*Obra de Sandra Caschera.
ANTEAYER*
La mañana muestra
sus cercanos obituarios:
la taza sucia de rouge
el rancio olor a verduras de la cena
marcas que dejó la lluvia
en las ventanas,
habrá
un sinfín de penalidades
entre el mantel de hule
y la franja clara
que traza la lámpara
sobre la pared.
Sin embargo
yo
aquí
con mis ojos y mis manos
y estos pensamientos arrancados
de un fondo sin fondo
anclo el tiempo
y con gesto displicente
deshago las costuras
del día de ayer.
-Irma ha publicado los libros de cuentos: "Hay
una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que
encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño
del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”.
Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales.
Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94,
Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer
Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional
Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio
Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los
premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos
de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán. En poesía publicó
“De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación
Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación
y “Árbol de mis ancestros”, Editorial
Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e
italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
Lidia*
Adivino la penumbra, los relámpagos en el rostro de Lidia. Cuando camina
miro su vestido, el pesado oleaje que deja la tela. Más tarde, sentada, es un
mueble vacío que sólo proyecta sombras, el remanente de las cosas que pasan. El
día anterior la había encontrado en el jardín, insomne, dando vueltas, mirando
cosas al azar.
Me duelen los pies. También las manos. El fulgor en su pecho por
una medallita. A veces, por su posición, deslumbra; un brote de luz para toda
ella. Entonces se mueve y me pregunta:
— ¿Qué soñaste?
Busco en la memoria. Deber mío soñar todas las noches, lo que sea,
pero a veces no.
Lidia libera sus dedos mientras recuerdo: prueban las uñas su boca,
la cercan. Después, una mueca que perturba, la sonrisa que se forma como una
línea en el agua.
Tocan la puerta. Lidia cruza la habitación. La aldaba en la madera.
La sombra al otro lado que florece. Los pasos de Lidia son los de alguien que
camina bajo la lluvia. Desde hace tiempo percibo con claridad sus manías: la
duda en sus dedos antes de encender la luz, el movimiento de sus aretes cuando
inclina la cabeza, alerta ante un suceso inverosímil que, por algunos
instantes, se vuelve atroz y definitivo.
Mientras Lidia abre la puerta miro la mesa dispuesta, los dados
oscurecidos por el azar, una baraja, la derrota de una vela. Inclino la cabeza:
un filo de nube mueve la luz sobre la madera.
—Entra.
Otra mujer en la habitación, más nueva, más pequeña. Es la primera
vez que la veo. Ya no más nube en la madera, sólo en la hojarasca que
transcurre, en su memoria. La lluvia de hojas, desde hace días, cubre con su
sonido la superficie de las cosas. La recién llegada, en el quicio de la
puerta, sigue por instinto el movimiento. Con nerviosos ojos, de pajarillo en
rama, atisba.
—Me acuerdo del sueño —digo por decir algo, para ser intruso,
aunque sea por un momento.
— ¿Qué es?
— Una tetera que envuelve el fuego, tus manos a cierta distancia.
— ¿Qué más?
— No sé.
Lidia suspira, decepcionada.
La otra se refugia en una esquina del cuarto, apenas la percibo.
Sólo el compás de su respiración, lento, sumergido en el agua. A su piel le
imagino gotas. Imagino su cara afuera, en el descampado, iluminada por brasas.
Resplandecida, entonces, se acerca a la mesa y mira los dados.
—Perdón por llegar tarde —dice.
Su voz es una cesura. El cuerpo del silencio ya no pesa. Leves
hojas se desmoronan en los ojos de Lidia, nos habitan aunque no lo sepamos.
Las respiraciones se sincronizan, como manada que avista una fosa
de agua. También la mía. Siento el dolor de mi cuerpo, los brazos hormigueantes
por la posición en la silla, las crecientes náuseas.
—Llegas tarde —reclama.
