*Obra de Griselda Roces.
23 *
La vida apacible. La noche fuerte.
El mundo está a salvo:
el ángel y su hermosa catástrofe fueron
carcomidos mientras la luz
enfermaba.
Así son las ausencias
ocupan la materia, el oxígeno todo
y las aves carroñeras se desbocan
sobre los campos vivos.
Querido, cuando se adentre mi cuerpo
en la noche, ¿serás el ave hecha de luz y polvo
todavía?
*De Noelia Palma.
-Poema de su libro La casa.
Editorial Mascarón de Proa. 2019
-Noelia nació en Morón, provincia de Buenos Aires, en octubre de 1984.
Textos de su autoría fueron publicados en diversas antologías y revistas digitales
como Digo.palabra.txt, Letralia, entre otras. Realizó talleres literarios con
Alberto Ramponelli y Eduardo Espósito.
Su primer libro de poemas, “Que la muerte nos ampare”,
fue editado por Francia Ediciones en 2017. Tradujo a Charles Bukowski desde
2011 y en 2017 publicó junto a Editorial Postales Japonesas su primera
antología bilingüe: “Solo con todo el mundo”.
En noviembre de 2018 editó en Ombligo Cuadrado “0034-Buitre
hacia la nada”, que consta de dos libros en un solo ejemplar. En
junio 2019 la editorial cordobesa Mascarón de proa publicó “La casa”.
6 *
¿De qué ternura guarda tu memoria
la fiesta del silencio?
Todo tu cuerpo contra el muro y nada:
no se rompe, no se cae.
Otra vez, por vigésima vez:
todo tu cuerpo contra el muro y nada:
no hay derrumbe.
Se acaba el mundo, el muro sigue ahí,
tu cuerpo sigue ahí, y en tu silencio
seguís abrazado a algo pequeñito,
que sonríe.
-Poema de “Triza”,
Editorial Detodoslosmares, 2017-
-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista.
Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
Helada*
Anoche lloré
mientras dormía.
Cuando desperté,
mis plantas habían muerto.
“Ahora llorá con motivo”
decía mi madre.
Siempre existe un tajo
más profundo.
Objetos perdidos*
Uno
Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la
pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del
vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su
huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e
inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la
escena. "Ayer dejaron algo", dijo el viejo. Su compañero de trabajo
—un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su
vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una
secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies
alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al
esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos presentían
nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras del viejo,
inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el vaso.
"¿Qué dejaron?", preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no
para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El
viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el
silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una
parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre
amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El
muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: "Vendrán
más cosas". Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena.
En una delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de
sus alas.
La labor del muchacho era vender los boletos de la única corrida
del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no
llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una
jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural,
pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces.
"¿Quién dejó el sobre?", preguntó el muchacho. "Cuando llegué ya
estaba aquí", respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la
ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando
en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en
la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y,
seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto
de lápices y sellos para dejar su anzuelo.
Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo
estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las
nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el
humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar,
ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se
acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como
parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron
la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El
sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas
alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre
era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo,
para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. "¿Qué pasa?", dijo
el muchacho. "El sobre", murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras,
los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de
agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su
paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos.
El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía.
El chofer se acercó al viejo:
–Algo raro ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.
–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.
–La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.
–Será la época del año.
El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre
los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos
temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos
de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por
qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos
de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras
las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito
allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El
reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de
polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas,
las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y
verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle.
Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un
cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando
agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del
viejo, entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje,
pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en
lo descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una
banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de
bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose
lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la
voz del viejo: "Mira, encontré algo". El muchacho regresó a galope.
Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia
encontraron una chamarra de color verde.
Dos
Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con
luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de
cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo
los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz
muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo.
Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro,
cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un
crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado
espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la
contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas.
Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la
cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la
caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre
sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su
respiración, su pensamiento.
Tres
El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha
afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte
de la mañana. Presagios en todas partes. "¿Qué pasará hoy?", dijo el
muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a
la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi
inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina
destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de
basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los
cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de
color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada
anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos
acompañaba las suposiciones. "Tendremos que preguntar en el pueblo",
dijo el viejo mientras consultaba el reloj. "Después de que pase el
camión", completó el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol.
El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena.
Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba
no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó
el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la
cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo,
por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran
abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de
notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo
superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos desconcertados,
azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que
vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El
viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del pueblo. La
fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos,
por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban
entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso.
La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que abandonaban: un
mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios,
alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra,
de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en
decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja más pequeña
que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían
el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil
llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por
el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina.
Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la
operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:
–Casi no hay pasajeros
–Disminuyen todos los días.
–Si no mejora esto cancelarán la ruta.
Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían
en otra línea de autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada,
ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos
pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los
huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado,
como si se estuviera confesando, dijo:
–Han estado dejando cosas.
–¿Quiénes?
–La gente.
–¿Objetos perdidos?
–Así parece.
El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus
bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente
niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas.
Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después
volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El
muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado.
Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de
cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar
alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante,
farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento
organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su
parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna
conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían
vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas
perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven
podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que
humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas
expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los
restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes,
estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros
extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos
estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se
agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal.
La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas
de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba
sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el
suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises
de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá...–dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí.
Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente
el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una
broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la
migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos.
En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho
percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera
estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más
bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto
posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado
actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de
todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por
completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para
convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas
roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se
despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron
a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se
regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía
que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué
era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre.
"Vendrán más cosas", pensaron y recordaron la hoja de papel y su
misterio.
Cuatro
El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba
el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó
frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No
encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había
quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su
parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había
sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras
naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el
desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo
lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba
oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se
acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de
distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas
se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba,
además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la
carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las
manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo
a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos,
ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto
equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las
casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada
de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el
último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz
del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había
nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas
de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío,
una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire,
a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro,
después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.
**
-Alejandro. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
*
Me caigo desde las cosas,
me despeño,
desde mi cuerpo me rompo como un vidrio,
tengo el peso
de las piedras que caen sobre los ríos
vencidas por las leyes que no entienden.
Me quiebro
mansamente cada día,
me rompo contra los mismos muros tantas veces.
Me astillo, vegetal, mi sangre en savia
de algún árbol
que fue mío y no recuerdo.
Me fracturo.
Me disuelvo.
Me desgasto.
Rota de mí,
ejerzo la osadía
de levantarme siempre.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
ODA A UNA CIUDAD VACÍA*
Hazle el amor al bicho/ porque después de todo/ es
amor./
-La cerradura de Milcíades-
Tu nariz se alarga
como la mandíbula de un perro abandonado
como el agreste recuerdo
de una viuda
en épocas de calor extremo
como la fútil patada
en el trasero
de un descamisado
como la dolorosa sensación
de un “yo no olvido”
mientras una bandada
de lágrimas emprende el vuelo
como golondrinas
de azufre y sal. Yo te vi mujer
preñada con alegres rostros
conocí a tu novio
el taxista Mahmoud
me miré en tus abruptos pechos
y te deseé en los miles
de culos exóticos
que deambulaban tus noches
me descubrí blanco
en el ocre de tus caprichos
me drogué con el misceláneo
de tus esquinas procaces
celebré el hambre angosta
de tus strippers
y con el rojo asombro
de recién llegado
me comí las ventanas plateadas
de los rascacielos
más amargos pero hoy
los escucho que tiemblan
llenos de miedo
como pantomimas endebles
y me pregunto:
Qué les pasa?
*De Daniel Montoly.
*
“Hay días en que todo
duele, pero también son días de grandes revelaciones.”
Inventren
Estación Tomás Jofré*
-De InvenTren II-
(2003 – 2004)
“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, ironizaba
Julián Bustos mientras el último ternero trepaba al tercer y último vagón jaula
de “FÉNIX”, la flamante locomotora del Nuevo Tren Provincial Bonaerense. El
cargamento debía llegar esa misma noche a Mercedes, ya que desde allí partirían
con rumbo urgente, aunque desconocido para Bustos. Más allá de donde finalizara
su trayecto, probablemente a bordo de algún transporte automotor, el destino
del ganado en pie sólo era determinado por los responsables del frigorífico
“Santa Anita”, quienes aguardaban ansiosos aquel lote vacuno que Bustos, su
encargado, les debía desde hacía ya tres eternos días.
Los terneros se agitaban inquietos a bordo de los vagones jaula.
