domingo, abril 12, 2020

EDICIÓN ABRIL 2020.


*Obra de Sandra Caschera.













Prestidigitadora*



Cuando quiero saber de la tristeza

digo tu nombre

para que un pájaro sobrevuele mi casa

y la convierta en nido.



*De Paula Novoa.













Teoría del llanto*



Para dominar el arte del punto,

la intención del aspa, la culpa

secreta del molino si propone

la destrucción del grano,

habrá que decirle adiós al linaje.


Cuando cae pimienta en los ojos

se presume una forma del llanto.

El fantasma aconseja:

“No lo recuerdes todo”.


A veces la pimienta no entra,

pero igual se llora.



*De Alicia Salinas. alines.alines@gmail.com
-Poema de su libro Teoría de la niebla


-Alicia nació en 1976 en Rosario, Argentina, donde vive. Es mujer-madre. Trabaja como comunicadora social, periodista y docente. Escribe poesía y teatro. Ha publicado cuatro libros de poesía: La sumergida, 2003 (segunda edición virtual en 2016), Gallina Ciega (2009), Tierra (2017) y Teoría de la niebla (2019). Fue incluida en publicaciones literarias de otros países, y en varias antologías locales, nacionales y extranjeras. Poemas suyos fueron traducidos al inglés.













Una peluda obsesión*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Javier García-Galiano cuenta que, según una leyenda babilónica, los gatos descienden del león y del mono. De este último animal, añade, proviene su gusto por el juego. El mismo autor aventura otras probables explicaciones acerca de su origen: una invención china, un ser fantasma que aterrorizó a los soldados de Alejandro Magno.

Lo cierto es que hay tantas definiciones y tantas génesis como el número de gatos que existen en el mundo, es decir, unos 600 millones. Su anatomía pertenece a distintos animales: las patas traseras son parecidas a las de los conejos y la cola podría ser la de un lémur o cualquier otro primate arborícola. Para el buen observador un gato tiene, también, muchas características humanas: caminan de puntas como lo hacen las bailarinas de ballet y desprecian un plato de comida porque, simplemente, no les da la gana probarlo.

Muchos gatos miran con odio los charcos y saltan para evitar cualquier contacto. Otros –al igual que algunos de sus parientes más grandes– son afectos al agua. Sus ojos brillantes son los de una serpiente que se acerca antes de la estocada final. Cuando yacen de costado parecen barcos arrastrados por la marea, indiferentes a su destino. Si tienen suficiente confianza con la persona que se acerca para hacerles algún mimo permanecerán inmóviles, soltando a cuentagotas el afecto. Su gusto por el lujo, por las aventuras inútiles y por la pereza, hace que la línea que los separa de nosotros sea, a veces, muy difusa.

Las coincidencias son tantas que, de vez en cuando, un gato puede transformarse en humano o viceversa. Héctor A. Murena, escritor argentino, narra en su cuento “El gato” –incluido en la famosa Antología de la literatura fantástica de Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares–, una metamorfosis de humano a gato. Un hombre, después de una decepción amorosa, se encierra en una diminuta pensión. Un gato lo acompaña en su exilio. No es un animal ordinario: tiene el pelaje color gris y parece “un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres”. Cada vez más reacio a interactuar con el mundo exterior, el personaje se sumerge en un mundo de ensoñaciones. Intuye siluetas femeninas en la penumbra y se abandona a visiones concupiscentes. Siente los miembros pesados y duerme gran parte del día. Al final, cuando van a buscarlo a su guarida y tocan la puerta, el hombre intenta hablar, pero lo único que puede emitir, dolorosamente, es un maullido. Más allá de la transformación final, otra enseñanza que nos ofrece el cuento de Murena es la compleja relación del gato con el tiempo.
Un gato es un artefacto que detiene el fluir de las acciones y de los pensamientos. A veces la pausa es tan larga que pueden suceder cosas extraordinarias. Un gato congela los objetos con su mirada y les devuelve la vida cuando algo distrae su atención. Esa manera de interactuar con la realidad hace que el gato exista en un plano distinto al de los demás animales.