Lidia camina hacia mí, desbocado el olor a madera de su cuerpo. Un
bosque entero cuando se acerca, sus frutos cuando me toca. Trato de inclinar la
cabeza pero Lidia sabe que su tacto entume y lo prolonga en mi frente. La otra
nos mira: desde su perspectiva la oscura mano de Lidia, la mano que baja hasta
mi garganta, cuidadosa, como si fuera a tañer una cuerda.
— ¿Soñaste algo más?
El cuerpo de Lidia crece su sombra, casi un charco donde beben los
pies de la otra. Cierro los ojos en busca del fuego, de las manos expectantes
por la tetera. Empiezo a formar una imagen en el cuerpo de Lidia, algo que me
rescate de ella, cuando la otra aviva la voz:
—Un río, cuando llegué. Por eso la tardanza.
Lidia la mira. Sus labios entrecerrados, apenas los dientes, como
si buscaran en el aire una fruta.
— ¿Qué más?
—No recuerdo.
Las dos se sientan en la mesa. Sus manos extendidas, las miradas en
lo bajo, en un tanteo que no llega. La mesa es un campo nevado. Las manos de ellas,
oscuros pájaros que lo vadean. Sus rostros y los cuerpos serenos, al unísono en
la luz, incluso los parpadeos.
Están un rato así, una frente a otra. Después, por turnos, arrojan
los dados. El golpe sobre la madera. El lento movimiento que no acaba. Después
murmuran números. Juegan a adivinar y ríen. La nueva me observa con
insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la he visto? ¿Por qué la imagino con las
manos húmedas, la espalda contra la pared, embebida en algo?
Muevo un poco los pies, despierto sin querer un crujido de la
silla. Lidia se acerca, da una vuelta alrededor de mí, recupera algo, una
sustancia que no veo. Me estremezco cuando se aproxima, cuando vuelve la
olorosa madera de su cuerpo.
— ¿Tienes sed?
Asiento en silencio. Ella va a un rincón del cuarto y regresa con
un vaso abundante. Me da de beber. El agua se derrama en mi boca, como antes la
luz entre ellas. Después, cuando estoy satisfecho, su mano desciende: un
instante el vaso a la altura de mis ojos: un anzuelo. A través de él, de su
reflejo, las crecientes cumbres de Lidia. La voz es sustento de la otra, apenas
visible desde el fondo del vaso, como alguien perdido en un banco de niebla.
Lidia deja el vaso en el fregadero y me mira como un objeto perdido, rescatado
entre el polvo, a ciegas.
—Pensé que te acordarías con el agua.
No sé qué responder. Sólo espero que concluya la tarde. La inútil
hojarasca en el patio, el nervio de los pájaros en las ramas, diminutos
carroñeros después, en el círculo de la conjura, planeando. Ya no hay bruma en
la otra, sólo penumbra ceñida alrededor, que baja por sus pechos, que deposita
sombras leves en su cintura. Oscurecida se acerca y su boca promete lumbre de
voz. Pero Lidia se da cuenta y la calla colocando un dedo firme entre sus
labios. Sólo queda el temblor de sus ojos, desvinculado por completo del
rostro. Lidia me pregunta:
— ¿Sabes cómo se llama?
— Tal vez la conocí en otro lugar —respondo casi de memoria.
— ¿En el lugar donde aparece la tetera, donde mis manos se acercan
al fuego?
Trato de responder, pero el dolor se acrecienta. Mi cabeza es un
vaso que rebosa. Mis pensamientos sondean el vacío. Busco afanosamente la
tetera, le dibujo un asa, el febril humillo que bordea. Pero la imagen se
diluye. Sólo me queda la provocación. Alzo la mano a pesar del dolor, en un
movimiento absurdo que me delata. Lidia mira los dados, la desparramada vela,
acaricia el cabello de la otra. Las sonámbulas muy juntas. Las dos, una
solitaria mujer, en el rito de la ablución, frente a un espejo. Van y vienen
las manos de Lidia. Tararea. Detiene su mano cuando percibe la mía. Sigue el
viaje con la otra, la tejedora. Enmarcado por la ventana el movimiento. En una
pintura las dos. Gruesas pinceladas en los ojos, más finas —por la luz— en los
brazos. Mantengo la provocación. Lidia deja a la otra encandilada por los
remanentes de su fuego. La cabizbaja, desde mi perspectiva, con un poco de
humedad, perenne en la frente y los labios.
