sábado, noviembre 29, 2014

COMO UN PEZ QUE CONTEMPLA LO INFINITO...


*Dibujo de Erika Kuhn.








Barco quieto*

a un dibujo de Erika Kuhn


Cabeza abajo voy,
eco en el eco.
Cabeza abajo el sol
la luna, el cieno.
Loca, estoy loca,
dicen los que dicen.
Llueven letras del cielo
y mis espantos.
Prisionera en la urdimbre,
cabeza descolgada,
cuento grillos.
Boca adentro me escurro,
soy el agua.
Por el caudal que nombra,
que te nombra,
te traigo, barco quieto,
a mis desvelos.


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell







COMO UN PEZ QUE CONTEMPLA LO INFINITO…







Una conversación*


*SERGIO BORAO LLOP. sbllop@gmail.com





KAFKA PARECIÓ SORPRENDERSE un poco al verme.
—Creí que seguías vivo —dijo sin preámbulos. El tuteo le salió natural, como si ya nos conociéramos de antes, como si, en cualquier otro lugar o tiempo, tal vez posibles pero inequívocamente teñidos por un aura de irrealidad, hubiésemos sido amigos.
—Anoche, al acostarme, lo estaba —respondí sin mucha convicción—. Así lo creo, al menos. Como sabes, no es tan fácil fijar con precisión los límites entre un estado y otro.
Se quedó pensativo unos instantes. Luego sonrió levemente antes de volver a hablar:
—Probablemente estás durmiendo y esto no es más que un sueño.
—Esa me parece la explicación más lógica —concedí. Él sabía o sospechaba que no era eso: sólo trataba de ser amable, permitiéndome a la vez tener algo más de tiempo para adaptarme a mi nueva circunstancia. Pensé que ese gesto exigía de mí una respuesta un poco más extensa—. Sin embargo, tampoco me atrevería a asegurar que sea yo el que sueña. Como ambos sabemos, en este mundo gelatinoso el cálculo de probabilidades no existe y nada es más cierto que su opuesto. Acaso en realidad (si es que hay realidad) se trate de tu sueño y no del mío.
—Podría ser... Aunque no recuerdo muy bien dónde leí, o escuché, que los muertos no soñamos, luego si es sueño ha de ser por fuerza tuyo, salvo que haya un tercero en todo esto y ambos no seamos más que meras formas que su delirio ha creado por motivos que jamás nos serán revelados. Imágenes, sonidos, sombras que danzan en la imaginación de un desconocido, sin esencia propia. Simples figurantes en un teatro que nos es ajeno.
—Esa descripción se asemeja bastante a lo que llamamos vida.
—Cierto. Y no obstante...
Ambos callamos durante unos segundos. Me miró sin sonreír, esperando mis palabras. Como si todo estuviese ya escrito desde mucho tiempo antes. Dije:
—De cualquier modo, sea sueño o no lo sea, y en el primer caso, sea uno u otro el soñador, hay dos cosas que siempre quise decirte y éste me parece el mejor momento para hacerlo. No sé si habrá otro. Quizá, después de todo, el que está soñando sea un dios sin suerte, un dios anónimo que ve llegar su hora postrera y que, como un último acto generoso, a modo de despedida, ha querido concederme este instante y estas palabras.
—Habla pues. Te escucho.
—Lo primero que he de decir es que yo, que te he leído, sé cuál fue realmente el motivo por el que ordenaste quemar tus textos. Mucho se ha escrito sobre ello, pero creo que nadie hasta ahora ha mencionado lo esencial. Puesto que ambos sabemos de qué estoy hablando y no hay aquí nadie más a quien pudiera interesar éste, nuestro pequeño secreto, me parece innecesario dedicarle una palabra más —hice una breve pausa, quizá algo teatral, para observar la reacción de mi interlocutor. Kafka enrojeció levemente. Después se encogió de hombros y, adoptando una pose un tanto patriarcal, dijo:
—No hay escritor que no crea saberlo. Incluso la mayoría de los lectores silenciosos. Cada uno tiene su opinión, todas igualmente respetables. Alguna de ellas, sin duda, se acercará más o menos a la verdad, lo cual tampoco importa; si lo miramos bien, verdad y mentira pueden ser sinónimas, sólo la perspectiva del que contempla o escucha o lee cambia. Pero siento curiosidad: ¿Qué es lo otro que deseas decirme?
—Lo segundo es que, gracias a tus obras no quemadas, pude finalmente hacer caso al impulso que desde niño me había estado empujando a escribir. No es probable que alguna vez sepamos si esto fue algo positivo para mí o, por el contrario, una más de las causas de mi desgracia, pero en uno u otro caso, así sucedió, y por ello, ahora que tengo la oportunidad de hacerlo, te doy las gracias.
