2 *
Dicen que cuando se tiene
hay que abrazar.
Que el corazón si ríe
bombea más sangre
y agradece.
A veces el sol
irrumpe.
Tanto candor
(he implorado, ¿verdad?)
para darme siempre el mismo golpe
en la mano
mientras cierro
esa
ventana.
-Poema de La casa. Editorial
Mascarón de proa. 2019.
-Noelia nació en Morón, provincia
de Buenos Aires, en octubre de 1984. Textos de su autoría fueron publicados en
diversas antologías y revistas digitales como Digo.palabra.txt, Letralia, entre
otras. Realizó talleres literarios con Alberto Ramponelli y Eduardo Espósito.
Su primer libro de poemas, “Que la muerte nos
ampare”, fue editado por Francia Ediciones en 2017. Tradujo a
Charles Bukowski desde 2011 y en 2017 publicó junto a Editorial Postales
Japonesas su primera antología bilingüe: “Solo con todo el mundo”.
En noviembre de 2018 editó en Ombligo Cuadrado “0034-Buitre
hacia la nada”, que consta de dos libros en un solo ejemplar. En
junio 2019 la editorial cordobesa Mascarón de proa publicó “La casa”.
LA MUCHACHA DE DUBAN*
Tenemos un invitado esta noche, dijo la mujer de mirada cansada.
Los niños miraron con curiosidad al hombre alto, de barba
desprolija, que acababa de sentarse a la mesa.
Su piel tenía numerosas marcas, cientos de arrugas y sus profundos
ojos pardos apenas se destacaban bajo las canosas cejas.
-Simón es mi primo. Llegó de un largo viaje y vino a visitarnos,
La mujer no lo dijo, pero en realidad, sabía que el viejo Simón
venía a despedirse. Hacía más de 30 años que no se veían y ella ya lo
consideraba muerto, en algún lugar remoto de Asia o África.
Comenzaron a cenar en silencio, sentados alrededor de la antigua
mesa de madera. Hacía mucho frío y la mujer puso en el centro de la mesa una
gran fuente humeante con papas, arroz y algunos trozos de pollo.
Afuera la lluvia había parado, pero el viento continuaba castigando
furioso las ramas de los árboles.
El viejo Simón miró detenidamente los rostros de los chicos. Los
tres tenían ojos pequeños, como los de su abuela y el pelo enrulado, como había
sido el de su madre. Nunca habían salido de ese pequeño pueblo y tal vez no
saldrían jamás.
La niña se movió incómoda en su silla y trató de iniciar una
conversación.
-¡Qué viento terrible! Va a volar el techo de la casa.
La abuela la miró reprobándola.
-Imposible.
Simón aprovechó la oportunidad y exclamó:
-Los vientos más peligrosos son los del desierto. Nadie se atreve a
cruzar solo el desierto de Dhufar.
La mujer trató de recordar los lugares del mundo en donde Simón
había vivido. Empezó a dudar de la claridad mental de su primo, pero se quedó
callada y continuó con la mirada en la comida.
La frase del hombre había logrado despertar el interés infantil.
Los tres chicos lo miraron, interrogándolo.
-Viví cerca de allí muchos años. Está en el límite de Arabia
Saudita y es temido por sus altas dunas, inhóspitas, sin una gota de agua en
miles de kilómetros.
-¿Estuviste en ese desierto alguna vez? , preguntó el mayor de los varones.
-Si, crucé por allí unas cuantas veces, en caravanas que llevaban
mercaderías al otro lado de Muscate, la pujante ciudad de Omán. Lo cruzábamos
de día y acampábamos por la noche.
Los niños escuchaban atentamente. Afuera el viento doblegaba los
árboles desnudos.
-Voy a contarles una historia. Algo que ocurrió allí,
realmente, hace años y si alguno adivina
el final, le daré un regalo.
El cálido comedor se iluminó con la sonrisa de los chicos.
Con entusiasmo se prepararon para escuchar.
“-Hace muchos años, dentro del sultanato de Omán, había
una ciudad construida alrededor de un oasis, llamada Duban. La gobernaba una
familia un tanto lejana de Abu Said, el imán que echó a los portugueses en el
siglo XVIII y cuyos descendientes fueron los monarcas de Omán desde entonces.