Lidia me toma de la mano. Percibo su respiración. El desorden de
las venas, el oro desordenado del cabello. Con su presencia aumenta el dolor.
Todo el embate en el cuerpo, una marejada que sube, que no cesa.
— ¿Qué pasa? —me dice.
Más cómoda en la creciente oscuridad. La tarde se apaga poco a poco
y las habitaciones menguan igual que los camarotes de un barco hundido, alejado
del sol y la misericordia. En poco tiempo Lidia prenderá las lámparas. El
gobierno de los oscilantes focos, entonces, sobre nosotros. También su
amarillo. La fría mano de Lidia me toca, no me suelta, tantea el aire, le da
forma. Le digo:
—Una tarde bajé por las escaleras, estabas cerca de la hornilla,
próximas tus manos a la tetera. Desde entonces siempre te veo.
Sonríe Lidia. La otra, en un rincón, desordena con su silencio las
cosas. Lidia guía su respiración, impide que se desboque y acabe con todo. Como
en agua revuelta los dedos de Lidia cuando van al interruptor. Después,
calculados los muebles por el muerto dibujo de las lámparas, se sienta en el
sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio, los ojos a veces en el vaivén
eléctrico, en los insectos que concurren a las recientes bocanadas:
—Tienes que contarme más.
—Sueño con eso, sólo bosquejos de ti, nunca de la otra.
—Algo más concreto.
—Seguías con la tetera, mirabas el ascenso del humo hasta el techo,
quizás una figura que se escapa, que no recuerdo.
Lidia endereza el cuerpo. Inspirado en el diablo el tiento de su
voz, el tono que acecha, que rodea con hambre:
— ¿Y si repetimos todo?
— ¿Qué?
— Lo del sueño, la imagen, ese instante.
No puedo responderle. Abundante y amarillo su cuerpo; la madera que
lo templa. La otra está expectante, mirando nuestras sombras, abiertas las
palmas, temblor de peces en los dedos. A ratos parece más viva, pero la mayor
parte del tiempo se mantiene constante y frágil, con el equilibrio de los
sonámbulos, de los sumergidos.
— Quizá así descubras el inicio de todo.
Da una vuelta por la habitación. En fiesta sus pasos por la idea.
Una vuelta más. Se dirige a la ventana, un dedo curvo al pulso de los árboles,
al nervio de las ramas por el viento. Dedica varios segundos a la estratagema,
pero no tomo en serio sus intenciones por su mente volátil, porque son volutas
sus pensamientos en la tarde, humo.
—Ayúdame —dice a la otra.
Las dos, a un mismo tiempo, se dirigen a la cocina. En el trayecto el
dolor adquiere una consistencia uniforme, cenagosa. Buscan en la alacena, a un
lado del fregadero. Apenas logro inclinar la cabeza, una ligera variación que
me reafirma, que me sitúa —de alguna forma— en el mundo. Pero pierdo la
batalla: demasiado estropeadas las articulaciones, los huesos recorridos por
innumerables penas. El hormigueo en las manos —a veces acicate— impide
cualquier intento. Con el tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo desde mi
lugar, como santo a media luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen en la
orilla de mis ojos, esquivas siluetas en una playa, interrogando la desolación,
después de la marejada. En el piso refulgen pocillos para el café, cucharas sin
orden, inútiles cazuelas. Sin gobierno la estrategia de ambas, por la premura,
por la desesperación, por resolver el asunto a costa mía, de ellas mismas. Yo
prefiero lo abierto, lo maleable, lo inconcluso. La búsqueda continúa,
obcecada. El piso es un cementerio de cacharros. Desperdigados ocupan la
escena, protagonistas a su modo, hasta que Lidia exclama:
— ¡Aquí está!