Con el correr del tiempo Bustos ya se había acostumbrado a tal cualidad. Con lo
que aún no conseguía familiarizarse era con las expresiones taciturnas y
distantes que presentaba en ocasiones Leandro Benítez, maquinista titular de
“FÉNIX”, apagado y acaso rencoroso. Bustos había oído como al pasar que Benítez
la venía piloteando bastante mal desde hacía un par de meses, cuando comenzaron
a investigarlo por un delito que parecía no haber cometido -vinculado con el
frustrado asalto de una caja fuerte británica del siglo pasado, que
transportara a bordo de su propia formación-. La sospecha nunca se aclaró del
todo. Sus compañeros habían ido apartándose de él, y Bustos sentía hasta cierta
piedad por el pobre tipo. Sin embargo, ello no impedía que su talante sombrío
le inspirara cierto temor, sensación que crecía a medida que compartían las
horas transcurridas durante cada transporte.
Eran pasadas las siete cuando la formación, luego de una breve
parada en Estación La Verde, reanudó la marcha hacia Mercedes, adentrándose en
el atardecer primaveral. Bustos disfrutaba en silencio del paisaje, mientras
cebaba unos regios mates, que Benítez aceptaba sin despegar los ojos de la vía,
ni acotar palabra alguna.
Los hechos que ocurrieron a partir de la mitad del trayecto le
evocaron a Leandro Benítez una siniestra repetición, que lo obligó un par de
días más tarde a renunciar a su puesto, sin duda alguna, mientras que de Julián
Bustos se apoderó un miedo y una indignación que no se le borraron durante el
resto de su vida.
Al doblar una curva, lo primero que vieron fue un par de añejas y
oxidadas camionetas Dodge que apenas si podían moverse, cruzadas encima de los
rieles. Benítez movió la palanca con destreza, deteniendo a tiempo a “FÉNIX”,
haciendo chirriar los frenos con un estallido de chispas. La locomotora se
quejó en un último estertor al detenerse, rozando apenas con su enorme
parachoques uno de los abollados flancos de las camionetas.
—¿Pero quién mierda…? —estalló Benítez, despertando de su letargo.
No consiguió terminar la frase. Una impensada horda de indigentes,
entre quienes era muy probable que hubiera varias decenas de infiltrados,
evidentes punteros políticos que comandaban toda la escena, surgió de la densa
arboleda que se erigía sobre una de las cunetas y saltó hacia la formación, armada
de filosos cuchillos, trepando hacia los vagones jaula aullando un colosal
griterío de guerra, algunos con increíble agilidad, otros con notorias
dificultades en la locomoción, producto de una vida carente de atención médica.
Rostros desencajados, pieles escamadas, bocas desdentadas, miradas alucinadas…
Todos parecían vampiros, aunque sin la menor cuota de palidez, ávidos de
sangre. Y de carne, que deseaban llevarse famélicos, hacia la olla o la
parrilla. El ganado olfateó el peligro en el ambiente y comenzó a mugir
desesperado, pataleando contra los flancos de los vagones y haciendo vibrar la
formación, que al momento de ser abordada por la horda amenazó con volcarse y
descarrilar, arrastrando a “FÉNIX” consigo.
Bustos se asomó a la ventanilla de la locomotora sin conseguir
hablar, boquiabierto, dejando caer el mate recién cebado al piso de la cabina
de “FÉNIX”, intimidado ante tamaña aparición. Sabía que su misión era proteger
el cargamento vacuno de cualquier contratiempo, pero jamás había imaginado algo
por el estilo, menos aún había sido preparado para repeler un ataque semejante.
Así como nunca se había sentido tan impotente frente a una situación de peligro
como aquella. En cambio, Benítez reaccionó de manera inversa; con el pavoroso
recuerdo del malogrado robo de la caja fuerte, se desbordó de furia, no tanto
frente a la injusticia de aquel acto –su responsabilidad lo limitaba
exclusivamente a conducir la formación hasta destino-, como ante su propia
frustración, y el funesto panorama que imaginaba para sí mismo.
—¡Loco!!! ¿Qué mierda se creen que están haciendo!!! —chilló desde
uno de los balcones laterales de “FÉNIX”, dando un par de pasos hacia la
multitud, que ni siquiera lo oyó.