Según el escritor Antonio Muñoz Molina en su libro El Robinson urbano los gatos se apropian de los lugares más escondidos de nuestras ciudades y hacen breves aquelarres. Si el perro callejero transmite, casi de inmediato, una sensación de abandono, los gatos en la misma situación se adueñan del espacio en el que se mueven y lo transforman. Cuando no están dormidos, vigilan, como esfinges egipcias, las fronteras de su mundo. Una vez de vuelta a la realidad reinician sus recorridos que siempre son hechos con cautela y sin prisas. Migran de lo alto de una barda al jardín y de la rama de un árbol al quicio de una ventana. Así han actuado desde su origen: sus ancestros migraron de la sabana africana al resto del mundo y, una vez, ahí, poblaron el asfalto, los tejados, las azoteas y, por supuesto, nuestras camas.

Peluche y Felpa son, más que mis gatas, una suerte de alter ego. Una gran parte de mi vida podría definirse a partir de mi relación con ellas. Cada una representa una posibilidad mía en el tiempo y en el espacio. Por eso las miro fijamente y trato de intuir qué parte de mí está ocurriendo en ese momento. En muchas ocasiones, por supuesto, encuentro en ellas mi indiferencia, el gusto por la soledad, pero también mi socarronería y cierto sadismo cuando exterminamos a algún bicho que invade nuestro territorio. Cuando llegó Peluche a la casa pude prolongar la relación que tuve, de niño, con un gato siamés. No conservo ninguna foto de él. Se quedaba en el jardín, sobre la tapa de un alto contendedor de plástico en el cual habíamos puesto una cesta para que se protegiera. Los siameses tienen fama de una gran personalidad y siempre los rodea un aura de misterio. Son gatos de andamiaje fino, pero robustos; maulladores y muy inteligentes. Alguna vez leí en las memorias de un lama tibetano que esta raza de gatos era utilizada para proteger los tesoros más sagrados de los monasterios budistas, lugares escondidos entre las altas montañas. Sin embargo, el siamés que tenía, a quien le endilgué el predecible mote de “Gordo”, parecía haber olvidado el orgullo ancestral de su estirpe. Más de una vez tuve que salir al jardín, en medio de la noche, para defenderlo de las bravatas de sus enemigos. Una vez no volvió más y entonces comprendí que un gato es un tesoro y que no se puede dejar a las leyes del azar. No volvería a cometer el mismo error.

Mi gata Peluche es hija de las correrías de un gato siamés y una gata mestiza de color negro profundo. La raza o el resultado de ese cruce se le conoce como Lynx Point. Cuando la adoptamos fuimos por ella a la casa en donde había nacido. Algunos descendientes de los siameses conservan su figura alargada y resuelta. Heredaron también un ligero estrabismo que aparece, sobre todo, cuando tienen que mirar muy de cerca un objeto durante unos segundos. Peluche pasó su primera infancia aprendiendo a ser gata en soledad y, quizás, recordando las lecciones de su madre y las peleas con “El Mollejas”, su hermano, un gato que heredó el color negro de la rama materna y del que no supimos a ciencia cierta su destino. Peluche aprendió a tomar el sol en las mañanas y a refinar sus gustos culinarios en las noches. Comenzó probando la comida de gatos del supermercado y terminó alimentándose con croquetas holísticas, libres de granos, con alto contenido en proteína y una constelación de bondadosos nutrientes. Cuando creció un poco más sintió que era necesario dejar una huella perdurable en nuestras vidas y, en un lapso de pocos meses, destrozó el forro de vinil de las sillas de nuestro comedor. Esos jirones colgando del respaldo, los arañazos malignos en el asiento, fueron, para muchos, la prueba de que un gato disfruta echar por la borda el patrimonio familiar; pero para nosotros fueron un símbolo de amor, la prueba irrebatible de que nuestras vidas estarían ligadas para siempre.

