martes, noviembre 11, 2014

EL RELOJ EN SU SITIO; LA MESA, EL PAN, Y EL BESO EN SU LUGAR…




*Obra de Cecilia Aguado.
https://www.facebook.com/cecilia.aguado.12?fref=ts
Villa Gesell. Argentina










Paredón*



*De Irma  Verolín. irmaverolin@hotmail.com


Esa enorme pared que ocupa íntegramente la manzana. Alta la pared. Un paredón, me corrige mamá. Esto es un paredón, me aclara otra vez y con el brazo que está suelto, el del otro lado, hace un ademán muy amplio señalando la pared, abarcándola, alimentando el aire con el movimiento de ese único brazo. Su mano, la que aprisiona mi propia mano, es cálida. Hace frío en esta calle donde sólo nosotras caminamos. Caminamos y caminamos a lo largo del extendido paredón. Venimos a comprar un par de zapatos, un par de zapatos, sí, repite mi madre porque la fábrica hoy  tiene los precios en oferta y la marca es buena y nadie puede andar sin zapatos, insiste mi madre, un buen par de zapatos son imprescindibles para una niña como yo que el año que viene comenzará la escuela. Desde hace días mi madre habla de aquel momento fulgurante en el que yo  iré por primera vez a la escuela.  Ahora ella  vuelve a hablarme de la escuela y yo imagino que es un lugar blanco plagado de pizarrones negros que es preciso limpiar con trapos húmedos. Ella me cuenta que en esa escuela hay una campana que reluce en un dorado que muchos dorados quisieran tener. La campana suena, esa campana será la que marque el ritmo de mi vida. La escuela, un lugar absolutamente blanco con una campana dorada y pizarrones que dan cansancio limpiar. Mientras caminamos a lo largo del paredón, la escuela se convierte en un punto  iridiscente que pretende hincarse en mi memoria, pero enseguida desaparece y ni siquiera un punto es, no es nada, una palabra que el aire lleva hacia quién sabe qué lugares de esta inhóspita calle que nos ve caminando a mamá y a mí. Un par de zapatos nuevos, eso venimos a buscar, y deberán ser negros y tal vez tengan una hebilla al costado o quizá cordones y entonces todo estará  muy bien. Yo necesito ya mismo ese par de zapatos, sin ellos qué será de mí. Sólidos, de suela gruesa, batallantes, expresivos y lo maravilloso de los zapatos -me da a entender mamá- es que vienen juntos, nunca solos, serán dos, dos zapatos conformando la maravilla de lo que  comúnmente se llama “un par”.


Claridades, hay claridades en el fondo de la calle, unos cuantos revoltijos de luz, parece que manos invisibles estuvieran oscilando y oscilando, lejos, allá adelante.
El paredón tiene un color indefinido que cambia, que se transfigura por los requiebros de la luz que surge desde ese fondo, una luz teatral, engañosa, una luz que le hace de tanto en tanto entrecerrar los ojos a mamá que sigue hablando de los zapatos negros que vamos a comprar con un tono cansado de voz. Con esos zapatos, dice,  nada malo podrá pasarte en la vida cuando yo ya  no esté. Me gustaría ver sus ojos, pero ella es más alta que yo y la luz nos molesta y casi se ha vuelto blanca la calle como si fuera una escuela y el paredón, inmutable al costado, imperecedero y yo todavía sin zapatos.



-Blogs de Irma  Verolín:







EL RELOJ EN SU SITIO; LA MESA, EL PAN, Y EL BESO EN SU LUGAR…







MERCADO*



Cada vez que me despierto deseoso
de poesía
espontánea y colorida, me voy con
mi Rimbaud
y mi Manzi al mercado, donde la
gente
va, vuelve, mira la balanza y da las
noticias
del tiempo en voz alta. La oralidad,
como antaño,
marca el tono, el afiebrado pulso
variable
de la hora, sin interferencias, sin
artificiosas
manzanas ni cebollines de plástico
o de humo.
Alguien afirma algo con un gesto;
alguien
mira el techo, las frentes tristes, las
ofertas,
o balbucea cuatro palabras contra
el frío.
Los ojos, entretanto, también hacen
lo suyo
y a veces dicen más que dos voces
en secreto.
La poesía va de boca en boca, de
aire
en aire, desde antes de Khayyam
y de Tu Fu,
como un río ancho de mil venas y
mil voces
que murmuran, se arremolinan y
se esfuman.



