jueves, marzo 12, 2020

EDICIÓN MARZO 2020



*Obra de Sandra Caschera.











 I *


Llueve. Ensordecedora la caída del agua.
Choca contra los vidrios de la ventana, suena como una cortina moviéndose entre los árboles frondosos del verano. Medianoche. Encantador el sonido de la lluvia después de tanto tiempo.
Estoy en casa, con techo, calma, comida.
La lluvia es una bendición. Música para descansar. Meditar acaso.

Imagina ahora esta lluvia, esta misma lluvia, cayendo sobre el Mediterráneo. ¿Qué pasa cuando esta cortina golpea los rostros de estas personas abarrotadas en un bote, a la vera de las olas, batientes con la lluvia, confundiéndose, una sola, en ese mundo acuático? ¿Cómo se siente la lluvia en ese bote, una pluma aplastada sobre el mar, agitándose, embebiéndose, filtrándose…?
Nadie duerme en un gomón mientras llueve. Y truena. Y relampaguea.
Hoja al viento sumergida en el mar de golpes de cortina de agua.
Agua de lluvia que se abraza con las olas del mar. Apasionadamente.
Estrujando el bote. Hundiendo el gomón entre el agua salvaje.
Nadie duerme nunca en un gomón. Y menos cuando llueve.
¿Cómo podrían?

Y nosotros sin despertar.
Cómo podemos







II*




es de noche tarde muy tarde
o ya  de madrugada
llaman las gotas de lluvia
por la ventana del baño
son las gotas de siempre golpeando
puertas, vidrios, patios, pisos
les importa un carajo que llueva
lo que quieren es seguir llamando
por esa boca que no cesa de
gotear y gotear y gotear
para no callar



*Poemas inéditos de Esther Andradi. esther@andradi.de




-Esther Andradi es escritora, ha vivido y trabajado en diferentes países. Nació en Ataliva, un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, Argentina, y en 1975 emigró al Perú, donde fue reportera, columnista, y jefa de redacción. En 1980 viajó a Europa y se radicó en Berlín (Occidental). En 1995 regresó a Argentina y vivió ocho años en Buenos Aires. Desde 2003 vive y escribe en Berlín. Sueña con un túnel que conecte Buenos Aires y Berlín, de manera que sea posible pasar rápidamente de una metrópoli a otra. En sus textos emprende a menudo semejantes traspasos entre uno y otro mundo, reflexiona sobre los cruces y márgenes, sobre aquello que se pierde en la travesía. Y también lo que se gana. Publicó crónica, ensayo, poesía, microficción, cuento y novela. Sus relatos fueron editados en numerosas antologías y en diferentes idiomas. Sus ensayos sobre cultura, memoria y migración se publican en diversos medios de América, España y Alemania. Tradujo la poesía de la poeta alemana negra May Ayim al español. Editó la antología "Vivir en otra lengua", pionera en la construcción de un espacio para la literatura latinoamericana que se escribe fuera de las fronteras de los países de origen. Ha sido traducida a varios idiomas, últimamente al islandés.
















La espera*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Los de afuera, suponiendo que existan, quizás puedan considerar nuestro comportamiento demencial. Sin embargo no podemos controlar el temor cuando el crepúsculo llega y se extiende por las habitaciones de la residencia. Entonces nos acercamos a las ventanas y miramos el camino que sale de la entrada principal y se interna en el bosque. Somos viejos todos: algunos apenas pueden hablar, otros se mantienen en silencio, acostados en sus camas, mirando el techo o aparatos descompuestos. La vigilancia del camino es fundamental y, aunque no tenemos reglas precisas, cuando cae el crepúsculo tenemos la certeza de que algunos están apostados en las ventanas, esperando alguna señal –los faros de un auto, por ejemplo– para dar la voz de alarma. Están ahí, iluminados con velas (la luz eléctrica no funciona desde hace varios años), con los rostros empalidecidos y atentos, pensando en lo que ocurrirá si ven un auto o si un improbable extranjero emerge de entre los árboles para caminar, con paso decidido, a la residencia. Hemos pasado tanto tiempo aquí, solos, que esa posibilidad parece lejana. A pesar de esto un sector aún cree que alguien llegará y que ese encuentro creará una escisión en el tiempo. Los más radicales dicen que el mundo exterior, aquel que conocimos cuando éramos jóvenes, no existe más y que la residencia es una especie de isla, una roca rodeada de un mar estéril e infinito. Sólo nos queda esperar.

