*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
ABUELO*
Un nombre en
los espejos.
Santa Fe, 1956
Su oficio era
la ausencia
Navegante
de tantas
sucesivas soledades
de tantas
orfandades corrosivas
de tanto río
áspero
colérico
tendía sus
pupilas de horizontes
y amarrado al
timón de su nostalgia
señalaba los
rumbos a las proas
que
siempre
lo traían de
regreso
Moreno.
Con los soles
de Galicia
-soles de
silenciosos ostracismos-
fluyendo a la
memoria de sus pieles
por la sangre
de un padre aventurero
enarbolaba
tercas rebeldías
alteraba
relojes
estructuras
inhalaba
en anónimas
veredas
sus filamentos
de tabaco negro
Dicen que no
era fácil
que reñía ...
Para mí fue una
risa
vendimiando
los racimos
jugosos de la parra
los rubíes
al núcleo
amarillento
fue aquella
mano que erigió mi infancia
en la
complicidad de sus rituales
y encadenó
la luz de mi
memoria
al muelle
natural de su recuerdo
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
MAR Y CIELO. CIELO Y AGUA…
BENITO ECHENIQUE
CANTA*
Luna de mirada
mora. Surcos de panes morenos.
En un paraíso
nuevo, Benito Echenique** canta.
Lengua afuera,
seco día. Lengua nocturna, tibia caverna.
Oleajes de mar
y miel.
¡Ay, las
lejanas colinas!
Trigales de
brotes nuevos en su pena de labriego.
Mar y cielo.
Cielo y agua.
Luna,
temblorosa luna. No he de olvidar su mirada
¡Madre que
lejos quedaste!
Galopa y galopa
lunas, sopla las velas del tiempo.
Sangran
dormidas las guerras.
El azul pasa al
rosado y el rosado pasa al rojo.
Vino solo con
lo puesto, la boina el hambre y el miedo.
Cuando anochece
el cansancio, Benito Echenique canta
Sentida canción
antigua con rumor a castañuelas.
Manos con olor
a tierra se posan suaves y breves.
¡Ay, Andrea!
Andrea Sosa.
¡El palpitar de
tu vientre!
Prepara mi amor
tus pechos que es noche de luna llena.
Febrero de
nueve lunas, niña de mirada mora.
Lloran la madre
y la niña, Benito Echenique canta
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
-Poema
musicalizado en tiempo de Cueca por María Celeste Rosales Arellano, con
arreglos en guitarra de Miguel Reynoso.
** Los nombres
propios utilizados son verídicos
Pescados*
La situación
empezó cuando la señora octogenaria se frenó delante de nuestra mesa para leer
el diario que en ese momento leía mi novio. Eso es lo que me perturba de estar
sentada en una mesa de la vereda, que la mesa se funde con la multitud. Pero la
tarde estaba demasiado tentadora como para meternos adentro con aire
acondicionado y televisores (antes se podía elegir, ahora casi todos los bares
tienen televisión). La mujer no me hablaba a mí, sino a mi novio. Primero le
preguntó si le molestaba que leyera de parada el mismo diario, después le dijo
que era muy amable y muy guapo, después le tocó el antebrazo y descubrió un
tatuaje, subió un poco la remera para verlo mejor. La mujer no estaba sola,
venía agarrada del brazo de hombre, al que solo soltó para enganchar el brazo
de mi novio y hacer la farsa de que se lo llevaba: ah, si tuviera otra edad. Su
encanto era evidente. Tan extrovertida, tan sensual en su cuerpo. Todos nos
reímos: mi novio, ella, yo. El hombre sonreía, me llamaba la atención su
aplomo. El tipo estaba callado, acompañando a esta mujer que acababa de abordar
a una pareja de extraños (con especial interés en el varón de la pareja), escuchándola
con paciencia. En ningún momento intentó callarla, ni apartarla, ni se metió a
decir nada. La dejaba hablar sin avergonzarse, supongo que no seríamos su
primera vez. Ella recién me miró cuando me contó que tuvo al mejor hombre del
mundo pero quedó viuda a los 40 años y aunque había muchos revoloteando, nunca
volvió a estar con alguien. Pero le quedaban dos hijitos hermosos, uno de ellos
era el hombre canoso que la sostenía del brazo. Era española, hija de
republicanos, nació en Pontevedra. Como mi abuela.