El sultán de Duban tenía varias esposas pero su
preferida era una hermosa joven que había desposado hacía unos meses. La
mujercita era una belleza, varios hombres habían soñado con ella. Su madre la
veía crecer con emoción, sabiendo y anhelando un futuro esplendoroso para su
hija.
Era la envidia de sus vecinas, nada podía
compararse a su hermosura. Cuando tuvo la edad suficiente para casarse, su
padre la llevó al palacio y, por supuesto, el sultán la aceptó y pagó por ella
muchísimo oro.
Pero la chica no se consideraba dichosa.
La ciudad de Duban tenía grandes palmeras y
olivares, parecía irreal en medio del desierto.
Sus construcciones blancas, simples, contrastaban con el mármol y el oro
del palacio.
Cuando el sultán adquiría una mujer le ponía en el
lóbulo de la oreja derecha un hermoso aro. Era un rubí en forma de flor.
Parecía una pequeña granada, roja y brillante como la bandera de Duban. El aro
se sellaba por atrás y era imposible quitarlo. Esa joya distinguía a las
mujeres del sultán como de su pertenencia, a pesar de que era algo inútil,
porque rara vez traspasaban los muros de Duban y nadie podía confundirlas.
La hermosa joven odiaba ese aro. Se sentía como un
animal al que su dueño le hubiese tatuado una marca. Y el espíritu de la
muchacha, no tenía dueño.
Odiaba también al sultán, y hubiese cambiado las
alfombras, las joyas y los exquisitos vestidos que tenía por estar con sus
amigas, caminando y bromeando por las calles de Duban cuando volvían con los
cántaros de la fuente del agua.
Poco a poco se fue sintiendo peor, como un pájaro
maravilloso encerrado en una lujosa y enorme jaula, que sueña con árboles, ríos
y estrellas.
Un día, cansada de los caprichos del monarca,
decidió huir.
Esa noche sería el festejo del 12 de Rabi al Awat,
el nacimiento del profeta. Todos beberían mucho. La muchacha se sacó sus
hermosas pulseras y las dejó bajo su almohada para que al día siguiente las
encuentre su doncella, que vivía tan presa como ella.
Se dejó todos los anillos en los dedos para
sobornar al guardia del portal, al que conocía desde que eran niños.
Cuando amanecía, salió y dio sus joyas a su amigo,
que tristemente le abrió la puerta y le dijo adiós. Así escapó al desierto.”
Simón hizo un alto y volvió a mirar las caritas
infantiles. Había logrado tenerlos pendientes de su relato. Nada se oía ni
adentro, ni afuera de la casa.
“La jovencita empezó a caminar. Poco a poco el sol
calentó con mayor fuerza. Sus lujosas sandalias empezaron a desarmarse. Estaban
hechas para el mosaico y el mármol, no para la arena. Su sirwall la envolvía
como una capa roja y dorada. En la cabeza, el lihaf cubría su largo cabello
negro.
El sol era cada vez más poderoso y la joven cada
vez más débil.
Sus bellos ojos verdes se empañaban. Sabía que era
imposible sobrevivir. Cuando llegara la noche moriría de frío.
Tan hermosa… pensaba. ¿Para qué? Una joya en una
vitrina, el ornamento de una corona. Sin vida.
Recordó a su madre,
a su hermanita, jugando con las piedras en las abrazadoras tardes en las
calles de Duban.
Había llevado una botella con agua y tomó un poco,
para poder seguir.
Era imposible salir del laberinto del desierto. No
sabía adónde estaba, ni hacia qué punto cardinal caminaba. El sol la mareaba y
ya la arena lastimaba sus pequeños pies.
Así, perdida como estaba, era también imposible de
hallar. En vano mandaría a los camelleros de la Guardia Real el sultán, no la
encontrarían.
Sintió la garganta seca y los ojos húmedos.
Alguien la descubriría así, tendida en el desierto,
seca y marchita como una flor, un dibujo rojo. Dorado y verde en el medio de la
arena.
Ya no tenía más fuerzas. Su ropa, cosida a mano en
preciada seda, se iba enredando en sus piernas cansadas.