Los gatos migran de lo alto de una barda al jardín y de la rama de un árbol al quicio de una ventana. Así han actuado desde su origen: sus ancestros migraron de la sabana africana al resto del mundo y, una vez, ahí, poblaron el asfalto, los tejados, las azoteas y, por supuesto, nuestras camas.
La historia de Felpa, mi otra gata, unos tres años más joven que Peluche, es más azarosa. Debo el encuentro con ella a la descompostura del vidrio lateral de un auto que teníamos y cuyas averías ponían en jaque nuestro presupuesto mensual. Después de dejar el auto con el mecánico, caminé en dirección a la esquina de la calle y vi, en una pequeña veterinaria, a una gata blanco y negro, en una jaula diminuta, con unos cuatro o cinco perros a los que les calculé un mes de edad. No estaba, en absoluto, mortificada por su situación. Al contrario, lamía a sus compañeros como si ella fuera parte de la misma camada. Pensé que una gata con tan buena actitud merecía un destino feliz. Sin ninguna caja para llevarla, la tuve que cargar a mano limpia, tratando de esquivar sus garras diminutas pero afiladas. Una vez en casa, la pequeña gata fue a esconderse atrás del refrigerador. Estuvo ahí un rato, silenciosa. Pensé, iluso de mí, que me costaría ganarme su confianza y que me las tendría que ver con un animal huraño. Nada más lejano de la realidad. Felpa salió pronto de su escondite y comenzó a apoderarse rápidamente de nuestro territorio.


Al inicio, como era previsible, Peluche reclamó su trono y su papel como Hembra Alfa de la casa, dueña de los casi 100 metros cuadrados que conocía a la perfección, pero la intrusa la derrotó tan rápido que ni siquiera pudimos intervenir para salvar su honor. ¿Cómo lo hizo? La técnica de Felpa la llamaría como: “apodérate del lugar y que arda el mundo” o “intervención cínica”. Se acostó en los lugares favoritos de su compañera y se interesó –a pesar de las molestias que le ocasionaba– por cualquier juego o inspección que estuviera realizando. Le ganaba y le sigue ganando a Peluche el sitio y, ante los reclamos o la mirada de odio, simplemente deja que la vida corra. Peluche opta por seguir la vieja sentencia taoísta que dice que la mejor guerra es la que se evita y así han pasado los días, los meses y los años. A pesar de esos desencuentros, las dos han logrado una especie de simbiosis que pasa por diversas etapas: del amor al odio hay sólo un paso, pero la desinteresada vida de un gato no acumula rencores. Ellas son como el Ying y el Yang. Peluche –a pesar de su natural displicencia– se siente atraída por las reuniones nocturnas en las que bebo con algunos amigos. A veces se coloca en la mesa de centro, entre los platos con botana y las botellas de cerveza, y desde ahí nos juzga con su mirada azul y un poco temblorosa. Felpa, por el contrario, rehúye de inmediato al ruido y a los extraños. Sólo después de muchos esfuerzos puede entrar en confianza.

Peluche, una vez entrada en su edad adulta, dejó de perseguir a los insectos que se meten a la casa. Sólo reacciona cuando alguna mosca pasa cerca de sus orejas o un bicho minúsculo e indescifrable salta entre sus bigotes. Felpa es perseverante en la caza y, para nuestro horror, lleva a sus víctimas aún vivas a nuestra cama.
Peluche prefiere los quesos finos, las moronas de pan, la crema y las sardinas gourmet enlatadas. Su estrategia consiste en hacernos saber que quiere un poco de esas delicias, pero que por ningún motivo se rebajará a la súplica. Entonces bosteza largamente y se estira para fingir que ha despertado de un sueño muy profundo. Después, sin perder el hilo de su actuación, se acerca a la comida de su interés, se endereza, y se lame los bigotes dos o tres veces hasta que logra su objetivo.
Felpa tampoco mendiga la comida, pero los gustos sibaritas de su amiga son territorio desconocido. Ella devora algo si cumple con lo mínimo necesario. Su delectación consiste en llenar el estómago lo más pronto posible y no se detiene en sutilezas. Quizás, por eso, Peluche es delgada y Felpa es gorda. Son como el Gordo y el Flaco o, mejor aún, como el Quijote y Sancho Panza. Peluche pertenece al reino de lo espiritual y Felpa echa sus raíces en lo mundano. Una medita y la otra actúa. Una entra en éxtasis cuando el olor a ajo inunda la cocina y la otra apenas lo percibe mientras bosteza y se acomoda de nuevo para continuar durmiendo.
Algo que me reconforta y que, al menos para mí, funciona como una especie de bálsamo, es la rutina. Hacer las mismas cosas, seguir los mismos horarios, me da tranquilidad. No hay que improvisar, simplemente hay que dejarse llevar. Los gatos son iguales: acuden a la sistematización de sus actos como una afirmación de su existencia.