-¿Te acordás
del pescado?
-Pero yo nunca
estuve ahí.
-Tenés que ir.
Y con las manos
hizo el movimiento de las redes cuando las tiraban al mar y las sacaban llenas.
Fue como ver pasar una vida en veinte minutos. Si hubiese sido un viejo que se
acercaba a mí, probablemente lo habríamos espantado. Pero fue una mujer a la
que no le entraba una arruga más, agarrada del brazo de su hijo cincuentón, eso
fue lo que nos dijo.
*De Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
Nuevo cielo*
Dolores estaba
parada en el comedor de su casa de espaldas al espejo que llevaba en esa pared
más de cuarenta años. Sostenía en su mano su libreta de Trabajo y aprendizaje,
estaba amarilla por el paso del tiempo. La había encontrado buscando otros
papeles. La libreta, aunque ella no pudiera leerlo, la describía a los ojos del
funcionario de turno cuando llegó al país: poco desarrollo de inteligencia
práctica, poco desarrollo de inteligencia técnica, ninguna inteligencia
abstracta, sólo podía realizar tareas de tipo manual como aprendiz de tejedora
en la fábrica Argentina de Alpargatas.
Fue inevitable
el recuerdo que la invadió. Estaba en el Highland Princess, uno de los barcos
que trasladaba inmigrantes de Europa a Sudamérica. Se encontraba en un catre
que compartía con su madre y sus dos hermanas. Había partido de Vigo con
dieciséis años. Esa mañana de diciembre de 1950 se despertó con un calor
agobiante. Hacía unos cuantos días habían salido de Lisboa, se acercaban a
Brasil y Uruguay antes de llegar a Buenos Aires. Después de desperezarse se
arrodilló porque era la única manera en que podía llegar a ver, por la
minúscula ventana, el mar y el cielo, así juntos y enormes. Ella que nunca
había salido de su aldea que llevaba por nombre su apellido, aun cuando nunca
supiera el porqué de esa coincidencia: Magdalena. Se desperezó y les dio los
buenos días a sus hermanas pequeñas Esther y Rocío de seis y ocho años. Su
madre ya se había levantado y estaba sentada cosiendo.
Allá en su
pueblo no había sido nada fácil separarse de su abuela que la abrazaba sin
poder parar de llorar. Dolores se esforzaba por consolarla, se fundió con ella
en un abrazo que intentaba ser interminable. Cuando por fin pudieron separarse
su abuela se dio media vuelta y se metió dentro de su pequeña casa. Hasta la
noche anterior, Dolores había estado trabajando en la porción de tierra de la
que su familia se ocupaba, pero que no les pertenecía. En ese momento, en que
todos los hombres se habían ido a América, la única que trabajaba la tierra era
ella. Su madre, sumida en el rencor y la tristeza, no soportaba la distancia de
tiempo y lugar que la separaba de su marido, estaba completamente ausente. Sólo
la abuela la ayudaba en lo que podía para garantizar su supervivencia. Las
hermanas eran muy pequeñas para hacerlo. A las cuatro de la mañana ellos
disponían del agua para riego que se fraccionaba entre los vecinos. Había que
regar el maíz a esa hora o el agua se perdía. Las espinas molestaban en los
pies mal calzados.
Intentaba
pensar que al otro lado del mundo la esperaban su padre, sus tíos y sus
hermanos varones. Las cartas que escribía su hermano Armando, el único que
sabía leer y escribir, transmitían tanta esperanza que era imposible no
entusiasmarse.
Se levantó y
fue al único baño que compartían con el resto de las muchas familias. Cuando
salía se encontró con su amiga Pilar. Pilar era quien la acompañaba para pasar
el tiempo. La había conocido en los primeros días del viaje, venía de un pueblo
cercano al suyo. Le cayó bien porque sabía leer. Dolores no había aprendido a
leer. Desde muy pequeña trabajaba en el campo. Solo conocía apenas unas letras
que una maestra vecina le había enseñado dibujando en la tierra. Se reunían en
el rincón más aislado que pudieran encontrar, lejos de la gente. Entonces, en
un ritual, Dolores sacaba de entre sus ropas las cartas que su hermano había
enviado desde Buenos Aires, dobladas y ordenadas cada una en su sobre. Le pedía
a Pilar que se las leyera, ella cerraba los ojos imaginando: los colores de La
Boca, sus sonidos, sus olores, aparecían como en una pantalla de cine.
