Los cuentos de John
Cheever: una microhistoria estadunidense*
Estamos acostumbrados a que el cuento funcione según la sentencia
de Julio Cortázar: una narración breve debe ganar por nocaut, es decir,
fulminar al lector con un final imprevisto o mantener la tensión desde la
primera hasta la última línea. Las fórmulas y los estilos varían, pero el
cuento se pensó y escribió –durante mucho tiempo– como una historia que sólo
era sostenida por una anécdota. Curiosamente, el mismo Cortázar –al menos en
una buena parte de sus textos– no sigue su famosa recomendación. Uno de sus
cuentos más recordados, “El perseguidor” –un homenaje al músico Charlie
Parker–, no tiene la estructura clásica que practicaron los maestros del
género. La narración tiene, como único anclaje, el retrato del protagonista y en
las acciones que van y vienen, imitando las improvisaciones y variaciones de
una banda de jazz. John Cheever (1919-1982), autor que ha ido ganando lectores
a través del tiempo, sobre todo en Latinoamérica, también se rebeló contra la
concepción tradicional del cuento y escribió historias que rehúyen el golpe de
efecto definitivo y nos entregan perfiles, escenas, acciones cotidianas que
funcionan por acumulación y no por develar una incógnita escondida entre la
historia.
Hay un autor que emerge, casi de inmediato, cuando se habla de
Cheever y sus cuentos: Raymond Carver. A menudo se comparan sus biografías, sus
intereses e, incluso, la suerte editorial que han tenido en México y
Latinoamérica. Carver, autor de culto desde hace varios años, ha sido difundido
ampliamente por la editorial española Anagrama; Cheever, por su parte, ha sido
comercializado a cuentagotas: a veces alguna novela como Crónica de los Wapshot
publicada por el entonces Conaculta fueron algunos de los pocos títulos
disponibles para el lector mexicano. Fue hasta el 2018 llegó a México la
traducción de una gran parte de sus cuentos publicados por Literatura Random
House; una reunión amplia con un texto adicional de Rodrigo Fresán. Más allá
del manejo editorial de ambos autores, se pueden encontrar diferencias
interesantes en sus apuestas literarias. Ambos, a primera vista, narran los
entretelones de la vida en Estados Unidos. También recurren a una prosa
directa, cercana a lo coloquial, muy útil para narrar entornos y situaciones
realistas. Sin embargo, Carver centra sus historias en la clase media y
marginal; Cheever se adentra en las familias de los suburbios asentados en la
costa este de Estados Unidos en la década de los 50 y 60. Por esta razón la
narrativa carveriana rezuma crudeza; la de Cheever es más sutil y, de alguna
manera, ofrece esperanza dentro de la derrota: siempre es posible un nuevo
comienzo. Por supuesto, Carver no es la única referencia para hablar de Cheever
y tendría que hacerse una larga lista de narradores estadunidenses que
practicaron el cuento a partir de la segunda mitad del siglo xx: desde los muy
conocidos Saul Bellow, Salinger o Capote, hasta autores que siguen –al menos en
nuestro idioma– siendo poco leídos como Erskine Caldwell o Flannery O’Connor.
Todos usaron el cuento como un laboratorio de personajes, como un lienzo que
representa distintos estratos de la sociedad norteamericana.
Cheever fue prolífico con el cuento. Varias decenas de narraciones
forman parte de una obra que funciona como una sola gran historia, un mural
conformado por textos que parecen, vistos a la distancia, variaciones de un
mismo tema. Un primer nivel de análisis, centrado en el contexto, es el social.
A través de cada uno de los relatos tenemos un telón de fondo común: el Estados
Unidos de la posguerra, el próspero país que comenzó a extender su área de
influencia y que disputaría, con la Unión Soviética, el control del mundo. En
Cheever encontramos, de alguna forma, el retrato de una sociedad cuyos miembros
más afortunados han capitalizado la expansión industrial y económica de la
segunda mitad del siglo XX. Hay, casi siempre, el retrato o la intervención de
personajes cuyo estilo de vida se parece a lo que, en aquel entonces, comenzaba
a promoverse como el american way of life: grandes casas, autos último modelo,
inversiones, vacaciones a Europa o a algún destino exótico y, sobre todo, el
consumo que servía como indicador de estatus en un mundo que se volcaba, cada
vez más, hacia la apariencia. Sin embargo, gravitando alrededor de ellos, hay
otro grupo, un sector casi silencioso que no sale en las notas de sociales ni
tiene dinero para ir a los grandes conciertos. Mayordomos, sirvientas, mucamas,
desempleados que tienen la esperanza de, al fin, conseguir el ascenso o el
empleo que cambiará el destino de sus vidas, representan otra realidad que
interactúa con la prosperidad que se promociona en revistas y anuncios de
televisión. Si los beats, por ejemplo, desmitificaron en la década de 1950 las
promesas del progreso con sus libros que derrumbaban tabúes sexuales, además de
describir con minucia el consumo de drogas y el vagabundeo, en Cheever podemos
acompañar a los que se quedaron en el barco de la prosperidad, conformes con el
paradigma marcado por el status quo.
