martes, enero 06, 2015

EDICIÓN ENERO 2015


*Dibujo de Erika Kuhn.








Confidencias*



Desde el patio
me mira
con sus ojos grandes.

Dejo de saborear la sopa.
¿Qué buscará desenterrar
del saber de la tierra?
Me observa, como si mi vida fuera
un pedazo de cielo. Lo miro
hipnotizada. No me muevo. Pero recuerdo
que él era así, como este pájaro.

¿Qué hace? ¿escucha? ¿descansa? ¿o es que me espera?.

¿O como yo, solo y con frío, me buscará un día entre las piedras?

Ahora se ha parado, y piensa.
Da unos pasos.

En mi jardín, ¿qué busca?
Tal vez, que brote allí
el amor que nos dimos.

Es grande, gracioso. Bello.
Como el de aquella tarde
en que desnudos
bajo los juncos, desfloramos
un arrébol de copihues y guitarras
y emborrachó mi canto
un mar de estrellas.

Con mi sonrisa parte, sobre los
Andes vuela. Es tuya,
y con amor la lleva.



*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
31 de Diciembre 2014.












DOS HILERAS DE SAUCES*




La entrada a la casa de la chacra estaba precedida por dos hileras de sauces, que partían de un camino interno, al costado sobresalía un gran galpón de ladrillos con techo de chapa a dos aguas para guardar cereal y donde dormía a veces un viejo tractor marca Pampa.
No era raro que en las siestas, en uno de esos sauces ataran un caballo de andar. Para usarlo luego de la recorrida en busca de caballos que pastaban en los potreros y que usarían en diversas tareas del campo. No era raro que ese caballo, luego de horas de estar allí, entre le orín y las moscas se mostrara molesto. Tampoco era raro que yo me acostara debajo de algunos de esos sauces aún jóvenes, con mi espalda sobre la mullida gramilla y con una revista de historietas dejara pasar morosamente las horas,  mientras los mayores dormían su siesta.
En otras ocasiones dejaba a un lado la revista y miraba el cielo a través de las ramas de esos sauces que filtraban el sol por las nervaduras de las hojas, que gracias a la luz se pintaban de un verde muy pálido, más pálido que el verde natural de esos árboles, que apenas movían esas hojitas con una brisa tenue y quizás intermitente.
No era raro que los moscardones, atraídos por el acre orín del caballo, revolotearan  con ese zumbido molesto.
Esos sauces, esos moscardones y aún las moscas más silenciosas, ese pequeño vaho de orín y sobre todo esa quietud ha quedado flotando en algún lugar no sé si feliz, pero  agradable de mis más remotos y lejanos recuerdos de esa infancia suspendida  como  un brevísimo abrojo en la quietud solitaria de la llanura inabarcable que fe la matriz-tal vez- de toda escritura .Que de algún modo también inesperado aparece siempre en aquello que uno no elige a la hora de sentarse a escribir. Son los núcleos que a uno “le han sido dados” (la frase es de Borges) y que no puede eludir.
Inútil aclarar que esa casa, que rodeaban los mandarinos olorosos ya no existe, ha sido
Tapada con tierra  y se le ha sembrado soja encima, pero no hay nada que pueda sacármela de la cabeza de seis años, porque esa idea tira con la fuerza de cinco percherones oscuros, con los garrones sin tusar, llenos de abrojos, con los inmensos vasos partidos, que nunca tocaron el martillo y el punzón del herrero.
Porque la realidad puede ser modificada en lo real, pero nunca es tan importante como para sacarla de cuajo de la percepción, que siempre es más pertinaz y más esquiva a los avatares que traen los cambios. Y máxime cuando se aloja en la imaginación de un niño.
Quedan otros recuerdos, un tanto más vagarosos, como éstos pueden serlo pero también  tienen la persistencia de una cigarra que perfora el verano con su sierrita demoledora, esas cigarras que nunca vi porque se metamorfoseaban  entre las hojas de los fresnos o el follaje de las parras que soportaban también esos racimos seductores y dulces que bien valían un reto si uno se atreviera a robarse uno, a distraerlo de la rigurosa contabilidad de la abuela o la más que laxa mirada de mi madre que más de una vez disimuló el hurto y fue cómplice de sus hijos porque comprendía que ese deseo imperioso alguna vez la vida se encargaría de troncharlo con mayor violencia y desamparo con la impiedad de los años que vendrían, durísimos.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar










Sonidos*



En la memoria sonora del corazón llevo;

El sonido casi imperceptible de las hojas al caer

en el parque de tus ojos aquel invierno.