—Agradécele a Max. Como ya sabes, yo había condenado a la hoguera hasta la última línea. Pero no comprendo del todo bien el motivo de tu agradecimiento. Por un lado, me parece que escribir no es algo que te haga demasiado feliz; por otro, tú mismo acabas de decir que acaso el hecho de haberte decidido a emprender ese camino pueda estar ligado a tu propia desdicha.
—Tienes razón. Escribir no es algo que me cause una especial satisfacción. Si bien tampoco puede decirse que me resulte detestable, en ocasiones llega a molestarme un poco tener que hacerlo. Tú sabes a qué me refiero. Me alegra poder hablar de todo esto contigo, porque a casi todo el mundo le resulta extraña, incluso incoherente, la idea de que un escritor pueda no disfrutar con lo que hace. Para la mayoría, esto debería ser una especie de juego o distracción.
—Es comprensible. Sin duda, ellos no han padecido las pesadillas, la obsesión por transformar lo indefinible en términos concretos, el irrefrenable impulso de completar aquello que, aunque no lo sepamos, es, en esencia, incompleto…
Durante un larguísimo instante escuché. Ni el más leve sonido perturbaba nuestra charla. Luego respondí:
—Y sin embargo, aunque intuyamos que hay vacíos que no se pueden llenar, no queda otra opción que seguir en el empeño.
—El camino en sí será suficiente... Creo que tú mismo dijiste eso o algo parecido alguna vez, en un poema.
—Es posible. Ya no me acuerdo —hice un gesto vago con la mano abierta—. Palabras escritas, reflejo de palabras leídas u oídas, reflejo al cabo. No tiene importancia... Pero me alegra que lo hayas leído.
—En realidad ya no recuerdo si lo leí yo mismo o alguien me habló de él. Como puedes imaginar, aquí todo resulta un poco confuso. En especial, los nombres. De hecho, no conozco el tuyo —hizo un leve gesto de impaciencia—. Pero no hace falta que te molestes en pronunciarlo; lo olvidaría en pocos segundos. Importan las obras, los nombres son tan sólo una más de las muchas máscaras que solemos usar en nuestro deambular por el mundo. Aquí carecen de importancia.
—El tuyo, no obstante, ha perdurado. Incluso ha dado para acuñar un término, kafkiano, que mucha gente utiliza sin el menor reparo, y en muchos casos de forma arbitraria, aun desconociendo por completo tu obra.
—Mero accidente. Reflejo de la superficialidad que gobierna las cosas del mundo de los vivos. Más acentuada en tu época que en la mía, según he podido escuchar por ahí.
—Creo que así es. El culto a la apariencia nos ha llevado a valorar la forma y olvidarnos casi por completo de lo importante. Somos, en esencia, lo que aparentamos ser. Lo demás es abstracción, algo que no goza de la simpatía general.
Después de un corto silencio, Kafka preguntó:
—¿Cuál sería entonces la razón que te impulsa a escribir contra viento y arena, según tu propio testimonio?
Uno nunca está preparado para una pregunta como ésta, pero por alguna razón, no me incomodó. La respuesta surgió de forma natural, sin siquiera pensar lo que estaba diciendo.
—No es fácil saberlo con certeza. Yo mismo me lo he preguntado muchas veces y no me atrevo a afirmar que conozca la respuesta. Podría inventar algunas explicaciones más o menos verosímiles, pero ninguna de ellas sería del todo cierta; como mucho servirían, quizá, para mitigar la incomodidad de algunos lectores y disimular vagamente la impenetrable verdad. Sólo puedo decir que, mientras escribo, hay momentos en que estoy fuera del tiempo. Mientras eso dura, presiento que soy inmortal, invulnerable. Aunque entonces se viniese todo abajo, el verso que acabo de terminar es único y es mío, y yo suyo. Sólo por un instante, algo trasciende, va más allá del mero devenir inconsistente de esta parodia que habito o que me habita; por un instante, o una mera fracción del mismo, hay un resplandor. El mundo, durante esa millonésima de segundo, parece tener un sentido. Ahora mismo...
—¿Ahora? ¿Estás, pues, escribiendo en este momento?
—En este sueño, si sueño es, escribo que tiene lugar esta conversación. Tal vez en otro seas tú quien dialoga con el fantasma de un oscuro autor no nacido. Si hay alguien más, tal vez sea ese alguien quien finalmente cuente que tú y yo, en un tiempo inconcebible, brindamos en algún lóbrego bar de una ciudad que ninguno de los dos conoció en vida.