—Quedate piola, chabón, que la cosa no es con vos —le indicó a
escasos cinco metros sobre la cuneta un tipo grueso, con una visera de la
Municipalidad de Mercedes calzada hasta las cejas, mientras sopesaba un enorme
palo entre sus manos, a manera de garrote.
—¡Pero me están cagando el laburo!!! —protestó Benítez, deseando
que toda aquella gentuza desapareciese con sólo chasquear los dedos.
El tipo no le contestó, ni dejó de izar y dejar caer el garrote
sobre su palma izquierda, mientras contemplaba con parsimonia el vibrante
accionar de la gente que habían trasladado hacia allí desde territorios no tan
vecinos. La emboscada había sido un éxito, producto de una brutal política
asistencialista suscripta por el municipio; o por la provincia toda, quién
sabe… Sólo que esta vez no les regalaban la carne empaquetada para el guiso o
el asado, sino que se la tenían que procurar por sus propios medios, de la
manera que pudiesen…
Los chillidos animales se parecían a los proferidos por los hombres
y mujeres que asestaban cuchilladas a diestra y siniestra. La ferocidad de aquel
ataque parecía expresar algo más que hambre; semejaba más una venganza muda,
cuyo destinatario principal ni siquiera era una persona o una corporación. El
tren no hacía más que vibrar; varios terneros agonizantes trastabillaban y
caían sobre el suelo irregular, cruzado por las vigas de acero de todo vagón
jaula, generando temblores y estruendos que le ponían al maquinista y al
encargado del frigorífico los nervios de punta. Luego de unos minutos,
comprobaron que varias mujeres ensangrentadas se alejaban de la escena munidas
por toscos trozos de carne faenada, aún con el cuero peludo pegado sobre sus
costados. La sangre se derramaba sobre los enrejados flancos de los vagones
jaula, cayendo sobre los cantos rodados de la vía con un sello ciertamente horroroso.
Entonces, cuando la masacre parecía haber alcanzado su punto
culminante, con el primaveral aire de la tarde impregnado por el fétido olor de
la muerte, el miedo y la bosta, una abominación mayor tuvo lugar delante de los
incrédulos ojos de Julián Bustos y Leandro Benítez.
Los ángeles vengadores del sistema surgieron casi de la nada, sobre
la explanada opuesta a la arboleda. Cubiertos por el más cómplice de los
silencios, habían llegado a bordo de sus patrulleros blancos y azules sin
encender ninguna sirena o baliza, sabedores de su impunidad. Apostados en
hilera, protegidos detrás de sus vehículos, todos ellos enfundados en sus
uniformes oficiales, ejecutando en silencio órdenes tan precisas como los
punteros que minutos antes comandaran el asalto. Como dos ejércitos
enfrentados, uno de ellos probablemente financiado por el frigorífico “Santa
Anita”, encargado de hacer un seguimiento muy próximo al cargamento, ante los
reiterados rumores de un ataque de cuatreros, según los rumores de pasillo que
Bustos consiguió milagrosamente evocar en aquel instante.
Alguien gritó, de pie sobre el techo de uno de los vagones jaula,
queriendo alertar a sus compañeros en el último segundo. Aunque pocos lo
supieran, en la barrabrava de Boca Juniors y en su barrio platense de Los
Hornos lo conocían como el Gordo Nacho, muchacho dispuesto como pocos para el
desorden y el beneficio sin esfuerzo alguno; extraña clase de gato salvaje que
siempre caía de pie, cualquiera fuese la situación que le tocase enfrentar.
Sólo unos pocos consiguieron escucharlo, demasiado tarde para reaccionar.
En aquel último instante, lo único que consiguieron distinguir el
maquinista y el encargado del frigorífico, en medio del caos y la confusión
generados por el griterío humano y animal, fue el sostenido pitido de un
silbato, iniciando las maniobras para repeler a los invasores. Sólo que,
evocando por su ausencia a las oscuras y anchas bocas de los lanza-gases
antimotines, las decenas de cañones de pistolas y escopetas que se parapetaban
detrás de los patrulleros, sumados a igual número de ojos fijos a través de sus
miras sobre blancos móviles, presagiaban lo peor.
