  Mariguana portando chaleco, sombrero y corbata de lacito, en la pose tan
  aprendida que ya pensábamos que dormiría así de ordenárselo su dueño. Llegaba
  con su andar de beodo, la cabeza medio metro por delante del cuerpo,
  candidato a ser atropellado por lo que le pasara por delante, protegido por
  las fuerzas del destino, que lo tenía vivo desde hacía más de cuarenta años a
  base de alcohol y una comida diaria que a veces cambiaba por un trago. 
Jamás faltaba a su cita, con
  la puntualidad de un trabajador estatal. Su sencillo negocio era una prueba
  del ingenio criollo para sobrevivir a toda costa con el esfuerzo mínimo.
  Había comenzado de pura casualidad, cuando un turista lo vio, tan trompa como
  siempre, con el viejo sombrero calado hasta las cejas, sentado en la acerita
  del Callejón del Chorro, en la puerta del solar donde tenía su cuarto y le
  observó darle una calada del cigarro al perro. 
-       
  ¡El perro fuma! - exclamó sorprendido el stranger - ¿Cómo lo
  llama? 
-       
  Le dicen Mariguana - respondió Matica sin emoción, mirando a
  trasluz la botella y comprobando una vez más que estaba vacía. 
-       
  ¿Puedo tirarle un foto? - preguntó mientras extendía su tarjeta -
  Señor... 
-       
  José Miguel Mata, para servirle. 
Respondió Matica con
  resignación, guardándose la tarjeta en el bolsillo, al tiempo que se encogía
  de hombros y le colocaba su sombrero al perro, para que no lo asustara el
  sofisticado artefacto que extraía el otro de un bolso que los raterillos de
  la zona se iban sumando para hurtar al primer descuido. 
El expedicionario encendió un
  cigarro y lo colocó en la boca del perro, se apoyó en una rodilla y disparó
  el obturador mientras Mariguana daba una inspirada chupada al pitillo que le
  miraba Matica con envidia, esperando a que se fuera el intruso para poder
  compartirlo, como venían haciendo con casi todo desde que se conocieron en
  una mona dormida en la Avenida del Puerto, enroscados bajo un banco que los
  resguardaba a tramos horizontales del sol de la tarde. 
-       
  ¡Magnífico! - concluyó el turista mientras llevaba la cámara de
  regreso al bolso, que nunca dejó de mantener aferrado bajo el brazo. 
La vida de un hombre puede
  estar dibujada hasta la monotonía en cada uno sus detalles y, de pronto, un
  suceso inesperado le obliga a dar un vuelco. Eso fue lo que sucedió cuando,
  antes de partir, el visitante dejó un billete de cinco dólares en la mano de
  Matica, cuyo lema para no trabajar era: "Si te aprieta el cinturón, te
  comes el cinturón", dejándolo tan pasmado que no atinó ni a dar la
  bendición, como hacía con la hija cuando le traía el almuerzo. 
De momento fue a celebrar con
  una botella de Chispa de Tren, ron clandestino hecho para matar las penas, el
  hígado y la conciencia a una velocidad pasmosa. Dado su poco exigente gusto
  en materia etílica y a que, de vez en vez, los vecinos le daban un vasito de
  lo que estuvieran bebiendo, con aquellas cinco milagrosas dádivas tuvo para
  varias jornadas... Cuando se vio de nuevo sin el preciado líquido, una genial
  idea iluminó la parte lúcida de su mente. 
Al día siguiente se instaló en
  lo que sería su puesto fijo, con un sombrero para él y otro para Mariguana,
  caja de cigarros en mano y un cartel que decía: 
"Retrate al perro fumador
  por un dólar" 
El éxito fue inmediato, nadie
  diría que un perro tan desaliñado diera para tanto. Fue mejorando el tocado,
  agregando el chalequito, el lazo, entrenándolo para que se mantuviera
  erguido... Sacaba para la bebida y conocía a gente de todas partes; le
  regalaban mecheros, llaveros, bolígrafos que él recogía en una bolsita con el
  emblema “Lo mío primero”, cuando la falta de iluminación le indicaba la
  llegada del final de su jornada y regalaba a los vecinos del callejón, que
  por primera vez vieron compensados los tragos del pasado. 
