sábado, octubre 01, 2016

LO IRREAL INTACTO EN LO REAL DEVASTADO…



*Dibujo de Erika Kuhn.








[Juanele] *



Cierta vez a Isaías o a otro poeta, pero lo cuenta
Jorge Isaías,
Juan L. Ortiz le pidió que cerrara los ojos y, luego, que identificara
los cantos de los pájaros circundantes, lo cual Isaías,
o el otro poeta, hizo.
Y logró identificar calandrias, loros, tal vez un mirlo.
¿No escucha la alondra?, Juan L. dijo.
No, dijo Isaías, o el otro poeta.
Porque no hay alondras acá, Juanele dijo.

Desde entonces, Isaías –o el otro poeta- reconocieron
el canto de las alondras en los poemas extranjeros.

Aquello fue un manifiesto, ¿verdad?,
de Juanele que hablaba de “las hadas de los leños”
pero no de alondras porque no las había a orillas del
río Paraná donde brillan las hadas en invierno.



*De Jorge Aulicino.
[inédito]







LO IRREAL INTACTO EN LO REAL DEVASTADO…








Un rayo de luz*



Debajo de la sombra verde
de esta mañana puedo pensar
en tu voz cuando me dice
que el amor se diversifica
como nunca habías imaginado.
Se refracta innumerables veces
como la luz que atraviesa estas ramas
y se disemina a nuestro alrededor.
Ahora sólo se me ocurre pensar
que una mano sobre una mejilla
son suficientes para tanta profundidad.
Y frente a eso cualquier argumento
se desvanece. Saber que el amor es sólo
un rayo de luz capaz de atravesar
la copa de un árbol frondoso.



*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com








*

Cuentan que la abuela de mi abuela
cantaba canciones de cuna
en su dialecto.
Puedo imaginarla, pequeña y oscura,.
nombrando palabras blandas
como el viento.
Algo en mí se duerme buscando su canto,
algo en mí la sueña con el niño en brazos
bajando del cerro.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com














TAREA NOCTURNA *



*Por Antonio Dal Masetto.



El hombre toma en su mano un elemento árido −piedra, arena, madera seca−, y en él, en su centro, en su corazón muerto, planta su fe y su empecinamiento. Cuida de esa semilla, la alimenta con su vigilia, la espía, rastrea señales en ella, residuos de fuegos perdidos. Sopla sobre esas brasas abandonadas.
Y así va y viene con su humilde cosa. Sale a la noche y se acuesta sobre la tierra. Boca abajo, en cruz, imagina que su abrazo se extiende hasta doblar la curva de los horizontes.  Presiente costas y aguas y vegetaciones y cielos debajo de él. Cree oír, oye el grave corazón de la tierra, su respiración y su gran voz. Reconoce fuerzas dormidas y en acecho, desfallecimientos, quietudes, temblores, explosiones. Rumores de marchas sobre llanuras inclementes −estepas, vados, desfiladeros− en la nieve, bajo el sol que calcina. Multitudes doblándose y levantándose, avanzando siempre, empujadas por el oscuro legado, soportando un viejísimo peso, resistiendo, afirmándose en las rocas y en el viento, los ojos fijos, la llama obstinada y demente en el centro del iris, brillando en las noches, en la soledad, en el miedo, al resplandor del fuego, en el fondo de cuevas, bajo las constelaciones cambiantes.
Y desde su lugar, con su pobre cosa encerrada en el puño, el hombre se suma a la caravana de penitentes, nómadas, siempre extranjeros. Se estremece con sus gritos de pigmeos erguidos contra el silencio, comparte esa gran fuerza −desconocida por ellos mismos− que los mantiene en camino y los acompaña y los preserva bajo el cielo de los años, tocados por la vibración de una energía primordial. Y la furia, el tesón, y también la delicadeza de los nacimientos, la salvaje alegría de la vida bastándose a sí misma. Y sus intuiciones, sus ensoñaciones venidas desde otras partes, desde mundos jamás vistos, que les aportan un sabor único, una exaltación única, y que ellos definen con nombres extraños. Los ve bailar frenéticos invocando a sus ídolos de turno, oye los cánticos, las letanías, el retumbar de sus pisadas en la danza ritual, en la huida, en la conquista, miles de pies surcando la tierra, agrediéndola, arándola, fecundándola.
Y ve desfilar imágenes, ademanes, perfiles, remontándose y regresando en el tiempo, y la cara de su padre, y la del padre de su padre, la suya propia, su cuerpo en cruz sobre tierra americana, entregado, rendido, asumiendo un mensaje, oyendo una voz hacerlo responsable, exigiéndole, elevándolo a la condición de heredero consciente.