Álvaro Mutis refiere, en una de las tantas historias de Maqroll el Gaviero, su personaje favorito, que los gatos de Estambul recorren, una y otra vez, los límites de un palacio imperial que ya no existe. En medio de la ciudad moderna son capaces de hacer las mismas rutas que delinearon sus ancestros. Vigilan los muelles, miran los barcos, husmean entre las ruinas e investigan las sombras de viejos hechos. El Gaviero afirma que, si se deja un gato de otro lugar del mundo en Estambul, éste seguirá el mismo camino que sus parientes. Los gatos guardan la memoria del mundo y, por esta razón, ven cosas que nosotros no podemos ver. Quizás oyen el lamento de un amargo fantasma u obedecen a llamados que emergen, de pronto, entre las cortinas o debajo de un mueble.

Yo he realizado mis propias rutinas con mis gatas. Podría decirse que, entre los tres, protagonizamos un Ballet que se desarrolla en el espacio íntimo de nuestro hogar. Voy de la sala, a la recámara y a la biblioteca. Ellas casi siempre me siguen. Felpa se coloca en su lugar favorito para observar la calle y Peluche se sienta a un lado de mí para mirar cómo escribo en la computadora. Los hábitos nocturnos de ellas, aún presentes en algunas ocasiones, se han amoldado a nuestras actividades diurnas. Así, en la noche profunda, gatos y humanos dormimos por igual.

Nuestra relación con los gatos no se limita a Peluche y Felpa. Los gatos callejeros conocen nuestro orden del día. Algunos los hemos dado en adopción. Uno de ellos, quizás el más entrañable, llegaba de sus correrías nocturnas muy temprano, al filo de las seis de la mañana, justo cuando emprendo el camino rumbo a mi trabajo. Le daba de comer. Cuando regresaba, horas después, él ya se había sacudido el sueño y estaba a punto de salir a su guardia en la cuadra. Imaginaba que éramos un par de compañeros de una hipotética fábrica, sellando nuestra entrada y salida en turnos diferentes. Otros gatos han aprendido a esperar a que saque el auto de la cochera para ir por su ración de comida. Con el tiempo hemos conocido sus temperamentos y sus costumbres. Los gatos se apoderan de nuestras vidas y, en una fraterna venganza, nosotros nos apoderamos de ellos a través de nuestra imaginación. Por eso, como una forma de corresponderlas, he metido a mis gatas en las ficciones que escribo y en las que habito todos los días. Por esta razón me detengo en medio de una conversación para inventarles un nuevo apodo o imagino las aventuras que tienen cuando no estamos en casa: quizás esculcan en nuestras ropas, desordenan nuestros papeles o cuchichean entre ellas con sonidos casi humanos.

Algún día, quizás, alguna de las dos al fin se decida y nos hable.
Una leyenda oriental cuenta que en 1795 un gato exclamó “¡Qué lástima!” cuando su dueño, un abad de un monasterio budista, espantó unas palomas a las que había estado acechando. El gato le explicó, segundos después, que todos los animales son capaces de hablar después de haber cumplido 10 años de vida. Los gatos, incluso, si sobrepasan los 24 o 25 años, pueden transformarse en lo que deseen. Con esa esperanza acecho a Peluche y Felpa todos los días. Dirán los amables lectores que los amantes de los gatos estamos locos. Yo digo que, simplemente, tenemos una vida más plena y que los seres humanos, por fortuna, estamos hechos de felices obsesiones.





**


-Alejandro. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
















Sonidos*



En la memoria sonora del corazón llevo
el sonido casi imperceptible de las hojas al caer
en la mirada de tus ojos aquel invierno, aquel día.

El ruido que produjo tu partida cuando rompió el horizonte.
El crujido de los leños cuando las chispas saltan.
La pena del árbol cuando se desnuda para dormir.
El tono roto de mi voz cuando en vez de decir sí, dije no.

