martes, diciembre 10, 2013

UNA EXTRAÑA TERSURA ESMERALDA QUE FULGURABA CON EL SOL...

 
 
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
 
TRISTEZAS DE CHAMUCHINA*
Al poeta Jorge Isaías
 
 
NOCHE DEL 52

Las vecinas lloraban por
      Evita,
recuerdo, en el club y
      en la despensa,
como quien pierde
a su hermana o a su
      prima
–eran los años en que
      los peones
tuvieron su día, su ley
      y su camisa–.
“Debemos ser fuertes”,
      escuché
decir a una de mis
      tías
en esos días lentos y
      extraños
que después, mucho
      después,
relacioné con otras
      horas
de la historia en que
      la gente
y las esquinas de los
      barrios
se ven grises, ausentes,
      y muy tristes.






TANGOS Y MILONGAS
DE LA UNIDAD BÁSICA

Los brillos y el viento de
       las calles
del barrio eran distintos;
       había
tardes en que todo se
       teñía
y se extendía en altas
       ondas
de De Angelis que daban
       contra
el paredón del taller
       y regresaban
en su eco; otras tardes,
       las menos,
eran de Di Sarli o de
       Tanturi,
y de esas notas que
       volaban
       armoniosas.
Los árboles, las veredas,
       los frentes
de las casas y los
       vecinos
que pasaban iban así
tomando esos colores
       y esos tonos
vespertinos, amables y
       tan nuestros.






EL CASAMIENTO

El casamiento fue
      noticia
en todo el barrio,
      por lo menos
un mes antes; y las
      viejas
vecinas comentaban.
      Los novios
estaban algo tensos
      cuando
llegaron en taxi de la
      iglesia
y los pocos
      familiares
reunidos abrazaron
      a la novia.
Sólo había en el patio
      ocho
invitados, y una
      parrilla
al fondo, que echaba
      humo
entre el excusado y
      las plantas.
El perro de la casa
      se mantuvo
todo el tiempo echado
      al pie de la pileta.
No hubo torta; no
      hubo
valses ni risas ni
      confites;
sólo abrazos y una
      lágrima
perdida del dueño
      de la casa.
Desde la radio, que
      estaba
en la repisa, podían
      escucharse
los bailables.      
 
 
 
 
EL BUCANERO

El bucanero White tuvo
       una calle
con su nombre en nuestro
       barrio,
también don Medina, y
       el viejo
Cunningham, aunque en
       el caso
de éste se trató de un
       pasaje
de tierra que doblaba y
       no iba
a ningún lado; aunque
       por esos
años todos creíamos
que ese barrio lejano,
       o perdido,
no iba a ningún lado;
       quedaba
en sí, siempre en sí,
       muy en sí;
pero eso a los viejos
       vecinos
les bastaba.



                
*Poemas de Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
 
-“Tristezas de chamuchina” está dedicado al poeta Jorge Isaías,
como abrazo por su “Crónica gringa” y por la vieja amistad.
 
 
 
 
 
UNA EXTRAÑA TERSURA ESMERALDA QUE FULGURABA CON EL SOL…
 
 
 
 
 
 
 