Entre sus manos acuna la tetera. Siente su peso, examina la tapa,
abarca con sus dedos el ininteligible grabado, el suspenso que deja en su boca
abierta. La otra sujeta la tetera del asa. Desde lejos miro el descubrimiento,
el asombro que comparto porque nunca habíamos llegado a este punto, porque
siempre nos interrumpía algo: un ladrido, el ruido de la lluvia en la ventana,
el oscuro vuelo de los pájaros.
Revuelven un estante. Un cerillo a media combustión pero que devora
y contagia la hornilla. A pesar de la distancia percibo la corona de humo, el
temblor azul en los extremos. El galope del gas en las tuberías. El agrio siseo
aísla las náuseas, como una risa en un cuarto vacío. La otra va al garrafón,
llena un pocillo de peltre y lo lleva cerca de la hornilla. Lidia otea en el
especiero, busca esencias, hojas de limón para el agua. No encuentra nada.
Indecisa, se acerca a la hornilla, a la burbujeante superficie.
El metal de la tetera pule la luz, fija la mirada de Lidia en una
memoria, un tiempo. Imagino el resto: en el diminuto espejo un fragmento de su
rostro, parte de la habitación, el esbozo de nosotros. Las paredes curvas por
la redonda superficie, los objetos en distorsión, figuras ambiguas en una
repisa, impregnadas de veneno.
—Creo que lo estamos logrando, ya sé dónde está el truco, sólo hay
que tener paciencia — dice Lidia.
El fuego lame el vientre de la tetera. La otra más blanca,
despabilada, también mira. Por el acercamiento menos luz en la tetera, una nube
invadiendo el redondo camino del sol. Sin embargo se acentúan sus ojos, la
parte superior de la nariz, las pestañas. Las dos, curiosos gatos, persisten.
Lidia dice:
—Creo que veo algo.
Apenas puedo parpadear, mis ojos arden. El dolor asciende lentamente,
como el agua en la tetera. Las figuras ganan nitidez. El cuadro completo se
abre. Desvío, como último recurso, la mirada. Escucho la voz de Lidia, llena de
maravilla:
— ¿Así era en el sueño?
Pero no busca mi respuesta, sólo se funde en un plano, en un volumen.
Luego se concentra en un punto que la define, que le devuelve una imagen
nítida, la entera perspectiva de sus tardes.
Mantengo abierta la mirada. En la esquina la secreta espalda de
Lidia, inalterable, con el peso de la conjura. No puedo percibir a la otra,
apenas su hálito, su sedimento. Siento su amenaza, como si de pronto fuera a
aparecer en el encuadre, a destiempo, y nos obligara a repetirlo todo: las
palabras dichas, el acto de prender la luz, el pulso de Lidia en mi garganta.
Imagino a la otra para salvarme, prevenir algo: la espalda contra la pared,
embebida en mí, los pechos bebiendo la luz, el aire espeso. Asciende el agua en
la tetera, en el límite la ebullición, un poco de vapor en la escena. Inmóvil
Lidia, sólo el avance de su mano, casi imperceptible a la distancia, como el
reflejo que se esconde en una vitrina. Entonces, con la cercanía, termina el
dolor. El fuego se extingue y sólo queda humo, el desequilibrio en la
habitación, el remanente de la imagen hasta otra espera.
-De “La herrumbre y las huellas” -
**
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
NOCHE DE AZULES*
Escribe un verso, háblame
de brújulas y barcos de papel,
rosas amarillas en tu infancia
y ese rostro que ves reflejarse en los espejos,
el aroma a misterio de las catedrales,
la eufonía de campanas que brota
en las noches azules del desierto…
Sobre la lluvia que acude a borrar
el caos ordenador de la memoria
donde anida un invierno que no quiere ser evocado,
pero vuelve, en la respiración de mi amante
dormido junto a mi vigilia, y ese matiz arcano
que tienen los olivos centenarios cuando sueño.
