martes, marzo 24, 2020

EL ESPERADOR...


*Obra de Arturo Gonzalo Domínguez
 https://www.facebook.com/Arturo-G-D-1569651309935026/












SATURNO Y LA EXTINCIÓN*



Voy a Saturno. No es una broma. Me voy a Saturno. Me espera una estación sin proporciones, esto es, un edificio pequeño, flaco, como un cuzquito que se ha quedado en una adolescencia de adulto sin madurar. Una estación de tren en Saturno, sin anillos, sin estrellas fulgurantes, sin cometas cíclicos. Una estación baldía unos rieles sin paralelismo, un horizonte desvaído.
(Si, recuerdo mientras tanto la estatua, cómo no recordar mientras tanto esa estatua)

Me voy a Saturno, en tren. Ya no existe el tren, pero me voy en el tren a Saturno, un tren de vapores blancos, de traqueteo cinematográfico. Una estación de polvo y yuyo que huele a sequía y a deshoras muertas.
Hoy me voy a Saturno mirando por ventanillas sucias, en un asiento de madera, sin valijas.
(La estatua de mármol, los niños, el hombre tensionado, los músculos retorcidos, el grito, los chillidos, el intenso chirrido de la piedra)

Sé que me espera el edificio y que nadie ha puesto en hora el reloj.
Arribo. Saturno sigue devorando a sus hijos.
(Me devora el Dios, me devora el coloso a mi y a mis hermanos, o acaso soy yo quien devoro a mis hijos, quizás no importa quién mate y quién muera en medio de tanto dolor pétreo)

Llego a Saturno. No queda nada. Nadie. Todo, hasta el pasado muere aquí. Hay un grito en el cielo.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












EL ESPERADOR

-Textos en el tren de Mónica Russomanno.









SILBIDOS Y TANQUES DE AGUA




¿Era Cortázar el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a tantas otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles, afeada la pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada torpemente sobre la estructura perfecta.
Quién puso el tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos, peatones indolentes.
Esta Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo. Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia por los pasados esta despreocupación por los futuros.
La estación Rolito los silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y mancillada, la belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado desgastada, desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario aunque los árboles se indignen.
Los que colocaron el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin pensar. Sin culpa habrán silbado el albañil y el plomero.
Después se habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.