Arribaron a
Brasil. Ni bien bajaron del barco, Dolores se sintió abrumada. Lo que veía era
tan distinto a los colores opacos de montaña y luto. La visión de la gente
negra bailando y cantando la dejó perpleja. Se notaba que eran personas que
habían sufrido, las marcas del trabajo en el cuerpo era algo que a ella,
campesina gallega, no le pasaba desapercibido. Sin embargo, esta gente llevaba
esas marcas con alegría, se sobreponían al dolor bailando y cantando, algo tan
distinto a lo que había visto toda su vida en el pueblo, donde el sufrimiento
era una bandera que se llevaba en el luto de las ropas tanto como en el alma,
para siempre. A pesar de la admiración que sentía, le alegraba saber que sólo estaban
de paso, sospechaba que nunca hubiese podido sentirse parte de un pueblo tan
distinto. Tan absorta estaba que no se dio cuenta que su hermana pequeña Esther
había soltado su mano. Giró sobre sí misma, sin el mínimo rastro de los bucles
dorados de su hermana. Gritó desesperada, su madre y Rocío corrieron hacia
ella, que con pánico en el rostro apenas pudo balbucear lo que estaba
sucediendo, su hermana estaba perdida. Las tres corrieron por el muelle.
Dolores no paró hasta recorrerlo de punta a punta parándose en seco cada vez
que estaba a punto de chocar a alguien, incluso llegó a tropezarse, caerse y
levantarse más de una vez. Sin consuelo seguía sin detenerse. Hasta que Rocío
gritó el nombre de su hermana. La vieron en andas de un hombre enorme que la
traía en sus hombros buscando a su familia, Esther venía sonriente comiendo una
banana. La abrazaron llorando de alegría en el momento justo en que se
escuchaba el llamado para abordar el barco.
La llegada
tardó unos días más de lo previsto, se acercaba el año nuevo, el Puerto de
Buenos Aires no podía recibirlas un primero de enero. Pararon en Uruguay donde
iban a recibir el año más importante de sus vidas.
El día 3 de
Enero, Dolores, su madre y sus hermanas, se asomaron por la baranda del barco
tratando de distinguir entre la masa de gente a su padre y sus hermanos.
Ahora aferrada
a esa libreta, se dio vuelta para mirarse en el espejo, recordó lo que vieron
sus ojos aquella mañana: un nuevo cielo, desconocido, sin una nube.
*Publicado en
Certamen literario de narrativa breve 90° aniversario "Vivencias de la
emigración gallega"
Federación de
asociaciones gallegas de la República Argentina 1921-2011.
http://www.fsgallegas.org.ar/
Relojes*
Todos los relojes de la casa
están parados.
Unos se detuvieron
hace ya mucho tiempo
en el páramo angosto
de una juventud ida
sin lágrimas ni estrépito.
Otros fueron dejando
de latir poco a poco
como templados bueyes
que se acuestan y duermen
su estirpe fatigada.
El último rompiose
al filo de un otoño
que el olvido atesora.
Desde entonces, mis ojos
permanecen anclados
en las saetas muertas
-detenidos con ellas
repitiendo el instante
como una foto vieja
con los bordes quebrados-
Unos se detuvieron
hace ya mucho tiempo
en el páramo angosto
de una juventud ida
sin lágrimas ni estrépito.
Otros fueron dejando
de latir poco a poco
como templados bueyes
que se acuestan y duermen
su estirpe fatigada.
El último rompiose
al filo de un otoño
que el olvido atesora.
Desde entonces, mis ojos
permanecen anclados
en las saetas muertas
-detenidos con ellas
repitiendo el instante
como una foto vieja
con los bordes quebrados-
-Publicó “El
alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
Pan negro*
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
La idea se le ocurrió a Genaro. Cincuenta años y tierras ajenas de por
medio no logran borrar el recuerdo. A los seis años, su hermano no era
consciente de estar compartiendo con él lo que sería una historia familiar que
se contaría hasta el infinito, como bandera de lo que fueron, como estandarte
de resistencia.