AL ESCAMPE*
 
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Aquellos lugares siempre nos traían el recuerdo en las alas de las mariposas que en todos los veranos ganaban las calles y la punta de los tamariscos y en los paraísos que festoneaban los hondos callejones hundiéndose en el campo, que tenía el olor de la alfalfa recién cortada y las florcitas blancas que coronaban los tréboles de cuatro hojas, muy preciados por nuestra inocente búsqueda de la originalidad.
Habrá razones objetivas para que esa nube de mariposas blancas y amarillas haya desaparecido de nuestro paisaje para siempre, yo sólo noto su falta, como en los días en que las tormentas de verano se precipitaban, primero levantando un poco de tierra desde el fondo último de los campos, y luego un ejército de alguaciles zumbadores se entrechocaban en el medio del viento y cuando los primeros goterones caían como monedas pesadas sobre la tierra iban desapareciendo como por arte de magia y cuando la lluvia era un tapiz oblicuo y obcecado sobre las cosas y los hombres, los animales y las casas que iban largando agua a chorro por los caños de chapa cantarines que abrían grandes charcos cuando tocaban el suelo hacía un rato de tierra seca y ahora una gran mancha de barro expandiéndose y dando camino a los sapos que cantaban su alegría y abandonaban sus cuevas con sus crías donde habían estado sofocándose durante días y días. Era muy difícil que en pleno verano ocurriera un temporal, nada hay más cierto ese refrán popular que dice de la cortedad y prontitud de las tormentas de verano. Por más que los relámpagos rajaran el cielo como si fuera una sandía gigantesca y los truenos amenazaban partir la tierra en un instante. No pocos minutos después, como por arte de magia el agua que había sido hasta allí una blanda cortina líquida, y el escampe acontecía con su arco iris inmenso e inevitable, y las gotas iban brillando sobre los pastizales porque al día le sobraba claridad y un sol largo antes que deviniera el crepúsculo.
Las no pocas cañadas que en aquel tiempo rodeaban el pueblo hincharían de agua su cauce lleno de juncos, espadañas y nidos de chorlitos y bandurrias, y patos crestones que escapaban raudos a los tiros de los primeros cazadores furtivos que ya andarían probando matar algún bicho acuático para engrosar una olla flaca de por sí.
Los siriríes siempre desconfiados ya volaban muy alto, muy por encima de las municiones y de las detonaciones de las escopetas. Nunca supe hacia que lugares volaban, salvo que su grito característico de donde viene su nombre iba hendiendo lento, perforante el cielo quebrado del atardecer.
A veces he pensado que los patos siriríes se iban acercando hacia esas nubes bajas y sobrepasándolas irían a buscar lagunas que le dieran mayor seguridad a la vida suya y a la de sus pichones, y esos lugares debían estar muy lejos de las poblaciones, que los humanos llenaban de peligros, para su ansiada libertad.
Los recuerdos más gratos de aquel tiempo, sin embargo, terminan siendo  no la lluvia y las tormentas, sino el final de todo ello. Cuando obteníamos el consabido permiso paterno para chapotear descalzos en ese lodazal en que se transformaban las calles, y el agua se atropellaba en los hondos zanjones que drenaban hacia el campo pasando por la última casa que no era sino la de don José Vélez, frente a la chacra de la familia Pozzi.
Todos los que fuimos chicos en aquel tiempo remoto coincidimos que luego del juego del fútbol, nada se aproximaba más a la felicidad que esas carreras con barquitos improvisados que aprovechaban la rápida correntada y que casi siempre perdíamos porque iban esa aguas a desembocar en la cañada  más cercana al pueblo y que  no era otro que la del gordo Compañy.
Esos días inolvidables que apenas podemos rescatar de las brasas casi apagadas del recuerdo y que era esa sensación de libertad que nos proporcionaban esos pies descalzos, esos pantaloncitos cortos que nuestras madres hacendosas cosían, ese torso desnudo que llevaban las marcas de las sanguijuelas y los mosquitos, ese afán de piratas, de bucaneros o de corsarios que leíamos en los libros del gran Emilio Salgari, que nos proporcionaba dulcemente doña Julia, ese hada buena y protectora de la infancia perdida para siempre. Y nosotros no mirábamos sino esa correntada que se llevaba nuestros frágiles barquitos hechos de maderas diversas,  latas u otros materiales igualmente desechables.
No mirábamos el cielo porque si no hubiéramos visto el vuelo de los patos hacia los cañadones más lejanos, las gaviotas que en sus alas sostenías los rayos de ese sol débil que ninguna cigüeña había podido sostener con esas inmensas alas que simulaban dos nubes blancas percudiendo el cielo recién lavado, impoluto que se interponía ante nosotros como la matriz más secreta de todos los relatos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
SOLEDAD*
 