ESTACIÓN PLOMER




Plomer, me dijo. Campo, venir en el tren hasta acá, cambiar de andén y tomar otro tren de trocha angosta hasta Rosario.
No entendí demasiado bien las instrucciones, nunca le entiendo al Coiro demasiado de lo que trata de explicar. Empieza con cierta firmeza pero se va enredando, y por no preguntar mil veces me quedo con esas dudas pequeñas que finalizan en una nebulosa concentrada, blanquecina, clara batida a nieve.
Lo peor fue el tema de la vaca. Pensé que estaba bromeando, pero el tipo no entiende lo que es un chiste. De veras, se queda en suspenso y parece que no escuchó pero es que no entiende los chistes. Ansiosamente me decía que el tío estaba en el limbo pero que al limbo lo cerraron hace varios años, y que ahora con el tema del infierno… y ahí se detenía con una mirada significativa, como si una pudiese sacar algo de ese galimatías. Ahora con el tema del infierno…
La cosa es que había una vaca en San Sebastián, que fue del tío o no, no sé, una vaca que había que llevar en el tren desde San Sebastián hasta Plomer, y desde Plomer hasta Rosario, y algo tenía que ver con el infierno ¿Tiene que ver con el infierno por los cuernos? No se reía el Coiro, cuando está lanzado a alguna cosa no mira a los lados. Le dije que era imposible que el tren venga por el océano desde San Sebastián, y el Coiro me explicó que no, que no es la San Sebastián del País Vasco. “No mire, no es la San Sebastián…”
Si Coiro, claro, ya sé, es un chiste. Ja ja, entiende. Un chiste, como lo de los cuernos y el infierno.
Pasado un ratito buscando desesperado algo de qué aferrarse en mis palabras, en mis ojos, de pronto se reía, sin convicción. Estaba centrado en la idea de la vaca y el traslado. No había lugar para chistes, esto era serio. Es más, estaba garabateando un planito en su libreta, anotando todas las cosas accesorias que no me iban a prestar ninguna ayuda, y obviando lo importante con una capacidad de selección impresionante.
Yo por alguna razón me siento obligada a hacerle caso. Hace unos años le había entrado la urgencia de conocer a un amigo de internet. Me dijo que el hombre estaba enfermo, no me acuerdo muy bien de cómo me convenció, pero recuerdo el patetismo. En definitiva, conseguí la posibilidad de que nos llevara un amigo gratis, armé la valija, pedí días en el trabajo, pero en el último momento le dio la corazonada de que ir sería funesto, le dio dolor de estómago, le dio la urticaria, le dio gastritis, y me tuve que ir de vacaciones a un lugar olvidado de dios, sola, a conocer a un poeta del que no tenía noticias. Esas aventuras de otros que son una imposición por la poca voluntad o el exceso de empatía. Lo pasé bien al final, pero buena rabieta me llevé.
Yo en estos días tenía que ir a una ciudad cercana a San Sebastián, así que le dije al Coiro que le llevaría la vaca a Rosario. No lo puedo explicar, pero siempre me arrepiento después, ya tarde.
Cuando llegué a la estación de San Sebastián, una vaca estaba atada a una tranquera. No había nadie. Cosas del Coiro, los planes son confusos y más bien espiralados. Horror a las líneas rectas. La cosa es que mi amigo el camionero que me había llevado la otra vez a lo del poeta me dijo que pasaba por la zona, y que si yo quería en vez de esperar el tren podía cargar el animal y llevarnos hasta Plomer.
Yo acepté nada más que por no tener que lidiar con el bicho. No entiendo nada de vacas, y por más pacíficas que se vean me inspiran el temor de lo voluminoso. Son en general bien intencionadas, pero pueden tener ideas propias difíciles de prever detrás de esa mirada bovina inescrutable.
Subimos la vaca al camión. El camino fue agradable, con mate y bizcochitos de grasa.
El estado de abandono de la estación San Sebastián no me hizo sospechar, el estado de abandono de Plomer tampoco me dio indicio suficiente como para no descargar la vaca que se entregó, como yo, a un destino desconcertante.
Hace varias horas que se fue el camionero. Noté que la estación carece de personal, que los yuyos la sofocan, que no hay pasajeros ni horarios.
Según el Coiro debería subir al tren de trocha angosta a Rosario, pero aquí estamos la vaca y yo, ella comiendo pastito, yo llamando al Coiro que después de una hora me atiende, me dice que estaba en el super chino y me cuenta la lista de compra entre lo que figura una pomada para los dolores reumáticos, milanesas de pollo, lavandina.
Consigo atraer su atención hacia mi situación que se va haciendo cada vez más preocupante dado que atardece. Me pide que le cuente el estado del cielo, la forma de las nubes, si la trocha angosta es efectivamente angosta. Su voz es soñadora y se siente su satisfacción cuando describo el edificio, los rieles, las señales oxidadas.
El tren no funciona más hace años, me dice. Pero claro, quién puede no saber que ya no hay tren de trocha angosta a Rosario. Y me lo dice como si tal cosa, yo situada en territorio, metida de veras en el ensueño del Coiro, yo de veras con el olor a campo y con la vaca que acaba de restregar la cabezota contra un poste.
Qué ilusión me dice. Me dice que se vive de ilusiones y no se qué del limbo y del tío y otras cosas que no escucho porque entonces de dónde salió la vaca, y qué hago ahora acá en el campo en una estación abandonada con los chillidos de los pájaros que se van a dormir.
Qué ilusión, llevar una vaca, el tren, los alambrados, el pasado ferroviario. El limbo, el tío, el infierno, un revoltijo inconexo. Y yo acá que me robé una vaca sin saberlo, esperando el tren que no va a llegar nunca más. La brisa suave de la tarde, los pastos que cabecean y hacen olas tiernas, un rosado que gana los bordes de nubes barrocas.
Me animo a acariciar levemente la cabeza de la vaca. Me hociquea humedeciéndome la mano. Supongo que es una despedida, espero que el destino que le proporciono no sea peor que el que torcí con su rapto involuntario. La suelto en el campo sin poder sustraerme a hablarle como a un ser humano al que ya le profeso afecto. Me voy.
Cuando estoy haciendo dedo en la ruta, pienso que el Coiro ya debe de estar dormido en su cama, y estará soñando con historias sin principio ni final, sin sustancia, con la falta de lógica que las torne más ligeras, más tenues, menos cargadas de aristas filosas.













SAN SEBASTIÁN




Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste tren.
Anochece.
Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo estallar el pecho.
No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia muerte.
El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraño, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.















ORTIZ DE ROZAS




La mujer ya no era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose junto con ella por una cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente, salpicados y con alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de si.
La ventanilla no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre el sinfín de la llanura.
Otra parada. El tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta. Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo.
El cartel era antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de que algún desperfecto había detenido el tren.
Esperó un rato. Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén. Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo se transforme en una escenografía.
Algunos hombres estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo, en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus propias manos. No decía nada.
La mujer se acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las mujeres viejas de voces débiles. Con las mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.
"No vi el tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí"
Dijo el hombre que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de rana" y los dos rieron.
El grupo de hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.