Y finalmente, el gesto sonoro del Hacedor cuando
–percutiendo nubes- mi madre paría e inventó la lluvia
para que su arrullo fuera mi canción de cuna.

Ah, ese sonido...!



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














LA MUJER EN LA VENTANA*



*Por Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com



Apenas la mujer se hubo asomado a la ventana, apoyando sus codos en el marco, esa ventana que estaba abierta como un ojo en la negrura de la noche, como un ojo solitario que permanecía latente, apenas hubo asomado la cabeza hacia la esquina una luz pobrísima titilaba, lo vio pasar. Era un hombre que iba vencido, con los hombros cargados, como sosteniendo sobre ellos un peso imposible de soportar para un solo hombre, para un solo ser desvalido sobre la tierra yerma.

La noche es sin embargo, una mancha oscura, una declinación negra del día que cayó de bruces, envuelta en tembladerales violetas, para ser devorada por esa niebla de brea que sin ningún diente actúa como una boa constrictora, devorándolo todo. Todo, menos esa ventana donde la mujer asoma su cabeza envuelta en una cabellera clara, que circunda su rostro comido por la oscuridad de la noche y sólo los hombros desnudos, resaltan con esa luz que duerme a sus espaldas. ¿Y qué habrá a sus espaldas, ya que desde aquí sólo vemos una parte de su cuerpo, fragmentos descuidados, cabeza, cabello, perfil del rostro y sus brazos desnudos que como una pena en la noche avanza sobre nosotros en una inmovilidad que nos presupone cierta eternidad, que sólo la mera curiosidad, tal vez, orientó su decisión, mientras nosotros imaginamos penetrar esa realidad suya que no nos será develada y que tal vez obedezca a motivaciones inescrutables, a un instinto oscuro, no develable a nosotros por más voluntad que en ello pongamos.

Y si esperara un amor, un hombre que no llega o que se retrasó en la cita y ella está pronta y con la cena lista, a punto de poner sobre la mesa un mantel de lino, con dos velas que sólo esperan el chasquido ansioso de un fósforo, con la botella de vino sin descorchar, porque ella sabe cuánto gusta a un hombre esa tarea que pone a prueba su –digamos- caballerosidad no exenta de hidalguía.

¿Y si fuera al revés? Ella no fue a la cita por alguna razón oscura que obviamente, desconocemos y se queda en la duda entre arrepentirse o vestirse y salir un poco apresurada a buscarlo.

¿Y si estuviera triste? ¿Y si estuviera con los ojos húmedos, ya que desde aquí no le vemos los ojos ni siquiera sabemos si son claros como el aire que llamamos cielo o negros como la noche o el olvido?

Del hombre vencido que pasó bajo la ventana donde la mujer está asomada ya no queda ni el recuerdo, apenas una estría en nuestros ojos curiosos lo guarda como el fogonazo breve de un fósforo, una línea sutil en nuestro cerebro que pronto se esfumará sin dejar el mero recuerdo: sólo los pasos cansinos, la espalda encorvada, las ropas oscuras y los zapatos gastados, que arrastra casi a su pesar.

Como un fragmento de esa realidad inapresable en que la percepción se activa y se diluye con la misma intensa rapidez. Pronto será una nada en nuestra mente, y también en la mente de la mujer que por otro lado no sabemos desde aquí si registró su paso anodino, casual, sin importancia verdadera.

Por esa calle vacía acierta pasar un grupo de muchachas parlanchinas, despreocupadas, a quienes el viento breve, mejor dicho, la brisa que viene del río acaricia sus blusas claras cubriendo los corpiños que resguardan la pasividad de sus pezones oscuros, con su aureola rosada, sin tener en cuenta cuántos estremecimientos se habrán producido en ellos al ser besados. Sólo pasan y en minutos ya serán recuerdo.

Pasa un ciclista solitario, como un demiurgo que corta la noche con los rayos de acero de las ruedas de su parca bicicleta, que lleva en esos mismos rayos haces de la luna en forma tan minúscula que apenas percibimos mientras la mujer sigue impertérrita, lejana, eterna en esa ventana y que no sabemos cuándo cesará esa inmovilidad que la reduce a esfinge cuando ya creemos haber batido todos los récords de "voyeurismo" del que somos capaces.














