*Obra de Cecilia
Aguado.
https://www.facebook.com/cecilia.aguado.12?fref=ts
Villa Gesell.
Argentina
Paredón*
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Esa enorme
pared que ocupa íntegramente la manzana. Alta la pared. Un paredón, me corrige
mamá. Esto es un paredón, me aclara otra vez y con el brazo que está suelto, el
del otro lado, hace un ademán muy amplio señalando la pared, abarcándola,
alimentando el aire con el movimiento de ese único brazo. Su mano, la que
aprisiona mi propia mano, es cálida. Hace frío en esta calle donde sólo
nosotras caminamos. Caminamos y caminamos a lo largo del extendido paredón.
Venimos a comprar un par de zapatos, un par de zapatos, sí, repite mi madre
porque la fábrica hoy tiene los precios en oferta y la marca es buena y
nadie puede andar sin zapatos, insiste mi madre, un buen par de zapatos son
imprescindibles para una niña como yo que el año que viene comenzará la
escuela. Desde hace días mi madre habla de aquel momento fulgurante en el que
yo iré por primera vez a la escuela. Ahora ella vuelve a
hablarme de la escuela y yo imagino que es un lugar blanco plagado de
pizarrones negros que es preciso limpiar con trapos húmedos. Ella me cuenta que
en esa escuela hay una campana que reluce en un dorado que muchos dorados
quisieran tener. La campana suena, esa campana será la que marque el ritmo de
mi vida. La escuela, un lugar absolutamente blanco con una campana dorada y
pizarrones que dan cansancio limpiar. Mientras caminamos a lo largo del
paredón, la escuela se convierte en un punto iridiscente que pretende
hincarse en mi memoria, pero enseguida desaparece y ni siquiera un punto es, no
es nada, una palabra que el aire lleva hacia quién sabe qué lugares de esta
inhóspita calle que nos ve caminando a mamá y a mí. Un par de zapatos nuevos,
eso venimos a buscar, y deberán ser negros y tal vez tengan una hebilla al
costado o quizá cordones y entonces todo estará muy bien. Yo necesito ya
mismo ese par de zapatos, sin ellos qué será de mí. Sólidos, de suela gruesa,
batallantes, expresivos y lo maravilloso de los zapatos -me da a entender mamá-
es que vienen juntos, nunca solos, serán dos, dos zapatos conformando la
maravilla de lo que comúnmente se llama “un par”.
Claridades, hay
claridades en el fondo de la calle, unos cuantos revoltijos de luz, parece que
manos invisibles estuvieran oscilando y oscilando, lejos, allá adelante.
El paredón
tiene un color indefinido que cambia, que se transfigura por los requiebros de
la luz que surge desde ese fondo, una luz teatral, engañosa, una luz que le
hace de tanto en tanto entrecerrar los ojos a mamá que sigue hablando de los
zapatos negros que vamos a comprar con un tono cansado de voz. Con esos
zapatos, dice, nada malo podrá pasarte en la vida cuando yo ya no
esté. Me gustaría ver sus ojos, pero ella es más alta que yo y la luz nos
molesta y casi se ha vuelto blanca la calle como si fuera una escuela y el
paredón, inmutable al costado, imperecedero y yo todavía sin zapatos.
-Blogs de Irma
Verolín:
EL RELOJ EN SU SITIO; LA MESA, EL PAN, Y EL BESO EN SU LUGAR…
MERCADO*
Cada vez que me
despierto deseoso
de poesía
espontánea y
colorida, me voy con
mi Rimbaud
y mi Manzi al
mercado, donde la
gente
va, vuelve,
mira la balanza y da las
noticias
del tiempo en
voz alta. La oralidad,
como antaño,
marca el tono,
el afiebrado pulso
variable
de la hora, sin
interferencias, sin
artificiosas
manzanas ni
cebollines de plástico
o de humo.
Alguien afirma
algo con un gesto;
alguien
mira el techo,
las frentes tristes, las
ofertas,
o balbucea
cuatro palabras contra
el frío.
Los ojos,
entretanto, también hacen
lo suyo
y a veces dicen
más que dos voces
en secreto.