‒ Vení
Genaro, sentate al lado mío, acá en el galpón no nos encuentra nadie
‒ ¿Por
qué llora mamá?
‒ Por la
harina
‒ ¿Qué
pasa con la harina?
‒ ¿No
sabes que si la encuentran se la llevan los soldados?
‒ ¿Para
qué la quieren?
‒ ¡Para
comer! ¡para qué va a ser!
‒ ¡Ya sé!
¿y si no se la damos?
‒
¿Cómo, no sabés lo que pasó con el papá de Gina? Por eso también llora mamá
Roberto vivía del campo. No estaba en el frente porque la guerra lo
encontró enfermo como para poder ir a pelear. Por cuestiones del azar pudo
quedarse con su familia. Muy pocos habían podido permanecer en el pueblo. Hasta
su mañana fatal, él había sido un afortunado. Continuó con su vida en la medida
de lo posible. No vivían cerca del frente, al principio la guerra era una
escena lejana que apenas los rozaba. Junto a su mujer y su hija intentaron que
la vida siguiera; hasta que a los soldados les tocó atravesar el pueblo de
camino a un nuevo frente de batalla.
Roberto tenía posición tomada y aborrecía una guerra de la que
desconocía todo salvo los efectos que estaba provocando en su pueblo y su
gente: amigos que ya no estaban, otros que volvían muertos o mutilados, hambre.
Esa mañana se levantó como todas las demás a trabajar la tierra ni bien se
asomó el sol. Terminó de desayunar y salió. Se encontró con un grupo de
soldados que venían por el camino que rodeaba su casa y seguía hacia la
montaña. Los saludó con un leve movimiento de cabeza y se dio vuelta para
seguir con sus cosas. “Ey, tú” gritó uno de los soldados. Roberto se detuvo
cerró los ojos y respiró hondo. Un grupo de tres soldados se le acercó mientras
el resto siguió su camino. No eran precisamente amables, bruscamente le
exigieron que les diera lo que tuviese para comer y llevar al frente.
‒ Esta
guerra no es mía. La comida sí‒ contestó Roberto
A punta de fusil lo llevaron detrás de su casa. Agradeció en silencio
que su mujer y su hija no estuvieran esa mañana, habían pasado la noche en la
casa de sus suegros a diez kilómetros de allí. Roberto insistió en no darles
los pocos alimentos que tenía y que si se los entregaba le faltarían a su
familia. Sin embargo, no supo evaluar las consecuencias. En un forcejeo
inevitable por un costal de harina un fusil tronó y mató a Roberto de un tiro
certero en el pecho. Los soldados tomaron lo que pudieron y corrieron a unirse
con sus compañeros.
‒ ¿No te
diste cuenta de que el papá de Gina no está más?
‒ Pensé
que estaba en la guerra, como los otros...como papá.
‒ Pero
no. Lo mataron unos soldados. El viejo de enfrente los vio que lo llevaban
detrás de la casa, escuchó un disparo y a los soldados correr con la harina, lo
mataron por la harina. Seguro no se las quiso dar, eso dijo la mamá de Gina, yo
la oí cuando fuimos a verla ¿no escuchaste vos?
‒ No, yo
estaba afuera con Gina jugando, me dijo que estaba triste por lo del padre,
pero nada más, no quise preguntarle porque lloraba y yo quería que estuviera
contenta, entonces la distraje haciéndome el mono y ella se empezó a reír…creí
que se había ido a la guerra el padre, como papá y los otros.
‒ Ahora
mamá esta triste por eso, por el pobre Roberto y también por nuestra harina si
se la llevan al frente ¿Qué vamos a comer? Sin harina va a estar difícil
‒ Tiene
que haber alguna forma…
‒ Si la
escondemos nos puede pasar algo malo, no se puede hacer nada.
‒ Tendría
que ser esconderla sin esconderla, sin que nadie se dé cuenta.
‒No te
digo, no hay nada que hacer.
‒ ¿Y si
la disfrazamos?
‒
¡Estás loco! ¿Cómo se disfraza la harina?
Isabella cocinaba una sopa con las pocas verduras que tenía. Picaba,
trituraba y echaba a la olla con furia. La injusta muerte de Roberto no la
dejaba respirar, la angustia trepaba por su pecho como una marea imposible de
parar. Roberto y su mujer habían sido sus vecinos por años, se
llevaban muy bien y contaban los unos con los otros en los tiempos duros.