De la residencia sabemos poco: en algún momento se fundó y fueron ocupados sus dos pisos. Varias generaciones de ancianos llegaron, vivieron sus últimos meses o años y fueron reemplazados con rapidez. Geriatras y familiares poblaban los pasillos y sus voces se escuchaban hasta altas horas de la noche. Hubo un momento, un día ahora perdido en la memoria, en que uno de nosotros percibió un gesto de repulsión en un familiar que lo atendía. Algo normal, quizás una reacción que provocaban nuestros cuerpos en declive y que no podíamos controlar. Pero los gestos se repitieron: por aquí había una mueca, por allá un malestar que trataba de ocultarse con un sutil carraspeo. La desazón comenzó a extenderse entre los visitantes y, peor aún, entre los médicos. Las rondas de supervisión perdieron su rigor y pasábamos cada vez más tiempo en soledad, mirándonos entre nosotros, alejándonos del tiempo y buscando combatir la realidad con los recuerdos. Apenas hicimos preguntas que fueron respondidas con frases vagas. Nuestra indiferencia se justificaba por nuestro inminente final: unos días más o unos días menos eran irrelevantes en ese extremo del camino. Algunos, incluso, parecían agradecidos con ese abandono porque ya no tenían que ser partícipes de las atenciones que les prodigaban y que, muchas veces, eran fingidas. Entonces dejaron de venir: primero los familiares, después médicos y enfermeras. No ocurrió de inmediato: fue un movimiento lento, como un grifo que gotea hasta secarse por completo. Desaparecieron como si nosotros fuéramos víctimas de una infección invisible, asintomática y peligrosa. La residencia quedó casi sin ruidos. Los teléfonos en las oficinas, cuando eran descolgados, no daban línea. El estacionamiento no tuvo más autos. Sólo hubo leves hojas en la fuente y varios nidos de pájaros se sustentaron en los aleros. Los pasillos fueron habitados por nuestras fatigosas respiraciones cuya fuerza apenas empañaba los cristales en el frío de las noches.

Los días transcurrieron: muchos no podían caminar y, de costado en sus camas, como barcos arrojados por la marea, parecían calcular –con los ojos muy abiertos– el peso casi sólido de la penumbra. Sin embargo no se contagió el pánico. En nuestros rostros había tranquilidad, resignación ante un fin que llegaría antes de lo previsto. Las medicinas se acabaron. Una partida de enfermos, sin mucha esperanza, hurgó en una oscura habitación en busca de los últimos analgésicos. Pronto abortamos más estrategias de sobrevivencia. Sin hablarlo mucho nos convencimos de que las medicinas, los controles, las dietas, eran instrumentos sin poder, meros artilugios cuya única función era aletargarnos, convencernos de que no valía la pena oponerse a la inexorable muerte. Sin ellos nos volvíamos quizás más frágiles pero también más lúcidos. Nuestros pensamientos se aclararon. Sin embargo, en vez de indagar nuestro destino y las posibilidades futuras, nos dedicamos a explorar la memoria, como si en algún resquicio, en alguna imagen, se encontrara la explicación del rumbo que habían tomado nuestros últimos días.