*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires, julio, 2014







Efectos personales repetidos*

*De Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar

Lara se quedó dormida. No podía faltar a la facultad, aunque fuese tarde tenía que hacer el esfuerzo de llegar al tren. Salió apurada, el único libro que encontró de paso fue los cuentos completos de Fogwill. Sintió una leve extrañeza. Se lo habían regalado hacía unos meses y todavía no lo había tocado, es más no creía haberlo dejado sobre la mesa donde lo encontró. Lo puso en su mochila, pesaba, pero supuso que valdría a pena.
Corrió las últimas cuadras y a lo largo del andén para alcanzar el tren. Subió. Buscó un asiento al final del vagón el lado de la ventanilla, era el que prefería. Tomar el tren en la segunda estación del ramal daba privilegios: se podía elegir. Tres estaciones más y ya no quedaría lugar para nadie. Respiró agitada y se acomodó la mochila sobre la falda. Mientras recuperaba el aliento observó al resto de los pasajeros. Tenía esa costumbre, mirar a los otros con quiénes viajaba, imaginarles vidas posibles. Un hombre grande hablaba por celular con el ceño fruncido y cargaba un paquete envuelto en papel madera.  En el asiento adelante de ella un señor leía el diario. Dos asientos más allá un policía, junto a una chica con planos de arquitectura. Después dejó de contar, había llegado a la estación siguiente y el vagón se había superpoblado. Recuperada de la corrida ya sin sobresaltos buscó el libro de cuentos de su mochila y lo abrió en cualquier página. Prefería leer los cuentos así salteados y no en el orden que el editor había elegido. El azar la llevó a “Efectos personales” empezó a leer,
Yo tenía un encendedor Dupont, una lapicera Montblanc, un reloj Rolex.
En el segundo párrafo hablaba de una mujer y su Rolex en un tren, se sorprendió de encontrarse con una historia que sucedía en la misma línea del ferrocarril en el que ella viajaba. Simple coincidencia, pensó. Siguió leyendo. El relato decantaba en un robo.
Se lo robaron en el ferrocarril Mitre. Costaba mil seiscientos dólares. Yo estaba loco, de lástima. No por la violación de la propiedad, sino por la violencia. El brazo o la vida: un ratero.
Llegó a un punto del cuento en que la mujer grita.
Cuerpo pegado a la pared del vagón, nadie verá al ratero desde el vagón. La mujer grita.
En ese preciso momento Lara escuchó un grito que la obligó a levantar la vista, a su izquierda vio a una mujer, escuchó los gritos
Mi reloj
Decía entre sollozos. Ella no lo podía creer. No. No podía estar pasando y aun…su conciencia ordenaba cerrar el libro. Sin dudas hubiera sido lo mejor, un dictado de la razón que no pudo obedecer, siguió leyendo,
la mujer grita, las huellas de la malla de acero se ahondan marcas violetas aflorarían muy pronto, la mano de la mujer se hincha.
Lara miró a la mujer ahí en su vagón, agitaba su brazo que morado empezaba a hincharse. Siguió leyendo a Fogwill describir a los otros que miraban la escena: un señor con un diario, un señor con un paquete, una muchacha con planos de arquitectura y un policía. Los vio estaban allí en las letras y en su tren ¿acaso estaba loca? Su respiración se volvió cada vez más pesada, nerviosa se acomodó en el asiento y leyó: los códigos de la cárcel se mezclaban con los actos de la mujer que decidía bajarse en la estación siguiente para hacer la denuncia. En ese momento el tren frenó, Lara vió a la mujer acongojada, llorosa, histérica bajar los escalones junto al policía.
La mujer tarda un tiempo que ya no puede medir para reponerse. Baja en la estación siguiente, por la denuncia.
Fogwill y sus cuentos completos quedaron para siempre marcados a fuego en su memoria. Cada vez que leía un nuevo cuento tenía mucho cuidado donde y con quién lo hacía. Fogwill era una caja de sorpresas que nunca pudo dejar de abrir.