Era alto, desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.

Él no sabía.












PARADA KM 79



De estación en estación, y todas las estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este olor a campo y algunos papeles mojados en los andenes. El campo apenas adivinado detrás de las ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío, las gotas de agua en el vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.
Y yo, finalmente, yo en este tren que se mueve irremediablemente hacia adelante y más adelante, y a medida que las estaciones se suceden se va acercando a mi apeadero, en donde detendré el viaje que para el tren continúa más y más allá, siempre más adelante y más lejos en esta noche interminable.
El viaje como una continuidad, un largo camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí hasta allá sino que me bajo antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje en este tren que va a continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que voy descontando paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en el vientre cada vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a destino.
Llueve, siento humedad en el aire, abrigo mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El paisaje que se va, que queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay luna. No hay cielo hoy, sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.
Lluvia, lluvia y trenes, y estaciones. Y una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una sola maleta y la mano apretada contra la boca cerrada sobre los dientes apretados. Yo.
Ya casi, falta poco. Tomo mi maleta para tener algo en la mano, para convencerme de que es cierto que me voy a bajar. Me convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco el peinado arruinado por la lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es un sueño el tren va a detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito me voy a bajar. Me voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la puerta, voy a bajar al andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta larga, larguísima semana.
Va a estar ahí esperándome, ya nos pusimos de acuerdo. Con las manos en los bolsillos, seguramente. Terminando un cigarrillo o mirándome de frente con los brazos cruzados. Va a estar ahí esta noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar a casa y no sé si vamos a decir algo. No lo sé.
Siento ya su cuerpo sentado al lado del mío en el automóvil, la sensación del tapizado del asiento, mis ojos fijos en el rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a él, silencioso, a mi lado.
Ya me imagino en casa, dejando la culpable maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama para dormir al menos unas horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno con el mate y yo otra vez usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en el ropero.
Otra estación, ya casi. Si fuese de día seguramente podría comenzar a reconocer parajes y alguna casita rodeada de árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.
Mamá me dijo que una se casa para siempre y que los hombres tienen sus cosas y que la mujer tiene que aprender a manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y cada carancho a su rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y zapatos de cristal. Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y haya vuelto al pueblo. Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los ojos fríos cuando me abrió la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que si, que claro, que me mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido y mujer y basta de pavadas.
Es la próxima ahora, Pedro con las manos en los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la campera que no me tapa el moretón pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea el moretón que es como acusarlo y recordar que me escapé.
Ahora sí, en medio de estaciones y estaciones y estaciones está la parada en el kilómetro 79, ni nombre tiene mi parada, es apenas un intersticio por donde me voy a caer para siempre para siempre. Y me veo desapareciendo por ese hueco entre campos, esa grieta entre paredes. Me veo alejándome con Pedro y el rosario colgando y el color azulado en mi cara que ya no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren que acaba de detenerse.
Me pongo de pie, tomo la maleta, me subo de nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la puerta del vagón. Estoy caminando en sueños, lo sé. No siento el suelo duro bajo los pies ni el olor ni los sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre despacio y de forma borrosa. Alguien camina con una maleta y es mujer y se acerca a una puerta del vagón de un tren detenido en una casi estación para dejarla junto a un casi hombre para que vaya a un casi hogar.
Me quedo. Me quedo y el miedo desborda, rompe, me hace transpirar en una oleada roja de pánico salvaje. Aprieto la manija de mi maleta. Me quedo.
Cuando el tren vuelve a ponerse en movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al fin corre sobre sus rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta, me pongo a alisar los pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el asiento e, infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro, duermo en una calma de feroz alegría.
