La poesía va de
boca en boca, de
aire
en aire, desde
antes de Khayyam
y de Tu Fu,
como un río
ancho de mil venas y
mil voces
que murmuran,
se arremolinan y
se esfuman.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires,
julio, 2014
Efectos personales repetidos*
*De Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
Lara se quedó dormida. No podía faltar a la facultad, aunque fuese tarde
tenía que hacer el esfuerzo de llegar al tren. Salió apurada, el único libro
que encontró de paso fue los cuentos completos de Fogwill. Sintió una leve
extrañeza. Se lo habían regalado hacía unos meses y todavía no lo había tocado,
es más no creía haberlo dejado sobre la mesa donde lo encontró. Lo puso en su
mochila, pesaba, pero supuso que valdría a pena.
Corrió las últimas cuadras y a lo largo del andén para alcanzar el tren.
Subió. Buscó un asiento al final del vagón el lado de la ventanilla, era el que
prefería. Tomar el tren en la segunda estación del ramal daba privilegios: se
podía elegir. Tres estaciones más y ya no quedaría lugar para nadie. Respiró
agitada y se acomodó la mochila sobre la falda. Mientras recuperaba el aliento
observó al resto de los pasajeros. Tenía esa costumbre, mirar a los otros con
quiénes viajaba, imaginarles vidas posibles. Un hombre grande hablaba por
celular con el ceño fruncido y cargaba un paquete envuelto en papel madera.
En el asiento adelante de ella un señor leía el diario. Dos asientos más allá
un policía, junto a una chica con planos de arquitectura. Después dejó de
contar, había llegado a la estación siguiente y el vagón se había
superpoblado. Recuperada de la corrida ya sin sobresaltos buscó el libro de
cuentos de su mochila y lo abrió en cualquier página. Prefería leer los cuentos
así salteados y no en el orden que el editor había elegido. El azar la llevó a
“Efectos personales” empezó a leer,
Yo tenía un encendedor Dupont, una lapicera Montblanc, un reloj Rolex.
En el segundo párrafo hablaba de una mujer y su Rolex en un tren, se
sorprendió de encontrarse con una historia que sucedía en la misma línea del
ferrocarril en el que ella viajaba. Simple coincidencia, pensó. Siguió leyendo.
El relato decantaba en un robo.
Se lo robaron en el ferrocarril Mitre. Costaba mil seiscientos dólares.
Yo estaba loco, de lástima. No por la violación de la propiedad, sino por la
violencia. El brazo o la vida: un ratero.
Llegó a un punto del cuento en que la mujer grita.
Cuerpo pegado a la pared del vagón, nadie verá al ratero desde el vagón.
La mujer grita.
En ese preciso momento Lara escuchó un grito que la obligó a levantar la
vista, a su izquierda vio a una mujer, escuchó los gritos
‒ Mi
reloj
Decía entre sollozos. Ella no lo podía creer. No. No podía estar pasando
y aun…su conciencia ordenaba cerrar el libro. Sin dudas hubiera sido lo mejor,
un dictado de la razón que no pudo obedecer, siguió leyendo,
la mujer grita, las huellas de la malla de acero se ahondan marcas
violetas aflorarían muy pronto, la mano de la mujer se hincha.
Lara miró a la mujer ahí en su vagón, agitaba su brazo que morado
empezaba a hincharse. Siguió leyendo a Fogwill describir a los otros que
miraban la escena: un señor con un diario, un señor con un paquete, una
muchacha con planos de arquitectura y un policía. Los vio estaban allí en las
letras y en su tren ¿acaso estaba loca? Su respiración se volvió cada vez más
pesada, nerviosa se acomodó en el asiento y leyó: los códigos de la cárcel se
mezclaban con los actos de la mujer que decidía bajarse en la estación
siguiente para hacer la denuncia. En ese momento el tren frenó, Lara vió a la
mujer acongojada, llorosa, histérica bajar los escalones junto al policía.
La mujer tarda un tiempo que ya no puede medir para reponerse. Baja en
la estación siguiente, por la denuncia.
Fogwill y sus cuentos completos quedaron para siempre marcados a fuego
en su memoria. Cada vez que leía un nuevo cuento tenía mucho cuidado donde y
con quién lo hacía. Fogwill era una caja de sorpresas que
nunca pudo dejar de abrir.