Filiación de llovizna.
Santa Fe, 1956
 
 
Nunca dejé aflorar
hasta la arcilla
ni imágenes de secas orfandades
ni rituales de agravios insistentes
ni hoscas penas
ni fuegos subterráneos
ni filiación de súplica
ni alquimias
engendrando
en redomas sin sosiego
en sediciosos úteros de azogue
la fuerza desgarrada de mi canto
Rehén de las cabriolas más rebeldes
me empeñaba en hilar mis talismanes
en maquillar de olvido la intemperie
a pura carcajada de payaso
en cubrir
a mansalva
cada grieta
rasgando las membranas de mis máscaras
en colgar
de patíbulos prolijos
ramilletes de cielos coagulados
Sólo en la libertad de los silencios
mientras andaba
el mundo
en madrigueras
paría la esperanza de mis versos
derramaba el calostro de mi llanto
Nadie supo
jamás
de tantas muertes
de tanto sueño andando por mi sangre
porque
sólo entre pulsos de tinieblas
pujando en soledad
nacen los pájaros
 
 
 
*De NORMA SEGADES - MANIAS
 
 
 
 
 
 
 
Incendios*
 
 
 
Es una vieja promesa: tenemos el desierto por delante y dos motos que responden bien. La mía es una ruidosa Tehuelche de industria nacional. Mi padre, desde su Vespa, se vuelve y me grita que ahí el general Roca chocó con los indios. No sé si es verdad porque mi padre es un mistificador de la historia nacional, un mentiroso de aquellos. Va con el pucho en los labios y las antiparras blanqueadas por el polvo, estira el cuello como si se asomara por encima de la historia. En el maletín lleva pastelitos de dulce de membrillo y tortas fritas que compramos en Acha antes de internarnos en el puro desierto. Para mí es como estar en un cuento de Kipling, pero sin árboles africanos.
Mi padre había prometido volver a su mocedad de motores y distancias y esa aventura calzaba bien al esplendor de mi juventud. Ahí donde él dice que fusilaron a los indios hay como un paredón de piedras que han llegado de otro sitio pero cómo, para qué. Vamos por el huellón que años después será una ruta y al entrarle a la curva, cerca de los abrojos, mi padre hunde las ruedas en el polvo y sale lanzado por encima de los matorrales. Es un polvillo liviano y traicionero que cualquier buen piloto habría tomado en diagonal, como se encaran los rieles o las grandes verdades. Pero mi padre no es el avezado rutero que dice ser. A tantos nos pasa. Sus consejos son siempre buenos pero no hay manera de que los ponga en práctica a la hora de necesitarlos. Y ahí va, volando como una gigantesca águila blanca, planeando sobre el campo y los lejanos tiempos en que estuvo enamorado por primera vez. La caída es estrepitosa y ridícula; una rodada de anchos pantalones de sarga a los que van a pegarse los abrojos y los malos recuerdos. Lo jodido de ser joven, supongo que piensa mi padre mientras me mira avergonzado, es que lo peor todavía está por venir. Creo que habrá pensado así mientras se sacaba los abrojos como si fueran pulgas.
La cantimplora se ha volcado, la moto no deja de bramar ahí tirada; el matorral de espinillos petisos se inclina con el viento. Dejo la Tehuelche en la hondonada y voy a buscarlo. Tiene una sonrisa boba, metida para adentro, como si lo hubieran sorprendido robando naranjas. Se levanta las antiparras y me dice que un golpe de aire le torció el manubrio justo cuando buscaba la diagonal. Si fuera a creer todo lo que dice no estaría detrás suyo, en esas fronteras que ahora vuelven a mí para cruzarse con otras que intuyo adelante. Le paso las manos por debajo de los brazos y lo levanto hasta que al fin hace pie. Le da una patada furiosa a la Vespa y de pronto me señala un resplandor: una mancha roja que se abre paso por debajo de las nubes, allá donde nuestro camino se pierde en el horizonte. Ya había visto otros incendios me dice, pero en el río, cerca de Campana, nunca en el desierto.
Levanta la moto, comprueba que está bien y me indica unos arbustos que pueden darnos un rato de sombra. Saca los pastelitos y prepara el mate en silencio. Al rato me doy cuenta de que se está devanando los sesos para encontrar una manera de atravesar el incendio sin quemarse el bigote. Le
digo como al pasar que tal vez sería mejor volver a Acha con el fresco de la noche. Enseguida se le tuerce la boca en un gesto sobrador. Otra vez me quiere mostrar su omnipotencia. Sólo que ya soy grande y no me creo lo suyo.