El ruido que produjo tu partida cuando rompió el horizonte.

El crujido de los leños cuando las chispas saltan.

La pena del jacarandá cuando llega el otoño y me llora azul.

El tono roto de mi voz cuando en vez de decir sí, dije no.

Y finalmente, el gesto sonoro del Hacedor cuando

–percutiendo nubes- mi madre paría e inventó la lluvia

para que su arrullo fuera mi canción de cuna.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











ROSAS, HASTA MORIR*



No, no venía sola.
La acompañaban crepúsculos.
Palomas desoladas.
Portones, esquinas y arboledas.
Nos juntamos una tarde presurosa de verano.
Por fuera sonreía.
Por dentro, uva morada triste
Ella iba Yo, venía.
Tomó una copa y la llenó con preguntas secretas.
Mis preguntas secretas.
Rosa salmón oscura .Rosada pena negra.
Enumeró las hojas de su vida.
Eran, también las mías.
Algunas invertidas.
Risa sal cenicienta mojó su servilleta.
Llanto de calabaza secó la mía.
Los mismos sayos: la congoja y la risa.
La mentira, la honra, la comedia feliz.
Despedida. El adiós. Hasta siempre.
No brazos. No abrazos. No padre.
Padre nuestro que estás en los cielos.

Le dije que los perros ladran a la luna.
Que el café huele a tibieza.
Que mirara en la mesa,  esperando.
Una paloma con un anillo de oro.
Un canasto de paja.
Y un olor de rosas que se funde en los huesos.
Que se funde en la savia. En la sabia palabra.


Le dije, puedo morir ahora, hasta morir.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar











COMPARSAS*




Una fiesta de casamiento es un suceso en el que todos nos disfrazamos para, finalmente, ser más nosotros mismos.
La primera impresión es la de extrañeza. No andamos por la vida ni de traje ni de vestido largo. Por eso, ver a los rostros familiares sobre elegantes atuendos y bajo extraños peinados, es una imagen que en primer lugar nos hace pensar que todos son diferentes de cuando se encuentran sumidos en sus habituales ocupaciones.
A medida que se van sucediendo las horas y las fases del festejo, las personalidades superan el exterior modificado, y se exacerban de tal modo que culminan en caricaturas de grueso trazado.
Entonces un observador sentirá una enorme tristeza, y ocasionalmente le nublarán los ojos lágrimas de piedad por sus semejantes y por él mismo, tan reducido, como siempre, al personaje en la obra de teatro que por nombre lleva un sucinto “el observador”.
La rubia espléndida, de cabeza pequeña y cabellos lacios, reirá con alegría toda la noche. Caminará por el salón constantemente, rozará el brazo o la espalda de los maridos de las amigas, su vestido será revelador. Lástima la edad, lástima que los gestos y maneras ya no le quepan exactamente. Una pena que siga interpretando la adorable adolescente que fue y ya no es. Pero debe ocupar el lugar de la proa en la lancha anclada frente a la playa, debe ser despreocupada y feliz hasta que duela. Se va a sacar los zapatos, caminará descalza para sugerir desnudeces mayores. Debe interpretar el rol.
Los amigos del novio tienen el mandato de ser barulleros, de tomar un poco más de lo que les requiere el cuerpo, de quedarse hasta el final formando una hinchada compacta. Se puede ver una pelota invisible, el potrero, los números en la espalda. El diez adelante, el arquero siguiendo el grupo y meneando la colita cuando recibe una palmada de aprobación.
El invitado de frente estrecha y cabello crespo bailará como un mono. Cuando sea el momento del cotillón, los senos de plástico y la mazorca de utilería aparecerán mágicamente en sus manos. Aún dentro de la bolsa ya le pertenecían. Su mujer se reirá de las payasadas, ocultando (sabe hacerlo) la íntima humillación. Yo también me reiré cuando pase exhibiéndose, pero no podré mirarlos a los ojos.
La niña eterna hará sus mohines y montará su propio espectáculo para lograr por algunos momentos la luz del reflector. Ese es su sitio en la vida. Yo soy así, dirá, yo soy así de loca. Ustedes me conocen, yo soy así.
Las hermanas sin novio, lindas y prolijas, se repetirán en las esquinas. Quién sabe cuánta esperanza habrá habido frente al espejo, y ahora están aquí, recatadas pero anhelantes, y solas. Tan terriblemente solas en una doble soledad que no hace compañía. Pobrecitos esos labios sin besos. La tristeza de tanto amor congelado, tanta caricia fantasmal. Bonitas y sonrientes, tan solas, tan decepcionadamente tristes.
Y mientras tanto las ceremonias incomprensibles, atávicas y con los significados perdidos a fuerza de repetición. Bailar. Moverse sensualmente al compás de una melodía. Realizar los movimientos del sexo para todos y para nadie. Sólo las parejas justificando la seducción del otro porque la intención es real y promete lo que se va a dar. Pero los niños, pero los ancianos, pero las mujeres que bailan con mujeres. Pero toda esa agitación de caderas y pelvis sin sentido. Y el observador que también baila, extrañado de si, para bajar un poco la comida y poder probar las empanadas calientes que ofrecen los mozos.
Qué linda la fiesta. Todo salió bien. Cuánto comimos, cuánto bebimos, qué dolor en los pies de tanto bailar. Y es cierto. Estuvo linda la fiesta. Hay que mirarla en conjunto, de lejos, y entonces, como la carroza desportillada del carnaval, se ve colorida y feliz.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