REFUGIO*
“He leído
muchos poemas en mi vida, pero nunca había visitado uno.
Las palabras
eran, las de una habitación, que me acogía”
JOHN BERGER
Traigo una
piedra temblándome en los siglos.
Un talismán.
Espacio de los santuarios de todos los azules.
De todos los
arroyos. De todos los jirones de mi cuerpo.
El llegó porque
si. Como llega la lluvia.
Nos encontramos
en un rincón de la palabra nueva.
Venía de trenes
de cemento. De vagones de moho.
Yo, iba
buscando de nuevo, las acacias.
Una
metamorfosis de Eva y de manzana.
Abrió la
puerta. Y en esa puerta, desnuda, lo saludo.
Desnudez más
casta que una niña en el páramo.
El llega,
ardiendo en lejanías.
Con un vino
callado. Tan callado.
Como un toro.
Como una plaza. Como un niño dormido.
...Y recordamos
juntos...
Antiguas
osamentas. Enlutado país, en renuncia de trigo.
Inservibles
monedas Indescifrables signos.
Viejos
profanados en delirio de escarcha.
Jóvenes
amordazados de purgatorios tristes.
Niños muertos
sobre maderas vírgenes.
...Y aquí
estamos. Fundando otra vez, refugios.
Un oasis, una
pared de pircas. Una barricada.
Con boca
amarga, con resaca.
Desmenuzando
una tristeza en migas.
Con una cruel
costumbre. Una necesidad. Un hambre.
De sur, de
norte. De vida.
Sobre todo, de
vida.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
SOY FANGIO*
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Antes las cosas
eran más simples porque tal vez el mundo de algún modo lo fuera.
Éramos de Boca
o de River; de Racing o Independiente; de Central o de Ñuls; de Huracán o de
Federación; de Fangio o de los hermanos Gálvez; de Chevrolet o de Ford.
Y a
propósito del automovilismo, en ese tiempo se dividía en turismo de
carretera y circuitos cerrados como el que estuvo en esos años en el Parque de
la Independencia, aquí en Rosario.
Confieso que
nunca fui un aficionado a este deporte, pero en mi pueblo, como todo
pueblo que tuvo inmigración europea fueron adictos a los fierros
como dice la vulgata.
Estos hijos de
inmigrantes, hechos en la contingencia eran muy creativos y empezaban con sus
humildes tallercitos a arreglar máquinas agrícolas y luego pasaron a preparar
con más ingenio que medios esos maravillosos autitos que hacían el entusiasmo
con sus simpatizantes de la zona, tal el querido Marcos Ciani, de Venado Tuerto
a quien le decíamos Marquitos en un exceso de confianza que sólo habilita
el afecto.
Nosotros
también tuvimos corredores en el pueblo. En los años cuarenta a don Emilio
Barbalarga y mucho más acá, al inolvidable Pedrito Sciarini.
En mi familia
todos éramos hinchas de Juan Manuel Fangio (o Fanyio como decían mis tíos
abuelos italianos), salvo mi padre que lo era de manera escéptica con todo lo
que fuera deporte. Pero yo, particularmente, era muy entusiasta, no de los
fierros, pero sí de Fangio.
En los primeros
tiempos en que mi madre me llevaba a hacer mandados (época en que mi padre
trabajaba, de lo contrario los hacía él), me iba como tirando a la rastra
porque yo detenía los pasos a observar el color de alguna mariposa, el temblor
de algún pájaro sobre un tejido o simplemente mirando el movimiento de la gente
y los vehículos.
-Lo tengo que
llevar arrastrando a este chico –decía mi madre- a las ocasionales mujeres con
las cuales nos cruzábamos. Cuando ya había pasado un tiempo, era yo el que
corría adelante y la esperaba en la esquina para cruzar las calles por lo
general pacíficas pero no exentas de polvo la mayor parte del año.