FLORÉCEME, OCTUBRE. *




Octubre
te he amado siempre
te elegí para nacer.

Y ahora
que no se corresponden
tiempo y piel
(¿deberían hacerlo?) requiero
de tu fuerza vital.

Floréceme, octubre.

No pases lejano de mí,
transfiéreme tus verdes
tu decidido sol
tu calandria sonora.
Tócame con manos de azahar
ponte de pie sobre mi noche.
Invade. Conquista. Somete.

Pero,
no pases octubre, lejano de mí.

Gira en la tibieza.
Hazme un signo
e invítame al festín.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









*


Recuerde el baile, la cumbia
Mareada se acerca la mañana
Después del oleaje de caderas
Con polleras amarillas chillonas
El ritmo placiente vibrante
De la alborotada vida de noche

Como se pasa la vida
Con tanta farra y derroche
Viene la hoz del jefe
Acecha feroz a su presa tiesa
Con ira y gritos desgarra
Corroe la piel y las entrañas
Expulsa al pobre diablo
Del recinto, basta de tinto

Rememore los tiempos de gloria
De placeres y extravagancias
Ahora quedado en la sombra
Añora, extraña, ese tiempo
Que al repaso
Fue el mejor que ha tenido.














Penumbra de mármol*



Hace quizás, algún tiempo,
en una penumbra de mármol húmedo
y pabilos abatidos, escuche llorar
a un pequeño dios egoísta y vanidoso.

Un dios que ni siquiera era de los primeros
que miraron de soslayo nuestra tierra,
un heredero de símbolos y arquetipos
un ídolo postizo, primigenio y agotado.

Ante el eco de mis pasos terrenales,
mi respiración agitada por el frío sacro
y los roces entre las columnas de pórfido,
vi a la deidad bicorne huir cobardemente.

Por entre los oscuros bancos de cedro,
a la manera de una serpiente antigua,
repto su sombra sorteando cenotafios
sus escamas lamiendo beatos azulejos.

Solo después, de revisadas las naves
y explorados los retablos menores,
logré atisbar finalmente su rostro
en el difuso resplandor del altar mayor.

Difuso en el espejo broncíneo de la patena,
y como una Gorgona sobre el lento bronce
me resultó imposible hacerle las preguntas,
su mudez databa de siglos y persecuciones.

Cansado entonces y desilusionado,
por no haber satisfecho mi curiosidad,
enjuagué mis lágrimas tenaces
y me aleje hacia los caminos del sol.


*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com













LOS MUROS Y LA MEMORIA*



El sueño era en la casa, en ese lugar donde ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en vez, igual a si misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche, las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror. Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com










*



¿Con qué fuerzas me ocuparé mañana
de los quehaceres de hoy
y hoy de los de ayer?

Todo parece lejano
en la casa pequeña.

Todo parece más
inalcanzable.

Pesa
la tonelada
de este lápiz
sostenido apenas
entre los dedos.

Me derrumbo sobre la hoja
como una vieja construcción
ante el primer envión
de la topadora.

Quizás esta hipérbole
no exagere ni un milímetro.