Si se puede aplicar un concepto o idea para describir los cuentos
de Cheever es aquella que refería el escritor italiano Alberto Moravia: una
reunión de personajes y situaciones que intentan, desde el territorio del
relato, capturar el espíritu de una época. De esta forma, Cheever es, al igual
que Raymond Carver, heredero de cuentistas que transformaron el género como el
autor ruso Anton Chejov. En estos autores podemos encontrar cuentos sin foco,
es decir, cuentos que no dependen del peso de una anécdota y que tienen, como
único objetivo, describir una personalidad, un escenario o acciones que, en
apariencia, no resuelven nada. El cuento clásico, aquella narración en la que
casi siempre ocurre algo sorprendente, es sustituido en el siglo XX por textos
que experimentan radicalmente con el lenguaje o con la estructura. En el caso
de Cheever la estructura es un territorio maleable en el que puede entrar casi
cualquier situación siempre y cuando contribuya a dibujar un contexto: la
llamada por teléfono quizás no anuncie un cambio radical en la vida del
personaje, sino que contribuye a que nos hagamos una idea de él y, de esta
forma, empatizar con su destino. De esta forma, el cuento se funde con una de
las vocaciones de la novela: abordar la psicología de un personaje, describir
las calles de una ciudad con minucia, olvidar una escena determinante para
sumergirse en el día a día que se presenta ante sus ojos. Por esta razón los
cuentos de Cheever se regodean en los detalles y en las descripciones: En
“Adiós, hermano mío” tenemos un atisbo a la vida secreta de las familias. El
autor nos presenta la escenografía feliz, de la normalidad de la clase
acomodada. En medio de esa aparente tranquilidad, atestiguamos el odio que
permanece oculto durante años y que se revela poco a poco hasta que explota por
una situación, en apariencia, irrelevante. En “La historia de Sutton Place” el
gancho que parece darle tensión a la trama –la desaparición de una niña– es
sólo una especie de catarsis, no un dilema que tenga que resolverse o un cabo
suelto que busque una solución. Gran parte de este cuento es una especie de
crónica y un estudio minucioso de diferentes tipos de carácter. Cada
personalidad, a pesar de sus problemas específicos, tiende a ser descrita a
través de acciones que cobran sentido a través de la acumulación y no con un
giro imprevisible del destino. Por esta razón, más allá de la desgracia que
acecha o algún momento culminante en la trama, sabemos que el interés recae en
el personaje y en los dilemas humanos que representa.
Hay otra virtud en los cuentos de Cheever: el tono confesional que
logra transmitir. Más allá del uso de un narrador omnisciente o de la primera
persona, el autor siempre se las arregla para que tengamos la impresión de
asistir, tras bambalinas, a la vida privada de los personajes. En el cuento
“Los Hartley” el lector parece estar representado por una camarera de un hostal
en un centro de esquí que, sin querer, escucha el amargo soliloquio de una
clienta que se pregunta, una y otra vez, la razón por la cual está ahí. La mujer
había llegado con su esposo y su pequeña hija para disfrutar de unas
vacaciones. Cheever deja, a cuentagotas, claves que rompen la imagen idílica de
una familia que puede gozar de varios días en un complejo turístico invernal:
la niña prefiere pasar el tiempo con el padre y la mujer siempre está
distraída. No hay, en todo el cuento, una razón poderosa atrás de las grietas
que tiene esa familia. Después de un par de incidentes menores y teniendo como
antecedente la queja solitaria que escucha la camarera, la niña muere en un
accidente mientras es llevada por un cable de arrastre a lo alto de la colina.
El autor describe la escena desapasionadamente. Consigna en pocas palabras la
escena y enfila el texto a un final en el que vemos al matrimonio en su auto, atrás
de la carroza funeraria de su hija, pensando en el largo futuro que les espera.
El clímax del cuento no es la muerte de la niña, es sólo la culminación de una
serie de hechos en apariencia inocuos y que lentamente revelan su importancia.