Cuando ella se quedó sola porque su marido no tuvo la suerte de estar enfermo
como Roberto y marchó al frente, ellos se convirtieron en su familia. Gina y
sus hijos jugaban como hermanos desde que tenían uso de razón. ¿Cómo iban
a vivir sin hombres? La muerte de su amigo y la ausencia de su esposo hacían la
vida tan gris y triste que solo se mantenía fuerte por los niños y por su
amiga, ahora viuda, en tiempos de una guerra de la que no sabían nada más que
el sonido de cañones que cada tanto llegaba del otro lado de la montaña.
Disimulaba lágrimas de cebolla con lágrimas de dolor que secaba una y otra vez
con su delantal sin poder detener su marcha. “Y ahora con los soldados encima
no vamos a poder retener la comida”, pensó,” ¿qué voy a darles a los niños si
se llevan la harina? “Y se sintió mezquina por pensar en eso cuando su amiga
había perdido mucho más. En eso estaba cuando sus hijos entraron corriendo a la
cocina y atropellando palabras entre los dos querían decir más rápido de lo que
podían sus bocas una idea que parecía entusiasmarlos. Tuvo que calmarlos y
pedirles tranquilidad. Al fin Genaro habló: para cuidar la harina sólo tenían
que disfrazarla. Isabella rió le causó gracia la ocurrencia y le dio una
ternura infinita que su hijo pensara que era posible. Le acarició la cara y se
acercó a la mesada para seguir con las verduras. “No, mamá, en serio sabemos
como hacerlo”. Y ahí como si hicieran juntos un pase de magia sincronizado
palabras contaron que solo debían confundirla con chocolate. Si mezclaban la
harina con cacao los soldados no la reconocerían y así podrían conservarla. Así
lo hicieron, en un tambor pusieron harina y cacao, los mezclaron de tal modo
que la harina vestida de marrón fue invisible para los soldados que no la
llevaron ¿Para qué iban a querer tanto chocolate en el frente?
Durante meses Isabella y sus hijos hornearon el mejor pan con sabor a
chocolate cocinado con la harina, que los soldados no quisieron llevar, porque
no reconocieron de tan bien disfrazada que estaba. Ellos compartieron con Gina
y su madre esos panes que endulzaron apenas tiempos feroces que los marcaron
para siempre.
Por años esta historia permaneció en sus familias como gesto de resistencia
y dolores compartidos.
No hubo
pan más rico que aquel pan de cacao del otoño de 1916. Hasta las miguitas
sacudidas desde el mantel convocaron a los pájaros a un festín imprevisto, se
dieron cuenta que era un pan oscuro pero pan al fin…
MANUEL ABUÍN SE LLAMABA*
“Era un airiño soave,m que se ergueu pola mañan
e
viña de non se sabe....”
XOSÉ
MARÍA ÁLVAREZ BLÁZQUEZ
Llovía en Buenos Aires y era mañana y noche.
Una llovizna color cielo de
Galicia.
Sus ojos color mar. Desde el
mar a la jungla
Manuel Abuín se llamaba, aun se llama.
Aun se llama en la llama del recuerdo.
Eterno pucho apagado.
Sonrisa de niño triste.
Tío Manuel, el galaico.
Manuel Abuín llevaba toda su tristeza a cuestas.
El tío Manuel gallego, portero sin apellido.
Pateando tarros de bronca.
Manuel, el bruto gallego, va.
Un perro vagabundo lo acompaña.
Ambos orinan un poste tan solitario como ellos.
Manuel Infancia. Mártir y
apóstol de niños..
“Ay Maruxiña mira como veño,
con una borrachera que ya no
me teño”
Mi tío Manuel, el de pausas
calladas.
El del pañuelo atado en cuatro
nudos.
Manuel, Manuel Abuín, ya,
descansa.
Te ofrecemos la memoria... un
albur...
y un airiño soave que viene
desde la infancia.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
UNO DE GALLEGOS*
Tópico
significa “perteneciente a un lugar determinado”, y se aplica también a los
medicamentos de uso externo.