Después de varias horas supo que era el final de su
corta, hermosa existencia. La reemplazarían por otra, pero el sultán sufriría
esa pérdida. Ese sentimiento de revancha le dio un poco más de energía, pero
duró poco.
Cientos de mujeres como ella, elegidas, compradas,
ataviadas como muñecas, usadas.
Con el corazón encogido, pero sin arrepentimiento,
se dejó caer en la arena “.
-¿Qué pasó con ella? Preguntó el menor de los chicos.
-Ustedes díganmelo, niños. A ver si alguno acierta.
La niña aventuró:
-¿Los soldados del sultán la encontraron y la llevaron de vuelta al
palacio?
Simón sonrió.
-¿Murió en el desierto? Preguntó el menor.
El viejo miró al tercer niño.
Éste sugirió con esperanza:
-¿Una caravana la encontró y se la llevó con ellos?.
El hombre volvió a sonreír y contestó:
-Lo siento. Ninguno acertó. Pero igual les daré un regalo a los
tres.
Tomó su gastada mochila y sacó tres chocolates.
Los niños agarraron rápido la golosina y después de devorarla, se
fueron a dormir sin preguntar nada más.
La mujer miró a Simón y sonriendo le reprochó:
-Simón… Simón… vos y tus historias… Pero al menos los entretuviste.
El hombre le devolvió la sonrisa y se fue a su cuarto.
Se sentó en su cama y pasó la mano por su arrugada frente.
Luego acomodó su mochila y sacó algo diminuto, del bolsillo
interior. Lo puso en la mesita de luz,
al lado de la lámpara y volvió a mirarlo con ternura, como todas las noches de
su vida.
Era un aro de rubí, rojo como una flor única, viva, en medio del
desierto.
Desatornillar*
Sacudo el ancla
Deslizo el timón
Las profundidades
que se abren en espejo
son las que surco
Abrazo la brisa
La vela esconde
desatenciones
¿Retorno?
El escritor*
Estaba de nuevo delante de un papel en blanco. Un papel vacío.
La primera vez que había escrito algo, fue muy fácil, porque estaba
contando parte de sus vivencias, y no había tenido que inventar nada. Según su
editor, la novela fue un éxito porque "estaba escrita de una forma
natural". La trama, el terrible asesinato, y las peripecias hasta
descubrir al asesino eran lógicas.
Fuera por lo que fuese, la novela se vendió inesperadamente bien.
Escandalosamente bien. “La mejor novela policíaca de la década”. Incluso llegó
a ganar un par de premios.
Había seguido el consejo de su padre. "Escribe de lo que
conozcas, no pongas florituras, no inventes... la vida es ya de por sí lo
suficientemente variopinta como para darte todos los argumentos que
necesites". Y así fue, lo único que tuvo que hacer fue explicar lo que
había sucedido y consiguió el mayor éxito del año.
Desde aquel momento, entrevistas en las principales cadenas de
televisión, invitaciones a las más importantes reuniones de autores, cenas con
políticos y actores de cine, y propuestas. Sobre todo propuestas de todo tipo.
Desde los productores en busca de guión para su "gran película" hasta
modelos femeninas ofreciendo placeres a cambio de promesas de convertirse en
actrices.
Dinero y fama, y sobre todo la satisfacción de haber conseguido el éxito.
Lamentablemente la inversión de sus beneficios en aquellas acciones
que resultaron un fraude le llevaron a la situación actual. De poder pasar el
resto de su vida sin trabajar a tener que volver a escribir.
Pero no importaba, conseguiría también un segundo éxito. Todo se
limitaba a lo mismo que la primera vez: Contar parte de sus vivencias, no
inventar, explicar lo que había pasado, de la forma que había pasado.
Lo único que lamentaba un poco es tener que volver a matar.
*De Joan Mateu.
*
Y un día supimos
que no somos los campeones del amor.
Que la vecina rubia y torpe
que estaciona su auto siempre mal
alguna vez se enamoró.
Que el viejito que espera
en la cola del banco
una vez se enamoró.
Esa mujer riéndose frente a su trago
en la ventana de un bar
alguna vez se enamoró.