Deja fluir el anima mundi hacia mis dedos,
no temas las evocaciones,
nada es locura en este mundo irracional,
nada existe más allá del árbol que florece en mi ventana,
mi mente es el vacío que llena todo espacio.
Contempla la luz oscura de mis ojos,
ven, asómate al pozo del recuerdo.
Somos bidimensionales dibujos en papel,
nuestra esencia anida en otra conjunción,
todo pudo haber sido real, ¿y qué lo es?
Dejo ir a quien amo,
por si Amor toma su mano y lo regresa.
Dime si fuimos uno en otra vida,
si lo somos, si nos reencontraremos…
Pero no me dejes morir en los estruendos de la nada,
no hay tormento peor que ese silencio
donde las palabras pugnan por ser vistas:
Cántale al hambre y a los duelos,
Cántale a la orfandad del universo.
Hay tanta soledad… tan sin remedio,
que ya ni Dios se asoma a vernos.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
-II Muestra de Poesía en Español. Asociación Prometeo de Poesía.
A cargo de Juan Ruiz de Torres, 2013.
-Marié Rojas Tamayo. La Habana, 23
de mayo de 1963. Licenciada en Economía del Comercio Exterior, Universidad de
la Habana, 1985. Miembro de la Uneac. Miembro de la Red Mundial de Escritores
en Español, REMES. Graduada de inglés y francés.
Algunos libros publicados: Historia del Pillo.
Anti Romance a la cubana, novela. Aquí hay gato encerrado, relatos. Mundo
circular, había una vez un circo, relatos. La casa sin
puertas, ecos y sombras que cuentan historias, relatos. Villa Beatriz, novela juvenil, Lantia Publishing S.L.,
España. Tonos de Verde, relatos. Adoptando a Mini, novela infantil, Fundación Drac, Mallorca
-reeditado por Gente Nueva, Cuba-. De príncipes y princesas,
relatos, Editorial El Far, Mallorca. En busca de una historia,
novela y relatos, Editorial Andrómeda, España. El día que
no salió el sol, infantil; Laurel y Orégano,
novela; Historias de la princesa majadera,
infantil; En busca de una historia, novela, Casa
Editora Abril, Cuba. El mundo al revés,
relatos, Editorial Gente Nueva, Cuba. Varios poemarios y una compilación de
microrrelatos, edición digital, Inventiva Social, Argentina. Cinco
poemarios-espejo con Bartolomé Adrover, Editorial Yoescribo, España.
Su obra ha obtenido más de 50 reconocimientos internacionales, una
breve selección. En España: X Certamen Literario Villa De Ampudia. XIV Concurso
De Cuentos Infantiles Sin Fronteras, Otxarkoaga, Bilbao. Mención de Honor
Premio Lazarillo de Tormes, OEPLI. XX Premio Ana María Matute, Ediciones
Torremozas. Novela Finalista de Ciencia Ficción Andrómeda. Concursos XIX
Antonio Segado del Olmo, Universidad Popular de Mazarrón; Todos somos
diferentes, Fundación de Derechos Civiles y Asamblea Juvenil; Historias de
Vida, Ayuntamiento de Constantí; Ron y Miel, Ediciones Comala, Granada; Igriega
Movimiento Cultural, Sevilla, entre otros en narrativa y poesía. Premios y
menciones en Cuba, Venezuela, Argentina, Australia, EE.UU., Brasil, Costa Rica,
Uruguay, México y Colombia.
Publicada en más de 60 antologías. Ha colaborado con publicaciones
periódicas de más de veinte países. Durante más de una década, condujo y
redactó la sección mensual De príncipes y princesas, en la revista española
Arena y Cal. Dirigió durante dos años la revista Dos islas, dos mares,
Cuba-Mallorca. Su obra ha sido llevada a la televisión, la radio y el teatro.