Por esta razón algunos lectores quizás encuentren las narraciones de Cheever
carentes de tensión. Hay que saber leer entrelíneas para conceder el mismo peso
a todas las escenas. “Clementina” es un buen ejemplo de esto: una mujer
italiana, perteneciente a la clase trabajadora, viaja a Estados Unidos. Ahí se
desempeña en las labores del hogar. Pronto conoce a un hombre mucho mayor que
ella que le propone matrimonio. Esta especie de argumento, que quizás se puede
explicar en escasas líneas, es desarrollado con lentitud por Cheever. Cuando la
mujer le anuncia a su patrón que se va a casar con su pretendiente recibe un
rechazo y la negativa a que continúe trabajando para él. Tiempo después ella,
ya como mujer casada, se encuentra con él y, en medio de la charla, se entera
de la muerte de su esposa. Si hay una especie de clímax en la historia sería,
precisamente, la confrontación con el hombre. Sin embargo, no hay una
construcción anterior que apunte a esa escena como un punto de resolución.
Simplemente es una más de las etapas por las que pasa la mujer. Si entendemos
esto quizás podríamos vincular este cuento –como tantos otros de Cheever– a una
de las tesis más conocidas del escritor argentino Ricardo Piglia sobre el
artificio de la narrativa breve. Él refiere que hay muchos cuentos que tienen
un juego oculto tras la superficie. El lector lee una historia que es una
especie de anzuelo. Sin embargo, las acciones cotidianas encubren algo más
interesante. Por supuesto, no estamos hablando de símbolos obvios o, por el
contrario, metáforas demasiado crípticas. En los cuentos de Cheever lo que
transcurre atrás, lo escondido, es la vida de los personajes que se mueve
silenciosamente a través del tiempo. Por esta razón la mayoría de sus historias
se desarrollan en semanas enteras, meses o, incluso, años. La cuentista
canadiense, Alice Munro, ganadora del premio Nobel en el 2013, escribe, al
igual que Cheever, textos en continua expansión. Vidas enteras se describen en
el espacio de 15 o 20 páginas. Por supuesto, hay cortes en el tiempo que
funcionan como los capítulos de una novela en miniatura. El objetivo es narrar
personajes más que anécdotas que definan, de un solo impacto, el destino de las
historias.
Hay otra vertiente dentro de los cuentos de Cheever: Roma. En estos
textos el relato se funde con la crónica e, incluso, el diario de viaje. A
finales de 1956 el autor se trasladó a vivir con su familia a Italia, durante
casi un año entero. Para entonces tenía ya dos hijos, Susie y Benjamin, y el
tercero nacería en Roma. Esto se aprovecha muy bien porque la prosa del autor
norteamericano es reflexiva, sondea dentro de sí misma para no quedar en la
superficie. “Un muchacho en Roma” es, quizás, uno de los ejemplos más acabados.
El cuento es, en realidad, una novela de iniciación en miniatura. El asunto
central es la vida de un chico estadunidense en Roma, los amigos que hace y,
por supuesto, la particular visión que tiene del mundo. Este muchacho, como
sucede con otros protagonistas juveniles que aparecen en los cuentos de
Cheever, comparten la visión desencantada de la vida. Esto no es fruto del azar
o una simple coincidencia. En la época que vivió el autor los personajes
adolescentes –propotipos del Holden Caulfield de Salinger– servían para hacer
una crítica mordaz, aunque sutil del mundo de los adultos. Por supuesto, en el
caso de los cuentos romanos de Cheever no estamos hablando de desheredados que,
por razones del destino, recorren las calles italianas sino de gente acomodada
que busca, en una especie de autoexilio, respuestas a su vida carente de un
sentido profundo.