Se hizo tan popular que los
  trabajadores del Museo de Arte Colonial lo fueron integrando a su vetusta
  arquitectura. Cierta vez, un policía recién asignado a la zona se lo fue a
  llevar y le vino arriba una avalancha de vecinos,  de grabadores del
  Taller de Gráfica - situado al fondo del Callejón -, de camareros del
  restaurante El Patio, de floristas vestidas con batones y collares de diosas
  africanas poseedoras de permiso legal para dejarse retratar por los turistas,
  de peinadoras de trencitas, de integrantes del grupo musical “Los Mambisitos”
  – no se sabe por qué “itos”, en realidad deberían ser “los veteranos” - y si
  no se va rápido, le sale hasta el obispo, que ese día oficiaba  misa en la
  Catedral... 
A partir de ese momento, nadie
  perturbó su paz, hasta las cámaras de vigilancia del Casco Histórico
  esquivaban la mirada y lo dejaban intocado, compartiendo con su mejor amigo
  cigarros, ganancias, almuerzo, besitos de despedida de Orishas y peinadoras y
  tragos pagados o regalados. 
La identidad del iniciador de
  tan magna empresa fue develada una mañana de domingo, cuando la hija vino a
  hacerle la limpieza mensual, consistente en sacar las botellas vacías y
  llevarlas a vender, botar la basura acumulada y echar mucha agua con
  detergente por todos lados. Entre el grupo de periódicos guardados por el
  padre para colocar encima de las aguas del chucho, encontró un sobre
  certificado de buen tamaño, aún cerrado, con sellos anunciadores de otros
  mares. Matica no supo explicar como había llegado a sus manos, probablemente
  lo habían metido por debajo de la puerta, o se lo entregaron en uno de esos
  momentos en que no reconocía ni su imagen en un espejo. 
Contenía una revista de lujoso
  empaque. Al lado de un reportaje sobre un monasterio tibetano con fotos de
  monjes haciendo un mandala, en un artículo sobre las maravillas de la villa
  de San Cristóbal de La Habana, estaba la foto de Mariguana con sombrero,
  echando humo por los costados del hocico, con un Malboro entre los oscuros
  labios. Al fondo, sonreía Matica. 
Como era de esperar, hubo
  fiesta en el Callejón del Chorro, Matica y su perro tomaron hasta perderse el
  final. La celebración fue en grande, las Orishas invitaron hasta a un
  trovador que para buscarse la vida cantaba mariachis en el malecón, un 
  pintor del Taller se ofreció a hacer una litografía de los dos personajes, "parte
  ya del entorno citadino"; un poeta, más conocido como repartidor de
  pizzas en bicicleta, le improvisó una oda llena de emociones encontradas...
  Para cerrar, sacaron los cajones y formaron una rumba que duró hasta que las
  estrellas comenzaron a palidecer. 
Los vecinos se fueron
  retirando a descansar un rato antes de recomenzar su jornada, le siguieron
  los pintores, el trovador y el poeta, a quien tuvo que llevárselo uno de los
  pintores que vivía en un cuartico encima de El Patio, pues de puro bebido no
  recordaba su dirección y nadie se atrevía a dejarlo solo con la bicicleta. Se
  fueron también las diosas africanas, con los vestidos ajados de tanto meneo
  convulsivo, única manera de gozar el ritmo arrancado de las cajas.
  Finalmente, la hija del homenajeado se encargó de arrastrarlo hasta el
  camastro, ayudada por el policía, con quien comenzaba a entenderse desde que
  el marido la dejó por unas jimaguas... La entrada del solar se cerró de un
  sonoro portazo… Nadie imaginaba lo que seguiría a ese festivo amanecer. 
A las nueve de la mañana,
  Matica no estaba en su puesto oficial. Todos comprendieron que la excitación
  lo había obligado a tomar la sabia decisión de dormir unas horas más, pero a
  la altura del mediodía empezaron a inquietarse por su ausencia. Cuando la
  hija pudo hacer su escapada diaria con la cajita del almuerzo en la mano y no
  lo vio sentado en la entrada del Museo, preguntó por él con alarma,
  obteniendo una muda respuesta. Tras intercambiar una mirada telepática,
  corrieron a tumbar a golpes la puerta del cuarto de Matica... Sus setenta
  años mal cuidados, no habían podido soportar tanta emoción. 
La puerta cedió: El cuarto
  estaba vacío. Ni el hombre, ni el perro, ni la revista. 