Pronto vinieron las primeras muertes. Lo sabíamos cuando llamábamos a alguien por su nombre y no respondía. En algunos casos era evidente el triunfo de la enfermedad o el repentino colapso de un órgano vital. Sin embargo, otros viejos que aparentaban una salud irreprochable y que sólo tenían leves achaques, morían sin explicación convincente. Cuando pasábamos frente a sus camas y mirábamos su expresión vacía, sus labios flojos, brillantes por un último espumarajo, comprendíamos que su muerte había llegado por aburrición, por esperar demasiado tiempo a que algo sucediera. Entonces los envolvíamos entre las sábanas y dejábamos que los más fuertes los arrastraran por los pasillos para abandonarlos en los linderos del bosque. No había oraciones, acaso un buen deseo que se olvidaba cuando esperábamos tras las ventanas el improbable ataque de un animal carroñero. Alejados de una descomposición rápida, los cuerpos se sometían con dignidad a la acción del tiempo y, a los pocos meses, veíamos entre los árboles sus esqueletos ordenados y persistentes. La población menguó así que pensamos que sería buena idea dejar registro de nuestra existencia. En una pared del ala oeste grabamos nuestros nombres con un punzón encontrado en un cuarto que guardaba herramientas de jardinería. Ahí quedaron nuestras fechas de nacimiento y un espacio en blanco que esperaba ser ocupado muy pronto. No pasaba un día sin que especuláramos con el nombre del último encargado de esa labor.

Nuestro grupo se redujo a quince. Hasta entonces habíamos sobrevivido gracias a las conservas, sueros y latas que racionábamos ferozmente. Nos sentíamos sin fuerzas para intentarnos en el bosque y buscar una población cercana. Probablemente moriríamos a medio camino, deshidratados y devorados por el calor. Algunos subieron al techo de la residencia con la esperanza de llamar la atención de algún viajero que caminara por un sendero lejano. Regresaban siempre con los rostros inexpresivos. Entonces, agotadas todas las opciones, nos acostamos en nuestras camas y nos dijimos parcas palabras de despedida. La luz de la luna iluminó nuestros cráneos desnudos: el fin llegaría pronto. Dormitábamos a ratos con los labios entreabiertos y la expresión apretada y ansiosa. Podíamos sentir a nuestros cuerpos debilitándose aún más. Nuestros estómagos ahora eran espacios vacíos que, al no poder expandirse más, se contraían como estrellas que canibalizan su propia energía hasta apagarse por completo. Entonces vinieron los primeros dolores por inanición. Nuestras mentes, anteriormente lúcidas por la ausencia de químicos, se volvieron borrascosas y fabricaban alucinaciones, imágenes distorsionadas que mezclaban pasado y presente. Contra toda lógica, persistimos. Sumidos en una pereza dolorosa, creímos enraizarnos en las tinieblas de las noches y en el ámbar de las mañanas. El horizonte de la muerte se presentaba siempre a la misma distancia como un espejismo que se graba en la mirada alucinada del viajero. Nuestros perfiles se afilaban con los días y las costillas, con cada respiración, esculpían su relieve. Por dentro, sin embargo, permanecíamos intactos: nuestras células parecían nutrirse de su propio vacío, mantenían sus límites engañando al desgaste. Alguien dijo con voz temblorosa –acaso con un matiz profético- que había tenido un sueño y que en ese sueño las sábanas que nos envolvían eran capullos que ocultaban una metamorfosis secreta y terrible. Por el momento, según él, estábamos en una fase larvaria que devendría en un alumbramiento, un amanecer que podría ser estabilidad o caos.

Perdimos la cuenta del tiempo. Las hojas del calendario se endurecieron y adquirieron un indeciso color amarillo. Las estaciones parecían ser las mismas. Seguíamos en nuestras camas, aburridos ante una muerte que no deseaba hablarnos, castigándonos por una falta desconocida. No comentábamos nada por cansancio o por temor a que las palabras elaboraran nuevos escenarios que, a la larga, nos llevarían a la locura. Los más cercanos nos entendíamos con la mirada o con las respiraciones que apenas quebraban el pulso de la noche. Entonces ocurrió: una tarde en la que el cielo, carente de nubes, parecía un ardiente desierto, alguien, cuyo nombre hemos olvidado, hizo a un lado las sábanas, comenzó a levantarse de su cama y se puso en pie. Sus primeros movimientos fueron vacilantes, como si su cuerpo imitara, inconscientemente, los primeros pasos de la infancia. Lo miramos con incredulidad y, después, con esperanza. El aventurero, un poco tambaleante, fue por sus pantuflas. Luego miró con expresión de triunfo una bandeja que desde hacía mucho no tenía comida. Cada pisada nueva era más firme que la anterior. Pronto lo imitamos y deambulamos entre las camas, sorprendidos y ansiosos. Caminar por el pabellón principal fue colonizar un nuevo mundo. Ya no sentíamos hambre y nuestras lenguas tenían una perenne sensación de humedad, como si acabáramos de beber un vaso de agua. Nos sentíamos diferentes, desconocidos. Alguien refirió, con una febril convicción, que nuestro deterioro se detendría indefinidamente. Lo escuchamos con temor porque, incapaces de morir, seríamos una anomalía, un accidente viajando a ninguna parte.