Cheever, en sus cartas, hablaba de la dificultad para escribir
novelas. Quizás, al igual que tantos autores, el mercado le imponía una
directriz que no estaba seguro de tomar. La novela, como se sabe, ganó
importancia desde el siglo XIX hasta que, en el siglo xx, se volvió la reina de
los géneros. La narrativa de largo aliento se transformó en un producto
redituable y de consumo masivo. El demonio de la escritura hacía que, una y
otra vez, reincidiera en el cuento. En las cartas, por cierto, se advierte otra
similitud con Carver: el tiempo disponible para escribir y su relación con
algunos géneros literarios. El autor de De qué hablamos cuando hablamos de
amor, obligado a aceptar trabajos de todo tipo, disponía de pocas horas para
una escritura sostenida. La redacción de textos relativamente breves para
revistas como el New Yorker le permitía tener dinero inmediato en lugar de
sumergirse en un proyecto de muchos años con el consabido riesgo de que no le
redituara económicamente. En Cheever se advierte la misma condición. La
diferencia más notable con Carver es que, si tomamos en cuenta sus confesiones
del autor y la extensión y estructura de sus relatos, podríamos decir que,
quizás, el aliento novelístico está disfrazado en la obra de Cheever. Si esta
impresión es correcta nos encontraríamos, entonces, ante un género híbrido que
captura lo mejor de los dos mundos: el relato como la visión microscópica de
una sociedad que, además, vista en conjunto funciona como un fresco de la
sociedad norteamericana de clase media y alta. Por otro lado, el germen
novelístico que funda su poder en la exploración amplia de los personajes
–habitualmente limitados por la anécdota de un cuento tradicional– y que nos
permite leer un retrato íntimo y en ocasiones desesperanzado de los
estadunidenses que experimentaron los inicios de la segunda mitad del siglo XX.
Gracias a esta extraña conjunción podemos leer a uno de los cuentistas más
interesantes que ha dado la literatura norteamericana.
**
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
CAMINAMOS*
Por las obtusas calles de lo cotidiano
caminamos.
Sin nadie a los costados,
con una incomprensible guía en el bolsillo
y una no menos incomprensible fe en nuestro itinerario.
Alrededor hay rostros que nos miran con desconfianza,
acaso horrorizados
o interrogantes,
o indignados,
o con fingido espanto santiguándose,
y en todo caso, ajenos, del otro lado de la vía.
Pero en cualquier esquina nos asalta
el rostro cómplice que nos contempla con cierta admiración
y cuya sonrisa nos empuja a seguir dibujando senderos
para los pies descalzos del mañana.
Y entonces la nieve en los zapatos ya no resulta tan pesada
ni vacilamos ante los inclementes empujones
o las mezquinas zancadillas que se van alzando a nuestro paso.
Aun así, las calles son las mismas que nos vieron
echar a andar en una madrugada yacente en el olvido.
Tal vez no hagamos más que dar vueltas en círculo,
erráticos vaivenes en la oscuridad.
Y sin embargo, caminamos,
sin nadie a los costados caminamos,
con una obstinación quizá heredada
de aquellos otros que algún lejano día caminaron
forjando sin saberlo caminos útiles,
ciudades habitables y espíritus.
Contagio*
Los muertos atraen la muerte, simplifican la
comedia, arrumban los papeles y sepultan los disfracen en los roperos.
Juan Benet
Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la
puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado,
hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al
mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la
estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de
los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire
caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases,
tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó
en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:
—Queremos cerveza.
La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor,
como lumbre en el agua.
—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.
Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado
la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran
profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.
—Está bien.
Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis
tarros. El vidrio de los tarros reprodujo, un instante, sus figuras.
—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.
—Eran fuertes las tolvaneras.
—No hay señales, ni indicaciones.
—Pudimos llegar a cualquier otro lado.
—Después veremos qué hacer.
El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y
decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y
entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía.
Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el
movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados
bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el
silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no
atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los
sorbos. Eran vivos pájaros sus siluetas. Sus voces se enredaban en un murmullo
que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las
manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y
pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el
pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano,
heridos de sol, aturdidos por sus estoques.
Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la
barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los
hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.
—Hay que apresurarnos.
—Sí, antes que anochezca.
—Pero, ¿a dónde vamos?
Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las
cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos,
por el sopor y por el sol que le incendiaba la calva.
Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los
hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de
moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho
trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo
el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que
estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo
cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y
examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.
—Te lo había dicho —dijo uno.
—Era previsible —dijo otro.
—Debimos abandonarlo en el camino.
—¿Cómo íbamos a saberlo?—tarareó uno.
—Una señal, una mancha en su ropa.
—Lo que sea.
El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos,
sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas.
Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder.
Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo. Los ojos a la
sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su
sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres.
La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los
ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las
moscas, de los previsibles carroñeros.
—Va a oscurecer.
—Te lo dije.
—Quedaremos a mansalva.
El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:
—¿Cuánto dura la tarde aquí?
—¿Cómo? —respondió.
—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.
El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y
se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para
ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de
viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después
alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo.
El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el
ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire.
Intranquilo, dijo:
—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.
Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice,
suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto,
persistente con sus ojos abiertos.
—¿Qué hacemos? —dijo uno.