JOKER



Otra vez aquí, con el olor a cerrado, a fierro, a butacas de relleno de gomaespuma; los pocos espectadores en lo obscuro, la pantalla que arroja luces caprichosas alumbrando nucas, rostros en blanco y negro, y el film transcurriendo allá adelante.
La película es bastante nueva, el Joker, por lo que supuse que estaría Batman y sería infantil.
No aparece Batman, en todo el tiempo que dura la proyección no recuerdo al hombre murciélago, sólo me encuentro con el Joker, ese fantoche atormentado que se ríe por la violencia, por la falta de simpatía, porque no puede evitarlo, por esa terrible deshumanización de gente que transcurre sin notar las vidas que fluyen alrededor, sumidas en abismos inexplicables.
No me importa que la actuación sea hermosa o dificultosa o meditada. No me interesa cuántos kilos bajó el actor o cómo se entrenó para el papel. Ha surtido efecto, ha logrado conectar conmigo. Joaquín Phoenix habrá pensado en el Oscar, o no, realmente no me importa ahora que leo esa frase espantosa que no escribo en el momento pero recuerdo en esencia, dolorosamente. Lo peor de una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieses. Es terrible, es cierta, está escrita en los retorcidos jirones de alma de quienes deben aparentar normalidad, o sea todos, aunque más esos seres cuyos lastimados cerebros pugnan por ajustarse a lo canónigo, a lo usual, lo aceptable. Y se quiebran, y sangran, y no pueden separar lo real para otros de su propia percepción del universo frío, cruel, distante, inalcanzable. Están solos, más solos que un hombre en el polo, más solos que el criminal en el cadalso, espantosamente solos en la celda de su mente blanca y deslumbrante, desmantelada.
Como no soy seguidora de Marvel o de Batman o de ningún superhéroe en general, como soy una pobre mujer de mediana edad con las emociones rojas y tibias, dulces y amargas, veo una persona desvalida y rota, decepcionada, arrojada a lo incognoscible, lo inasible, lo incomprensible, arrojada a un mundo que pide una corrección, un ajuste imposible, y lloro a lágrima viva, a moqueo despiadado, a sollozo y a hipo. No me importa, puedo hacer el ridículo de gemir desde mi asiento.
Me enamoro del personaje sabiendo que es insostenible, una pura negación de lo que puede hacerme bien. Me enamoro como quinceañera, como mi amiga Myriam cuando éramos tan jóvenes y me dijo que quería amar a un muchacho triste, complicado, difícil. Amo a esa figura rota que baila con orgullo porque sabe que se está muriendo y ya nada más importa, ese hombre que baila su propia disolución. El baile es importante; los hombros alzados, la cabeza erguida, la mirada vuelta hacia sí mismo. Baila consigo mismo, nadie baila con él, se complace en su compañía por ese momento de magia y peligro. Acepta su insania, en ese momento está orgulloso de respirar, de estar vivo, toma un baño de yo, como quien deja la barandilla del balcón, vuela, aún no se estrella en el pavimento.
No advierto nada salvo la dulzura del derrumbamiento, la malsana alegría de los finales y las despedidas, me miro allí, me saludo, me encuentro. Pero diferencio muy bien este sentimiento de la locura verdadera, de lo atroz de estar derrumbado de veras, desleído en el frágil ser que pierde el control del propio entendimiento. Basta de estupidez y de falta de respeto, que la locura ni es romántica ni es literaria, duele y es imposible mirarla a los ojos porque aterra. Pero aquí veo y me conduelo y lloro por lo injusto, lo irremediable, esa tristeza abisal de la soledad perfecta en lo más hondo de las simas oceánicas.
Puedo amarlo y puedo saber que nada está en mi poder para rescatarlo de su infierno. Sé que tender la mano a quien está en caída libre es como ahogarse cuando se trata de sacar del mar a quien ya está en plena tarea de morir de asfixia.
Ah Joker, ah personaje siniestro, dulce, roto, deconstruido. Ah los locos, ah nosotros que hacemos como que no estuviesen allí, aquí, cociéndose en sus propios jugos, riendo incontrolable, dolorosamente, como aquel poeta que decía que había que llorar por todo, por todos, por todo. Y una llora, y ríe, y nada… el mundo sigue doliendo.

Me llevo la película, me ha transformado, me hizo una muesca más. Confirma lo que ya sabía, veo lo que estoy preparada para ver, interpreto lo que puedo, lo sé, es mi película, me la llevo intransferiblemente tatuada en un rincón de mi tristeza.













DESEAR AMOR ES DESEARLO TODO




Ya me acostumbré a deambular por los vagones. Los recorro mirando a esa gente que dormita o come. Veo a una mujer descargando el mate por la ventanilla, y me digo que la yerba está irremediablemente perdida, que se fue para siempre, siento una extraña sensación de ausencia y de algo indefinible, esa yerba arrojada para toda la eternidad, sin ceremonia, sin despedida. Una ventanilla que se abre, el salto fatal.  Me alejo con una náusea entre las manos.
En el siguiente vagón dos hombres hablan fuerte. El de ojos claros intenta convencer al alto de alguna cosa. No me ven. Me pregunto qué dirán.
Llegan frases aisladas, la conversación se me pierde como la yerba. Estoy inmóvil, las cosas suceden a mí alrededor. El mismo tren es algo que sucede sin mi compromiso.
Sigo caminando.
La yerba y los hombres quedan a mis espaldas. Estoy sola.
Hallar el vagón de cineclub es un retorno. Sigo sin rostro ni voz, pero acaso que esto sea físico, que la obscuridad me borre, es tranquilizador. Si no existo, al menos no existo en la negrura que me devora.
La pantalla iluminada me presta el resplandor para ocupar mi sitio, siempre el mismo aunque el vagón cambie.
Reconozco "Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se deja engañar por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea y propicia la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación.
Está tan sola con su ropita y su cara mal maquillada. Lloro. La veo tan preparada para regalarse, tan deseosa de hacer feliz a cualquier hombre que le preste los ojos y las manos un momento. Qué frágil esta mujercita alegre toda imposibilidad, si tiene marcado, tatuado, el fracaso.
A pesar de que sepa el final, hasta el último momento pienso que el hombre común que se equivoca, que cree que es una mujer decente y ordinaria, cuando se entere de su pasado la va a aceptar igual. Si no ocurre en la vida real, debiese ocurrir en el cine.