Desde entonces estamos aquí, respirando, sin pensar en el paso del tiempo. Vigilamos obsesivamente el camino que lleva a la residencia y la frontera del bosque. Nuestro temor es que nuestra realidad, demasiado increíble, sea una ilusión y que cualquier evento externo rompa la burbuja que nos contiene. Quizás ese evento nos redima con la muerte. Pero no tenemos esa certeza y por eso sólo podemos mirar por las ventanas, imaginar que estamos dormidos, en un punto del pasado, rodeados de médicos y parientes, en un segundo que se expande constantemente hasta crear las sensaciones y reflejos que percibimos en estos momentos. Otros imaginan –quizás su esperanza no sea del todo vana– que algún día nuestras fuerzas serán suficientes, abriremos la puerta principal de la residencia y saldremos a contar nuestra historia.






**


-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.















HACE YA MUCHO TIEMPO*



Alguna vez
hace ya mucho tiempo
el sexo y el alcohol me regresaron
al vientre de mi madre.
Fue un viaje demasiado largo,
un viaje que nunca comenzó
ni encontró su fin.
La vida había llegado a mí
desde el principio
apretada y confusa: me esperaba
con su deslumbramiento
bien despierta la luz,
pero escapé
me desprendí hacia los costados
me desdoblé
como si desde mí nacieran
millones de mujeres. Fui una tira de papel
con siluetas desplegadas
hacia el blanco infinito.
Quise estirarme hacia los extremos
del mundo conocido. Llegué hasta donde no había nada
ni nadie existía.
“Fuego” pudo ser la palabra mágica:
el calor me abrasó
y dejó cenizas
para esparcir al viento.
Día tras día soplo ese montoncito de cenizas
son grisáceas
volátiles
residuos de un Big Bang
en el interior de una caja cerrada.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com



-Irma  ha publicado los libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán. En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y  “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.















BODEGÓN DE OJOS*



La tarde era un archipiélago de ojos aquilatados que saltaban entre sí volando de rostro en rostro como pájaros que buscan al anochecer en dónde hacer sus nidos. Mi boca buscó exorcizar lo inusual de la sorpresa haciendo uso de la razón, pero la desnudez del tiempo hizo que mi voluntad zozobrara encallando en el desánimo. No tuve otra opción, que seguir las directrices de la ilusión echándome a volar junto a ellos a la selvática tierra de luz del otro lado de la calle del abismo. Y las miradas se hicieron esculpir a puro dolor en mi corazón como esas tablas de barro en las que los babilonios escribían las jóvenes embestidas de la muerte, mientras las espadas se abalanzaban a conquistar el éxtasis. Y bajo el constante pudor de lo invisible, hicimos deriva entre pastizales de cristal, mordimos las manos del amor con la pasión de hienas hambrientas y bajo la sombra de un bodegón ojos nos cobijamos, desnudos, como espíritus dejando detrás la pesadumbre de la carne; concentrados solamente en la parte oscura del ojo donde las imágenes que antes vimos se convierten en los recuerdos que permanecerán a nuestro lado, mientras miremos a la vida con los ojos de la primera vez.



*De Daniel Montoly.













*



Una mujer
junto a su fuego
tiene el orgullo de ser una entre las tantas

enciende fuego vivo
a sus costados

manda un soplo de aliento
al desaliento
y ella es mejor
que todos sus recuerdos

se desentiende
de miedo y pormenores
que la acechan a diario
en su morada

no le basta la luna
que le ofrece
todo el sol
guardado en tibia resolana

lo busca en su calor
el suyo propio
para alejar el frío
a sus costados

una mujer
en medio de su fuego
sabe quemar las penas
y el silencio

hace crujir los días y las noches
al paso del ardor
de sus recuerdos

le pierde el miedo
al fin de los entierros
lleno de espaldas y de pasos lentos

y el encierro final
es como el fuego
se funde y se transfunde
en las raíces
para guardar por fin
aquel misterio



*De Lucia Adriana Cinquepalmi Passarelli.