—No lo quiero aquí— arremetió el dueño.
El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el
exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:
—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?
El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la
tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la
contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.
—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño,
manoteando.
—Entonces tendrá que acompañarnos.
—¿A qué?
—A dejar al muerto.
El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una
mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. La boca fue
tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo
frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos.
El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago.
Sonrió.
—Vamos —dijo.
Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su
reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su
ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la
puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño.
Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la
camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño
imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando
su huella en el ruedo.
El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de
animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los sombreros,
por el declive del sol, una ceniza apagada.
—Vamos al matadero —dijo uno.
—Tenemos una oportunidad.
—Apurémonos.
El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se
detuvo. Oteaba el horizonte. Ni un ruido había pero el dedo seguía ahí. Vacío
de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre
los hombres, los abiertos ojos al cielo.
—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra.
Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas
en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre
ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las
plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al
nervio:
—No es nada.
—Es sólo el pájaro.
—¿El mismo de antes?
—Quizá sea una señal.
—Es probable.
—No pasa nada.
—Sigamos caminando —dijo el líder.
El calor había menguado pero aún encandilaba. El resplandor
vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas.
Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo.
El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra
que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas
no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no
sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego
se iban.
Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura
del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba,
que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo
desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño
estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa
imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde
había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol,
tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los
sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las
voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un
ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído
encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban
todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en
dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la
manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de
nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para
conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba entre temblores una oración cuando escuchó el
silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate
cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las
ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos.
El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La
desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los
silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia,
como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero
compartían, además del silencio, la mirada en el cielo.
El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo
un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar,
el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces,
aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las
camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder,
cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las
manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien
esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba.
Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar
ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana,
como en irremediable noria, los merodeantes.
Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo
en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la
sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el
cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos.
Aguzó la vista. Un brillo a la distancia.
Y esperó, paciente, el trueno.
-De La herrumbre y las huellas
-
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
La habitación cerrada es mi condena.*
Las palomas ausentes mi destino.
Escribo como un envenenarme.
Como quien se arroja ciegamente
al fondo de un profundo precipicio,
contra la luz encerrada en las ventanas.
Como quien hunde el cuerpo en alta mar
sin esperanza alguna de regreso.
Como un prófugo a través de la nada.
En cada verso dejo
el sedimento espeso de la sangre.
Me voy crucificando en cada sílaba.
Como un cuchillo inverso me penetro.
Tú
poema
balcón
abierto a los infiernos.
Cuando la guerra*
1
Ella decía que había guerra afuera. Un ejército en las puertas de
la ciudad, agazapado. Pero él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando
la asediaba: el fuego que avivaban las manos.
2
“Cuando entren no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa
mañana, todavía entre sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de
despertar, por el cuerpo que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la
imagen de él, alumbrada. Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el
movimiento en el piso.
3
Bajaron a desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café,
el frío de las manos cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña
variación: “no quedará nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca
de las migajas. Las puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura,
las manos, en el tiempo. Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la
mirada. Y desayunaron en aparente calma. Alrededor el humo del café, el
reciente sudor en las ventanas. Él pensó en una nueva variación: “devastarán
todo, también el polvo”. Pero se quedó callado, indeciso, disfrutando del
instante y de la espera. Y la luz pulía las tazas de café. Y las cosas del
mundo —cucharas, sartenes, demás enseres —brillaban.
4
Cuando llegó el crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo
de peces en las puertas de la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar
del agua. Pero no para boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una
ira apenas contenida por las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado,
imaginando las volutas sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el
último brillo en los fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras.
Arriba el cielo. Y las nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las
nubes, también, sobre los otros. Pensaron que incluso la misma sombra
proyectada, merodeaba por ahí, como una mano acercándose a un rostro. Y
seguramente uno de los agazapados, del otro lado, tenía en sus ojos el ansia
por superar la muralla y en la parte alta el destello de un cuervo. El ave se
desprendió de su altura y su vuelo hacia ellos. Rodeados de piedras miraron
todo: el oleaje de las plumas por el viento, testigos por primera vez de la
maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a prudente distancia de ellos, el
nervio en el pico y la tensión en los ojos. Estuvo un rato ahí y después
emprendió el vuelo.