Y las coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con el cuerpo, y lo que dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto, baile, el desenlace inevitable de la fatalidad agazapada.
La prostituta es una buena persona, el novio es una buena persona. Sin embargo el hombre no podrá hacer otra cosa que destrozarla, para que no sufra. ¿Cómo condenarla a un futuro en el que por fuerza habrá de reprocharle suciedades? La va a abandonar.
Ella sólo desea amor. Pobrecita, no sabe aún y a pesar de su experiencia que la palabra "sólo" en esa frase no cuadra. Desear amor es desearlo todo.
Me voy antes de que finalice la película. Sé que habrá una sonrisa final, una esperanza forzada, la sugerencia de que la vida sigue y que quizás. Pero la yerba desechada continuará su vida, también, junto a las vías, integrándose lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y del mundo.












EL TERCER HOMBRE



Pensé que en la estación anterior quizás habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y no estuviese buscando algo ignoto.
Cuando encontré la carga de bicicletas, todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.
En esta oportunidad de inmediato reconocí el film. Era "El tercer hombre".
Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones. Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis figuras silentes.
El parque de diversiones de la pantalla tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles, ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una gigantesca vuelta al mundo.
Mientras la enorme rueda giraba en la pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.
Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas, acaso números ínfimos, partículas elementales.  Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
De la primera fila me llegaba el olor del whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con fuerza.
Cuando me retiré en la oscuridad pensé que le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.














LAS AGUAS Y LOS DIOSES



En este lugar, aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor. Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado, tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago, así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque, debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y baldío.

Era Carhué y era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse violencia.

Llegaron los hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su codicia.
No les bastaba la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra tierra.

Y el diez de noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.













LO QUE HACEMOS EN LA OBSCURIDAD



Cuánto Tiempo me digo, mientras espero en el andén. Es la primera vez que subo al tren desde aquello, y todavía es todo inseguridad y temor a no poder, a encontrar obstáculos infranqueables, a caerme.
Cuando se acerca el tren me afirmo en las muletas y no miro a mi alrededor, porque se que todas las disimuladas miradas están en el tutor de metal y plástico negro que llevo atornillado a los huesos de la pierna izquierda. Me dejan pasar primero, un muchacho me ofrece ayuda pero le digo que puedo sola con una sonrisa forzada, con esa terquedad de los débiles.
Me siento primero al lado del pasillo y me arrastro para quedar junto a la ventanilla, golpeándome la cara con una de las muletas. Hago como si no lo hubiese notado, y la gente se acomoda en el vagón. Nadie se sienta a mi lado, hay cierto horror por desfiguraciones, cegueras o muletas.
Espero que estemos en movimiento, me levanto y con extremo cuidado avanzo por los vagones buscando la seguridad del coche cine club, la cálida obscuridad que me permita sustraerme a la curiosidad de las personas que simulan no verme.
Me voy apoyando en los asientos con los codos, camino afirmando la pierna sana, llego por fortuna al vagón cine club. Al ingresar recibo la primera felicidad con el olor conocido a humedad, a polvo y al whisky de Oliver Reed que está fumando aunque supongo que está prohibido. Me siento como antes, ya en mi butaca y en penumbras es como si todo estuviese bien y en su sitio, como si hubiese llegado a algún lado en donde me estuviesen esperando.
En la pantalla hay un documental sobre la vida de cuatro vampiros. Veo cómo se despiertan en la última brizna de la tarde, cómo se reúnen a discutir la asignación de las tareas hogareñas, las salidas nocturnas, cómo los hombres lobo son un grupo opuesto con cual intercambian burlas y amenazas.
Los vampiros son perfectamente reales y posibles mientras la luz del proyector los hace aparecer en la pantalla. Les creo, me encariño con uno, me río de los gestos con los cuales me familiarizo de inmediato y me introducen en una complicidad gozosa. Sonrío todo el tiempo. Qué bueno estar aquí y qué ganas de que vieses la película para después reírnos de nuevo recordando una frase, una situación feliz, esas escenas que son graciosas por ser tan comunes y cotidianas transformadas en mágicas porque los protagonistas son vampiros.
La ilusión de ser un documental real es perfecta. Ya quisiera volver a verlo antes de que termine. No quiero que termine. No quiero despedirme de ellos. Viago, Deacon, Vladislav y Peter ya son personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos juntos en la obscuridad, donde todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no tenemos edad, el cuerpo se disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.