ORQUÍDEAS EN EL LLANO*



Oigo un tropel de bestias somnolientas. Siento crecer el musgo.
Voces que claman y un humanoide temblando entre las matas.
No importa que los azares huyan. Hay un batir de soledoso entre los pinos.
Las flores de papel en cementerios no perfuman; amo las cosas mustias.
Lo morboso es ambrosía para mis ojos de hambre.
Evoco la tierra que nací y la niebla es la misma y el llanto.
Solo se salva el canto no mentido de la abuela. El rezo.
La calle es la misma, pero no los pasos, van, vienen, buscan.
Se enredan entre raíces de la mítica sangre.
Se que en mi fatiga reposan tantos muertos.
(Algunos quedan entre huesos de pájaros y almanaques)
Y entre ellos tu piel de pan y sésamo.
Tus ojos y tus ojos de hulla, único territorio de mis manos.
Y me repito como un mantra, banderas que demandan.
Se fue por media hora como mi padre –ya volverá-
Atravieso la garganta del monte y penetro en tu cuerpo.
Olvídate del calendario. Vos no sos vos, ni yo soy yo.
Olvídate de esta patria extraviada.
(Las migas han sido devoradas por los buitres)
Vos y yo una orquídea en el llano, una hierba en el páramo.
En el páramo hierbas, orquídeas en el llano.
Sé mi padre incestuoso, mi amante niño. Sé.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
-Del libro "Desvelos de triángulos”










*


Hemos puesto las manos bajo el agua
y no logramos tener la suavidad
del alga que se lleva la corriente.
¿Quién nos quitará el don de la dureza?
Hemos puesto las manos sobre la tierra
y no floreció nada.
¿Quién se llevará el fruto de la espera?
La distancia
entre la mano y el cactus no siempre
es igual a la espina.
¿Quién sabrá cuánto nos duele?
Hemos elevado los brazos al cielo
y ningún pájaro reconoció nuestra intención.
¿En qué pozo se grita para decir estamos listos?
Ahora lo sabemos: el territorio puede
resultar hostil.
Sin embargo, querido mío,
estas manos inútiles nos han hecho felices:
no nadan, no crecen, no vuelan,
son piedra quieta, rosa muerta, esqueleto,
puro intento, un testimonio.



*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com




-Valeria  (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista. Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018).

-En 2019, con su libro "Zarmina", obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes.

Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas "Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España, 2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado, 2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de Inversiones.

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar




















III *


La muerte es una muchacha salvaje. Viejísima.
La muerte duerme conmigo, y a veces también me despierta.
Llega sucia, envuelta en barro seco, de profundidades que ignoro, de oscuridades.
Me encandila su penumbra, su presencia me asusta.
Ella no habla, mirándome, permanece un instante quieta al borde de mi cama y después se esfuma.
No le digo nada. Pero grito.
Entonces se duerme a mi lado, como un bebé.
Siempre recién nacida.


*Poema inédito de Esther Andradi. esther@andradi.de













*


La decepción empieza cuando inventamos al otro como un espejo de nosotros y nos falla. Tal vez nunca vimos a ese otro y la decepción tendría que enclavarse en nosotros mismos. Una decepción que sirva para ser algo mejores, levemente mejores


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com






Inventren






ORTIZ DE ROZAS*




La mujer ya no era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose junto con ella por una cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente, salpicados y con alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de si.
La ventanilla no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre el sinfín de la llanura.
Otra parada. El tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta. Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo.
El cartel era antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de que algún desperfecto había detenido el tren.
Esperó un rato. Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén. Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo se transforme en una escenografía.
Algunos hombres estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo, en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus propias manos. No decía nada.
La mujer se acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las mujeres viejas de voces débiles. Con las mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.
"No vi el tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí"
Dijo el hombre que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de rana" y los dos rieron.
El grupo de hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.

Era alto, desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.

Él no sabía.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com





-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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