5
Al día siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La
espiaron, curiosos, por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en
los cabellos. En el quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía
por su cuenta, si era un remanente de los otros. Después de un rato más clara
la figura, un poco espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista,
percibían la premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del
último pan de la alacena. Un plato, la silla y un mantel: casi naturaleza
muerta. Y desearon que estuviera ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa,
alguna señal de lo que acontecía tras las murallas. Transcurrieron unos
minutos. La figura se acercó y pronto estuvo a unos metros. Los miró un
instante, frágil desde el otro lado, y su saludo fue cosa lenta, dibujada
apenas en el límite que imponía el silencio.
6
El hombre los miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se
esparcía en sus sienes y el olor era vivo en sus ropas. La acritud que
desprendía su gesto. Una cuesta cuando respiraba, cuando removía los labios
como si aún tuvieran polvo. Con boca árida, entonces, les dijo que habían
pasado muchas jornadas, que la casa —a la distancia— parecía un desvío de la
memoria. Pero conforme los pasos, conforme los días que eran piedra sobre
piedra, comprendió que la casa era real, que sus paredes existían. En las
noches, después de alimentar una fogata, miraba la casa e imaginaba una
respiración, el temblor de una vela, unas manos que acompañaban. Indecisas
sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho precipitándose en la ventana.
Frágiles arañas y los muebles. La faena de los insectos en la madera. Entonces
supo que en la casa era pleno el desasosiego y que intermitente era la
impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo
penumbra en el vaso. La sombra quedó ahí, un instante, como un despojo en el
agua. Miró las puntas de sus botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y
filas de hombres, que muchos ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le
imaginaron el paso lento, caminar por ahí como en gran calma: el cielo gris, el
sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento
o, en caso contrario, si su paciencia era mucha y la ambición superaría el
tiempo. Pero el hombre dijo que no había tiempo en ellos, aunque alzando los
ojos, invocando una imagen de ellos, recordó una leve respiración, un siseo que
anunciaba la lumbre de una palabra que no decían, quizás por su sustancia, por
su filo. Recordó que, mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los
fusiles inclinados, en las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los
dientes. Y supo que no le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus
cuerpos el sopor y sus ojos eran animales absortos en el agua.
7
El hombre durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por
si las dudas dejaron una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre.
Y éste, iluminado, les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó
el sombrero en el piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero.
Comprendieron que estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro
tenía muerta la boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon
buenas noches y subieron la escalera.
8
Los despertó un ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre
miraba por la ventana. La espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos
descubiertos. Giró el cuerpo y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El
nerviosismo perduró en el incendio, mientras la llama se retiraba de la vela.
Absorto, no se dio cuenta que su labor tenía testigos, que figuras varadas
seguían el humo, como maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de
una brizna quemada. El rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no
abundaba y sólo arañaba una parte de la mesa.
Entonces se acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si
mandara un mensaje a los convocados, como si les dijera, de alguna forma
secreta, que era tiempo de la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra
posibilidad, repetir lo de las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso
cuidaba el temblor de la vela y su respiración cerca de su reflejo, también el
vaho, como había imaginado.
9
Se despidió de ellos en la mañana. No contó más historias. Su
sombra sobre la mesa. El último pan se había acabado y, como consuelo, antes de
alzar su maleta, demoró la vista en las migajas. Después estuvo al lado de la
casa, haciendo mediciones, calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento
con los dedos y después los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el
peso de su cuerpo. Hizo que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con
la memoria desvalida por tantos días en el descampado, por tanto vértigo de
piedras. Se caló el sombrero y emprendió el camino. Su figura en el atardecer,
oscura como el pájaro que lo seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus
palabras.
10
Desde entonces tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio.
Sentía que el sueño era una barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente
revuelta, la impaciencia del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la
ventana, descubrió una constelación de insectos. La noche siguiente comprobó
que sus cuerpos oscuros medraban en la luz, que su vibración espantaba, de
alguna forma, su sueño. El ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos.
Pero fijos en la transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio,
sus pasos en la estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar
el sueño, apenas notaba el caminar.
11
Una madrugada, incapaces de conciliar el sueño, de estar en
silencio en la cama, bajaron por las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la
ventana. Los dispersos cerillos en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones,
la vejez expuesta de sus hojas. Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo
carcomido por las horas. Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro
viajero, recompensa para el nervio de un hombre, en el descampado, frente a una
fogata. Y estuvieron un rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando
mensajes en la ventana.
12
Estuvieron impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había
guerra, que los otros los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él
miró la ventana. Ella, esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre
ellos, casi intangible, donde antes había estado el fuego. Y las figuras
caldeadas miraban la superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de
luz en la mesa.