Todos, todos ellos
habitaron alguna vez la casa del amor,
recorrieron los pasillos,
se arrojaron
desde todas las cornisas,
durmieron en las camas del amor.
Todos ellos,
también,
fueron los campeones del amor.
Por eso andan tan cansados,
como nosotros.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
LA OBSTINADA GUERRA DEL AMOR*
En aquella noche de verano Esteban leyó a Kalman parte del
reportaje a Hawking: "En el futuro habrá
súper humanos genéticamente modificados".
Cenaron en casa de Esteban con Leticia su mujer. Kalman estaba por
unos días para visitar a su última tía. Hablaron mucho sobre la modificación
genética.
Kalman se llevó con dolor de esa visita la hostilidad que Leticia
demostraba hacia Esteban. Hasta en un tono de voz cargado de resentimiento.
Leticia no sentía pudor por representar su papel delante de un
amigo que los visitaba después de años en California.
Esteban fingía ignorar el enojo de su mujer, hasta que bien bajito
le dijo: "esta mujer es terrible".
Hubo un brindis con sidra helada en el jardín. La noche estaba
abierta al universo visible de pequeñas luces brillantes que titilaban.
Leticia se quejó porque su marido se dedicaba a “sus cosas” en vez
de hacer lo necesario como cuidar el jardín.
Kalman intento descomprimir:
-Te casaste con un filósofo no con el jardinero...
Pero no resultó.
-¡De qué filósofo me hablas... es un vivo!!!! –Respondió con furia.
Pasaron años.
Esteban esta muerto. Leticia es viuda.
Los humanos "genéticamente modificados" parecen más una obra
de los virus que de la ciencia genética.
En su último viaje a Argentina, Kalman volvió al cementerio.
Mientras observaba la placa pensó: habría que grabar "A una victima en la
obstinada guerra del amor
Los Futuros*
I
Vendrán palabras suaves,
llantos como palomas grises,
sueños que aletearán
como giran los mundos.
Vendrán lentas palabras
perdidas en la lluvia,
remolinos incruentos,
bálsamos en el aire.
Y ya no habrá dolor,
sino tierra cayendo,
un fino sedimento,
un feliz pedregullo.
No más vivir
con el dolor a cuestas,
con la callada muerte
dando sustos.
II
Vendrá otra vez el mar
como una inmensa madre
a reclamarnos.
Vendrá la espuma
como leche del mundo
y nos dirá: regresa.
Seremos otra vez
millones de moluscos
nadando en una noche igual
a la que viste en sueños,
moluscos ciegos en el agua tibia,
insomnes y desnudos,
gráciles y blandos.
Regresarán las aguas
por lo suyo. Dirán:
te di la vida y te la quito.
Y volaremos
como un único grito hacia la nada,
como bocas sin cuerpo
a mamar de ese pecho,
esa pústula herida,
esa pura fuente inagotable.
III
Vendrán máquinas tristes,
sensibles, compasivas;
a preguntar por ti;
por tus sueños perdidos,
por tu alegre desgano.
Artilugios inquietos,
perspicaces, devotos:
tolerarán mentiras en silencio,
escribirán poemas en las tardes
como quien habla con la lluvia,
mansos.
Vendrán juguetes cínicos,
tenaces, decisivos,
para hurgar en tu vida,
infalibles, urgentes.
Desecharán tus frases ampulosas,
tu balbuceo derretido.
Se reirán de ti
con un humor
que ya no entenderás.
Y ya jamás reunir
desperdigadas partes,
exhibición e intimidad:
truncados mecanismos
de una danza nostálgica,
repetitiva, última.
(Buenos Aires, 1955)
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo,
quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura,
utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi
parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco
sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más
preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software,
capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso
me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo,
en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis
investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento
asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para
llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre
nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje
podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez.
Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate.
Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no
obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener
una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un
inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas
posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho
a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría
solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé
ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse
en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los
antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo
nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros
muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin
duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano
es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia
lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica,
racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera
sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de
su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo,
dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo
cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta
sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o
cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina,
detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo
haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia,
aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es
informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o
incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento
definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una
fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado,
ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades
entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y
abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión
cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo
más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la
pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía
moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en
lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los
sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé
tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me
atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir
(Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una
simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría
acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo,
irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de
ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había
señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y
ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación
de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido,
sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día,
aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de
un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz,
decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la
botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico.