Habitación 202*



un ángel remanido
entró a un bar a medianoche
se ganó a las más linda del lugar
fueron a un hotel
cerca del bulevar San Gerónimo
ella se desnudó
y a él se le erizaron las plumas
comenzó a cacarear
a cantar
a reír
ella reía también
todos reían menos las otras parejas
de las otras habitaciones
menos la empleada del hotel
que recibía llamadas internas
saque a los locos de la 202
porque así no hay quien pueda
hacer el amor con decencia
llame a la policía
o a la perrera
llame a los médicos forenses de la city
a los relojeros
a los zapateros
llame por lo menos a un carabinero forestal
todo era protesta
en el hotel del bulevar San Gerónimo
todo grito y amenaza de expulsión
pero dentro de la 202 había un gallo que gritaba
una mujer que era todo alegría
volaban de un lado para otro las plumas del ángel
tanto que cuando amaneció
con sorpresa y felicidad comprobó
que ya no era un ángel sino un simple mortal
y ella era el cielo abrazándolo/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar









-Recordando a Osvaldo Soriano
(Mar del Plata, 6 de enero de 1943 – Buenos Aires, 29 de enero de 1997)


La Argentina invade California*



Cuál fue la primera potencia del mundo que reconoció a la flamante Argentina de la Revolución? ¿Qué ansias arrastraban a los hombres de la Independencia? ¿Qué fuego delirante les inflamaba los corazones?
Franceses, ingleses, polacos, alemanes y norteamericanos corrieron en auxilio de la joven Revolución que enfrentaba al imperio de España. Todas las ideas, viejas y nuevas, venían a refundarse en estas costas: monárquicos, republicanos, católicos, liberales, anarquistas y aventureros peleaban por amor, por costumbre o por plata. Los hubo solemnes, grandiosos, generosos, chiflados, estúpidos, vanidosos y despiadados.
El más conocido de ellos fue el capitán José de San Martín, de la secreta Logia Lautaro, pero entre los más chiflados y ambiciosos estaba el corsario Hipólito Bouchard. Como Liniers y Brandsen, Bouchard era francés y como ellos murió de muerte violenta. Fue él quien compró el primer reconocimiento exterior para la Argentina, que todavía se llamaba Provincias unidas. En su nombre invadió y destruyó la California dominada por los españoles.
Bouchard llegó al Río de la Plata en 1809 en un barco de corsarios franceses. El primer día de febrero de 1811 el gobierno de la Revolución lo nombra capitán del bergantín de guerra 25 de Mayo. Su primera batalla, la de San Nicolás, no es gloriosa: cuando el 2 de marzo oye los cañones de siete naves, Bouchard abandona a su jefe, Juan Bautista Azopardo, se tira al agua y gana la costa a nado con toda la tripulación. En el Consejo de Guerra presidido por Saavedra dirá que los marineros huyeron primero y que él fue impotente para contenerlos. Azopardo, en su diario, se queja de haber sido "vergonzosamente abandonado".
En tierra le va mejor: incorporado al Regimiento de Granaderos a Caballo, el 13 de febrero de 1813 contribuye al triunfo en San Lorenzo: mata de un pistoletazo al abanderado de los realistas y se queda con el pabellón enemigo; eso lo hace criollo y capitán del ejército de San Martín, que lo recomienda a la Asamblea Constituyente. Pero lo suyo es el pillaje y el saqueo, como Drake y Morgan, y pronto va a probarlo. En 1815 manda las corbetas Halcón y Uribe y marcha a reunirse con Brown, que comanda la Hércules. El irlandés lo espera en la isla de _Mocha, sobre el Pacífico, para ir a cañonear el puerto de El Callao. Los dos han
cambiado: William Brown es ahora Guillermo e Hypolite se ha convertido en Hipólito, súbditos de las Provincias Unidas. En una tormenta Bouchard pierde el Uribe. Brown, en cambio, captura la fragata española Consecuencia y toma prisionero al brigadier Mendiburu, gobernador de Guayaquil.
En febrero, Brown decide asaltar la fortaleza de Guayaquil pero Bouchard no lo acompaña porque estima la aventura demasiado riesgosa. En cambio, le propone un negocio: ofrece el Halcón y diez mil pesos en efectivo a cambio de la Consecuencia. Brown acepta y paga. Bouchard regresa a Buenos Aires el 18 de junio de 1816, en vísperas de la declaración de Independencia que San Martín y Belgrano piden a sablazos. El 9 de julio, "Nace a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación / coronada su sien de laureles / y a sus plantas rendido un león". Pero el problema más urgente es conseguir que alguna potencia extranjera y soberana reconozca ese nacimiento de parto tan doloroso. Rivadavia y Belgrano han viajado a Europa y no lo han conseguido porque están en desacuerdo sobre la forma de gobierno que se darán. Belgrano quiere coronar a un cacique inca y Rivadavia vislumbra una república liberal en la que pueda ser presidente. También San Martín propone un rey. A Bouchard le da lo mismo: ahora es sargento mayor de la Marina, tiene patente de corso y necesita una bandera que sea aceptada en todos los puertos. El 9 de julio de 1817 hace que toda la tripulación de la Argentina grite "¡Viva la patria!" y sale de Ensenada rumbo a Madagascar.