EN UN LUGAR EN LA MEMORIA*



El viento
pasa de largo apresurado
y no es viernes
aunque
las muchachas
visten sus mejores galas
como si también
corrieran

para su cita
con lo desconocido
en una esquina
oscura
en un zaguán olvidado

o en el sótano
de la memoria resentida
que como el viento
pasa de largo
ansiosa por llegar
a ninguna parte


*De Daniel Montoly.












Huevos de Pascua*



En la casa de mi tía había para cada niño un conejo de chocolate y un huevo brillante y enorme que se sorteaba. La fiesta se imaginaba  primero en el abrazo de ese aroma avainillado y luego en la boca. Era tan grande el  regalo que permitía  superar el egoísmo y convidar. Tenía en su interior sorpresas .El mundo se abría en dos esferas ovaladas para derramarse en confites que  eran una red de  música y sabor..Al principio era el huevo, pintados en sus frágiles cáscaras en las vidrieras de Praga me contaban historias de las manos pacientes que los vaciaban de la fuerza  de la yema y de la  clara que al batido se transformaba en torres de espuma. Luego se volvían  arte a ser cuidado.  Frágiles cáscaras que encierran el profundo enlace entre las manos y el alma, un idioma. El jabón con forma de huevo  de chocolate que compré  me trae  esas imágenes y pienso en el perfume apenas esbozado, en quién lo recibirá en este mundo que parece haber perdido el encanto de lo pequeño.  Ahora habitantes de un mercado que  violenta lo humano, ese momento previo al sorteo,  donde esperábamos, con los ojos grandes,  ser los dueños de la joya oscura, guarda una maravillosa inocencia..Deseo de  que saliera el papel con nuestro nombre. Si no ganábamos, igual saltarían los pequeños trozos a la lengua y la esperanza de que en otra Pascua, se hiciera nuestro el premio, y nuestra la sonrisa de los otros al recibir la magia renacida de la espera y el  chocolate que parecía multiplicarse en el reparto.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar













Esa mujer en bicicleta*



Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia
la fría lluvia del incipiente otoño
marca un ritmo lento y fugaz
junto a las primeras sombras de la noche.
Blande, toda ella, un aire de zozobra
una lentitud del cansancio
una leve brisa de aún estoy.
Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad
lleva todo el peso de la jornada
que se disuelve entre un pedal y otro
entre una gota y otra de la lluvia
se disuelve y se espeja en el lustroso asfalto,
entre las luces refractadas y las sombras.
Esa mujer, bajo la lluvia, persiste
como loca ilusión en bicicleta
como aventura haciéndose
como constancia de la vida.


*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar













PRELUDIO DE GARZAS SALVAJES*



Desperté dormida en el mar de tus brazos.

Ay, el preludio de garzas salvajes en el alba.
Giran, como caligramas blancos,
Escriben tu nombre que desbordado cae.
Torrente de magnolias de lluvia.
Prólogo.
Tan blancas sabanas, amor, tan negra ausencia.
La costa tan lejana.
Los árboles de pié intentan elaborar su duelo.
Duelo oscuro de pañuelos bancos.


El mar no existe, amor. Lo se.
Quizás escondido en un edén, espere.
En las oscuras rocas de los desnudos mares.
Entre los peces muertos y el ballenato azul.
Entre los vórtices de abrazos circulares.
Entre los brazos de los vientos alisios.
Entre mares australes y océanos boreales
Entre los arrecifes de coral pasión.
Entre los fantasmales barcos.
Entre tesoros de recónditos piratas.
Entre los lagartos marinos y la soledad de los Galápagos.
Cabalgando suavemente en los vientos de Índico


Hay un epilogo de algas que en oleajes verdes
Te buscan y me buscan
La rosa de los vientos desdibuja bahías.
Se que no estás, quizás nunca estuviste.
Pero hay un preludio de garzas salvajes en el aire.
Que me hacen vibrar hasta morir



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com





















Teoría del conocimiento*



Al ceder con inocencia a los trasiegos del jardín

puede entrar en el cuerpo cierta tiniebla

que anida allí como un huevo temible.

Esas infecciones intentan combatirse y,

según dicen, entrañan un aprendizaje.


¿Para qué me asomé a la ilusión

de adentrarme en un pequeño bosque?