A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la
etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En
medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis
entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí,
entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había
visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al
principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor)
cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese
necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad
geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi
experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el
tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX,
cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos
iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad
virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria
sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un
jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre.
Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza
meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no
estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la
Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta
que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y
documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es
el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir:
Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme)
no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios,
algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos,
radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada
Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en
París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la
construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver
cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la
palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a
Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran
Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí
encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas.
Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días
más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco
en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un
adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de
vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El
descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser
querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental
fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo,
cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he
recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son
conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo
dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese
momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis
pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño
del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de
cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio,
diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá
ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso
contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo
de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil
llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento.
Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda.
Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar
a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas
remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser
humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi
jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí-
dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla
pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde
la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación
de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era
joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba
ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y,
de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga
separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber.
Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no
va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé.
Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje
la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los
ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el
momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras
–imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la
palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a
izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor
producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los
muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después
amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción
con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a
Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje
sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al
principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto
conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin
saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a
media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una
imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio
de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un
par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era
el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada;
ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el
diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de
esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de
hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal
misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos
hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras.
Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en
ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No
reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo
prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No
era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase
que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple
desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no
estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi
vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a
quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí
nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números
allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez
acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número,
nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado
tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la
provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras
circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del
operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a
llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto,
la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de
siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo
había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta
realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no
me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me
pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas.
Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la
entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul,
pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta
el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido,
evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que
las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer
que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa
-¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez
erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos
que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca
imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable!
lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva
realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y
yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba
mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco
puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su
significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida
en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la
coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y
sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano
aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren
partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa
Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo
estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que
sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona
que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por
dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
CABRAS*
Rompieron las cercas, derrumbaron los muros,
desmontaron las jaulas, transgredieron el orden y huyeron hacia el monte.
Zumbando por los potreros descubrieron que no todo
campo es orégano.
Qué dicha.
*De Esther Andradi. esther@andradi.de
-De: Microcósmicas. Macedonia
Ediciones, Buenos Aires 2015, 2017
-Esther es escritora, ha vivido y
trabajado en diferentes países. Nació en Ataliva, un pequeño pueblo de la
provincia de Santa Fe, Argentina, y en 1975 emigró al Perú, donde fue
reportera, columnista, y jefa de redacción. En 1980 viajó a Europa y se radicó
en Berlín (Occidental). En 1995 regresó a Argentina y vivió ocho años en Buenos
Aires. Desde 2003 vive y escribe en Berlín. Sueña con un túnel que conecte
Buenos Aires y Berlín, de manera que sea posible pasar rápidamente de una
metrópoli a otra. En sus textos emprende a menudo semejantes traspasos entre
uno y otro mundo, reflexiona sobre los cruces y márgenes, sobre aquello que se
pierde en la travesía. Y también lo que se gana. Publicó crónica, ensayo,
poesía, microficción, cuento y novela. Sus relatos fueron editados en numerosas
antologías y en diferentes idiomas. Sus ensayos sobre cultura, memoria y
migración se publican en diversos medios de América, España y Alemania. Tradujo
la poesía de la poeta alemana negra May Ayim al español. Editó la antología
"Vivir en otra lengua", pionera en la construcción de un espacio para
la literatura latinoamericana que se escribe fuera de las fronteras de los
países de origen. Ha sido traducida a varios idiomas, últimamente al islandés.
Inventren
El desperfecto*
_Oiga don… ¿no sabe qué pasó?
Francisco miró con fastidio a su compañero de asiento.
El tren se había parado, nuevamente, en medio de un desolado campo
de pastizales secos. Ya hacía catorce
horas que estaban viajando.
Él había creído que era la forma más directa y rápida que tenía para
llegar a Tucumán. No imaginó estas demoras, ni semejante compañero de asiento.
El viaje parecía interminable.
