-"Las Torres Gemelas"
Óleo /Lienzo.
* Obra de Claudio Uzal. © Gijón.
*
Lo más difícil
es construir un
muelle.
Parar el agua.
Cargar maderas.
Unir los pasos
para no caer entre
las tablas.
Correr la línea
entre la nada
y el sueño.
Acomodarse sin
madre.
No extraviarse
con hijos.
Y aceptar que
no tendremos bote
ni barco ni
balsa que nos salve de amar.
*De Valeria
Pariso
CORRER LA LÍNEA ENTRE LA NADA Y EL SUEÑO…
EN ALGÚN BARCO*
*De Adolfo
Zutel
(1936 – 2012)
Como si un
hombre caminara sobre los huesos de algún barco
como si
caminara en lo que fue
y pellizcara
migas de bruma y sol y escarcha
y mirara por
los ojos de buey
y los ojos de
buey hablaran en un idioma ciego inexistente roto
o no hubiera
idioma en el cementerio de los barcos
ni óxido en el
aire en el agua en la evocación de mareas secas
como si un
hombre flotara sobre un barco
y por la borda
asomara un marinero volviendo de la nada
un marinero que
no pudiera regresar
que no supiera
dónde regresar
y pidiera una
red para pescar viento sal costumbres
como si la
tarde estuviera escorada y los barcos no entendieran el idioma
y hubiera cabos
sin extremos ni huesos ni nudos
y el hombre
clasificara sal y lágrimas y mástiles
y cada hueso
desafiara al cielo
y los huesos
caminaran por el borde escorado
por la
desolación del puente
por la
estructura
como si el
marinero encontrara una red tendida floreciente dorada
y una soga y un
timón y un mapa
como si
olvidara las noches bailadas en el pueblo
y olvidara la
aldea el humo los caballos
como si los
huesos del barco buscaran al perro de la escarcha
y la red y la
soga volvieran a vivir
mientras el mar
se ahogara
como si el
marinero se quedara en la cosecha de las manos sin luz
y un rincón de
alguna casa esperara una red
como si las
manos vacías quisieran ser nieve
mientras los
huesos esperaran un perro
o un perro al
hombre de los huesos
o los huesos a
los ojos de buey
como si todo lo
que hablara hubiera muerto en la cubierta
y un perro y
unos huesos
caminaran en
aquello que fue
caminaran sobre
un barco
que sueña
*Poema inédito
de Adolfo Zutel (26/07/1936 - 05/04/2012)
CANAL HONDO*
A mi hija Luciana y a Germán
Modarelli, que permitieron este sueño
En mi último viaje al pueblo se
cumplió un deseo latente de años, de casi toda una vida: visitar ese antiguo
canal donde confluían casi sobre el puente de cemento con barandas de madera,
varios chacareros que eran mis parientes.
En primer lugar mis abuelos
paternos y sus tres hijos menores: Eduardo, Aurelio y Teresa, y cruzando por el
canal hacia el oeste, la familia Brigliadori, una de sus hijas se casó con un
hermano de mi madre. Y a su vez cruzando la calle, o el camino rural, hacia el
norte, moraba el benemérito tío Roque, hermano de mi abuela Elisa, madre de mi
madre.
La casa en que vivían mis
abuelos, había sido construida por don Juan Burki, un alemán venido entre los
primeros pobladores que trajo don Emilio Volenweider, el fundador del pueblo. Y
haré mías las palabras de mi hermano: a cualquier lugar del mundo que llegan
ingleses o alemanes construyen las mismas comodidades que tenían de origen.
Casas de ladrillos, sólidas, pisos de pinotea, galerías de grandes baldosas y
arcadas; molino junto a la casa para proveer de agua a través de cañerías la
cocina y los baños, ambos con azulejos en las paredes. Ventanales grandes y
espacios aireados. Hoy no queda nada de ella porque se la llevó un incendio
ocasional, lo cual fue un consuelo a medias, ya que de otro modo la hubiera
derrumbado la angurria, para sembrar sobre sus escombros, soja.
Mi abuelo se mudó al pueblo
cuando yo tenía cuatro años y fue el último campo donde estuvo. Por razones
obvias no conocí los otros dos o tres anteriores que arrendó y que conozco por
el relato de mis mayores. Pero yo seguí yendo a ese lugar, a ese mojón de mi
infancia. Que es ese canal hondo, como lo recuerdo, como aún se lo
llama, y que fue hecho en la década del treinta, según siempre oí decir a mi
padre.
Mudado mi abuelo, yo seguí
visitando la chacrita del querido tío Roque hasta por lo menos terminar la
primaria. Nada tenía que ver esa humilde casita, asentada en barro con la
imponente casa de don Juan Burki. Tenía techos de chapa, cubiertos con largas
cañas, supongo que para aislarla de los grandes soles pampeanos. A veces me iba
a quedar unos días, sobre todo en vacaciones escolares. Yo seguía con interés
todas las tareas que se realizaban allí, en ese campito de pocas hectáreas.
Todo lo preguntaba, y lo relacionaba a ese mundo que en verdad no era el mío
sino el de mis mayores.
Pero esta última incursión fue
muy distinta. Estaba impulsada por los recuerdos, por el ansia de tantos años.