Para seguir su loca carrera es preciso tener a mano un mapamundi: en Tamatava, a la entrada del Océano Índico, libera a los esclavos de cuatro barcos españoles y les canta el Himno Nacional para que el ruido llegue hasta Buenos Aires. Pasa por las costas occidentales de la India y entra en el Archipiélago del Sonda donde toca los puertos de Java, Macasar, Célebes, Borneo y Mindanao.
No le es fácil el periplo: en Java la Argentina atrapa el escorbuto y el capitán tira cuarenta cadáveres al mar. En Macasar lo atacan cinco barcos piratas pero en una hora y media de combate Bouchard pone en fuga a cuatro y se queda con el quinto. La batalla le deja siete marineros muertos a los que reemplaza con los más fornidos de la nave capturada. A los otros les ordena rezar y los hunde a cañonazos.
Por fin se acerca a Manila, en las Filipinas. Bloquea la entrada al puerto de Luzón, el más importante del archipiélago, convoca a oficiales y tripulantes al pie de la bandera y les hace una arenga de argentinidad, en francés para los oficiales, en castellano para los marinos.
La empresa es espectacular: la Argentina saquea y hunde dieciséis buques mercantes. Bouchard captura a cuatrocientos tripulantes y un bergantín español. Al fin decide ir a China, pero la tempestad lo empuja a la Polinesia, donde va a llevarse una sorpresa mayor. Al acercarse al puerto de Karakakowa, en las islas Sandwich, le parece distinguir una nave conocida: echa ancla y reconoce a la Chacabuco, una de las corbetas de Brown, que fondea con el pabellón de Kameha-Meha, un reino soberano que nuclea a las incontables islas de Hawaii.
Alguien le dice que la tripulación de la Chacabuco, sublevada en Valparaíso, ha llegado extraviada a esas costas y ha vendido la nave al rey. Los criollos amotinados, hartos de mar, penando por caballos y llanura, consumen el botín de seiscientos quintales de sándalo y dos pipas de ron en las tabernas y prostíbulos de Karakakowa. Uno de ellos, por vergüenza o por nostalgia, conserva la flamante bandera de Belgrano.
Bouchard, que ha nacido en Saint Tropez, vislumbra un destino de medallas, honores y pampas tranquilas. En el instante mismo decide llevarse la corbeta y también el primer reconocimiento diplomático para la nación que nace.
Los gauchos borrachos que encuentra en el puerto le cuentan que hay un rey gordo que está siempre rodeado de mujeres de cintura ondulante. Por respeto y sin duda por temor lo apodan "Pedro el Grande de los Mares del Sur". El capitán recupera la bandera y el corazón se le hace todo fuego: averigua, pide, ruega y llega hasta el monarca. Lo que ha saqueado en cuatro mares alcanza y sobra para recuperar la Chacabuco. El rey de Kameha-Meha acepta la indemnización pero confiesa no conocer la bandera que Bouchard le muestra.
En inglés, en francés y en español el capitán le cuenta la gesta sudamericana, las interminables llanuras y los Andes nevados que ha cruzado San Martín. Agrega las selvas calientes del Chaco para conmover al monarca y sin vacilar lo nombra, bajo un sol de cincuenta grados, teniente coronel del ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ahí mismo le entrega uniforme, espada, charreteras y sombrero de granadero y le muestra un mapa del sur para que se ubique. El rey gordo no se emociona demasiado, pero el uniforme lo divierte y firma un tratado de "Unión para la paz, la guerra y el comercio" en el que consta que Kameha-Meha es la primera potencia del mundo en reconocer a las Provincias Unidas.
Ese 20 de agosto de 1817 el pirata Bouchard empieza a entrar en la historia.
Mitre llamará a ese instante de Karakakowa "un triunfo diplomático". Vicente Fidel López, que tiene menos sentido del humor, califica al capitán de "corso del latrocinio".
Pero la irrisoria hazaña de Bouchard recién empieza. En tabernas y fumaderos de Hawaii recoge a los gauchos extraviados, fusila a dos gritones como escarmiento y pone proa a la lejana California. Un delirio de fortuna y grandeza le quema el alma: antes de que a esas costas las ganen los ingleses, se dice, llegarán los argentinos. El 23 de octubre de 1817, con la Chacabuco recuperada y en pie de guerra, zarpa para Norteamérica.
Ahí va Hipólito Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la California donde no están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon Valley de las computadoras. Lleva como excusa la flamante bandera argentina que ha hecho reconocer en Kameha-Meha, aunque los oficiales de su Estado
Mayor se llamen Cornet, Oliver, Jhon van Burgen, Greyssa, Harris, Borgues, Douglas, Shipre y Miller.
El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la Argentina y la Chacabuco van decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, treinta hawaianos comprados al rey de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en Karakakowa para combatir las ratas y las pestes.
Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que algunos de los desertores que habían sublevado la Chacabuco en Valparaíso se han refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José María Piris que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege a los rebeldes.
Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan las lenguas y un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear la California. El capitán de los piratas toma nota: en la bodega lleva doce cañones recién robados y si se adelanta con la noticia a Monterrey -la capital de California- podrá venderlos a cinco veces su precio.