*De María Belén Aguirre.
(Tucumán – 1977)













PALOMARES*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


En ocasiones se nos ocurría que la lluvia era un jugueteo de clavitos sobre los charcos que formaban pequeñas aureolas apenas expandiéndose, para morirse pronto.
Primero habíamos oído sobre el cinc de los techos una atropellada carrera como si fueran patitas de palomas, tal la sensación de las gotas que se precipitaban, preparándose para el futuro de la lluvia que tal vez tendiera a temporal. Y uno pensaba en los pájaros que no se habían podido esconder en las galerías, ni en los aleros de los galpones o entre las ramas ya empapadas de los árboles añosos que circundaban la casa aislada por el desmadre de las cañadas y sus pequeños arroyuelos que formaban aquellos zanjones con gramilla hechos para el drenaje, solo para pensar que cuando parara la lluvia nos esperaban muchas aventuras inesperadas o poco frecuentes. Pero había  que armarse d paciencia, sostener como se podía la pobre almita en vilo que resistía en un piélago de paz mientras rondaban las fuentes de olorosas y crocantes tortas fritas, el mate en bombilla, amargo, para los mayores y el mate cocido con leche gorda para la población menuda y barullera que los retos mantenían a raya en esas siestas que se pasaban de largo, porque en estos temporales siempre había trabajo que sólo se podían hacer bajo techo, porque el resto, que se hacía al aire libre, ya tendría su lugar en aquella agenda hecha de obligaciones que se cumplían manu militari. Donde los mayores ordenaban y  los más jóvenes  obedecían sin chistar y luego del almuerzo se alejaban para no fumar cerca del padre, aún los mayores  ya casados. Pero eso era en los días soleados. Iban bajo los durazneros o los mandarinos, o aún bajos el bosquecito de pinos. El patriarca, el abuelo, el cabeza de familia aún sin ordenar era respetado  en un nivel de jerarquía que la costumbre sostenía.
En los días de mucha lluvia, se concentraba a los niños en el galpón donde las mujeres cosían y cocinaban. Eran vigilados un poco más benignamente, pero si paraba la lluvia y se decidía la pesca o la caza, una bandada de niños los seguirían con sus cañas, sus carnadas, sus perros y sus bolsitos de cargar bagres y que cruzaban en sus pechos en bandolera.
Había que engrosar las ollas con alimentos diversos: bagres, patos, alguna liebre distraída o una perdiz que erraba el momento del vuelo y encontraba el perdigón fatal y que su silbido no lograba evadir la muerte a la que y le habían hecho distraer otras veces, tal vez muchas.
En los mismos galpones se hacían esas cenas aumentadas por los mensuales, los juntadores, los jornaleros con todas sus familias que siempre eran numerosas y de buen diente y mejor estómago.
Al anochecer, si las condiciones del tiempo lo permitían, y los campos estaban suficientemente inundados se volvía para ganarle a las sombras por esa franja de luz que levaba al caserío que formaban esas construcciones de tiempo remoto que se había ido agregando en habitaciones y galpones y depósitos para guardar el cereal y el galpón donde todos los vehículos pasaban las noches sin mojarse de lluvia o rocío.
La tierra se cuidaba muchísimo en aquel tiempo, la rotación de los cultivos y el cuidado de los animales que ayudaban a que el campo produjera, las vacas daban leche y los cerdos y sus corderos su materia alimenticia.
Los conejos y las gallinas y los patos y gansos estaban al cuidado de las mujeres, lo mismo que los  palomares. No había chacra que no tuviera uno o varios. El que tenía mi abuelo  era circular, altísimo, y lejos de los gatos, pero no tanto de los chimangos o los cuervos y aún las víboras que reptaban para comerse huevos y pichones. Los había rectangulares, de ladrillos bien cocidos y encalados, bien limpios.
Los palomares eran un reservorio seguro de alimento familiar y la carne banca y exquisita se hacía con polenta y una salsa que invitaba al vino tinto y al recuerdo de la Italia lejana y sólo asible por las canciones que se recordaban y caían sobre los bigotes llovidos de los mayores, en el delantal oscuro de un luto eterno de todas las mujeres donde nunca había alegría, sólo partos sucesivos y trabajo y sacrificio. Y quizás en los ojos celestes de alguna jovencita que se atrevía a sonreír porque se había enamorado. Muy discretamente y muy  ardientemente, como solían amar las mujeres de aquel tiempo remoto que transitaron mis tías y mi madre.