Las últimas luces de la tarde agonizaron en medio de un
ensordecedor y sincopado estruendo de disparos, que vomitaron fuego a
discreción sobre aquel malogrado convoy ferroviario. Cápsulas y cartuchos
servidos volaron por doquier alrededor de las fuerzas del orden, impregnando el
espacio de la cuneta de las vías por el acre aroma de la pólvora. Fue un
fusilamiento casi a quemarropa, sin contemplaciones. Ningún uniformado se
cuestionó nada; todos obedecieron disparando y recargando sin pensar. Mientras
sus víctimas, humanas y –por desgracia- también animales, caían al suelo entre
alaridos de sorpresa y de dolor, cubiertos de sangre de pies a cabeza, tajeados
por las cuchilladas, agujerados por los balazos, con los brazos en alto en un
inútil y póstumo intento de rendición, derramando vísceras sobre cada camión
jaula y los cantos rodados de las vías, implorando en vano como sus congéneres
entre los desolados muros del matadero.
Bustos se arrojó al suelo de la cabina ni bien sonaron los primeros
disparos, que derribaron al tipo del garrote y la visera casi de espaldas,
mientras Benítez se zambullía detrás del encargado del frigorífico, desde el
balconcito lateral de “FÉNIX” hacia el interior de la cabina. Desesperados
reptaron sobre ella, boca abajo, hasta alcanzar la puerta del otro lateral,
abriéndola hacia la arboleda, donde parecían querer escapar los últimos
asaltantes -entre ellos, un aterrado Gordo Nacho-, seguidos de cerca por el
silbido de los proyectiles. Las balas arrancaban fragmentos de corteza de los
árboles en busca de los recién fugados, mientras las fuerzas policiales
avanzaban en bloque, abandonando la protección de los patrulleros sin dejar de
apuntar hacia la ya abatida multitud, yendo a la caza de heridos y
moribundos……y de todo aquel que pudiese oficiar como peligroso testigo del
hecho.
Varios cañones los apuntaron cuando ambos se arrojaban desde
“FÉNIX” hacia la cuneta de la arboleda. Sólo una milagrosa orden del oficial a
cargo consiguió salvarles el pellejo, al reconocer en el último segundo a
Julián Bustos como uno de los empleados del frigorífico “Santa Anita”. Algunos
uniformados se adentraron entre los árboles disparando a ciegas, mientras la
mayoría de los demás se encargaban de rematar a los caídos, y algunos pocos se
ocupaban de levantar a empujones al maquinista y el encargado, apoyarlos de
cara contra el costado de la locomotora y esposarlos con las manos a la espalda,
a pesar de las vacilantes quejas de Benítez, sin apartar de sus cabezas los
humeantes cañones de las armas.
Bustos se apoyó de espaldas contra la locomotora, dejándose caer al
suelo hasta quedar sentado sobre el canto rodado, y vomitó hacia un costado,
orinándose al mismo tiempo en los pantalones. Benítez temblaba, manteniéndose
apenas en pie, con la mirada perdida a fin de evitar contemplar el rostro del
horror, y el semblante desolado frente a su incierto futuro. La muerte también
podía llevárselos a ellos en cualquier momento. Más allá, los últimos terneros
mugían en estridente agonía, erizándoles la piel. Y decenas de cadáveres se
desangraban sobre la pampa.
Los orificios de bala de distintos calibres fueron reparados en los
talleres del Nuevo Tren Provincial Bonaerense, aunque algunos permanecieron
sobre el lateral de “FÉNIX” durante el resto de su campaña ferroviaria, como
cruel y mudo testimonio de aquella masacre. Sus eventos jamás se dieron a
conocer en los medios de prensa, y sólo un par de aterrorizados testigos los
recordaron por siempre, aunque incapaces de contárselos a nadie.
“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, recordó muchos
meses después, con unas cuantas copas encima, como en un sueño, el empleado
Julián Bustos. “Carne de res faenada”, musitó con inconfundible vaho etílico,
sobre una mesa del restorán “Fronteras”, antiguo boliche restaurado para
quienes se apeaban en la Estación Tomás Jofré, erigido dos o tres décadas
antes. “Carne que nos alimenta a todos, acostumbrados a comer desde bien
chicos”. Aunque rara vez esa carne con la que se alimenta una nación……termine
siendo humana.
-Alberto Di Matteo. Escritor por
vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le
contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye
que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes
literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren
durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para
entenderme y entender el mundo".
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@
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