Los tópicos,
además, son esos lugares comunes que suelen usarse para el humor, para evitar
la fatiga de pensar con mayor profundidad sobre algún tema, para discriminar o
denostar a ciertas personas pertenecientes a alguna clase o grupo. Por ejemplo,
los ingleses son flemáticos, los alemanes fríos, los latinos fogosos.
Cada tópico
tiene una innumerable cantidad de casos para justificarlo. No vienen los
tópicos de la nada, sino de hechos verificables en la experiencia. Pero cada
tópico, también, tiene un pasado que lo explica.
Los judíos
atesoradores de sus monedas, los judíos pendientes del oro escondido en los
recovecos de las buhardillas, eran los judíos sin derecho a comprar tierras,
siempre a punto de la expulsión, siempre a un momento de tomar los hijos y las
monedas para escapar a otra tierra que los dejase por unos años simular
ciudadanía. Esas monedas contadas y recontadas eran la posibilidad de futuro
para su prole y su nación.
Los “turcos” de
Argentina, los regateadores, los que dan el precio según la cara del cliente.
Los libaneses, los sirios, los “turcos” comerciantes, vendedores de baratijas,
eran los hombres de barbas oscuras que tenían que dormir al descampado, porque
matar a un turco no era delito. Sólo les estaba permitido comerciar con
chucherías, mientras no resultasen molestos a los cristianos, a la gente de
bien.
Los indios y
negros sucios, olorientos, estaban confinados a condiciones de miseria en que
calentar una olla de agua en el invierno era un privilegio imposible. Y los
aborígenes del sur si no se untaban con grasa el cuerpo morían congelados, pero
si, eran sucios, inaceptablemente sucios, a nuestros ojos.
Los campesinos
ignorantes, bastos, palurdos, tan poco sofisticados. Hasta hace poco tiempo los
niños en el campo debían viajar kilómetros para llegar a alguna escuela, y en
tiempos de siembra o cosecha debían interrumpir los estudios para ayudar a la
familia. Escuela secundaria, si, en la ciudad. Quién pudiera.
Las mujeres
débiles, sin capacidad de mando ni de organización ni dirección, menos de
dirección de ninguna cosa. Las primeras promociones de universitarias todavía
viven, tan reciente es la inserción de la mujer en la sociedad política,
económica y académica. Hasta hace unos segundos en tiempo histórico, las
mujeres tenían los mismos derechos que un menor de edad o incapacitado mental.
Si, no se tienen, nadie les tiene confianza.
Hay muchos,
muchos tópicos. Es notable cómo el pensamiento políticamente correcto en estos
tiempos se ha hecho carne en la gente, y es cada vez más difícil escuchar que
en un discurso se usen despreciativamente los viejos tópicos. Muchos de estos
conceptos no tienen, hoy, asidero. Sin embargo, basta una discusión, y no
importa sobre qué sea, para que floten los cadáveres que pensábamos fondeados
en el río.
Cada insulto de
este tipo es un golpe artero que se descarga no sobre la cabeza del adversario,
sino sobre su pasado, su familia, su grupo de pertenencia, sus hijos. Son los
insultos más fáciles, más dolorosos, más personales. Porque se aplican en la
zona donde duele, y se derraman externamente abarcando la pertenencia étnica,
social, de género.
Están
agazapados detrás de la falsa cortesía, de la débil capa de urbanidad, de la
aparente “aceptación gozosa de las diferencias”. Subsisten, subyacen,
finalmente aparecen.
Me pregunto si
la creación de tópicos será una condición humana natural, si será, finalmente,
una necesidad el pertenecer a un grupo, y por lo tanto no pertenecer a otro, y
por lo tanto creer que ese grupo es peor, y por lo tanto despreciarlo. No lo
se.
Llega a mi
casilla un chiste de gallegos. Es gracioso. Me digo que es gracioso.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Pilar*
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
Pilar se levanta temprano como cada día. Le
extraña que Oso no venga a saludarla. Pone el agua para el mate y va a
buscarlo. Arrastra las pantuflas a paso lento. La noche anterior se quedó
echado al lado de la salamandra. Hacía mucho frío, ella le dejó el chal sobre
el lomo antes de irse a dormir. Le vio los ojos cansados, sólo eso, él le movió
la cola en un gesto que ella interpretó como un gracias. De nada osito. Y se
fue a la cama.