—Sea  como  dices,  pero  ahora  ¡despierta!    Está  amaneciendo.










TRES ESTACIONES Y UNA MENOS*



Es de noche y hace frío.
El hombre mastica escarcha.
En sus manos tiembla el viento sur.
Es interminable el camino de la soledad.


Es de día y el calor es bochornoso.
La boca de la mujer es un desierto salino.
El viento zonda se enrosca en sus pies.
El camino de la soledad termina en el horizonte.


El hombre entibia su boca en colinas pródigas.
Su cabeza descansa en valles fértiles.
La mujer refresca su boca en el pico de un pájaro.
Sus cabellos mojados se adhieren a su rostro.


El hombre y la mujer exploran.
Una geografía de carbón y obsidiana, los alberga.
El camino de la soledad es una anaconda quieta.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar












¿SE MUERE DE ESO?*



*Por Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar


En esta rodaja de longitud del planeta el disco se ha acabado. El baile terminó. ¿Se muere de eso?
Las nubes femeninas tienen hijos tormentosos. Es un momento difícil, como para salir huyendo.
Tu mano escribe, en sueños, palabras que nadie dice. Ensaya un proceso de fragmentación geométrica, una escritura que se zurce a sí misma y se contempla. Sólo se necesita tu corazón para entenderlo.
No escuchás otra cosa. Cuando parece que oyeras algo, no escuchás nada. Ni las risas, ni los motores de los autos, ni las hojas que caen del árbol, ni el traqueteo de los tacones en la vereda, ni el golpeteo de la lengua en el placer. No estás acostado, no lográs hacerlo. Una cama no es siempre una cama. Se puede morir de eso.
Los edificios ya no tienen forma de edificios. Sobre ellos hay una nube negra y no se parecen a nada conocido. Los edificios dejan en sombras todo lo de abajo. Es posible que recuerdes tu miedo. Como te acordás de la piel y de la suavidad dorada que todavía no has tocado. Es extraño el recuerdo.
Cada día te sorprende más esa capacidad de recordar todo lo que sucederá en el futuro. Se puede vivir por eso.
Dejás que las palabras lleguen por iniciativa propia. El sexo como una daga que busca muerte y no encuentra. La daga lustrosa no se atreve a matar.
Tiembla oscura y sola. Te quedás bocarriba en la cama y soñás fracciones de segundos cortados hasta el infinito por el puñal infinito.
Aunque parece que oyeras no escuchás que alguien recita versos de Machado.
Versos que ya han sido repetidos y no volverán a aparecer por propio impulso. No escuchás pero sabés que hay tantos versos como personas existen.
Versos pequeños como un dolor en el corazón. Versos que han transmutado la realidad.
Desde donde estás, la única banda sonora es la del silencio. La calle tiene comportamientos nocturnos. Con cualquier pretexto dejás entrar en tu recuerdo el fuerte aroma de la noche recalentada por la luna. Los que habitan en esa calle, en esa casa, en ese recuerdo, tienen algo difícil de evitar.
Estiradas sombras contra un furor posible. No se puede hacer nada sino dejar que el cuchillo se hunda cada vez más en su recuerdo. No es tu culpa que desees la muerte y la vida al mismo tiempo, en la misma franja horaria, en esa rodaja del planeta. El amor podría comenzar allí: en estiradas sombras contra un furor posible.
Cerrás los ojos como un ciego. Estás solo en tu imagen. Con tus manos de escribir palabras que ya nadie escribe sostenés el músculo que tiembla.
Alrededor del hueso ese sueño que se llama nosotros tiembla. Habrías podido no nombrar el mundo, ni soñar el sueño, ni extender los brazos bajo una media luna. Incluso habrías podido no dar pasos en una pista de baile pero la música del recuerdo es continua, de único flujo, es la inmensidad. Y el corazón está tan abierto que se escucha el roce continuo de la ciudad contra la ventana, justo ahora que estás tendido en la cama bocarriba.
En este preciso instante, sobre esa faz de la tierra decidís no eternizarte solo en este planeta que gira solo. Te ponés de pie como un árbol y caminás por toda la habitación dando un paso hacia la luz y otro hacia la sombra, con el puñal desnudo deseoso de matar y morir.
No existe ninguna razón para excluirte de muchas cosas inciertas que están por venir.
Luego, de repente, vuelven los ruidos de la calle a mezclarse con esa música americana y con la suavidad y con la desesperación de la felicidad de la carne que sueña. Poco a poco se convierte en algo como una sinfonía, y a la vez en un canto personal, hecho a la viva imagen de una intemperie.
Tal como siguen las cosas, todas las películas que has visto no te sirven de nada. Todos los libros que leíste no te sirven de nada. Todas las canciones que escuchaste no te sirven de nada. Ese adjetivo donde crecía hierba no sirve de nada. El puñal desea matar y morir con los ojos abiertos. Se puede morir de eso. Morir hasta la delgadez atómica y juntar el polvo de los huesos, lejos de la ciudad siempre invisible, siempre exterior. Sólo se necesita tu corazón para entenderlo.