Me quedo sentada, por qué si es un film cómico tengo esta extendida tristeza. Por qué.















PRIMER ÚLTIMO TREN. EL TREN




El tren no se detiene jamás, por el afuera las cosas carecen de realidad. Sólo hay aquí el ritmo de los sacudones constantes que ya no se sienten, el ruido que forma un continuo, el olor de los vagones y la gente sentada eternamente, comiendo de envoltorios que terminan arrugados en los pasillos.
Yo camino buscando ese cine móvil, que se mueve porque el tren se mueve y se mueve porque sorprendentemente aparece a diferentes distancias de la locomotora, que, como el vagón de cola, son los hitos inmóviles que a la vez se desplazan.
Encuentro la puerta que comunica con la oscuridad. La película de ahora es japonesa. Ya ha comenzado, jamás logro ver los títulos de inicio, siempre los finales.
Hay gente en un enorme edificio rodeado por el otoño. Los jardines son memorables, tienen esa sutileza oriental en el dibujo de las ramas tenues sobre cielos blancos.
Las personas, lo adivino después, están muertas. Han llegado a un lugar de tránsito donde deben escoger un instante, el instante más feliz que hayan vivido, para pasar en él la eternidad. Tienen un tiempo para hacerlo.
Los vemos recordar, buscar, debatirse entre instantes afortunados. Hay quien fue un mujeriego desapegado, pero decide que la eternidad será un momento con su familia. Hay el joven desdichado que no puede recordar un solo momento de felicidad plena, pero descubre que puede pasar la eternidad en el recuerdo dichoso de otra persona, esa otra afortunada persona que fue feliz gracias a él. Y hay una ancianita.
Hay una ancianita, una viejita que no escucha lo que le dicen, que no responde, que en un momento hace callar a su instructor para poder oír el bello canto de un pájaro que llega por la ventana. Ancianita japonesa, minúscula viejita de manos de niña, levanta el dedito y señala la ventana, para que el joven calle y se dibuje en amarillo el trino que llega de afuera. Recoge piedritas en el jardín, y las coloca sobre el escritorio notando la belleza de esas simples piedras tan poco valiosas para la mirada del hombre que la estudia con aire preocupado.
Y el hombre estudia a la ancianita, a la minúscula viejita de rostro de muñeca cuarteada, hasta que descubre lo evidente. Dice que pensó que sería la más difícil, y es, en cambio, la más simple. Ella ya ha escogido en qué lugar pasar la eternidad. Lo ha escogido desde antes de morir. Como casi todos, se ha vuelto a la infancia, donde la absoluta y plena felicidad es posible.
Y dónde, me pregunto, adónde elegiría, yo, detener el tiempo para siempre. En qué lugar, me pregunto, pasaría yo la eternidad. Cuándo fue el momento de felicidad que desearía proyectar en el presente absoluto, futuro y pasado fundidos en un único instante continuo.
El tren se aleja, o se acerca. El tren sigue su marcha traqueteante por la llanura mientras pienso esto, sentada yo en una butaca de un vagón en penumbras.
Me sobresalta la carcajada de Oliver Reed, que ha muerto; la sonora carcajada de Oliver Reed que ha vuelto hacia atrás la cabeza, me mira con fijeza y súbitamente, bruscamente, brinda por mí bebiendo del pico de su eterna botella siempre llena.