Fotógrafa aficionada, publicada en catálogos y libros-arte, 9 antologías y
exposiciones colectivas. Integrante de la Muestra de poesía actual en español,
a cargo de Juan Ruiz de Torres, Asociación Prometeo de Poesía, APP, España.
*
No puedo entender las horas vueltas agua
cómo las horas de la tarde se vuelven agua
y yo junto a la abertura del ventanal
viva
inmersa en mi tensión
porque las horas de la tarde se volvieron agua
aunque no sea más que el reflejo detrás del cristal
y mi vestido azul no se destiña
y vea a la última vez
ahí
al lado
parada al lado mío
la última vez
con luz tenue y en silencio
mientras me hundo en mi lago
con el vestido azul dibujando líneas
en el eco de la profundidad de mi casa marina
la tarde se hace noche
me muevo
quiero cambiar de postura
que se suelten mis dedos
quiero dejarme ir al fondo
para salir
darme un baño caliente
quiero volver a respirar
aire tibio
todo se hace frío
el reflejo sobre el cristal no dura
la distancia entre tus dedos y mi frente
entre ese movimiento táctil sobre el nacimiento de mi pelo y la
realidad
pronto se acrecienta
el tiempo del derrumbe de mi piel
escombros mi cara
todo se hace frío
sé que podría y puedo
anular mis visiones
mentirme a mí misma
olvidar que nos tenemos tanto
que nos tenemos tanto
olvidarnos a los dos
juntos de una vez
y salvarme de mí
meter mi cuerpo en otra piel en otro cuerpo
leer revistas ver películas hacer compras muchas compras salir con
hombres
muchos hombres bailar manejar comer enloquecer de actividad
enloquecer
desnuda
junto al ventanal
en la tarde que se hace noche.
*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com
- Lorena nació en 1975 en la Ciudad
de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga
Social.
En 2016 publicó Intemperie, su
primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas.
Historias de Pecho, por Textos Intrusos. Hace varios años es
convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de
radio y eventos artísticos. El 11 de agosto de 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial
Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales
viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas,
radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil. Hoy, se encuentra
escribiendo un libro de ficción para adultos y dictando un taller sobre “Las emociones en la palabra escrita”.
BROTES*
El espejo no engaña amor amor.
Tu mirada es la que miente. Altiva y dulcemente.
Estoy llena de cicatrices y septiembre me lame. Toda.
Y me encuentro falsificada… pobre Cristo.
Yo amé las calles que llevaban a Dios.
Las calles de mi cuerpo y las tuyas. Tan tuyas. Tan mías.
Y la muerte acechando y es septiembre.
No es un mes para morir muriendo.
Y de nuevo me arrasa una sed de fuego.
Ardo. Me incinera el centro de la espada.
Un buen día para morir cerca del mar. Salmuera.
Y Ud. tan lejos en el tiempo.
He buscado la palabra luminosa y fresca.
He cantado salmos a las piedras.
He contado con pájaros una a una las migajas de Dios.
Se, es tarde y las moscas rondan.
Pero es septiembre y el mar, agua de azahares.
Hubo senderos niños. Solo crías de reptil, pasaban.
Y me ofreces tu esqueleta ajado.
Parto conmigo. Conmigo y mis almendros.
Un hemisferio yace resquebrajado.
Pero es Sur y revienta en el vientre y en el vino.
Ven, bebe. Bébeme, septiembre.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
*
Lejos de mi ventana,
donde el sol comienza,
alguien,
con una pala,
levanta piedras.
No puedo verlo.
Es solo ruido:
el sonido de la pala
sobre el asfalto,
el tintineo constante
de la piedra contra piedra,
el estrépito de la cascada mineral
al caer sobre la tierra.
Es tan exacto
el dibujo
que el sonido arma en mi memoria,
que puedo, ahora,
tener la certeza de las últimas paladas,
el cansancio
en el aquietarse
del ritmo,
el aire que le falta al respirar.