Cuando el hombre se sentó a su lado, lo observó disimuladamente. Un
pobre tipo, con un saco enorme (seguramente prestado para la ocasión), el pelo
mal cortado. Un par de zapatos viejos y un aroma fuerte, dulzón, de colonia
barata.
“Al menos el perfume no va a durar más de 15 minutos”, pensó.
Pero duró un poco más y el hombre, que dijo llamarse Eusebio, lo
había molestado durante todo el viaje preguntando y contándole cosas. Un casi
analfabeto que no sabía nada. Justo tenía que tocarle a él.
“Eso te pasa por apurado” diría su mujer. Y tenía razón, aunque el
no lo admitiría nunca. Pero quería terminar este negocio antes del fin de
semana. Sacarse el problema de la cabeza, para empezar a solucionar otros.
Su hijo no le hablaba desde hacía ya varios días, porque habían
perdido un cliente por un error suyo. Un desagradecido, su hijo. Él le había
dado un puesto privilegiado en su empresa, cuando otros lo merecían más. Pero
era su hijo.
Qué mala suerte, pensó, este compañero viaje. No lo había dejado en
paz desde que salieron. Le buscaba charla y él no quería hablar. ¿De qué podían
hablar, salvo del tiempo? ¿De política internacional, acciones en la Bolsa?
Francisco sonrió ante su propio sarcasmo. Ese pobre hombre, a su lado, podía
ser estafado hasta por un niño.
Pero después de tantas horas ya se sentía cansado y de pésimo
humor. Tenía hambre, se le había empezado a arrugar la camisa y no sabía cuánto
tiempo más duraría el viaje. Un bebé lloraba desde hacía rato y aumentó su
molestia.
Y ahora este hombre que le preguntaba por qué el tren se había
parado, como si él tuviera todas las respuestas.
Imposible hacerse el dormido. En cuanto abría los ojos, el otro
volvía a la carga.
Fastidiado, respondió;
_ No sé, por los ruidos que se escuchan, deben estar arreglando
algo.
El hombre mostró preocupación:
_Yo voy a Colonia Dora….y ya estamos atrasados dos horas…
Francisco no contestó.
_¿Sabe qué pasa, don? Murió mi padre y lo entierran a las 6 y yo
quería llegar antes de que lo entierren, Para despedirlo, vio?.
A pesar del silencio de su vecino, Eusebio siguió hablando.
_Yo me fui de mi pueblo hace
40 años. Tenía 17. Éramos muy pobres y un primo mío, de Buenos Aires, me dijo
que allá podría conseguir algo. Mi viejo, mi vieja y mis hermanos fueron a
despedirme a la estación. Mi vieja lloraba, pero yo estaba contento. Le dije:”A
fin de año vuelvo para visitarlos y hacemos una fiesta!”. Ahora que lo pienso…
yo era casi un chico...
Pero cuando llegué a Buenos Aires me di cuenta de que mi primo no
estaba tan bien. Me fue a esperar a Retiro y nos fuimos en colectivo hasta su
casa, que quedaba muy lejos, en un barrio fuera de la Capital.
No me gustó como vivía mi primo y, sabe… andaba en cosas raras. Yo
no quise. Al mes me fui de ahí y conseguí empleo en la cuadra de una panadería.
Un compañero de trabajo me presentó en la pensión donde vivía y así seguí.
No volví a mi casa, en Colonia Dora, en estos cuarenta años. No
sólo no tenía para el pasaje, no podía volver. Todo el pueblo sabía que me
había ido a vivir a Buenos Aires, a buscar mejor vida. ¡Cómo iba a volver así,
derrotado, peor de lo que me había ido! Al principio les mandaba cartas a mis
viejos, mintiéndoles, después no preguntaron más. Muchas veces me arrepentí de no haber
terminado la escuela… tal vez hubiese conseguido algo mejor, hasta una mejor
compañera, porque la mía me dejó al poquito tiempo de casarnos.
Ahora quisiera…solamente quisiera, despedir a mi padre. Decirle que
lo siento, cuánto pensé en él, cuánto lo quería…
Francisco se sintió sumamente irritado por el relato del otro. El
calor, la inmovilidad del tren, la demora, los reproches de su mujer, la
indiferencia de su hijo, ese diálogo no
buscado, todo se unió para explotar en su respuesta:
_ Ahora es tarde, Eusebio. Muy tarde. Su padre ya está muerto.