SAN FERMÍN



No hay nada que hacer aquí, ni toros ni plazas atiborradas, ni caballos enjaezados ni toreros de brillo y coleta. Nada de nada aquí. Una estación, vías brillantes, la sombra inexistente de una zorra que se atisba por el rabillo del ojo.
Una zorra que avanza por los rieles si una está descuidada y mira un poco al costado, un poco al horizonte, un poco así mirando sin mirar con la típica expectación de quien atrapa fantasmas sobre fotografías desvanecidas.
No multitud, no agitación, no clamores. Sólo dos hombres sudorosos y un tren que eternamente los persigue en un sueño, acaso en una pesadilla, en la zona que es la zona, ese lugar alejado de la realidad y sin embargo tan allí, tan aquí, tan próximo.
San Fermín y la resonancia del nombre pero ni banderillas ni trajes de luces ni rosas rojas entre los dientes apretados. Ni una trenza moruna, ni un tablao ni un atestado lugar que huela a circo y a muerte roja sobre negro.
Solamente estos rieles relucientes que trazan las paralelas eternamente unidas en un horizonte imaginario. Sólo esta planicie, esta llanura, estos yuyos repetitivos estos fantasmas que sudan, que mueven la zorra a riesgo de tren y a riesgo de desaparecer finalmente aplastados por el peso, el tremendo peso del firmamento que vira al violeta.
Por qué San Fermín. Aquí, en medio de la América. Por qué el recuerdo borroso de santos católicos, de iglesias barrocas, de cuerpos torturados de santos de imaginería en madera policromada y ojos vítreos para traer todito el dolor intacto, casi real. Por qué aquí, en medio de la nada es decir en medio de la América, este tren que no existe y esta estación sin toros, hecha de fantasmas y de la única zorra que se apresura en ese viaje eterno de llegar a ninguna parte.
San Fermín. Reloj detenido de estación abandonada. Fantasmas.
No hay toros aquí, ni toreros. Hay, si, la sangre en los rieles, la sangre y la agonía del toro es decir la muerte del ferrocarril. Y el inmenso el inabarcable el marítimo clamor de las multitudes rugiendo frente a la ajena muerte.
Ha muerto el toro de hierros y vapores de ollares sudorosos. San Fermín, señores. El carro lo engancha y arrastrando se lo lleva. Otros se regocijarán en la ignominia de celebrar sangres y derrotas. Cierro los ojos para no ver. Para respetar la muerte de rieles y edificio de cenefas airosas.
Al cerrar los ojos perdura apenas, allí entre las luces de párpados clausurados, la imagen de la zorra y los fantasmas. Nada queda de más. No hay nada, nada que hacer aquí.











CASBAS



En una historia de Ray Bradbury, un hombre de joven no había abordado un tren. Por alguna razón que no recuerdo o quizás no conste en el relato, este hombre con el pasaje pago y el ticket en el bolsillo, había dejado pasar ese tren que se descarriló. Todos murieron.
En la historia de Ray Bradbury, el hombre vive una vida ordinaria trabajando, forma una familia, pero siempre está atento a ese tren fantasmal que finalmente vendrá a buscarlo. La muerte es, para él como para tantos, un expreso de medianoche.
Esto ocurre en un cuento, por lo tanto ocurre lo esperado y la muerte viene a buscarlo sobre vías de niebla; se ve el faro delantero iluminando oscuras arboledas, se escucha el imposible traqueteo, la imagen final es la del tren repleto de pasajeros que aparece en la noche para que se cumpla el destino aplazado del protagonista.
Aquí, lejos de Illinois, en la estación Casbas una mujer espera en el andén. La estación es ahora un museo, pero la mujer se obstina en ese andén sin trenes.
Me dirán que la mujer espera el amor que partió, que espera la muerte que ha de venir. No lo sabemos aun. Todavía hace falta mirarla un poco, descifrar las arrugas en la frente, descorrer algunos velos.
En un banco de madera y hierro la mujer se mece, se arrulla, se va desatando de la familia y la ciudad. Se desvanece de a poco esta mujer que ahora se que no espera un tren que venga a llevársela. Se desdibuja en tonos sepia, en rosados y mancha de agua sobre papel.
La mujer no espera la muerte, ni el amor. Ha venido a la estación sin trenes para saber que nadie la vendrá a buscar. Sola, solita, la mujer se va despidiendo de sí.

No necesita transporte para escapar hacia adentro.














LA MUERTE Y J. V. CILLEY



La muerte de las personas es como la muerte de los objetos, o quizás debiese haberlo dicho al revés. Pero la muerte de los objetos, esos seres inanimados que portan cierta alma que aflora, también es reconocible.
Cómo no decir en la estación "esta estación, que estaba viva, ha muerto". Cómo, frente al patio borrado por la Pampa que devora las construcciones humanas, frente al andén inexistente, los rieles levantados, las paredes apenas esbozadas por una línea de ladrillos ancha y baja, cómo, entonces, no decir "esta estación, que tuvo vida, ha muerto".
Dicen que a la estación la derrubaron, que a los rieles los levantaron, que dejaron que los yuyos tapen el pozo cegado, y que permitieron que el patio apenas se dibuje brevemente por el perímetro de árboles desolados. Pero a la casa del guarda no la tiraron las manos de las gentes que mataron la vida del ferrocarril. La casa se derrumbó de tristeza, sola por el peso de la pena de ya no ser, de haber quedado despoblada. La vivienda del guarda sin guarda se derrumbó por el peso del vacío, sin ayuda.
La casa se cayó sobre sí misma, como un árbol, como un farol que se apaga, como un amor que desvanece su anhelo y se repliega en el olvido.
Es una tumba la estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si la historia tritura y demuele y desaparece, entonces esta estación, que ya no está, que es apenas un rastro bajo los cielos enormes y definitivos, esta estación es una tumba como la de los gringos, una tumba en tierra fundida en la tierra, un rectángulo de soledad bajo el perfecto azul.