Y un día al
salir de la carnicería de don Benicio Ardiles, emprendí una carrera veloz que
me fue interceptada por la voz de Pepe Peiró, quien estaba sentado en el cordón
de la vereda. Pepe era uno de los hermanos de Taio, y tenían la panadería
justo enfrente, en la ochava con el negocio de don Benicio. Decir tenían es una
falacia, la panadería de la familia Peiró ya tiene cien años y es el negocio
más antiguo del pueblo que sigue vigente, ahora con otras generaciones, obvio.
Pero vuelvo a
ese momento, cuando yo había salido solo corriendo, Pepe me preguntó a boca de
jarro.
-¿Pibe, de
quien sos?
-Y yo sin dudar
una centésima de segundos y frenando el principio de lo que iba a ser una
impetuosa carrera, respondí:
- ¡De Fangio!
Lo cual produjo
una carcajada en mi interlocutor. Cuando apareció mi madre, le preguntó, sonriendo.
-Señora,
¿este pibe es hijo de Fangio?
Palabras que
hicieron sonreír a mi madre.
Mi confusión
fue ignorar que en ese tiempo cuando alguien pretendía una filiación del
infante usaba esa frase. Que no era sino un apócope de la otra:
-Vos, de quien
sos hijo?
Esto me lo
aclaró mi madre por el camino.
Y una vez pasó
una carrera por el pueblo que se agolpó en masa a la calle donde pasaban
los autos para no perderse el acontecimiento, que me parece no se repitió. Yo
estaba con mis padres en la puerta de mi escuela con un grupo grande, es decir
frente al cine La Perla y sobre su techo muy alto albergaba un grupo de
arriesgados muchachos que pudieron ver esos míticos autitos venir del camino a
Gödeken y habían podido apreciar mejor las alternativas de esa memorable
carrera que ignoro quien ganó. Sé que dos, solo dos, de los muchos que pasaron
sacaron una mano para saludar. Uno, fue el querido Marquitos Ciani y el
otro Eusebio Marcilla, apodado por los periodistas de la época El Caballero del
camino, porque al parecer cuando un automovilista tenía un desperfecto, él se
detenía a darle una mano en desmedro de su ubicación en la carrera. Este
corredor murió en un desvío de su auto en Esperanza, yo vi la foto en la
revista El Gráfico, el autito estaba como abrazado a una columna del alumbrado
público.
Don José
Pedroni, le escribió un bello poema, que está en su libro Cantos
del Hombre y se
llama justamente El Caballero del camino que comienza así:
“El Caballero
del camino,
el de Junín ha
muerto,
vino a morir a
mi provincia
iba tan rápido
a su fin
que nadie pudo
verlo”
Yo tenía diez
años y leí este poema en El Gráfico, revista que mi viejo compraba desde sus
inicios. Yo no sabía quien era Pedroni, ni qué era la poesía (hoy tampoco lo
sé) pero me produjo un estremecimiento extraño y mientras se lo leía a mi amigo
Miguel Correa, es decir al Chajá, a ambos se nos cayó una lágrima porque ese
hombre había pasado por el pueblo y nosotros estuvimos de acuerdo, sin decírnoslo
que esa mano rápida que sacó por la ventanilla de su pequeño Chevrolet era para
nosotros.
Nosotros, es
decir, dos plumitas de cardo perdidos en la mitad de ese pueblito de la llanura
nuestra, tan proclive a los hombres de trabajo, humildes, pero capaces de armar
un autito de carrera con cuatro tuercas locas y toda la fe del mundo en sus
pupilas.
Tiempo de
soledad*
Por mi nuca
desciende la soledad entera.
Reconoce la
espalda que una vez, supo
que el mundo
entero sucedía dentro.
Me queda sólo
un tiempo de cristal.
Y un miedo que
viene de lejos,
y ahora se ha
puesto a la par.
Por mi nuca
desciende en un lento arpegio.
Y esta amada
muerte de sentirme viva
da una
proyección distinta a este durar.
(Fuera de mí,
todo sigue igual.
El reloj, en su
sitio; la mesa, el pan,
y el beso; en
su lugar.)
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Qué puede ser
un vidrio roto sino un pedazo de nuestra vida que no puede entrar en el
rompecabezas de ninguna unidad previa.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
J.J. ALMEYRA.
-Por Ferrocarril Midland-
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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