Aunque usted se quede parado dos horas junto al cajón y le hable, él ya no lo
escucha. No oye, no siente. Está muerto. Las cosas hay que hacerlas en vida.
Después, ya no sirven.
En el instante en que terminó de hablar, Francisco se arrepintió de
haberlo hecho. La dolorosa mirada del otro le atravesó el pecho, como una
filosa navaja.
Pero las duras palabras habían conseguido silenciar a Eusebio.
Volviendo su cara hacia la ventanilla, perdió su mirada en el lejano horizonte.
En eso el tren empezó a moverse.
Unos kilómetros más adelante, llegó a la estación de Pinto, un
pueblo medio perdido en medio del campo.
El guarda avisó que estarían allí por lo menos media hora, para
terminar de arreglar el desperfecto, y luego
se reanudaría el trayecto con normalidad. Todos bajaron en la pequeña
estación.
Algunos caminaban, otros fumaban, el niño corría y había parado de
llorar.
Francisco vio a Eusebio sentado solo, en el final del andén, de
espaldas a la gente. Sus piernas colgando, el enorme saco rozando el suelo.
Algo en sus movimientos le llamó la atención. Trató de acercarse,
sin hacer ruido. Sólo veía la espalda del hombre, moviéndose.
Unos metros antes de llegar a él se detuvo, sorprendido.
Eran sollozos. Eusebio estaba llorando.
En ese momento Francisco se dio cuenta de que quien estuvo catorce
horas al lado suyo era un ser humano, igual a él.
Catorce horas a su lado. Próximo. Prójimo. Como el prójimo del que
hablaba el cura, los domingos en la misa. Él ayudaba al prójimo. Daba limosnas
siempre, ante la mano tendida. A los
descalzos, mal entrazados, gente que era el prójimo. Siempre pensó que el
prójimo era algo lejano, que no tenía cara ni nombre, algo anónimo. No era ni
su hijo ni su mujer, y menos este pobre infeliz que le había tocado en suerte
como compañero de viaje.
“¿Adónde está tu corazón?”
La pregunta se la había hecho su madre muchos años atrás.
Sintió también él ganas de llorar.
Pero no podía. Un hombre elegante, bien vestido, no podía llorar en
el medio de un andén, como un chico. Alguien se acercaría para preguntarle si
le pasaba algo, si se había descompuesto.
En cambio nadie, excepto él, había reparado en el llanto de
Eusebio.
Fue al baño y se lavó la cara, justo en el momento en que el guarda
gritaba que se reanudaba el viaje y el tren empezaba a ponerse en marcha.
Eusebio pasó delante de él para sentarse y lo miró con una
expresión tranquila, sin encono.
Francisco celebró esa mirada que no tenía rencor. Era como la de un
niño, con la inocencia que él había perdido hacía muchísimo tiempo. Por primera
vez en todo el viaje, se dirigió a Eusebio con amabilidad:
_ Vamos a llegar a las tres a Colonia Dora. Va a tener tiempo.
Eusebio sonrió suavemente.
Dos horas después, el tren llegaba a la estación Colonia Dora, en
Santiago del Estero.
Eusebio agarró fuertemente su pequeño bolso y le tendió la mano.
_Adiós, don. Disculpe si lo molesté con mis preguntas.
Francisco se paró y lo abrazó.
_ Suerte. Y decile a tu padre todo lo que sientas. Tal vez, desde
algún lado te pueda oír. Ah!.. esperá.
Sacó una tarjeta de su bolsillo y se la dio.
_Cuando vuelvas a Buenos Aires andá a verme a la empresa. Tal vez
pueda conseguirte algo mejor de lo que tenés.
La sorpresa y la alegría iluminaron el rostro de Eusebio. Le
agradeció calurosamente y bajó corriendo
la escalerita.
En el andén, un pequeño grupo de personas lo esperaba sonriendo.
Francisco pudo ver algunos abrazos antes de acomodarse en el
asiento.
Le quedaban algunas horas para dormir, tranquilo, hasta llegar a
Tucumán.
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN
GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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