Se organizó al momento una
  partida. Se repartieron las calles, callejones, avenidas, plazas, portales y
  bancos de la vieja ciudad para encontrar al monumento nacional extraviado en
  la alborada de su gloria. 
La búsqueda fue infructuosa, a
  pesar de que el policía sumó a sus colegas de la zona. No se pudo hacer un
  reporte oficial, habían de esperar al menos cuarenta y ocho para que las
  preocupaciones de la hija fueran escuchadas. Todos callaban una turbia sospecha: 
  al escuchar su edad y hábitos, se le daría simplemente por ahogado en las
  aceitosas aguas de la bahía. Era lo que se estaba temiendo desde hacía
  cuarenta años, cuando la mujer lo dejó, llevándose la niña, los muebles y el
  dinero, dejándolo a solas con el alcohol. 
-       
  Yo sé lo que se traen en mente, por eso mejor no denuncio nada,
  total, nadie lo va a extrañar - rompió en sollozos la única persona que lo
  amó. 
La confortaron como pudieron,
  le rogaron esperar... Pero no dos, sino tres días transcurrieron sin noticias
  de su paradero. Al anochecer del tercero, Doña Leo, la dueña del
  restaurancito donde trabajaba la hija del desaparecido, iniciada en los
  misterios de la transculturación y los contactos con otros mundos, propuso
  reunirse en el patio del solar y hacer una rueda espiritual. Tal vez con fe,
  manos unidas, una ofrenda de aguardiente, miel y tabaco, tendrían suerte de
  localizar al espíritu, quizás instalado en los prados del infinito. 
-       
  Las búsquedas del otro lado funcionan mejor que las del lado de
  acá - sentenció mientras atraía a la doliente al ruedo para que sostuviera
  una póstuma entrevista con el padre. 
Terminados los rezos
  propiciatorios, despojados con ramillos de hierba buena y albahaca los
  presentes, entre los que se incluyeron varios pintores, el trovador, el
  policía y el poeta, que no se perdía la ocasión de degustar el alcohol ni por
  el miedo que tenía a los encuentros con la otra orilla; se encendieron tres
  velas: una para el Ánima Sola que vaga por los caminos de ambos mundos; una
  para el ángel de la guarda del difunto y otra para Eleguá, dios del destino.
  Se colocó una copa de aguardiente entre siete vasos con agua, representativos
  de las Siete Potencias; se ofrendó miel a Oshún, que vuela sobre el aura
  tiñosa y todo lo ve, representada por una de sus hijas, la florista que
  vestía de amarillo. Ardió un tabaco de la mejor calidad, esparciendo su aroma
  por el Callejón. 
De manos apretadas, los
  presentes comenzaron a invocar a  José Miguel Mata; reclamo que empezó
  en tono murmurador y fue elevándose hasta convertirse en el grito de:
  ¡Matica, ven, acude a nuestro llamado, donde quiera que te encuentres!, capaz
  de estremecer las paredes semiderruidas del viejo caserón. 
-       
  ¡Ya está bien, ni que fuera sordo! 
Un coro de alaridos acompañó
  la entrada de Matica, seguido por Mariguana que fue directo para el Cohiba,
  mordiéndolo por el lado correcto y dando una intensa aspirada, mientras su
  dueño estiraba la mano para agarrar el aguardiente, sin importarle la opinión
  de las potencias africanas. 
-       
  Caballeros, que no se diga, déjense de tanto grito - dijo el
  policía -. Yo de espiritismo no sé nada, pero ningún muerto se le cuela así
  al alcohol. 
Para terminar de convencerlos,
  Matica echó unas gotas al piso, que el perro se apresuró a lamer, momento que
  aprovechó para tomar el habano que dejó caer, estilo fábula de la zorra y el
  cuervo, halar una sillita y estirar las piernas. 
-       
  Ah, qué bien se siente estar de regreso... - expresó con un
  suspiro de satisfacción, extrañamente sobrio -. Los hombrecitos azules serían
  muy hospitalarios, pero de fuma y bebestibles no ofertaban nada. 