De sus oscuridades y confusiones

surge una lágrima ácida

aunque nadie sospeche o quienes saben

miren para otro lado.


Ah, será esa la enseñanza

de lo negro. Su luz.



*De Alicia Salinas. alines.alines@gmail.com
-Poema de su libro Teoría de la niebla


-Alicia nació en 1976 en Rosario, Argentina, donde vive. Es mujer-madre. Trabaja como comunicadora social, periodista y docente. Escribe poesía y teatro. Ha publicado cuatro libros de poesía: La sumergida, 2003 (segunda edición virtual en 2016), Gallina Ciega (2009), Tierra (2017) y Teoría de la niebla (2019). Fue incluida en publicaciones literarias de otros países, y en varias antologías locales, nacionales y extranjeras. Poemas suyos fueron traducidos al inglés.










*


Nos quedarán los asépticos bosques de la virtualidad, pero acaso, ¿hay algo más?
Algún día encerrados no sabremos si hay más.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com






Inventren






CUIDADO CON LOS TRENES...*



Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito de su abuelo, donde pasaría sus vacaciones de verano. Y la verdad sea dicha, ya se sentía bastante aburrida. Con sólo pensar en las semanas que le quedaban por delante para regresar a su casa, aumentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda -acaso inútil- luna de miel, mientras ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que lo rumiase, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez años de edad, le era imposible comprenderlo.
Deambulaba por los alrededores sin entusiasmarse demasiado. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar de vez en cuando con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para bailar y chusmear, como  cualquier chica de su edad; o sólo quedarse en su casa, escribiendo en su diario, improvisado en un cuaderno universitario de espiral que le donase al descuido su papá.. Aquí, en cambio, todo la inducía al sopor. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, y gracias a quien llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse para leer . Aquel había el último intento que su papá había utilizado para convencerla de pasar aquella temporada con los abuelos: que disfrutaría de leer, trepada en las ramas del frondoso árbol de la estancia, o aunque sin realizar acrobacias, al menos sentada entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos detalles resultaban superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie mucho tiempo. Se cansaba rápido de las cosas, por lo que se aburría seguido. Por eso, a los tres días de estar en el campo, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la ocultase con excesiva discreción; ya vería dónde.
El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar la mirada triste que Laurita lucía por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se le acercó por detrás y le susurró:
-Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…
Laurita la miró, apenas motivada frente al conocido tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:
-Y los secretos, si son compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…
Aquello venció cualquier barrera de sospecha. Y hostigó a preguntas a aquella entrañable mujer, sintiendo cómo se desperezaba su inquieta curiosidad. Teresa, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.
A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando una protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se asustaba hasta los huesos cuando despertaba a causa de tales sonidos. Todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son? -, exclamó Laurita, olvidando el desayuno, con la mirada fascinada al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…
Con tal promesa, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, mientras iban pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a él. Había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche, para escabullirse sin ser vista.
La emoción la carcomió durante toda la tarde. Las horas se demoraban pegajosas, y a diferencia de lo que Teresa esperase, la niña no volvió a mencionar aquel tema. Para cuando cayó el sol, la mujer creyó que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, así que mantuvo silencio.
Laurita aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches,  escapó de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, saliendo de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se alejó unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.
Soplaba una fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando una sensación de soledad que experimentaba de golpe, aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……
La brisa susurró entre los árboles otra vez, quizá evocando alguna misteriosa conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma. Y por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció. Entonces, proveniente de territorios desconocidos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.
Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar de nuevo en ambas direcciones. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.
Se le aceleró el corazón. Comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba veloz, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un considerable ventarrón que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció delante suyo, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó, pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de algún otro ramal en servicio actvo. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos briosos cuerpos, deseando escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración criollo. Entonces, aún sin comprender lo que ocurría delante de sí, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante.
Sangre.
Antes de que ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta, aunque de uniforme, era inconfundible. Y al reparar en Laurita, luego de dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche y absoluta firmeza en la voz al gritarle:
-“¿Qué estás haciendo acá vos???”
Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Treinta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, rodeada de silencio y penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, cargados de pesadilla…


*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com



-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".






-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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