Llega adonde el perro parece dormir. Se
acerca y se agacha agarrándose del respaldo de la silla. Oso, oso dale que es
tarde levántate. Entonces se da cuenta de que ya no respira.
Pilar tenía 6 años y los pies curtidos por
las espinas del campo. Escuchó la noticia sin que la vieran. Sonaron tres
golpes en la puerta mientras ella jugaba con León, su perro, en la parte
trasera de la casa, desde allí con la puerta abierta del fondo podía ver la
pequeña cocina. Su madre abrió sin decir palabra, con apenas un gesto asintió
cuando le preguntaron si era la mujer de Armando Bermúdez. Lo sentimos Señora.
Y su madre estrujando el delantal se dejó caer sobre una silla y empezó a
llorar. Lloraba con sollozos fuertes. Ver a su madre le alcanzo para saber lo
que los soldados habían dicho aunque ella no los hubiese oído. Salió corriendo.
León la siguió sin detenerse hasta que Pilar ya no pudo respirar. Cayó de
rodillas, su pecho se hundía una y otra vez en el intento de recuperar algo del
aire perdido. Las lágrimas llegaron a su boca. Lágrimas como ríos
interminables. León a su lado lamía su cara. Pilar lo abrazó. ¿Cómo puede ser
Leoncito? El abuelo dijo que papá volvería lo prometió, yo lo oí, que si Dios
lo salvó en el Ebro de esta iba a volver. ¿Qué vamos a hacer Leoncito? Y con
todas sus fuerzas rodeo el cuerpo de León hundiendo la cara entre sus pelos.
Dos años después de la muerte de Armando la
madre de Pilar recibió carta y pasajes desde Buenos Aires. Sus hermanos varones
estaban allí hacía un tiempo. No podían dejar sola a su hermana viuda y con
tres hijos en un país atravesado por una posguerra feroz. Pilar se abrazó a su
abuelo con toda la fuerza que le permitieron sus brazos cansados. León a su
lado saltaba y lloraba con esa percepción que parecen tener los animales en
ciertos momentos. Pilar no sabía qué decir. Ya había intentado convencer a su
madre de quedarse. Tenemos que irnos, está tierra sin tu padre no vale nada. Y
volvía a llorar como tantas veces. Esa tarde se subió a la carreta que los
llevaría a Vigo donde un barco con destino final a Buenos Aires los esperaba. Tras
ella subió su hermano José, y el pequeño Jesús de apenas tres años que, arriba
de su madre, dormía. Pilar vio a León correr la carreta ladrando, aullando como
si de pronto se hubiese convertido en un lobo. Ella se abrazó las piernas y
cerró fuerte los ojos. Cuando ya no escuchó sus ladridos volvió a abrirlos. Su
madre a su lado aún los tenía cerrados y como siempre lloraba abrazada a su
hijo.
La Boca. Pilar tenía dieciséis años y
volvía a paso lento de trabajar en la fábrica. Ocho horas barriendo y ayudando
en las máquinas tejedoras. Al menos arrimaba algo de dinero. No la estaban
pasando bien. Buenos Aires es el paraíso, decían las cartas, acá la gente tira
el pan a la basura porque no llegan a comerlo. La tierra prometida no cumplió
con todas las promesas. Venía pensando qué distinta era Buenos Aires a Galicia.
No podía decidir cuál era más linda. Tan distintas...tenía amigas gallegas que
había conocido ya desde el barco. Volvían cansadas, apenas con ganas de
compartir un mate y una charla en el conventillo, al menos con ellas podía
seguir escuchando el rumor de su tierra perdida. ¿Cuándo volvería a Galicia? Si
era honesta consigo misma la respuesta era nunca. Cavilaba, pensaba en los
suyos, en su tierra, cuando levantó la vista se encontró que, media cuadra más
adelante, había un bulto que parecía un paquete. Le dio curiosidad. Apuró el
paso, cuando estaba cerca, reconoció que era un pequeño perrito que temblaba.
Lo alzó y lo abrazó para darle calor. Cuando acercó su cara al cachorro el
recuerdo de León la envolvió sin retorno. No pudo parar de llorar las cuatro
cuadras que le faltaban para llegar a su casa. Un nuevo compañero, pensó,
mientras daba un suspiro y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas. A vos
te voy a poner Manuel.