De chico me impresionaba porque sabía hacer cálculos complejos y se conocía de memoria las capitales de todo el mundo, pero después empezamos a alejarnos, a mirarnos con respeto, pero sin ternura. Ahora me daba cuenta de que ya venía jugado. Andaba buscando incendios no para apagarlos, sino para
desafiarse a sí mismo; cruzaba ríos por el gusto de ganarle a la correntada y si le inventaba historias a los próceres era porque anhelaba haberlas vivido en carne propia. Como si fuera Roca peleando contra los indios. Así le iba: desde que salió a las provincias llevaba rotos un brazo, la cabeza y varias costillas. Piloteaba cualquier cacharro a toda velocidad sin enterarse de que era pésimo al volante. A veces iba preso o lo trasladaban por irrespetuoso. Casi siempre terminaba mal. Por eso, quizá, rumiaba la idea de irle de frente al incendio y al caer la noche trazó la hipótesis, escuchada en alguna parte, de que la mejor manera de combatir el fuego es ponerle más fuego.
Insisto en volver a Acha y él se pone furioso. Un tipo joven y que lleva su apellido no puede ser tan cagón, me grita y enumera imposibles blasones familiares. Sabe que no vamos a cruzar entre las llamas, pero un día podrá contar que fui yo quien se lo impidió. Al rato abre el bidón de nafta que llevamos de emergencia y se sienta a dibujar en la tierra el círculo de seguridad que se propone crear quemando un kilómetro de arbustos. Lo dejo hacer, lo escucho y me digo que nunca ha dejado de ser un chico. Todo lo
hace sin pensar en las consecuencias. Esa clase de tipos que salen a comprar cigarrillos y tardan cinco años en volver.
A la hora de la cena el fuego aparece allá enfrente y una humareda negra cubre la luna. También, por fortuna, se ven relámpagos y pronto empiezan los truenos y las primeras gotas. Supongo que ha estado rezando para que Dios lo saque del apuro, pero lo primero que le oigo murmurar es que así debe ser el
Apocalipsis. Fuego y agua, vientos cruzados; víboras que huyen y pájaros incendiados. Mi padre levanta los puños como un poseído, recita salmos de desastre y corre en círculo vaciando el bidón. Me dice que lleve las motos bien lejos y cuando vuelvo prende el encendedor. Un par de veces se lo apaga
la lluvia hasta que por fin una mata toma fuego. En ese momento no pienso en el peligro, sino en el ridículo. Para que no entren las víboras, dice, por eso hizo un redondel de llamas. Furioso, lo agarro de las solapas y le grito que basta, que se deje de joder. Ya está lloviendo a cántaros y no tenemos
con qué cubrirnos. Al fin me pega un empujón, tose y se sienta a contemplar el desierto que ha elegido para medirse con sus fantasmas. Ya es tarde para salir de ahí porque el agua ha embarrado el camino. Igual, nunca me había pasado de sentirme tan dispuesto a romper con él y sus manías. Fui corriendo
a buscar la Tehuelche y empecé a desandar el camino, entre relámpagos. no me importaba abandonarlo a su suerte. Sin público que impresionar iba a volverse más razonable, supuse en ese momento y todavía pensaba lo mismo cuando escampó y me senté a esperarlo en una estación de servicio.
Pero no vino. Pasaron helicópteros, bomberos, tropas de auxilio y mi padre no llegó. Pregunté si habían encontrado gente atrapada allá y me dijeron que a dos alemanes y un viajante de comercio. Dormí un rato en el galpón de la gomería, cargué nafta y me largué de nuevo por el desierto. El campo tenía una extraña tersura esmeralda que fulguraba con el sol. Los arbustos habían ardido hasta que el buen dios que acompañaba a mi padre les mandó un chaparrón. Sobre los huellones había grandes pájaros quemados y eso sí que no pude olvidarlo nunca.
Volví muchas veces a la llanura y siempre pensé en mi padre y en mí, en aquel que era entonces. Ahora el niño soy yo y mi juguete es la palabra: puedo hacer que ardan de nuevo aquellos pájaros y trazar un arco iris al amanecer. Ahí está mi padre, en un boliche a la entrada del pueblo. Lleva un piloto largo y parece Clint Eastwood al final de Los imperdonables. Está un poco borracho y al verme llegar se le dibuja en los labios una mueca de desdén. Me siento frente a él y pasamos una hora en silencio. De tanto en tanto, tose hasta ahogarse. Por fin, cuando se le terminan los cigarrillos, me mira a los ojos y me pregunta a dónde voy.
Al mismo lugar que él, le contesto. A comprarle juguetes para que crezca y de una vez por todas aprenda a andar solo por el mundo.
 