13
En la cama volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las
manos a su cuerpo. Ella miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero
el impulso fue suficiente para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El
incendio fue breve en los dedos y, después de la cintura, acudió a los labios.
Cerraron los ojos. Ella pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba
en sus labios. Él mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era
precisar una forma bajo el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato
en la demora, en lo aburrida que era la guerra.
14
Menguaron los alimentos, más breve el humo del café. Preocupados
por las últimas cosas, miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su
disciplina en el estante. Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj,
desde hacía mucho, no avanzaban.
Llegaron otros viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos
mencionaban las filas de hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo
bajo, como absortas en tinta derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les
dijo que habían avanzado posiciones. Otro mencionó que, en el polvo,
bosquejaban distintas posibilidades de asedio. Añadió que, con el tiempo, los
planes para tomar la casa se habían acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas
los mapas de los generales, la tinta en los márgenes, las abundantes
anotaciones. Los principales, entre los agazapados, conminaban con rabia a
soportar la demora. “Su enemigo es el tiempo”, gritaban. Y la promesa de
superar la muralla, entre las filas, sin poder apagar las ansias pues la
pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no tendían a lo bajo, sino
enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la altura.
15
Pasaron los años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se
acumulaba en la casa. La vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el
transcurso a la piedra. Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando
en el asedio, en filas y filas de hombres en el descampado, con las banderas en
alto, en dirección a la casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros
terminó. A veces, en la tarde, un bosquejo en la distancia. En las noches la
luna y su luz que a veces hacía círculos o que temblaba como una fogata.
Imaginaban a un hombre, pensativo, con luz de lumbre en la cara. Pero en las
mañanas no había silueta, ni nube de polvo que acompañara. Comprendieron que
morirían sin ver la guerra.
16
Una tarde ella hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”.
Él, a un lado, apenas tenía fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban
para nombrar la guerra, para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los
dos en la cama. Se tomaron de las manos. Y tuvieron una feliz visión de
murallas desmoronadas, de ansias rompiendo, al fin, silencio. En la muerte
miraron el acero hundido en la madera, las risas en el brillo de las cucharas
mientras las bocas volcaban su hambre en los platos. Los últimos restos de
comida en el suelo.
-De La herrumbre y las huellas
-
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
AVEJENTADOS CALCETINES*
Remiendo mis calcetines
como si la pobreza me estuviera mordisqueando los talones.
Es sábado y la noche se acerca
en cuatro patas
medio arrastrándose con su movimiento de lujuria.
Puntada tras puntada creo un hechizo
bastante débil, sin rima
invocando a las fuerzas del cosmos y la naturaleza.
Mis pensamientos reaccionan
mi corazón se arrebata
es la noche la que pulsa el ritmo de mi remendar.
Soy esa mujer que desnudó sus pies
confiando en que algo muy vetusto
recuperara su antigua forma.
Inclino mi cabeza, me muerdo los labios:
pretendo resucitar el tiempo.
Lejos, en la gran avenida
los sonidos se estrellan contra el pavimento negro
brilloso por el paso de la lluvia
mientras la trama de mis avejentados calcetines
se me deshace entre los dedos,
la aguja es un instrumento demasiado rudimentario
y mis dedos son torpes
hasta la extenuación.
La noche crece
crece, yo me aferro con uñas y dientes
a la trama frágil que mañana cubrirá mis pies.
-Irma ha publicado los libros de cuentos: "Hay
una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que
encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño
del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”.
Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales.
Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer
Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio
Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio
Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio
Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los
premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos
de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán. En poesía publicó
“De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación
Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma
fundación y “Árbol de mis ancestros”,
Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso,
portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
NÚMERO IMPAR*
Siete pétalos tiene la luna roja. Cirio que tiembla.
Siete lunas, la magnolia abierta… ah tu olor.
El cesto de naranjas fragantes esconde pan de hiel.
Un hombre falta o una mujer sobra. Fueron mías tus lluvias.
El camino de agua ardorosamente lame los pies.
El hombre acaricia, la mujer muerde la distancia.
El agua sucia purifica la niñez de hojalata.
No hay Nº par. Falta una media. He dado mi frescura de hembra.
Alguien debe venir…o irse.
Los cuernos de la luna son las cachas del diablo.
-No te vayas amor mío, aun no es hora-
-Mujer mía plena, ponte el vestido rojo-
El zorro cae en su propia trampa (Desnudo en otros brazos)
Ahora sobra una media naranja.