REFUGIO*



“He leído muchos poemas en mi vida, pero nunca había visitado uno.
Las palabras eran, las de una habitación, que me acogía”
JOHN BERGER


Traigo una piedra temblándome en los siglos.
Un talismán. Espacio de los santuarios de todos los azules.
De todos los arroyos. De todos los jirones de mi cuerpo.
El llegó porque si. Como llega la lluvia.
Nos encontramos en un rincón de la palabra nueva.
Venía de trenes de cemento. De vagones de moho.
Yo, iba buscando de nuevo, las acacias.
Una metamorfosis de Eva y de manzana.
Abrió la puerta. Y en esa puerta, desnuda, lo saludo.
Desnudez más casta que una niña en el páramo.
El llega, ardiendo en lejanías.
Con un vino callado. Tan callado.
Como un toro. Como una plaza. Como un niño dormido.
...Y recordamos juntos...
Antiguas osamentas. Enlutado país, en renuncia de trigo.
Inservibles monedas Indescifrables signos.
Viejos profanados en delirio de escarcha.
Jóvenes amordazados de purgatorios tristes.
Niños muertos sobre maderas vírgenes.


...Y aquí estamos. Fundando otra vez, refugios.
Un oasis, una pared de pircas. Una barricada.
Con boca amarga, con resaca.
Desmenuzando una tristeza en migas.
Con una cruel costumbre. Una necesidad. Un hambre.
De sur, de norte. De vida.
Sobre todo, de vida.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar











SOY FANGIO*



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Antes las cosas eran más simples porque tal vez el mundo de algún modo lo fuera.
Éramos de Boca o de River; de Racing o Independiente; de Central o de Ñuls; de Huracán o de Federación; de  Fangio o de los hermanos Gálvez; de Chevrolet o de Ford.
Y a propósito  del automovilismo,  en ese tiempo se dividía en turismo de carretera y circuitos cerrados como el que estuvo en esos años en el Parque de la Independencia, aquí en Rosario.
Confieso que nunca fui un aficionado a este deporte,  pero en mi pueblo, como todo pueblo que tuvo inmigración  europea fueron  adictos a los fierros como dice la vulgata.
Estos hijos de inmigrantes, hechos en la contingencia eran muy creativos y empezaban con sus humildes tallercitos a arreglar máquinas agrícolas y luego pasaron a preparar con más ingenio que medios esos maravillosos autitos que hacían el entusiasmo con sus simpatizantes de la zona, tal el querido Marcos Ciani, de Venado Tuerto a quien le decíamos Marquitos  en un exceso de confianza que sólo habilita el afecto.
Nosotros también tuvimos corredores en el pueblo. En los años cuarenta a don Emilio Barbalarga y mucho más acá, al inolvidable Pedrito Sciarini.
En mi familia todos éramos hinchas de Juan Manuel Fangio (o Fanyio como decían mis tíos abuelos italianos), salvo mi padre que lo era de manera escéptica con todo lo que fuera deporte. Pero yo, particularmente, era muy entusiasta, no de los fierros, pero sí de Fangio.
En los primeros tiempos en que mi madre me llevaba a hacer mandados (época en que mi padre trabajaba, de lo contrario los hacía él), me iba como tirando a la rastra porque yo detenía los pasos a observar el color de alguna mariposa, el temblor de algún pájaro sobre un tejido o simplemente mirando el movimiento de la gente y los vehículos.
-Lo tengo que llevar arrastrando a este chico –decía mi madre- a las ocasionales mujeres con las cuales nos cruzábamos. Cuando ya había pasado un tiempo, era yo el que corría adelante y la esperaba en la esquina para cruzar las calles por lo general pacíficas pero no exentas de polvo la mayor parte del año.
Y un día al salir de la carnicería de don Benicio Ardiles, emprendí una carrera veloz que me fue interceptada por la voz de Pepe Peiró, quien estaba sentado en el cordón de la vereda.  Pepe era uno de los hermanos de Taio, y tenían la panadería justo enfrente, en la ochava con el negocio de don Benicio. Decir tenían es una falacia, la panadería de la familia Peiró ya tiene cien años y es el negocio más antiguo del pueblo que sigue vigente, ahora con otras generaciones, obvio.
Pero vuelvo a ese momento, cuando yo había salido solo corriendo, Pepe me preguntó a boca de jarro.
-¿Pibe, de quien sos?
-Y yo sin dudar una centésima de segundos y frenando el principio de lo que iba a ser una impetuosa carrera, respondí:
- ¡De Fangio!
Lo cual produjo una carcajada en mi interlocutor. Cuando apareció mi madre, le preguntó, sonriendo.
-Señora,  ¿este pibe es hijo de Fangio?
Palabras que hicieron sonreír a mi madre.
Mi confusión fue  ignorar que en ese tiempo cuando alguien pretendía una filiación del infante usaba esa frase. Que no era sino un apócope de la otra:
-Vos, de quien sos hijo?
Esto me lo aclaró  mi madre por el camino.
Y una vez pasó una carrera por el pueblo que  se agolpó en masa a la calle donde pasaban los autos para no perderse el acontecimiento, que me parece no se repitió. Yo estaba con mis padres en la puerta de mi escuela con un grupo grande, es decir frente al cine La Perla  y sobre su techo muy alto albergaba un grupo de arriesgados muchachos que pudieron ver esos míticos autitos venir del camino a Gödeken y habían podido apreciar mejor las alternativas de esa memorable carrera que ignoro quien ganó. Sé que dos, solo dos, de los muchos que pasaron sacaron una mano para saludar. Uno, fue el querido Marquitos  Ciani y el otro Eusebio Marcilla, apodado por los periodistas de la época El Caballero del camino, porque al parecer cuando un automovilista tenía un desperfecto, él se detenía a darle una mano en desmedro de su ubicación en la carrera. Este corredor murió en un desvío de su auto en Esperanza, yo vi la foto en la revista El Gráfico, el autito estaba como abrazado a una columna del alumbrado público.
Don José Pedroni, le escribió un bello poema, que está en su libro Cantos
del Hombre y se llama justamente El Caballero del camino que comienza así:


“El Caballero del camino,
el de Junín ha muerto,
vino a morir a mi provincia
iba tan rápido a su fin
que nadie pudo verlo”


Yo tenía diez años y leí este poema en El Gráfico, revista que mi viejo compraba desde sus inicios. Yo no sabía quien era Pedroni, ni qué era la poesía (hoy tampoco lo sé) pero me produjo un estremecimiento extraño y mientras se lo leía a mi amigo Miguel Correa, es decir al Chajá, a ambos se nos cayó una lágrima porque ese hombre había pasado por el pueblo y nosotros estuvimos de acuerdo, sin decírnoslo que esa mano rápida que sacó por la ventanilla de su pequeño Chevrolet era para nosotros.
Nosotros, es decir, dos plumitas de cardo perdidos en la mitad de ese pueblito de la llanura nuestra, tan proclive a los hombres de trabajo, humildes, pero capaces de armar un autito de carrera con cuatro tuercas locas y toda la fe del mundo en sus pupilas.













Tiempo de soledad*



Por mi nuca desciende la soledad entera.
Reconoce la espalda que una vez, supo
que el mundo entero sucedía dentro.


Me queda sólo un tiempo de cristal.
Y un miedo que viene de lejos,
y ahora se ha puesto a la par.
Por mi nuca desciende en un lento arpegio.
Y esta amada muerte de sentirme viva
da una proyección distinta a este durar.
(Fuera de mí, todo sigue igual.
El reloj, en su sitio; la mesa, el pan,
y el beso; en su lugar.)



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*


Qué puede ser un vidrio roto sino un pedazo de nuestra vida que no puede entrar en el rompecabezas de ninguna unidad previa.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com





***

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