No nos costó mucho trabajo encontrar el camino porque fuimos por la ruta
asfaltada que en aquellos tiempos no existía. Y al doblar hacia el canal
hondo vimos una larga hilera de cañas que protegía ambos lados de las
barrancas de los derrumbes y desmoronamientos. Estaba casi todo igual, salvo
que el viejo puente no existía, había uno nuevo y los restos del viejo estaban
en el cauce del canal, ahora engrosado por los desagües de los inmensos caños
que drenaban de los campos y que provendrían de las últimas lluvias. No había
casa por ningún lado, sólo sembrados y algunos árboles raquíticos que
apechugaban solos el roce del tiempo.
Si el canal no hubiese tenido
agua estaría por jurar que me iría caminando con mis tíos, buscando esa pelota
de trapo que un día mi tío Aurelio sacó de un hueco
cavado con un cuchillo en la barranca reseca.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
*
El día
se va
entre las
sombras
de los talas.
Hay una luna
lenta y
solitaria
que, perdida en
el agua,
se extiende
en un intento
de alcanzar la
barranca.
En algún lugar,
bajo la noche
inmensa
en tus ojos de
río
naufragan otros
ojos.
De este lado de
la noche
no cantan los
pájaros.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
Acróbata*
Se descolgó la
lluvia haciendo equilibrio
entre las
pestañas.
Fue inútil su
afán de sostener
el peso de la
mañana.
Equivocó el
vaivén, trastabilló su pie.
La atrapó una
telaraña.
Y fue a regar
un camino corazón adentro.
Al nombrarla el
día supo que su nombre
tenía forma de
lluvia-lágrima
sabía reír
bailar...
y tras de la
frente,
hacer
acrobacias.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
LOS VIEJOS
COLORES DEL AZAR*
Esconde una
sonrisa bursátil
debajo de la
peluca.
Se imagina lo
imposible
de ese día
desnuda,
en los brazos
extraños
que aquella
noche
la arrojó como
barcaza
a la deriva del
ayer,
con los colores
del azar
entre sus
muslos.
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
VIEJO
CEMENTERIO*
En el viejo
cementerio de
Old Brompton,
de antiguas
lápidas
carcomidas
por los soles y
las lluvias,
algunas
dibujadas
sin prisa por
el moho,
se extiende
un camino por
donde
los caminantes
apaciguan su
momento
entre los
árboles,
mientras los
pájaros chistan
y revolotean
ocultos en lo
alto de las
copas.
Todo está
dicho, pareciera,
en el paisaje,
donde una parte
oscura y
presentida
yace más allá
del tiempo
y de los aires,
en tanto el sol
ilumina
débilmente
la frágil
brevedad de todo
lo que respira,
puja, arde, y
olvida.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-Poema
perteneciente al poemario “Dos cigarrillos para Eliot”.
-Escrito en Earl’s Court,
Londres, en mayo de 2013 y mayo de 2014.
Ediciones del Nuevo Cántaro.
Marzo 2015
***
INVENTREN
PASAJERA*
(De la Estación
Dudignac – Ferrocarril Midland)
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- No me gustan
las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me
abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro,
sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables
cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento.
Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a
cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era
capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas,
escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra
parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina
de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en
los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la
directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con
jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo,
sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de
orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas
superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de
la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el
reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar.
(Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a
comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la
cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado
mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de
la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando
y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los
paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres
frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto
a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas
desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La
arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este
lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las
escaleras, al asalto del tren.
Un andén no
difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me
resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las
tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas.
Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro
siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la
máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de
las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba
llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y
poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros,
permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el
mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de
las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi
asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo
los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los
senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua,
hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay
civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de
huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con
disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos
consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar,
corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África
y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los
derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en
parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo
sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede
ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin
descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las
cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota
esperanza.
Agobiado,
guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la
espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía
ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos,
encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo,
aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo
cotidiano.
Estábamos
llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a
izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito
cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana,
certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los
túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas
distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los
viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los
pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno
a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio
que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió
fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose,
estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones
detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una
película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad
insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el
contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un
determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación
idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir
al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el
gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una
de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si
lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa,
pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su
rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español,
preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren
se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en
su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí
con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el
revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su
dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en
su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por
ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo
basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos,
delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás
parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los
billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y
charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era
Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que
siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó
de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión.
Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a
grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos
de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto
suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que
nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor,
separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte
de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de
su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos
de cálido silencio, de miradas.
El tren se
deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En
cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos
lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada
sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de
conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que
tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la
que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor
renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal
vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre,
atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había
quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar
aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente
y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos
instintos primordiales.
Un silencio de
campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba
los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más
luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar
buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica
resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo
entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones
inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes
ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados
Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca,
de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los
asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y
desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba
transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban,
al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos
sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable
tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que
renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que
compartiese mi vida.
En cambio, sólo
atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos
edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la
tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando
cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por
fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una
última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta
Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para
siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos
clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después,
recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis
obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las
crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es
perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables
estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin
ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino
un compendio de recuerdos, un asombrado
catálogo de
estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el
recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de
melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del
andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el
tránsito
engañoso de los trenes.
-Sergio Borao Llop, publicó “El
alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
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KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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