Tras haber recibido el apretón
  de manos de los presentes, de casi fallecer ahogado entre los brazos de la
  hija, de beberse otro trago y de mandar a echarse a Mariguana, que insistía
  en colocarse en su postura vertical para que le dieran un cigarrillo, Matica
  se sintió con ánimos de contar su historia: 
-       
  Estaba aquella noche durmiendo la mona, cuando una luz me dio
  en  plena cara, despertándome de un salto. Delante de mí se hallaban dos
  hombrecitos azules, con cabezotas en forma de huevo y ojos saltones. Uno de
  ellos portaba una linterna. El otro tenía en la mano mi revista y me
  señalaba. Mariguana salió de debajo de la cama y comenzó a gruñirles, pero
  eso pareció convencerles de que éramos los que buscaban, porque el de la
  linterna apretó un control remoto y nos vino a recoger un tubo que no sé de
  dónde salió ni cómo atravesó el techo sin romperlo, por el cual ascendimos al
  interior de la nave. Sí, señores, no me miren con esa cara de espanto,
  ¡Mariguana y yo en una nave espacial, climatizada, con dos piscinas y
  habitaciones privadas, mejor que un cinco estrellas, que las de las películas
  de la tanda del domingo! 
Paró para solicitar con una
  seña que le llenaran de nuevo el vaso, parecía más seco que los mares de la
  luna. Normalmente se hubieran reído ante tal afirmación, lo hubieran tildado
  de mentiroso, de borracho, loco, pero ni los tres días de misteriosa ausencia
  alcanzaban para explicar el único hecho que los tenía atados a los bancos, al
  suelo, a los escalones, a las sillas sacadas del restaurante para formar el
  ruedo espiritual: Por primera vez desde que la soledad se cernió sobre su
  destino, Matica no estaba ebrio... 
-       
  Me tuvieron tres días haciéndome entrevistas; hablaban bastante
  bien el español, mejor que muchos de los turistas con quienes me topo en el
  trabajo. Fueron muy amables, hasta nos bañaron a mí y a Mariguana, nos
  lavaron la ropa, todavía tengo pegado el olor de los aceites esenciales que
  nos echaron - un murmullo de aprobación se regó por el patio -. Me contaron
  que estaban haciendo una especie de zoológico con habitantes famosos de los
  planetas explorados. Habían visto la foto de nosotros en la revista y nos
  habían seleccionado. Se supone que fuera un honor, pero, si quieren oír la
  verdad, ¡me tenían loco con lo de la vida sana! Nada frito, cero aguardiente,
  ni ron, ni siquiera un vinito dulce después de las comidas, ¡no conocían el
  chispa! De cigarros ni hablar, al perro me lo tenían con temblores por la
  falta de nicotina. 
-       
  Pero si llegaste nada menos que al espacio exterior, con lo
  difíciles que están las visas, ¿qué haces aquí, Matica? ¿Por qué no te fuiste
  con ellos si como quien dice lo que te queda es una fumada? - preguntó el
  poeta. 
-       
  Imagínense, la idea de pasar lo que me queda a base de verduras
  al vapor, pastillitas de algas y agua me sonó a un tormento peor que el calor
  de agosto en el infierno, por eso cuando me dijeron que mi cuerpo estaba muy
  intoxicado por el alcohol y el tabaco, que el perro andaba por el estilo y
  por tanto temían que no les duráramos mucho, les exageré la cosa: les puse mi
  hígado al borde de la explosión, los pulmones de Mariguana hechos un desastre
  biológico. Los convencí que no era el ejemplar ideal para su zoológico, que la
  inversión no valía la pena. 
-       
  ¿Y renunciaron a los terrícolas y se fueron así como así?
  ¿Dejaron el zoológico incompleto? - interrogó el poeta, haciendo pensar a los
  presentes que envidiaba en algo la suerte del reaparecido. 
-       
  No, se fijaron en la página de al lado y se fueron a buscar a uno
  de los lamas, pero antes me dejaron en la Avenida del Puerto. No tienen idea
  de cómo se pone el tráfico estelar, tuvimos que atravesar un embotellamiento
  en el triángulo de las Bermudas, si no, hubiera llegado al mediodía. Les dejé
  la revista de regalo, era lo menos que podía hacer. 
Al otro día estaba Matica en
  el lugar y a la hora de siempre, tan borracho como siempre, con su perro
  engalanado con lacito nuevo, obsequio de uno de los vecinos, que se ganaba la
  vida bailando en zancos por las calles, ahora retirado tras conquistar el
  amor de una voluminosa danesa – la gran danesa, le decía él -, con quien
  partía a descubrir la nieve. A su lado, con retoques de pintura fresca, su
  cartel anunciador de la octava maravilla del mundo moderno. 