 
*De Osvaldo Soriano. Incluido en "Piratas, fantasmas y dinosaurios"
Editorial Norma. Bs. As. Edición de 1996.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TURMALINAS*
 
 
 
No, mi niño no es el gemido de la guerra, es el hambre.
Los piojos. La leche agria. Las manos escarbando la basura.
No temas. Son otra vez, los axiomas sagrados.
La vida es tan sencilla como lo es la muerte.
Gota a gota desborda el malecón.
La vida. La supervivencia. Es tan sencilla y áspera.
Pétalo. Lengua de gato. La lima no es un fruto.
Tan sencilla y filosa. Amor mío, rebana el pan de miel.
Hoja roma, rama seca, cuchillito del monte.
Es el hambre y el frío. Sopla, mi amado, sopla. Mas!
No, no sueñes, no es la hora. No.
Partida de abedules. Barquito que no vuelve. Una cruz en la tierra.
Amor amor. No soples más. Son fuegos fatuos.
“Ay que prado de penas”
“! Ay que dolor de sangre prisionera me está clavando agujas en la nuca!”
Hazme otro niño. La tierra está desierta.
Te esperaré disimulada en una marcha de cuchillos.
Rastrojos en la siesta. Tus manos artesanas.
Cúbreme con turmalinas negras.
Almizcle. Soledad de cicuta. No. Tregua ni pausa.
Me desnudó despacio y a escondidas de Dios.
Empecinadamente. Toro. Semental. Gallo de riña.
Trago a paso. Paso a mano. “pasará, pasará y el último quedará”
Me quitó una bandada de gaviotas mueras.
Un halcón. Una cigarra. Una ameba.
Vamos a Babilonia. Negro que te quiero negro.
Claveles dispersos en las playas. Virgen del mar.
Barro y arcilla, entre tus manos.
Stop. No pasar, calavera de vidrio.
La muerte es tan sencilla, como lo es la vida.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
*
 
 
nos tocan las palabras
con esa impunidad que lleva a la nostalgia
del tiempo que nunca se tuvo
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
***
 
 
Inventren Próximas estaciones:
 
 
 
 
EMILIANO REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
 
 
 
LA RICA
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