Cuatro mujeres mustias. Palomas agonizantes de ceniza,
Tres pesares tiene la luna roja. Los vientos la doblegan.
Oscuramente en magnolias, se fragua la nostalgia.
Solitariamente mía, mi pena, yace en mi corazón.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
*
Hubo un tiempo en que después de escribir muchos cuentos de estilo
carveriano, escribí una novela breve. Esa novela me atrapó por completo. Me
tuvo años a sus pies, me fascinó con su plasticidad y, al mismo tiempo, su
resistencia a ser escrita. Hubo un tiempo en que la narrativa tendió un puente
entre la soledad y mi cuerpo. Después, dejé de creer en ella. Las palabras
dejaron de hablarme como antes; ya no decían mi verdad. Me hundí entonces en un
malestar silencioso. “Nunca más voy a escribir nada”, pensé. La revelación me
atormentaba.
Entretanto, sin embargo, escribí algunos ensayos breves, y también
leí libros, vi películas. Viví. De pronto un día me subí a un colectivo y me vi
obligada a sacar un papel, a apoyarlo contra cualquier superficie y a empuñar la
birome. No hace falta decir que el resultado de semejante impulso fue lo que
tenía que ser: malo. Pero la mano, el cuerpo (no puedo describirlo de otra
manera) me obligaron a usar la birome, el teclado –el instrumento poco importa-
muchas más veces. Con resultados igualmente nefastos.
Meses después, luego de haber acumulado una buena cantidad de
poemas muy malos, me levanté, me senté al teclado y la poesía ocurrió. Apareció
sola, de la nada. No sabría a qué atribuirlo excepto a una necesidad física.
Había escuchado muchas veces una frase que me parecía hecha,
fabricada, casi falsa: “El poema es tirano”. Pero es así. Es tirano, el poema.
Pide ser escrito incluso en medio de la muerte, del accidente o de la
desgracia. Aparece y hay que escribirlo de la misma forma en que se expulsa la
orina o se tiene un orgasmo: no hay otra opción. Sucede. Adquiere su propia
estructura. Cuando nace, imperfecto, respira ya por sí mismo. No es como una
cría humana. Se parece más a una cría animal. A un potrillo que se para
momentos después de ser parido, tambaleante, pero perfecto en sus formas.
Acerca de para qué escribir poemas, no tengo más respuesta que esa:
no es posible hacer otra cosa. Acerca de por qué: probablemente porque la
alternativa sea la locura.
-Febrero de 2015-
-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979.
Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en
España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra.
Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del
Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010),
Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo
& Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el
premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.
-Su libro de cuentos Grow a lover
fue editado recientemente por Pensamientos Literarios
(www.pensamientosliterarios.com)
Inventren
GEOMETRÍA DE TREN*
Una línea recta
es demasiado
-digamos-
infinita.
Una línea de ferrocarril,
por el contrario,
se trunca y se olvida.
Despertamos
durante una ausencia
cotidiana:
sabemos de dónde venimos
y hacia a dónde llegamos,
pero el trayecto
que une ambos extremos
parece pertenecerle al vacío.
En la vieja estación lo sabían
e intentaron corregirlo:
construyeron
una representación del infinito
y le llamaron
“Lucas Monteverde”.
Tan sólo se trata
de una representación
-dijeron-
no es en verdad el infinito.
La estación abrió con gran alegría.
La gente hacía fila para comprar sus boletos,
entraba al pequeño espacio
que antecedía a la puerta del vagón del tren.
Dentro, y tras localizar sus asientos,
parados frente a ellos,
se encontraban listas para comprar sus boletos,
accedían al pequeño espacio
que les separaba de la taquilla y el tren,
subían a él y buscaban con gran emoción sus asientos,
una vez localizados y gustosos frente a ellos,
la emoción aumentaba al darse cuenta de que al fin,
después de formarse en la fila,
iban a comprar sus boletos.
Familias enteras, viajantes, gente que iba y venía,
todos se formaban en una breve pero continua fila,
caminaban,
subían al tren,
localizaban sus lugares
y llegaba
-al fin-
su turno
para adquirir
los boletos en la taquilla.
Daba gusto mirarles imaginar su trayecto,
hacer planes para disfrutar el viaje,
partir del punto donde iniciaban sus pensamientos,
llegar por fin a donde todo comenzaría realmente
y descubrir que allí
donde la vida puede tomarse de un solo trago,
no es diferente
del lugar donde la vida apenas puede ser imaginada.
“Todo lo sólido se desvanece en el aire”
Decía Don Carlos Marx.
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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