Había retornado la calma al
  solar después de la rumba de bienvenida, de los chicharrones que frió la hija
  del redivivo, de las cervezas aportadas por los grabadores, del añejo que
  destapó el policía, del cava donado por el trovador-mariachi, los tabacos de
  los Mambisitos, el aguardiente de las floristas, el Akvavit, regalo del
  zanquero y su novia, que corrieron en cuanto se enteraron de la noticia,
  interrumpiendo la celebración privada de su última noche habanera – según una
  extensa explicación de la gran danesa, que duró más que el contenido de la
  botella, el akvavit o agua de la vida fue registrada por la historia cuando
  fue obsequiada a un arzobispo, allá por el 1531, como "una ayuda para
  todo tipo de enfermedades que un hombre pueda tener interna y
  externamente". Sumemos el chispa de tren que sacó el destilador –
  fórmula emergente que, si nos atenemos a lo escuchado, salvó a Matica de
  aparecer como especie de exhibición en un zoológico de otra galaxia -, el
  whisky que mandaron desde El patio, las croquetas de una de las peinadoras,
  los tamales de la madre de Oshún, los tostones de Doña Leo y la pizza gigante
  traída por el poeta - a quien le instalaron un catre en el cuarto del pintor
  para que no tuviera que arriesgar su vida en la bicicleta, ya para susto
  habían tenido bastante -. La frase que recorría cada brindis y recibía cada
  bandeja de chicharrones plenos de colesterol era: ¡Lo que se están perdiendo
  los amantes de la vida sana! 
Pero luego de la alegría
  etílica del regreso, nadie volvió a retomar “en serio” el motivo esgrimido
  por Matica para explicar sus tres días de ausencia. No se buscaron segundas
  explicaciones, tampoco se negaba la primera, se optó por el silencio, lo cual
  no equivale a decir que “por el olvido”. Simplemente no se comentó más su
  extraña historia en ese microuniverso que constituye un solar viejohabanero
  dentro del macromundo cubano, donde todo suceso tiene repercusiones y ecos
  infinitos, por pequeño que sea. No hubo las esperadas burlas. Y es que tal
  vez, por imposible que fuera, llegaron a creerle. 
Solo una nave espacial,
  parqueada más allá de la atmósfera terrestre, pilotada por hombrecitos
  azules, podía mantener a Matica tres días lejos de la bebida. 
*De
  Marié Rojas.
La
  Habana. Cuba.
-Premio “Ron y Miel”,
  ediciones Comala, España, 2003. 
El enigma no es la carne de muñeca* 
Una cadena de
  pelo oscuro y salvaje  
desata el parto de la noche sobre mis manos. El arte es el ojo del mendigo, el hambre de un desnudo sobre el escenario de los cuerpos la flecha que perfila las costillas la nave que se hunde en el aljibe de los vientres. Como una lluvia de clavos sin paracaídas, el enigma llega en el momento exacto en que las flores se tornan negras dentro de las jarras cuando las risas de las paredes cortejan los oídos de las sombras. Una lisonja va a morir debajo de la silla arrastrando su silueta de goma espuma como una muñeca abandonada en su traje de cortesía sin rostro. Mi poema no es la esposa que espera la hora de vestir la mesa para abrigar el fastidio debajo de la desnudez de sus vajillas Mi poema es la amante que vigila la bebida de las voces en las telas, el hechizo de los lobos sobre el canto de la piedra, el latido de su nombre bajo mi esternón 
*De Marcela
  Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar 
*** 
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LUCAS
  MONTEVERDE. 
-Por Ferrocarril Provincial- 
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Al salir de la Estación de
  empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido
  por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías
  del ferrocarril provincial con destino a La Plata. 
-las estaciones por venir en
  el ferrocarril Midland: 
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KM 12.  LA
  SALADA.  INGENIERO BUDGE.  
 VILLA FIORITO. VILLA
  CARAZA.  VILLA DIAMANTE.    
PUENTE ALSINA. 
  INTERCAMBIO MIDLAND. 
-las estaciones por venir en
  el ferrocarril  Provincial: 
EMILIANO REYNOSO. 
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  DE TOLEDO.    POLVAREDAS. 
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  TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE. 
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