THE TRAILER PARK*



En la parte trasera del viejo pinar
a seiscientos metros
de un exclusivo campo
de golf, como
oculto por los arbustos
se asienta un menesteroso barrio
de hogares móviles,
y gente como tú o como yo,
a quienes la pobreza
los empujó a vivir en jaulas,
amontonados
como bolsas de basura
desechados por la sociedad
llevan el día a día de sus vidas
sin mirar hacia el futuro,
porque si miran,
ven solo puertas cerradas,
a jueces con caras duras, barrotes,
y a un fabuloso campo de golf
que muy pronto, los empujará
por el precipicio.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es












REMANENCIA*



¿Qué te hace sufrir?
Como si se despertara en la casa sin ruido el ascendiente de un rostro al que parecía haber fijado un agrio espejo.
Como si, bajadas la alta lámpara y su resplandor encima de un plato ciego, levantaras hacia tu garganta oprimida la mesa antigua con sus frutos.
Como si revivieras tus fugas entre la bruma matinal al encuentro de la rebelión tan querida, que supo socorrerte y alzarte mejor que cualquier ternura.
Como si condenases, mientras tu amor está dormido, el pórtico soberano y el camino que lleva a él.
¿Qué te hace sufrir?
Lo irreal intacto en lo real devastado.
Sus rodeos aventurados cercados de llamadas y de sangre.
Lo que fue elegido y no fue tocado,
la orilla del salto hasta la ribera alcanzada,
el presente irreflexivo que desaparece.
Una estrella que se ha acercado, la muy loca, y va a morir antes que yo.



*René Char
-Versión de Jorge Riechmann





***

InvenTREN




El último servicio*



Son las 23:35 hs. en la antigua estación de Paso Alto. Una joven mujer está sentada en uno de los bancos de la garita para pasajeros. Ha comenzado a llover. El agua corre profusa desde el techo del lugar hacia las vías. La única lámpara que hay allí oscila en el viento, haciendo que su rostro se ilumine y se oscurezca.

A la luz se ve un gesto de fatiga y ansiedad en su rostro, una mueca quizá bondadosa y humilde. Cuando la oscuridad la toca, aquellas facciones mutan de tal modo que ya no pareciera que fuese la misma mujer.

Sentada, con los brazos cruzados, las piernas largas, desmesuradamente largas, ocupan varias baldosas. La última ventanilla de la boletería acaba de bajar la persiana. La mujer no se inmuta.

A lo lejos se ve el parpadeante y potente foco de la locomotora. El joven de la boletería manipula nervioso unas llaves que se caen una, dos, tres veces de sus manos. Mira a la mujer de reojo. La conoce. Ha hablado con ella más de una vez. Empleada en el pueblo vecino, en una tienda de telas. "Pero dejaré, nos tratan como basura" le había dicho en cierta ocasión.

La llave al fin dio dos vueltas y el joven guardó el tintineante manojo en el bolsillo. Un relámpago absoluto iluminó el lugar, el joven pudo ver con el rabillo del ojo que la mujer movió sus piernas como si fueran remos; a la iluminación le siguió el estruendo de las tormentas.

Hace frío, sin embargo su frente suda en abundancia.
23:40 hs. La máquina se detiene.

El oscilar de la lámpara vuelve a proyectar luz en el rostro de la mujer: ahora hay lágrimas y evidentes muecas de dolor.

El joven sube y se sienta junto a una de las ventanillas. Pocos pasajeros. Es el último servicio.

El tren empieza a rodar bajo la lluvia. El joven se asoma y ve los tobillos de la mujer que continúa en la misma posición.

No la desprecia, y está arrepentido de haberla evitado. Maldice, dolido en su moral, su propia cobardía. A fin de cuentas, piensa, fue una mujer encantadora mientras estuvo con vida.


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar





***
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***
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