El rey de Atoy no sabe dónde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de las Provincias Unidas y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera del infierno y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que se encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de Bouchard se hace conducir en bote para dar la buena nueva.
El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los sublevados asilados en Atoy y trata, como en Karakaka¡owa, de hacer reconocer a la flamante nación. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se le han escapado.
"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias.
En realidad, basta con amagar. El rey manda a un emisario a parlamentar a la Argentina y lleva a los prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí no más fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los conduce al barco y les hace dar
"doce docenas de azotes".
El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan: pone doscientos hombres de refuerzo en la corbeta Chacabuco, le hace enarbolar una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las órdenes de Willian (o Guillermo) Shipre.
Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosa antes de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento y la Chacabuco queda a la deriva. Desde el fuerte les tiran diecisiete cañonazos y no falla ninguno. La Chacabuco empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de los heridos. Shipre se rinde enseguida. Escribe Bouchard: "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar la bandera de la patria".
Todo es desolación y sangre en la Chacabuco pero Bouchard no quiere pasar vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a más de sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas.
De pronto, la joven nación está asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamentos para las presas (art. 67, inc 22).
Los pobres españoles de California no tenían ni un solo navío para su defensa. Bouchard ordena trasladar a los sobrevivientes de la Chacabuco a la Argentina pero abandona a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles. Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard comanda el desembarco con doscientos hombres armados de fusiles y picas de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero esperan repartirse un botín considerable.
A las ocho de la mañana, después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen en el patio mientras hace izar la bandera.
Sin embargo el capitán no está contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le paguen la afrenta de la Chacabuco. Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y la pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción. Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de origen americano y es feroz con la española. Difícil saber cómo hizo la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que encuentra en un granero.
Durante seis días, siobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la Chacabuco mientras los soldados arman juerga sobre juerga a costa de las aterradas viudas de España, episodio que las historias oficiales eluden con pudor.
Tanto escándolo arman Bouchard y los suyos en el norte que el Departamento de Estado norteamericano -cuenta el historiador Harold Peterson- "dio instrucciones a sus agentes para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que navegaban bajo la bandera y con comisiones
de Buenos Aires". Sin embargo, recién en 1821, con Rivadavia como ministro de Guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto de revocación de las patentes de los corsarios: "En su forma literal -dice Peterson- este decreto representaba una entrega total a la posición por la cual los Estados Unidos habían luchado durante cinco años".
Para entonces, Bouchard ya había quemado toda California. Después de destruir Monterrey arrasa con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y otras poblaciones que quedan en llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea el puerto de San Blas y ataca Acapulco de México. En Guatemala destruye Sonsonate y toma un bergantín español. En Nicaragua, por fin, se echa sobre Realejo, el principal puerto español en los mares del sur, y se queda con cuatro buques cargados con añil y cacao y veintisiete prisioneros. Ésa fue su última hazaña.
Al llegar a Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados. Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a sus expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes del corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado, entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".
Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a disposición de San Martín y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las que apenas había conocido, se pone a las órdenes del Perú y en 1831 se retira a una hacienda. En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo.
Es una muerte en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y tropelías, no consignan ese indigno final.