Lo lamentamos Señora no pudimos hacer nada.
Un infarto irreversible. Gloria, su hija, la sostenía, la envolvía con sus
brazos, lloraban juntas. Cuarenta años había compartido con Fermín, cuarenta
años y ya no estaba. No encontraba una palabra que decir sólo lágrimas. Y el calor
de su hija que no la soltaba.
Horas después subían juntas a un taxi. Me
quedo con vos Má esta noche. Está bien hija no hace falta. Quería estar sola.
Lo necesitaba. Se despidieron en la puerta de su casa. Cualquier cosa me
llamás. Sí hija quédate tranquila. Cruzó el jardín de la entrada y abrió la
puerta, ni bien puso la llave en la cerradura escuchó las patas de Oso
acercándose. La recibió a los saltos y moviendo su cola peluda y gris. Pilar
llegó al sillón, dejó la cartera. Oso se trepó sobre su falda como hacía cada
día de los últimos diez años. Ella lo abrazó para llorar sin consuelo su
primera noche viuda.
Oso se murió le dice a Gloria por teléfono.
¿Cómo estás Má? ¿Cómo querés que esté? Ya no me queda nada. No digas eso Má
estamos Juan y yo y los chicos. Ya sé, pero vos tenés tu vida, no es un
reclamo, te entiendo, a mi sólo que quedaba la compañía de Oso ya no me queda
nada. Má busco los chicos de la escuela y voy para allá al medio día. Esperamos
a Juan y lo enterramos juntos. ¿Escuchas? ¿Estás bien? Sí, sí estoy bien. Algún
cachorro vamos a conseguir. Bueno, después hablamos de eso, los espero. Cuelga
el teléfono y va a su habitación a buscar una sábana. Busca la última que
bordó, vuelve a la cocina y con ella cubre a Oso. Se sienta en la silla. Toma
unos mates y se acuerda de León su perro de la infancia y por primera vez se da
cuenta de que no sabe qué fue de él, donde estará enterrado. Un nuevo cachorro
piensa. Ochenta años. Ya no puedo cuidar a nadie. Se escucha decir. No, ya es
suficiente. Mejor le digo a Gloria que no traiga ningún cachorro. ¿Quién lo va a cuidar cuando yo no esté?
Amanecer desnudo y muerto entre los muertos*
Amanecer desnudo y muerto entre los muertos
que miran a otro lado y canturrean
la canción del olvido mientras duermen
su sueño enmohecido de sirenas.
que miran a otro lado y canturrean
la canción del olvido mientras duermen
su sueño enmohecido de sirenas.
Despertar cautivo y ciego entre las ruinas
sin guitarra ni espigas ni horizonte;
tan sólo un grito ahogado en las entrañas
y la certeza del caos circundante.
sin guitarra ni espigas ni horizonte;
tan sólo un grito ahogado en las entrañas
y la certeza del caos circundante.
Gota a gota la muerte se va bebiendo el mundo
por las ensangrentadas fauces de sus canes
ataviados con ropas de diseño.
(En su bolsa resuenan las monedas:
los treinta hachazos en el cuello
del venado inocente).
por las ensangrentadas fauces de sus canes
ataviados con ropas de diseño.
(En su bolsa resuenan las monedas:
los treinta hachazos en el cuello
del venado inocente).
Mientras, los hombres callan
y sólo se oye el son de los demonios
entre un eco de fieras explosiones.
y sólo se oye el son de los demonios
entre un eco de fieras explosiones.
Pido que cese el ruido, que se apaguen
todas las humaredas de la noche;
que termine el estruendo y sólo suene
el humilde tañir de una palabra
rebotando en las esquinas del crepúsculo.
todas las humaredas de la noche;
que termine el estruendo y sólo suene
el humilde tañir de una palabra
rebotando en las esquinas del crepúsculo.
Pido que nazca el hombre, que renazca
de todos sus cadáveres, que surja
su voz sonora, su verdad sincera,
que sea música que tercamente fluya,
arroyo o marejada, nube o yegua,
fiebre de océanos, campana de gaviotas.
de todos sus cadáveres, que surja
su voz sonora, su verdad sincera,
que sea música que tercamente fluya,
arroyo o marejada, nube o yegua,
fiebre de océanos, campana de gaviotas.
-Publicó “El
alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
***
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