EN EL CENTRO DEL MIEDO*



Sabes amor, creo que ha llegado el olvido
Trae  su carro cargado de estiletes.
No me muevo ni muestro el centro  de mi miedo
Arden los leños,  el ojo piensa y la espalda descansa.

Ninguna golondrina  ha de regresar a su nido.
Se aleja la rivera y el camaleón se acerca
Y alguien me musita que es el alba y aun aúllan mastines
Las hojas lloran, renacidas ante el desvelo de palomas.
Tengo sed. Solo eso y de ello vivo.

Hay un llanto gastado y tiene sus luces apagadas.
Y la lluvia  agoniza en las líneas de tus ausentes manos.
La abeja aun no dice en que orilla  está el néctar y donde la cicuta.
Nadie me ha enseñado cual  es el horizonte  de tu olvido
Tengo la forma que me han dado sus manos.
Y el cántaro esquiva la fuente y el dintel.
Y crece la pena y renueva el latido.
Temblorosa, se enciende la latitud del viento.
Y soy lapida y floresta. Y fabula de arena.

Y otra vez la insistencia de sal en la garganta.
Países tan azules y pliegues en la almohada.
Y tus olores  y tus silencios y tus vahos.

Sabes amor, creo que ha partido el olvido.
Abro los brazos y en el centro del miedo, te cobijo.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar










Senos de tahitianas*


Se diría que los recuerdo
y que hasta estuve allí


Me exhibía entonces al natural
con ellos todo es más simple


Al ciudadano le di
el olivo que es el olvido


Mis construcciones insistían
en situarme al fresco


Descalzo, mis valores de siempre
tendían a disiparse


Al náufrago le cabía
pintar y amar



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Pictórica. 4º Edición. La Luna Que. Buenos Aires 2011







*


en cuanto a mí
no pido nada
una mesa con libros
un mate
un termo
eso me conforma
me alcanza y sobra el olor
a página vieja
para quedarme quieto
como un pez que contempla
lo infinito/



*De León Peredo.  gustavojlperedo@yahoo.com.ar






*


La locura es el único tema literario, es decir la desmesura, el lenguaje roto, lo extremo del Mal-Decir, el quiebre de lo irrisorio que es la costumbre, o como diría Borges: la inminencia de la revelación que no se produce.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com





***

INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/


El Sur (Dudignac)*


Podría abrir los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto, de una música extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera yo comprendo…

El verde tiene muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma precisa…

Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo, los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.

Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.

Con los ojos cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he conocido.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
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***

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