-De Osvaldo Soriano. Incluido en "Cuentos de los años felices"













SEGUNDA
OPORTUNIDAD*




*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar




SIETE



“Can’t you feel the weight of my stare
You’re so close but still a world away
What I’m dying to say, is that I’m crazy for you
Touch me once and you´ll know It’s true” (Madonna)


“In your eyes, forbidden love
In your smile, forbidden love
In your kiss, forbidden love
If i only had one wish
Love would always feel like this” (Madonna)


Ignora qué lo ha despertado. Quizá algún ligero movimiento de ella, acurrucada contra su pecho, respirando profundo, dormida por completo. Le cuesta reconocer dónde se encuentran. Su brazo izquierdo ha caído junto con parte de la manta, dejándolos al descubierto, mientras con el derecho continúa abrazándola, con infinita ternura. Mira hacia afuera: la lluvia ha cesado. Apenas se oye, aquí cerca y allá lejos, el discontinuo rumor de unas gotas cayendo desde la copa de los árboles. Intenso aroma a tierra mojada, a vegetación profunda, a una naturaleza virgen en exceso.
Parpadea varias veces. Si bien recuerda esta escena como aquel lugar donde se refugiaron para protegerse del temporal, hay un detalle extraño en el entorno que no termina de comprender. Recién pasados varios minutos percibe que aquel efecto lechoso que poseen las plantas a su alrededor pertenece al intenso resplandor de la luna. Asoma la cabeza fuera de la hendidura del tronco, sin apartarse demasiado de ella, y busca en todas direcciones con la mirada, hasta que girando la cabeza hacia arriba y estirando un poco el cuello, consigue encontrarla. Una enorme luna llena, imposible de ver así en su querida pampa argentina, imponiendo su blancura en un cielo profundo y vertiginoso, tachonado de estrellas. La imagen lo impresiona. Quisiera compartirlo con ella, contemplar juntos semejante belleza, pero teme hacerle daño. Necesita descansar, casi tanto como él, a quien el sueño parece haberlo abandonado. Se vuelve hacia ella, y la descubre abriendo los ojos, bostezando, volviendo a abrazarlo.
—No te vayas —le murmura. —¿Qué estabas viendo?
—Una luna maravillosa. Mirá…
Ella se aferra a sus hombros como si fuese a perder el equilibrio si lo suelta. Se asoman juntos fuera de la hendidura y contemplan absortos esa luna impactante, que los baña generosa con su luz.
—Es preciosa… —admite ella, parpadeando, despierta por completo; y agrega, sin pensar en absoluto, sin dejar de mirar la luna: —Te amo…
El vuelve la cabeza para mirarla, sorprendido. ¿Cuánto tiempo hace ya que espera escuchar semejante frase de sus labios? ¿Cómo es posible que esta mujer le haya trastocado todo lo aprendido, desconociéndose a sí mismo, emergiendo victorioso de las arenas movedizas de la rutina? Sintiéndose observada, ella continúa admirando la luna. Le gusta gustarle, atraerlo, que la ame como la ama. Rara vez en el pasado ha sentido lo que viene experimentando por un hombre durante las últimas horas, desconociéndose al mismo tiempo que él. ¿Sería capaz de cualquier cosa con tal de conservar esta relación?
De pronto, se miran a los ojos. Como si a la vez los dos pensasen lo mismo.
—¿Te diste cuenta? —advierte él. —Hace tan solo veinticuatro horas que nos conocemos.
—¿Estás seguro? —sonríe ella. —Parece que nos conociésemos de toda la vida.
—Con vos… me quedaría toda la vida…
—¿Con el carácter que tenemos? Nos terminaríamos matando…
—Probablemente sí… Probablemente no… Decidiría la convivencia.
—Además, la pasión no dura toda la vida. En algún momento nos aburriríamos.
—¡Pero cómo nos divertiríamos hasta entonces!!!
Ríen cómplices, abrazados. Y el beso, tierno y fugaz, ocurre inevitable. Aunque una breve pero intensa sombra cruza la mirada de él, opacando su sonrisa.
—¿Qué pasa? —advierte ella, preocupada. —Sos transparente; ya me dí cuenta de eso. Decime qué tenés.
—Pensaba en nuestras hijas… En el momento en que este sueño termine y las veamos otra vez...
Duda. Mira en otra dirección, busca las palabras que quizá no encuentre, o no se atreve a decir en voz alta. Ella contiene el aliento, expectante. Finalmente, él agrega:
—No estoy dispuesto a regresar a mi vida de siempre. No volvería para vivir de nuevo con mi mujer. Algo me ha pasado en este viaje, y ha sido mucho más que el accidente. Me siento distinto. —Suspira. Toma coraje. Se decide: —Hay instantes que te marcan para siempre, y trazan una línea que inaugura un antes y un después; esa marca también tiene sus costos, los pague uno en lo inmediato o a largo plazo. Pero al cruzar esa línea, uno ya no es el mismo. No puede volver a serlo.
La mira intensamente a los ojos.
—Creo que desde que te conocí, yo ya no lo soy.
—Yo no tengo miedo de cruzar esa línea —asegura ella, sosteniéndole la mirada.
—¿Y qué estarías dispuesta a pagar?
—Mi felicidad por los próximos cuarenta años —veloz, ella, en la respuesta.
—A mí me alcanzan los próximos cuarenta minutos… —sonríe, él, de costado.
—¿Estás seguro???
Y ella se le echa encima, forcejeando, haciéndole cosquillas. Ríen otra vez, felices, pero buscándose, peleadores. Hasta que en el fragor de la disputa caen del hueco que habitaran como refugio durante la tormenta, rodando sobre la vegetación caída y los últimos charcos de lluvia, sintiendo el impacto del frío del agua, desnudos, en medio de una carcajada. Las primeras luces del amanecer se perfilan entre la frondosa copa de los árboles, arrinconando la penumbra hacia el oeste, relegando el fresco de la noche hacia una creciente calidez proveniente del este.
De pronto, las risas se extinguen detrás de un beso, sentados sobre las hojas en medio de un abrazo, con miradas que poco tienen de risueñas y mucho encierran de pasión. Besos que entrelazan los labios, queriendo desprenderlos, insaciables, obligándolos a reptar fuera de los charcos, sin desprenderse el uno del otro. Y la excitación resurge de inmediato, notoria para los dos.
—¿Te diste cuenta? —admite ella, al comprobar el miembro erecto de él contra su bajo vientre. —Si viviésemos juntos, estaríamos todo el día cogiendo.
—¿Te parece? —se sorprende él, irónico. —En algún momento tendríamos que frenar para comer…
—¡Ni me hables!!! ¡Con el hambre que tengo!!!!
Ríen otra vez, contemplándose hasta el hartazgo, preguntándose en silencio cómo ha sido posible que se hayan ignorado al subir al avión, o hayan vivido sin conocerse hasta entonces, al tiempo que resuenan los estómagos y su erección se diluye.
—Volvamos a la playa —sugiere él, incorporándose de pronto, y ayudándola a ponerse de pie. —No creo que encontremos algo más que cocos por estos lugares. Pero es lo único que nos viene manteniendo ocupada la panza.
Ella se incorpora, bellísima a la tenue luz del amanecer, despidiendo un efecto hormonal que desborda excitación, atrayéndolo aún más. Aunque algo lo inmoviliza ante la contemplación del cautivante cuerpo de ella, él recoge sus ropas del suelo, las amontona sobre el bolso, dobla la maltrecha manta de polar impermeable y la mete a duras penas dentro de húmeda mochila, que se cuelga al hombro, y le sonríe, tendiéndole una mano.
—No hace falta que nos vistamos, ¿no?
—¿Para qué? —responde ella, y resopla con fingido fastidio, meneando la cabeza, revoleando los ojos. —Mirá las huevadas que preguntás… Si en cualquier momento tenemos que andar perdiendo la ropa otra vez…
Toma el bolso de manos de él, y ambos emprenden el camino de regreso, tomados de una mano. Antes de internarse en la espesura, él se detiene y recoge algo del suelo, cerca de donde estuvieron momentos antes. Ella no descubre lo que él lleva en la mano hasta que ya lo tiene encima, colocándole con delicadeza una enorme flor de múltiples pétalos y brillantes colores, de combinaciones desconocidas, entre el enmarañado cabello rubio, por encima de una de sus orejas.
—Muchas gracias… —murmura ella, gratamente complacida ante gesto tan romántico, enmudecida de repente.
El vuelve a tomarla de una mano para retomar la marcha. Recién entonces repara en que lo único que continúan vistiendo son las improvisadas sandalias de hojas de palmera que confeccionara la tarde anterior en la playa. Aparta las primeras hojas de los arbustos para adentrarse en la diezmada maraña vegetal, sabiendo con certeza que jamás podría llegar a enojarse o separarse de semejante mujer en lo que le reste de vida, mientras escucha a sus espaldas la sorprendida y queda voz de ella, sin girarse a mirarla.
—Me parece que sos el único ser en la Tierra capaz de hacerme callar…