EDUARDO CASEY




Me dijiste que un tren es cosa hecha para llegar, me dijiste que los arribos y las bienvenidas y los festones tricolores y las bandas de música siempre desafinadas. Me dijiste hace mucho que los niños correteando en los andenes, que las señoras repintadas que las muchachas anhelantes. Me hablaste de soldados regresando a casa, de trabajadores golondrina (golondrinas, trabajadores con alitas oscuras tal vez, muchachos de cuerpos enjutos), de trabajadores golondrina que retornan y los abrazan los brazos de sus mujeres de mucho niño y olla de hierro.
Que los trenes unen acortan distancias, que los trenes corren de una ternura a un beso, de un suspiro de pañuelo bordado a un caserío perdidito en el campo vasto. De los trenes me hablabas te acordás, de esas máquinas de vapores y truenos, de nostalgias y pasados, de durmientes quietos y las vías relucientes a fuerza de rueda abrasadora.
Entonces llegamos a esa estación, y la estación estaba dormida, y el campo estaba dormido, y el cielo ardiente del verano no reaccionaba. En la estación entonces de pronto. Entonces de pronto tu cara, esa mirada que detenía las ruedas y los pistones, De pronto tu cara y la mirada y el silencio. Y entonces en la estación Casey se nos detuvieron los trenes y se congelaron las gotas en las canillas, las arañas en las telas, se fundieron los pájaros en el azul del cielo, las vacas en el verde, los humos en las nubes inalcanzables.
Mal decorado, pintura descascarada, estaciones donde no hay ni arribos ni risas ni lágrimas de las que lloran alegrías.
De pronto en la estación Casey se detuvo el tren y se detuvo para siempre.












EL ESPERADOR



La habitación es pobre, por la ventana entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas irregulares de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y cuerpecito minúsculo hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio sencillo de madera, una lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada a pesar de que el sol allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y tristeza.
Revistas viejas apiladas, un ventilador de metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.
Adivinamos un baño del otro lado de la pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe, abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.
Un hombre en camiseta sin mangas está acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar para cultivar vida.
Canta un pájaro, algún perro ha ladrado confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el congénere.
El hombre no se ha movido. Vemos que hay una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio, una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero no la ha abierto.
El hombre está encorvado, los brazos sobre la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora remendando una quebradura.
Escribe con dedos pálidos "resido en Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix. Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice "Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja del campanario de una capilla medieval.
"Baudrix" ha dicho ella. Y sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del dedo gordo del pie derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas desparejas.
"Escribe él, aquí, en Baudrix", se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera aunque en la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía. Espera. Se dice la mujer.
El timbre no funciona. Unos nudillos golpean la puerta.
El hombre se pone una camisa de mangas cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su puerta.







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-Mónica Graciela Russomanno, de nacionalidad argentina y española, nació en Santa Fe, en 1966,  y es profesora en Artes Visuales.

Fue publicada en los diarios “Hoy en la Noticia”, “El Litoral” de Santa Fe, “La Nación” de Buenos Aires, “Uno” de Entre Ríos, “Ideas” de Cuba, “Xicóatl” de Austria y “Etcétera” de Zaragoza. Editada virtualmente en las publicaciones “Inventiva Social”, “Unión digital”, “La máquina de escribir”, “Página uno”; escribe ensayos en la revista cultural “El Arca del Sur”.

Ha guionado los videos: “El gueto de Varsovia”,  realizado por los 90 años de la radio “LT9”, así como “Relatos de Euskadi” y “El Arca del Sur”, participando como invitada mensual en el programa de radio de LT10 "El hombrecito del azulejo".

Fue premiada en el concurso por los 70 años de la UNL, en el concurso “Nitecuento” de Editorial Mizares, el certamen de la Editorial “Nuevo Ser”, y en el organizado por “Historias para el café”.

Editada en la Antología “En bandada”, participa como autora invitada en encuentros con estudiantes, y es jurado del concurso anual de cuentos juveniles de la organización “El Puente”. En los años 2011 y 2013 fue jurado del concurso de cuentos "Gastón Gori" de la Sociedad Argentina de Escritores filial Santa Fe.

En el año 2009 la Asociación Trabajadores del Estado le editó un libro de cuentos, “Historias versas y perversas” dentro de la colección Bienes Culturales.











Inventren


-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



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En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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