La pala
que se clava en la tierra
raspa la distancia hasta mi ventana.
Así de precisa
también es la música.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de
Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La
Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
LA CORDILLERA*
Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña
de las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un
pueblecito. Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo
que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas
toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la
iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de
planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de
la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima
siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de
la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una
hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de
la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina. Las construcciones que
rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes
chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro,
producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a
causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados
negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo
puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de
anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No,
señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi
todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos
todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí,
vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y
también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del
sur”. Invariablemente del sur… Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan
hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de
extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días
disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y
trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se
marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros
hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras
y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega,
las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron.
En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido
ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona. “… y así
desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus
modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca
conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas
veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son
de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen
a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda
descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han
encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso
que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No
duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que
nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén
midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es
mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser
algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana
dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen
humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque
estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer
un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar
un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen,
corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de
atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son
conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece
ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y
tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas
conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos
que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque
durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas.
Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este,
donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre
regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas
cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos
con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca
regresan. Jamás envían correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas
por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el
riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos
cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace.
Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de
volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los
primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a
la ausencia y todo vuelve a ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas
escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable.
Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para,
desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera.
Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los
llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que
todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el
camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos
escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera
para no regresar. “… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos
preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que
quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos
gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante
difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice
son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la
capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue
el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos
tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está
quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las
ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño,
apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente
de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí,
sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras
mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera
de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada
uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior.
Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados,
meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del
alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques,
de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
*
Lo peor de este mundo no es
sufrir enfermedades, deteriorarse, morirse, sufrir física y mentalmente sino el
daño irracional que nos hacemos unos a otros sin la menor justificación.
Inventren
DE LA FUERZA DEL NOMBRE*
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice:
"¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de
nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce
hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la
provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño
hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que
nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo
que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este
pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo
yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte
y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro,
un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi
un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?". Por supuesto, acepto. Él
tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa
franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por
ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque
no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar
redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los
nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más
conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El primero es el
Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de
montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es
lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero,
aunque he de confesar que no me impresionó cuando estuve allí, es el Monasterio
de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la
montaña donde está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso
confusamente- hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva
de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por
donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color
oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que
está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas
maravillosas o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso
sin comprender del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos
esos sitios. Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos
musicales que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No
obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le
recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”, le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos
kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en
darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños
caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han
compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre
lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico.
Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es
entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que
quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo
pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo
tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este
asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras
aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la
noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el
Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé
absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta
ahora que es una de las próximas estaciones del Inventrén) y lo peor es que
está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo ver
las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde
me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más
bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se
trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto,
tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso
lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un
letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el
lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal
iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una
puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y
pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder.
Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio
reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la
pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el
idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando
que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a
pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está
desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop,
uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones
son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros
pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera,
sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba
abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es
fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como
parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré
si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que
me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no
queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo en
un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo
mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese
momento estaba lavando unos cubiertos y dice: "¿Acaso quieres tomarme el
pelo?".
Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el
Inventren y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta.
"¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite. "No me lo creo.
Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un
aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula
como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí
pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de
haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin
explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras
o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que
sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un
extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil
y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca el
Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece
comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y
dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se
larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que
no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que
creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No
hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz
plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su
niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí
durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio,
no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del
concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un
instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que
todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una
novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio
necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y
sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de
admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando
comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado
a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del
exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos
latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues
fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches
olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho
la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros
muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del
fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en
el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que
viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha
insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración:
"...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya
más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo
por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que
es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica,
que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento. Luego continúa
narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas.
"Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía en los
vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí que mi
deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio
acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior,
fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de
pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como
ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana
siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo
mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde.
Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había
sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi
mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy
pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en
dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente
anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre
una combustión tan lenta que ni combustión parece.
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@
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