(Continuará…)






***

INVENTREN
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Una historia del bar*
(De la estación María Lucila)

"Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste"

Alejandra Pizarnik. -Caminos del espejo-



El hombre con el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de mi interés por escribir sobre la estación María Lucila del Midland. Dice que va a contarme algo de su historia personal que sin dudas tiene relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro escribir razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura empeora con el tiempo.

-No importa, vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono de suplica.

-Y porque a mi me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para escuchar.

Lo que sigue es el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi- dijo para terminar con mi resistencia.

En la estación María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo era su vivienda.

Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la nacionalización cuando el Midland paso a ser parte del ferrocarril Belgrano, al abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que se jubilo.

Lo cierto es que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.

Se hizo amiga de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi madre.

El hombre me muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la foto puede leerse “con Florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.”

Mamá era una mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie había logrado sacarla.

(....)

Se equivocaron ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o desencuentro.

Usted sabe que todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos ingeniamos para negar esas percepciones incómodas.

Creo que mi padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere cambiar una persona.

Llego a decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo-, según parece.

La angustia de mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.

Se fue cuando mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.

Mi padre después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le duro meses.

Un día nos presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.

Natalia nos crío y malcrío lo mejor que pudo.

Mi hermano creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.

Mi padre tenia 70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido los 21 años. Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar.

Sin que se lo pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida será un hombre o un marido. Te recomiendo que seas un hombre...

Creo que le he fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.


*

De mi madre, quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.

Nunca sabré si volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los abuelos.

Hay un abismo de treinta años de silencio.

La tía Eugenia -hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.

Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi madre. ya envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual, cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.

No sabía nada del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni televisión.

¿Sabe cual era una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.

(....)

Sabía del suicidio de Alejandra y le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:

"Pobre Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.

*

Esto es lo que la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa que en los últimos tiempos sufrió demasiado.

Muy poco para un enigma de más de 30 años.

El hombre vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y me lee otra frase de Pizarnik remarcada con birome azul:

"Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia"

Así me siento, así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.
Al rato nos despedimos con un abrazo. Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia de las que he podido contar son historias de vida de gente feliz.


*De Urbano Powell.



Próxima estación para escribir:
  
J.J. ALMEYRA.

Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:

INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.
PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO. 
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

***

-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril  Provincial:

GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS

 JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar



InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar


1 comentario:

CREADORAS dijo...

INVITACIÓN A TODAS LAS MUJERES CREADORAS

Si tienes un blog donde expresas la creación de tu obra artística, me gustaría enlazarte con estas dos webs de mujeres creadoras:

http://worldwomenartists.blogspot.com.es/

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Abiertas a todas las formas de creación: música, pintura, escultura, literatura, periodismo, teatro, cine, cómic, arquitectura, diseño, moda, gastronomía, danza, etc.

Gracias y hasta pronto,

Teresa Iturriaga Osa